37605.fb2 Contra natura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

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37

Todavía Sonia se siente incómoda, en esta terraza de Salazar, al caer la tarde. Salazar toma un oporto y Sonia toma un thé citron que Salazar se ha empeñado en hacerle personalmente en su tetera inglesa. Sonia ha dejado enfriar el té. El último sorbo le ha sabido a medicina: un vomitivo. Lo suyo es el café con leche, no este té tan bien traído a cuento, tan bien contado todo por este hombre de tan buen ver, este Salazar inesperado, que toma a sorbitos su oporto y que sonríe a Sonia amistosamente desde un principio. ¡Quizá si no sonriera! -Sonia piensa confusamente-, si no fuera tan amable, tan educado, si no tuviera, para su edad, tan buen aspecto (se ha fijado Sonia en las manos de Salazar: tostadas, surcadas por venas muy azules, expresivas, de guante blanco, ha pensado Sonia mediante una incompleta asociación con la palabra ladrón que no ha, sin embargo, llegado a presentársele). Sonia se siente gorda, los pantalones le aprietan en las nalgas, y siente el sudor entre los pechos, se siente sucia, fea, ha venido en metro, ha salido por la salida que no era, ha recorrido dos veces un mismo andén. «¿Qué puedo ofrecerle? -ha preguntado Salazar nada más instalarla en la terraza-. Lo más refrescante con este calor es el té hirviendo, thé citron.» Ha olvidado Salazar adrede ponerle azúcar. ¿Se toma el té con azúcar o sin azúcar?, ha pensado Sonia. Por increíble que parezca, mientras se acomodaba Sonia, ha murmurado Salazar en inglés: Under certain circumstances there are few hours in life more agreeable than the hour dedicated to the… to the evening tea. Y huelga decir que este inglés de Salazar es un relleno, una morcilla del último instante escénico, una ocurrencia desconcertante, análoga a dar de pronto un golpe sobre la mesa o salir sin despedirse de una habitación. La finalidad de la frase es prolongar todo lo posible la incomodidad de Sonia, que lleva ya casi una hora con Salazar sin casi articular palabra. El incomprensible inglés es análogo al incomprensible té, a la incomprensible sensación de nobleza y dignidad que la figura de Salazar inspira, a los incomprensibles gritos de los vencejos circunvoladores, que en sus espirales y súbitos destellos parecen estar queriendo dar a entender algo, expresar algo, exclamar algo relativo a la situación de Sonia en el mundo, de esta Sonia sentada en su silla de teca, con la sensación de que es demasiado ajustado su jersey blanco y demasiado infantil, una niñería, su pulserita de oro con su brillantito lenticular. «La hacía a usted muchísimo mayor, Sonia. ¡Tanto me habla Juanjo de usted!» Estas dos frases han sido casi un estribillo. Sonia ha sonreído. No pensaba venir. Llamó por fin, después de darle muchas vueltas estos días, al teléfono que le dio Ramón Durán. La sorprendió tanto la amable y modulada voz de Salazar, que se paró en seco: ¿Con quién hablo? Quisiera hablar con Juanjo Garnacho. ¿De parte de quién? De parte de su mujer. Ah, Sonia, claro. Encantado de saludarla, Sonia…

