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– ¡Pero bueno, pero cómo es posible! Esto es un horror, Ramón. Eres un horror, cómo puedes esto a mí decirme, que no vienes, ¿no me quieres ya, no nos quieres ya? ¿Tampoco a Juanjo? Eres un chico horrible, Ramonín, que no nos quieres.
Ramón Durán escucha a través del auricular del teléfono la sala entera de Salazar, el sol dando en el toldo color calabaza, resplandeciendo en los geranios rojo fuego, el viento del atardecer cálido, azul. Dios está azul. La delicia del hielo en el whisky de malta, la delicia del tono zumbón de Salazar, inconfundible. No le ha dado el pésame. De pronto, a todos los efectos, la muerte de Chipri es una mera cesación. Univocidad de la muerte: Durán no sabe estas frases, no las piensa ni las dice, pero al engancharse en el anzuelo delicioso de la voz amable, ligera, cálida de Salazar entiende antepredicativamente que the past is past y que, como Semónides de Samos -y contra la ebriedad intelectivo-cristiana de Allende-, si fuéramos sensatos del muerto no deberíamos acordarnos durante más de un día. Sensatez, otra ebriedad, la profunda ebriedad del sol en los geranios de la juventud, la tersura muscular, los cuerpos exaltados, la gracia un poco superficial, el sol que atañe y que recubre como una pleamar el jazmín de la pared de la terraza de Salazar. ¿Quién coño se acuerda de la muerte? En la voz de Salazar hay, y Durán no lo ignora, guasa y un plus, un dejo de ansiedad disfrazada de fingido malhumor, porque Ramón Durán le ha llamado por teléfono para decirle que ha encontrado un sitio en Madrid, ha alquilado una habitación. Durán, además, se ha permitido añadir una frase que ha escocido un poco: «Ahora tengo dinero.» Nada más decirla, se arrepiente Durán de haberla pronunciado. Por otra parte se alegra de haberla pronunciado: ahora no dependerá de Salazar. Nunca dependió de Salazar. Y sin embargo dependía de Salazar antes de la muerte de Chipri. El dinero, el piso, no eran suyos entonces, eran de su madre. Ahora, sin su madre, es todo suyo, ahora es rico, ahora no depende de Salazar ni de nadie. No ha podido remediar contarlo por teléfono y a Salazar esto le ha interesado mucho.
– ¡Ajá, chico rico! ¡Esto altera todos los supuestos, does it not? Pobrecillos Juanjo y yo, pobrecitos pardillos, sin un céntimo. Forzados a chapas y a mamadas por los antros de Dios, por los madriles súcubos de los coitos anales. ¿No vas, chico rico, ni a venir siquiera a vernos? Juanjo sin ti ya no es mi Juanjo, estamos ambos desolados: dos pollasbobas, que dicen los canarios, sin alegría juvenil, sin esa fructuosidad copiosa de la eyaculación tan joven: ese semen cremoso como la flor de un lilo blanco en la punta de los grandes nardos. Mi amor, ¿no vas a venir, o sí vas a venir a vernos, digo?
– Sí voy a ir, claro que voy a ir a veros. Además tengo que recoger mis cosas.
– ¿Ah, sí? Conque recoger tus cosas. ¡Qué triste! De nada vale ya, ante tus velados ojos ya no brilla lo porno-poético que adjunto. Dime por favor, Ramón, cuándo vas a venir a recoger tus cosas para que yo no esté, para que yo me oculte en bares comepollas adonde ahora voy, y no presencie la deserción, la desertización de mi más bello amor. '
– No me has dado ni siquiera el pésame. Mi madre ha muerto asesinada y tú sales con que comes ahora pollas en los bares. Por eso no quiero ir a tu casa, ni verte nunca más a ti o a Juanjo. Sois dos hijos de puta, es lo que sois.