Llevan una hora juntos. Salazar no tiene ningún plan específico, no está seguro de qué puede tener más gracia: presenciar el encuentro de Juanjo y Sonia en la terraza o contarle a Sonia lo de Juanjo sin que llegue a verle, o decirle a Juanjo, cuando llegue, que Sonia se ha pasado aquí la tarde, esperándole, y que han hecho buenas migas. El interés de esta última posibilidad consiste en que Juanjo no cree (se lo ha dicho más de una vez) que Salazar entienda a las mujeres. ¡Pero claro está que Salazar entiende a las mujeres! Y entiende, sobre todo, la impresión de pulcritud y de respeto que puede llegar a causar en ciertas mujeres, para las que conserva un como innato prestigio sacerdotal, incluso sin haber sido nunca sacerdote: como el prestigio de un alto confesor episcopal, vaticano. Hay en la estancia recargada, victoriana, de Salazar (que Sonia, al entrar, ha contemplado por un instante, admirada) un prestigio arzobispal también, de terciopelos burdeos y mostazas, un aire anglosajón, anglocatólico, High Church, que la pobre Sonia no percibe en su detalle, pero cuya presión difusa percibe ella también, como en su día Ramón Durán y el propio Juanjo. Se diría que el cuarto de estar de Salazar está pensado -aunque de hecho no sea cierto- como la reproducción exacta de habitaciones que Salazar visitó en algún tiempo y que, como un cangrejo ermitaño, ha retenido, probado, ocupado, desocupado, hasta dar finalmente con esta última gran caracola del living room de su tercera edad donde va a quedarse quizá hasta morir. Sonia perdió pie nada más entrar, porque venía dispuesta a liarse a tortas con su marido en una catarata de reproches: Nos tienes a tu hija y a mí abandonadas en Málaga, ¿te parece esto normal? Yo no lo veo normal… Contaba incluso con una posible presencia femenina en la línea violácea de las querindongas, una mujer de grandes pechos y sostenes, una propia puta hablando en plata. Pero nada más lejos de todo ese pimentón y condimento que esta distinguida casa de Salazar donde todo le recuerda a Sonia, sobre todo, el despacho de un gran notario en una notaría, un lugar donde se les supone a todos los presentes un preciso conocimiento de la estructura contractual y ganancial de las relaciones humanas y del mundo, con la conversación empedrada acaso de latines, un pars pro toto, un pro indiviso, un sine quae non, un ab intestato o, en su defecto, su poco de incomprensible inglés, o, sin duda, el precitado thé citron. Una hora, sin embargo, dura más de una hora para quien se siente tan incómodo como Sonia se ha sentido: al cabo, sin embargo, de esta dilatada hora psicosomática, se ha producido una curiosa sobresaturación: de pronto Sonia no se siente ya tan incómoda, sino impaciente y con gana de hablar y preguntar lo que ha venido a preguntar, lo que ha venido aquí a contar, a discutir, a defender: su propiedad, su marido, su derecho a decir lo que le venga en gana y encima cuatro frescas a quien se ponga por delante. Por eso, al cabo de una hora, Sonia, aprovechando una pausa larga y deliberadamente pespunteada por los líquidos, abruptos chillidos de los vencejos últimos del cielo, ha acabado diciendo:

– Pero vamos a ver, perdóneme. Juanjo, mi marido, ¿vive o no vive aquí? Es usted una persona tan amable, tan educada, que conoce, según me dice, tanto a Juanjo, que no sé, usted perdone, que a lo mejor esté a usted más molestándole que nada.

– ¡Ah, pero claro!, claro que Juanjo vive aquí, ¿cómo no? Creí que había dejado bien claro esto desde el mismo principio. ¡Claro que Juanjo vive aquí!

– ¿Pero cómo que vive aquí? ¿Tiene aquí una habitación, aquí alquilada?

– No, por favor. ¿Alquilada? No. Vive aquí como un amigo, somos muy buenos amigos. Vamos a ver, Sonia, ¿usted qué creía? ¿Qué esperaba aquí encontrarse?

– Esperaba encontrar a mi marido, hace meses que no sé nada de él.

Salazar finge asombrarse y dulcifica aún más su voz.

– Veo que no se ha terminado usted el té, ¿quiere alguna otra cosa? ¿Un oporto quizá? Cuénteme.

– He venido a buscar a mi marido, tenemos una hija que ahora está con mis padres. He venido a buscarle, porque ya está bien.

– Esto lo comprendo, desde luego que sí. Cómo no voy a comprenderlo. Ha venido a buscar a su marido, este Juanjo…

– Me he tenido que poner a trabajar. Antes nos arreglábamos con el sueldo de él. Él es monitor en un colegio, monitor de fútbol sala.

– Lo sé, lo sé todo.

– ¡Pues si usted lo sabe, ¿cómo es que no le dice nada?! ¡Esto no puede parecerle bien a usted!

– Sonia, Sonia. A mi edad el bien y el mal han intercambiado papeles muchas veces. Y mire, yo soy un hombre solitario que no entiende las relaciones de pareja. Son ustedes las parejas jóvenes las que me sorprenden a mí con sus infinitas variaciones, todas ellas no canónicas. Entiendo que me reprocha usted, Sonia, que no haya echado a su marido de mi casa. ¡Pero a mí me cae bien! ¡A mí me gusta Juanjo!

– O sea, que a usted le gusta.

– Ah, Sonia, Sonia, el retintín que le da a esta sencilla frase mía, tan vulgar, tan incolora. He dicho que me gusta su marido y usted entiende no sé qué. ¿Qué quiere, Sonia, usted decir?

– Francamente, me parece raro, la verdad. Es usted mayor que el padre de Juanjo y dice que le gusta, no es nada suyo y no lo entiendo.

– ¿No le gusta Juanjo a usted, Sonia? Le tuvo que gustar si se casó con él…

– ¿Ah, entonces es eso? ¡Que le gusta a usted para casarse! Bodas homosexuales que ahora se hacen.

– Yo me opongo terminantemente a esas bodas ridículas. No, no, Sonia. No sé por qué tengo la impresión de que usted no conoce a su marido bien del todo. Corríjame si me equivoco, pero a mí me da la impresión de que el Juanjo que usted conoció, con el que se casó y tuvo una hija, ahora con sus padres, no es el Juanjo que me presentó a mí su buen amigo Ramón Durán. ¿Conoce usted a Ramón Durán?

– Sí, sé quién es Ramón Durán, le conozco desde hace mucho.

– De manera que conoce a Ramón Durán desde hace mucho. Vaya, vaya, ¿y eso no le dice nada?

– ¿Cómo que no me dice nada? ¿Qué quiere decir usted con eso?

– También Ramón Durán vive, o vivía, aquí, durante este pasado invierno. Tenemos una relación muy única los tres, muy nueva, fraternal. Ha hecho mal Juanjo, estoy de acuerdo, en no llamarla o escribirle en todos estos meses, mal, sin duda. Yo me alegro de que esto ahora esté arreglándose. Su presencia aquí ya es una indicación de que esto está arreglándose.

Este intercambio, en su trivialidad, ha entonado a Sonia. Este territorio de quién vive en casa de quién y de que si nos gusta o no nos gusta Juanjo es un territorio que Sonia entiende. Sonia se da cuenta de que si a esta conversación hubiera asistido cualquiera de sus amigas malagueñas le habría parecido todo ello anormal. ¿Cómo va a un hombre de casi setenta años gustarle tener metido en casa a un chico de treinta y pico sin cobrarle? Eso no es normal. Sonia, ahora, ha dejado de ver a Salazar como un hombre elegante, un distinguido intelectual con una casa llena de tapices, y ha empezado a pensar que Salazar es un hombre raro, quizá un marica, como dirían sus amigas: Sonia no tendría el menor inconveniente en aplicar este adjetivo a todo este refinamiento del té, del oporto y de la terraza sombreada. Lo único que ocurre es que cuanto más raro le parece Salazar y más extraña su casa, menos comprensible le parece que Juanjo haya vivido todos estos meses tan contento. Sonia no puede ni siquiera imaginar lo que las palabras marica u homosexual significan aplicadas a Juanjo: Juanjo y ella han hecho el amor, han disfrutado juntos, han tenido una hija. A Juanjo le gustan las tías, empezando por la propia Sonia. ¿Cómo es posible que se haya pasado casi un año metido en casa con un tío que podría ser su padre?

– ¿Por qué dice que yo no conozco a Juanjo?