Si ahora Durán colgara el teléfono, tendría alguna oportunidad de zafarse de Salazar y de Juanjo. Pero no cuelga el teléfono porque Salazar le paraliza. Salazar es un beleño, un veneno, un narcótico. Sólo el hecho de que estos primeros días de Madrid los esté pasando Durán en casa de Allende, mientras queda libre el piso de la profesora compañera de Allende, impide que Ramón Durán pida perdón ahora por su desagradable contestación y vuelva a casa de Salazar, a la viscosidad dulzona donde casi estaba acostumbrado a vivir con Salazar y con Juanjo. De repente se pone al teléfono Juanjo. Incluso para la ingenua conciencia de la situación que percibe Durán es obvio que Juanjo, también con Salazar, estaba presente en la conversación telefónica.
– Ramonín, soy Juanjo. -La voz de Juanjo le conmueve ahora de verdad, Allende no está en casa, Durán está solo y ha llamado por teléfono para decir que no va a volver, salvo para recoger sus cosas. La voz guapa y rasposa de Juanjo le conmueve ahora: siempre se vuelve al primer amor, que dice el tango-. Oye, perdona a Javier, que está mamao, ya le conoces. Pero que lo de tu madre lo hemos sentido muchísimo los dos, o sea… esto te quiero decir sólo. Yo te quiero ver. Esta misma tarde te quiero ver, porque tú y yo somos uña y carne y tú lo sabes. Yo te quiero. Yo te quiero a ti. Éste está pirao y no sabe ni lo que habla. Dime dónde estás, que voy a verte este minuto. ¿Estás en un hotel?
– No. No estoy en un hotel.
– Entonces, dónde, Ramón. ¿Desde dónde llamas?
– Estoy con Paco Allende, en casa de Paco Allende.
Ramón Durán, de la misma manera que antes tuvo la impresión auditiva de la sala de Salazar, escucha ahora el bisbiseo, ligeramente alejado del auricular, de Salazar y Juanjo: Está con Paco Allende, ahí está. ¡Acabáramos! ¡Bujarra de mierda, pregúntale si follan, la puta mosca muerta, ya podrá sacar tajada ahora!
– ¿Estás ahí? -pregunta Juanjo.
– Sí, estoy aquí, ¿qué os pasa? Vosotros dos sí que sois uña y carne. No tú y yo, vosotros dos. Y lo de mi madre os importa una mierda, di la verdad.
– Quiero verte, ¿sabes que quiero verte? Esta misma tarde quiero verte. Tú y yo somos tú y yo. No hay nadie más. Voy a buscarte donde quieras.
– Ven a buscarme a La Vaguada, debajo de los arcos, ahí te espero.
No lo ha podido remediar: hablar con Juanjo le ha excitado mucho. De verdad desea que Juanjo le abrace y le acaricie: irse calle adelante ellos, los dos, las avenidas repetitivas del dulce amor estival hacia el atardecer copiosamente sucio, sepia, cárdeno amarillo, bronco y dulce, hasta un parque secreto donde no les vean ni besarse ni masturbarse, que es lo que quiere hacer ahora Durán. A Juanjo le da igual, le gusta, por supuesto, y le da igual. Y todo ello Javier Salazar lo ha planeado para enganchar de nuevo al chico y no perderle. Salazar sabe que Durán ahora, después de la tensión del duelo y de la compañía ascética y ética -en esto acierta Salazar- de Paco Allende, necesitará su poco de magreo, un fácil acceso a su instintivo yo, tramposo y entrampado, facilón. Eso es lo que Juanjo representa y por eso ha dictado casi a Juanjo lo que le tiene que decir para engarlitar de nuevo al guapo Durán que ambos necesitan, Salazar y Juanjo, para correrse bien del todo.
Son las nueve de la noche, ha pasado ya la hora de volver de las oficinas. Los arcos decorativos que rebrillan metálicos producen a esa hora una curiosa sensación de irrealidad. Es un atardecer veraniego. El cielo es muy azul todavía, es un paisaje de altos bloques de viviendas, la Ciudad de los Periodistas. Durán está sin afeitar. Le sorprende que Juanjo le esté esperando en el paso de peatones. Durán le ve desde lejos. Y siente una emoción ambigua, una punzada de deseo, mezclada con una fuerte censura que procede de alguna parte de la conciencia de Ramón Durán, de la que el propio Durán no es aún dueño y que parece haber emergido -tras la muerte de su madre y las conversaciones con Allende- como una conciencia suspendida. La sensación que Ramón Durán tiene mientras espera en el paso de peatones y observa a Juanjo al otro lado, no es agradable, no se compone sólo de deseo, tiene un componente de crítica -Juanjo le parece demasiado arreglado y demasiado moreno, parece un modelo-. Parece un hombre joven, procedente de otro mundo más sofisticado y caro que el mundo cotidiano de la gente joven que va y viene por La Vaguada en ese momento: casi hubiera preferido Durán que Juanjo conservara algo del Juanjo mal arreglado que se encontró en la Ciudad Universitaria. Al encontrarse, Juanjo le tiende la mano, los dos están un poco forzados.