A medida que se desarrolla esta conversación, Sonia ha dejado de pensar en sí misma, ha pasado a un segundo plano su sensación de ser fea o sudorosa. Y ahora ocupa el primer plano de su conciencia una sensación de absurdo. Sospecha ahora Sonia que Salazar le está tomando el pelo. Al fin y al cabo, Sonia siempre ha sido peleona. En sus momentos depresivos Sonia llegó a pensar que por culpa de su mal carácter Juanjo se había ido alejando de ella. Y ahora se encuentra con este personaje extraño, este hombre tan elegante, que declara que le gusta Juanjo, una frase ya extraña de por sí. Una benéfica irritación, una sensación de estar siendo engañada, ocupa ahora la conciencia de Sonia, le calienta la cabeza. Salazar se ha puesto de pie ahora.

– Verá usted, Sonia. Creo que lo mejor es que vea usted por sí misma la vida que Juanjo lleva. Juanjo ha dejado por todas partes en esta casa la impronta de su ambigua presencia, que a mí, que conste, me parece juvenil, muy divertida. Pero venga usted conmigo y juzgue por sí misma.

Sonia se pone de pie también. Sigue a Salazar, que cruza la sala, y abre la puerta que da a un pasillo. Salazar, según avanza, va indicando: «Aquí hay una habitación de huéspedes, ahí da a la cocina», hasta que llegan a una puerta cerrada que Salazar abre y se hace a un lado para dejar pasar a Sonia.

– Ésta es la habitación de su marido -declara con un tono de voz deliberadamente neutro Salazar. Sonia avanza un par de pasos y contempla una habitación estrafalaria, que le recuerda de golpe la habitación de sus primos jóvenes allá en Málaga: una cama deshecha, la puerta de un armario abierta, una muda encima de un silloncito, una habitación estudiantil de estudiante desordenado.

– ¿Cómo es que deja usted que viva en su casa con este desorden?

– ¡Oh, bueno, Juanjo es Juanjo! A mi edad uno tolera la desidia ajena. Juanjo tiene otras virtudes, pero no es un chico ordenado.

Hay en la habitación una media luz. Salazar ahora ha encendido una lámpara que cuelga del techo y Sonia pasea la vista por las paredes: los pin-up boys.

– ¡Esto es una mariconada! -exclama Sonia. Salazar se echa a reír-. ¡Ésta no es la habitación de mi marido!

– Pero sí que lo es, Sonia. Éste es un lado de su marido que usted ha ignorado siempre.

– ¡Esto es una mariconada! -repite Sonia, arrancando un póster de un chico en pelotas que, curiosamente, se parece mucho a Juanjo de más joven.

– Quizá deberíamos hablar de esto con calma -declara Salazar, y se sienta en el borde de la cama de Juanjo. Sonia se queda de pie, frente a él, con un trozo de Robin, el chico del póster, en la mano.

Salazar se está divirtiendo. Esto, si bien se mira, no es más que una clásica escena de novela decimonónica, en la cual la legítima esposa descubre las relaciones extramaritales del esposo.

– Mire usted, señor. Yo lo que quiero es hablar con Juanjo. Lo que usted dice no lo entiendo. Esta habitación no la entiendo. ¿Cómo sé que es de Juanjo y no de otra persona?

– ¿No reconoce usted el olor de su marido? Juanjo huele mucho a Juanjo. ¡Puede usted ver que ésta es su ropa…!

Sonia ya había pensado en esto: quizá porque no había visto ropa de Juanjo a simple vista es por lo que se ha sentido capaz de decir que ésta es la habitación de otra persona. Es verdad que Juanjo es desordenado. Ese fue un motivo de peleas matrimoniales muy pronto. Juanjo se cambiaba mucho de ropa interior, que dejaba tirada por el cuarto. La ropa interior que ahora también aparece tirada por el dormitorio no es como la que Juanjo solía usar. En vez de calzoncillos de algodón y camisetas blancas hay slips de colores y medio tangas que recuerdan bragas de mujer. Sonia ha visto esta ropa interior en los anuncios de la calle, en las paradas de los autobuses, ¡y quién no! Los metrosexuales -como ahora les llaman- usan bragas así. Sin embargo, la ropa que cuelga del armario, unos chándals, son de Juanjo, o se parecen mucho a los que Juanjo usaba. Y ha reparado Sonia en una pila de libros sobre deporte que también, vagamente, Sonia reconoce.

– Tengo que hablar con mi marido, tengo que hablar con Juanjo. ¿A qué hora vuelve?

– Verá, Sonia, Juanjo no tiene, como es natural, horario. Entra y sale cuando quiere. Es mi amigo. Lo tenemos organizado de manera tal que podamos ambos sentirnos sumamente libres, sumamente cómodos. Nuestra relación de pareja, por así decirlo, Sonia, es muy abierta. Pienso que Juanjo necesitaba un poco esto: esta dimensión más masculina, de compañerismo, liberarse un poco de las responsabilidades patriarcales, si usted me entiende…

– No, no le entiendo. No me iré de aquí hasta hablar con Juanjo.

– ¡Estupendo! Siéntase usted como en su casa. Aquí, en la sala, en la terraza, en el comedor tenemos una televisión, puede ver un programa si le divierte. Puede quedarse aquí a dormir, Sonia. Es usted bien recibida.

Salazar ahora se levanta ágilmente de la cama deshecha, gira un par de veces alrededor de Sonia, con un paso casi de danza. Lánguido, largo, humorístico. Y añade:

– Estaré en la sala, puede usted instalarse aquí. Más tarde, si quiere, cenaremos algo, una cenita ligera. Vea, Sonia, en esta puerta de la derecha tiene usted el cuarto de baño de Juanjo. Juanjo y yo somos dos soledades que mutuamente se respetan y reverencian, Sonia.