– Tío, he sentido mucho lo de tu madre.
Durán se queda frente a Juanjo sin decir nada. Ahora de pronto, esta frase convencional vuelca la muerte de su madre sobre Durán desconcertándole. No cree, de pronto, que Juanjo sienta la muerte de su madre. Juanjo ha venido demasiado alicatado, demasiado peripuesto, ha venido a una cita galante. No puede darse el pésame así.
– ¿Te manda Salazar a que me digas eso? -pregunta Durán.
– Ramón, qué cosas tienes. Salazar no tiene que ver nada. Tú y yo somos amigos de mucho antes.
– Éramos amigos de mucho antes, sí. Ahora no sé lo que somos ya. Salazar nos ha confundido a los dos. Te está jodiendo a ti, y a mí también.
– Salazar te quiere mucho, me lo ha dicho estos días.
– ¿Has venido a decirme eso? Ahora que me encuentro contigo, no tengo ganas de hablar contigo.
– Te está comiendo el coco el Allende. ¿Es verdad que vas a vivir con él?
– No, ¿quién ha dicho eso? Voy a vivir en una habitación de una amiga suya.
– ¿Entonces no quieres nada con nosotros? ¿Por qué no vienes a cenar con Salazar y conmigo esta noche?
– No tengo ganas. Creía que iba a ser distinto.
– ¿El qué iba a ser distinto?
– Este encuentro. Tú estás en otra onda. Apenas te reconozco.
De pronto, Juanjo mira el reloj Sandoz de esfera colorada.
– Entonces, ¿qué hacemos? -dice Juanjo.
– Tú no sé qué harás. Yo me vuelvo a casa.
– Es que, verás…, Salazar tiene mucho interés en verte. En hablar contigo. Yo no he venido sólo por eso, pero también he venido para decirte lo mucho que Salazar lo ha sentido todo, y lo mucho que me ha hablado de ti todos estos días.
– Déjalo. Me vuelvo a casa.
Durán se da la vuelta y, sin despedirse, se encamina Ginzo de Limia arriba, hacia el piso, todavía vacío, de Allende a estas horas. No desea realmente irse: desea que Juanjo le abrace, desea el enternecimiento dulzón, ferviente, del Juanjo que amaba y que por un instante ama todavía, pero está decidido a no volverse si Juanjo no le llama. Está empalmado y sabe que Juanjo lo sabe. Si Juanjo no le llama, no volverá la cabeza. Juanjo ahora se le viene encima, le pasa la mano por el hombro y le habla al oído:
– ¡Joder, no seas así! ¿Estás celoso o qué? A mí me pones tú, no Salazar, joder, pareces tonto. Salazar es un tío enrollao, tú le conoces. Nos regala cosas, dinero, lo que le sale de la polla. Está encaprichao con nosotros, está que lo tira. Eso no es malo, es lo que es. Lo nuestro es lo nuestro… Estás empalmao ahora. Yo también.
Durán cede. Todo cede ante este deseo de atardecida estival de su primer amor, de su entrega pasiva a quien le proporcionó el más fuerte deleite erótico de su juventud. No lo puede remediar en este momento Durán, y es verdad que ha sufrido la tensión de estos días mucho más fuerte de lo que parece. Y es verdad que, aunque tiene la sincera intención de irse a vivir al piso de la amiga de Allende, no ve en este momento al menos que tenga que renunciar del todo a Juanjo. Juanjo está tan guapo. Durán baja la cabeza y se deja acariciar un poco el cuello. Dice:
– ¡Hala, vamos! Hay arriba un parque, lo llaman aquí de los bomberos. Ahí hay sitio para andar. Es lo que quieres, ¿no? Yo también quiero.