Sale Salazar cerrando tras de sí la puerta del dormitorio de Juanjo. Sonia sola en este dormitorio inverosímil. Perplejidad. Se ha quitado los zapatos y la blusa blanca y se ha puesto un jersey de Juanjo. Sí, es un jersey de Juanjo y es la habitación de Juanjo. Instintivamente ordena un poco la habitación. Al cabo de un rato, siente gana de orinar, abre lentamente la puerta del dormitorio y, siguiendo las instrucciones de Salazar, abre la puerta de la habitación siguiente, que es el cuarto de baño. Se lava la cara, se peina, vuelve al dormitorio de Juanjo y cierra la puerta. De la sala viene el sonido elevado, solemne, litúrgico, de una pieza de música que a Sonia le parece ópera, pero una ópera rara, muy monótona, conmovedora. Sonia escucha en silencio esta melodía, nunca escuchada hasta ahora, y vuelve a cerrarse en la habitación de Juanjo. Son las once de la noche en su reloj de pulsera. Salazar ha hablado de cenar algo, pero Sonia no siente hambre. Ha bebido agua en el cuarto de baño. Prosigue el registro de la habitación de su marido. Identifica la antigua ropa de Juanjo, mezclada con esta ropa nueva, de marca. La ropa interior para chicos de Versace. Sonia piensa ahora en sus amigas. Han acabado teniendo razón: Juanjo es un hijo de puta, desleal, maricón. Pasado el primer golpe, liberada de la presencia suave y magisterial -como de un sacerdocio invertido- de Salazar, Sonia se siente más tranquila. Tiene intención de esperar a su marido. Tiene intención de esperarle toda la noche, todo el día siguiente, si hace falta. No tiene un plan definido, quiere salir de dudas. Cree que Juanjo ha engañado a Salazar. Juanjo no es marica. El marica es Salazar. Y Juanjo le está sacando los cuartos. A este Juanjo sinvergüenza, canalla, sí le reconoce, en parte, Sonia. Fue, de hecho, parte del atractivo de Juanjo, allá en los tiempos del noviazgo, este punto canalla, guarro. Ahora recuerda otra vez todo Sonia: recuerda los pantalones vaqueros ceñidos de Juanjo, le recuerda en la playa en taparrabos, muy moreno, acariciándose los abdominales. Realmente a Sonia le pareció fascinante. Despertó Juanjo su erotismo de colegiala y lo pasó bien con él. Creyó que harían una gran pareja. Aún lo cree. Ahora que sabe la verdad, ahora que por fin ha dado con Juanjo en Madrid, ahora que descalza recorre la desordenada habitación de Juanjo en busca de no sabe qué, a Sonia le parece que no está todo perdido: que Juanjo sea un pinta, eso ya lo sabía. ¡Que se esté camelando a este viejo elegante no es, después de todo, tan inverosímil! Soniá decide que camelarse al viejo no es muy distinto de cómo vio ella misma, con sus propios ojos, camelar a sus padres; Juanjo se cameló a los padres de Sonia. Y las amigas a la vista está que la envidiaban. Sonia disfrutó aquellas envidias más de lo que reconoció ante sí misma. En el fondo, las amigas deseaban que el matrimonio de Sonia saliera mal. ¡Se van a quedar con las ganas! No está todo perdido. ¿No le ha dicho Salazar que se puede quedar en la casa? ¿No es esto una clara prueba de que no hay nada entre estos dos? Sonia ha oído hablar del amor platónico entre hombres. Lo ha visto en la tele. Sonia es una entusiasta de Aquí no hay quien viva, Sonia no es una estrecha, no es nada estrecha, lo que tampoco es, es una tonta. A ella no la escandaliza que Juanjo chulee a Salazar. Se casó con Juanjo contra la opinión de sus amigas, incluso, al principio, de sus padres, precisamente porque Juanjo era muy capaz de chulearles a todos. ¡Juanjo es un chulazo! Y qué si ahora quiere ser modelo. Sonia, al fin y al cabo, conoce el mundo malagueño. No es que Sonia sea jetset, pero Sonia sabe, lo ha leído, lo ha visto en Tómbola, en ¿Dónde estás corazón?, Juanjo sería muy capaz de camelarse a la Lidia Lozano, si quisiera, al Jesús Vázquez, si se pone a ello. Sonia no es ninguna estúpida. Y no es ninguna boba, blanca paloma, que no sabe quién es quién. Sonia sabe quién es quién. Sonia entiende el humor agresivo -y le encanta- de Aquí hay tomate. Sonia no está perdida, no lo está. Al contrario: el que está perdido igual es Salazar. Salazar que se cree tanto, que se imagina que habla bien, que sabe mucho, que es tan rico, y luego lo que al final resulta, eso va a ser, es que Juanjo ni le quiere ni le importa un pijo, Juanjo sólo le chulea. Uno de los presupuestos secretos de Aquí hay tomate -rumia confusamente Sonia- es el de más listos que los listos. Muy listas se creían sus amigas, que envidiaron a Sonia y la malmetieron porque Juanjo era un chulazo y lo es. ¿Y qué que lo sea? Sonia no es que lea mucho o poco, ¿qué tendrá que ver leer o no? Sonia es lista de calle, y esto lo recuerda Sonia ahora como una explosión, un súbito alborozo, un gran disparo de cohete de fuego artificial: Sonia es lista de calle, y esto ¿quién lo dijo? ¿A quién se le ocurrió la frase esta? Al malagueño más listo y más guapo de todos los que existen: a Antonio Banderas, que lo dijo una vez de Silvester Stalone, que era listo de calle. Juanjo es un listo de calle, Sonia es una lista de calle…

Todas estas ideas son un Soñodor, un dormitivo, que tranquiliza a Sonia, reírse al final de sus amigas, al final tener razón: Juanjo es un chulo pero es suyo. Y la prueba está en que aquí está ella, arrebujándose en la cama de Juanjo, que por cierto, tenía razón Salazar, huele a Juanjo. Ha apagado la luz cenital, ha encendido la lamparita de la mesilla. Se ha quedado dormida. Pasan dos horas, se despierta sobresaltada Sonia, Juanjo la contempla de pie, encimándose sobre la cama desbaratada.