Caminan lentamente los dos. Da envidia verles juntos, caminando despacio, tan guapos. Es la hora apresurada del atardecer, entrará pronto la noche. Juanjo ha conseguido su propósito, a saber: ha conseguido que Durán se entregue dulcemente una vez más en sus manos, que Durán le desee como antes, al menos durante un rato. Pero Juanjo sabe que esto no es todo y ni siquiera lo más importante: era sólo la condición necesaria para re-seducir a Durán. Y lo que Salazar quiere, y lo quiere vehementemente, es ver todo esto: quiere verlo delante de él, quiere verlo sucediendo ante sus ojos en el cuarto de estar: verles besarse y masturbarse, gemir de gusto y de dolor. Salazar quiere esto hasta la extenuación de sí mismo. Juanjo lo sabe. Juanjo mismo no quiere ya hacer el amor con Durán en un parque solitario. Juanjo quiere lo que Salazar quiere ahora. Así que está dispuesto a fingir que se deja seducir por Durán. Fingir que Durán y él forman un circuito cerrado, para que, sin que apenas Durán se dé cuenta, arrancarle de Allende y de este estúpido vecindario de clase media de La Vaguada, donde hay demasiadas mujeres con niños y estudiantes de ambos sexos con chándals: demasiada cotidianidad, tedio e infinito aburrimiento. Los dos jóvenes caminan hacia el parque de bomberos. Una vez allí, Durán maniobra para meter a Juanjo en la parte cortada a pico que da a las canchas de baloncesto de un colegio vacío a estas horas, donde pueden resguardarse. Una vez allí, se arrodilla delante de su compañero y le abre la bragueta. Los dos están empalmados. Durán se mete toda la polla de Juanjo hasta la garganta. Desea ahogarse. Agarra con firmeza las fuertes nalgas de Juanjo con ambas manos. Comienza a mover rítmicamente la lengua alrededor de la polla cálida, viviente, de Juanjo. Entonces, de un fuerte tirón del pelo con ambas manos, Juanjo le arranca de la mamada:
– Déjame seguir, por favor -murmura Durán con voz ronca-. No puedo vivir sin ti, sin esto, déjame seguir.
Ahora están los dos de pie frente a frente. Se balancean las fuertes pollas de los dos -chanson d'amour-. Juanjo, manteniendo aún agarrado el pelo de Durán con la mano izquierda, junta con la mano derecha las dos pollas, que hablan solas, refrescadas por la nocturnidad, como labios anónimos.
– Vamos, tío, joder, Ramonín -susurra-. Vámonos de aquí, aquí no lo podemos hacer a gusto. ¡Qué hostia de sitio es éste! No hace falta que vayamos a casa de ninguno, podemos ir a un hotel, nos hace falta un coche, en un coche se puede follar de puta madre, te lo digo yo, con cristales tintados, echas los asientos pa'tras, huele a cuero, a naturaleza de la hostia, te corres ahí, campero, a base de bien.
– No tenemos coche. Ahora te quiero, te amo ahora, no me hagas dejarlo, no me hagas sufrir.
Durán se vuelve a arrodillar y Juanjo le levanta otra vez.
– Me tienes que prometer -susurra Juanjo- que haces las paces de una vez por todas con Salazar, ¿qué te cuesta?
El tono de voz, el cuerpo de Juanjo, el olor de Juanjo, incluso el fuerte tirón de pelo, el contacto desnudo de las pollas, la noche, los campos de baloncesto oscuros, la sensación de nocturnidad, el romanticismo canalla de la escena, la sensación de que Juanjo, a su manera burda, sin matices, aún le quiere. Incluso esa punzada de vanidad provocada por Juanjo al decirle que Salazar quiere y desea verle -y paradójicamente también lo contrario: la curiosa sensación de dureza, de rectitud, que la compañía de Allende le hace sentir (en esto, especialmente, ha meditado a su manera saltona Durán)-, todo ello junto, entrecruzado por la sensación intermitente de haber perdido de la noche a la mañana a su madre como quien pierde un periódico o cualquier objeto sin valor en una aglomeración, hace ahora que Durán, agobiado, pierda su tensión erótica, sustituya el deseo de acariciar a Juanjo por el deseo de hacer lo que Juanjo, al parecer, desea que Durán haga. Este deseo de complacer a Juanjo es fuerte, y ahora mismo le es indiferente a Durán que Juanjo hable en su propio nombre o en nombre de Salazar. Durán ha comprendido que, si quiere conservar a Juanjo, aunque sea a través de Salazar, tiene que acceder a lo que Juanjo le pide ahora:
– Dile a Salazar que mañana voy por allí. Voy por ti, que conste. Ahora me quiero ir.
– ¿Entonces quedamos mañana, mañana seguro? No me falles.
– ¡Tanto interés tienes en hacer lo que Salazar diga!
– Salazar es guay. Mira, me puede mantener. Yo ahora no tengo nada y tampoco sé qué quiero. Cuando estoy solo, no sé qué quiero. Con Salazar sé qué quiero. Esto es profundo, no vayas a creerte. Más profundo de lo que tú crees. No es todo follar, no es eso…
– La mayoría es eso.
– La mayoría, puede, pero todo no. Hay también mucha parte que es que sufre mucho, que quiere acordarse de cuando se lo hicieron, eso lo tiene ahí, cruzaos los cables. Me lo ha contado muchas veces, los dos mecánicos, el campo, el calor, el barbecho… Dice que le abrían el culo entre los dos, que le pusieron grasa consistente, dice. Se acuerda del grosor de los dedos y de la uña, que le raspaba, que le hizo sangre. Y a la vez le masturbaba uno y el otro le besaba, y él a ellos les mordía los pezones, el pecho, el guarro de la hostia. De dos en dos los dedos dice que le metían y él les mordía el cuello a lo mejor. Ahora quiere hacer lo mismo entre los tres, bueno…, si tú quieres.
– No. No quiero.
– Si no quieres, nada, no se hable más. Voy a llevarle uno que conozco, lo tuyo es distinto, lo nuestro es distinto, lo tuyo y lo mío es distinto. Este que yo conozco, este Fermín, dieciséis vendrá a tener y, o sea…, quiere. Vamos a hacérselo los dos.
– Si tiene dieciséis es un menor -comenta secamente Durán.
– ¿Y qué? ¿Cuántos años tenías tú? Dieciséis. Y te gustó. ¿A que te gustó?
– No es lo mismo -dice Durán.
– ¿Por qué no es lo mismo?
– Porque tú y yo éramos dos críos, y los dos queríamos. Yo estaba además enamorado de ti. Bueno, y tú también, supongo, de mí. Este que dices lo hará por dinero.
– Sí, pero le gusta. Salazar está muy bien. Es una persona educadísima, un perfecto caballero. Bueno, tú ya le conoces, ¿qué te voy a contar a ti? Tú le descubriste. No sé ahora qué te pasa, pero, la verdad, estás raro.
– Mi madre salía de un bar de copas de madrugada y un tío le rompió el cuello y le robó la pulsera y el reloj y el bolso… Ésa es una cosa que me pasa, también otras, pero ésa es la más importante. No sé si sabes que a mi madre la mató un tipo en Marbella.
– Lo sé, y te entiendo, ya sabes que yo te entiendo, pero tienes que hacer por olvidar, te gusta estar conmigo. Hace un rato estabas bien, pero ahora te vuelve a entrar lo que te entra.
Mientras hablaban han ido dejando el desmonte y han caminado lentamente hacia la parte inferior del parque en dirección a La Vaguada.
– Mira, le vas a decir a Salazar que mejor yo os llamo, pero no mañana. Déjame un par de días más que me instale y yo os llamo.
– Eso es que te quieres escaquear.
– No, no quiero, déjame un par de días. Yo os llamo.
La conversación termina aquí:
– ¿Lo prometes? ¿Puedo decirle a Salazar que entonces lo prometes?
– Dentro de dos días yo os llamo.