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– Siento un sentimiento de culpabilidad todo el tiempo, Emilia. Por lo de mi madre. Y no lo puedo ni arreglar ni quitar, porque se ha muerto. Y también porque la misma noche que la mataron yo estaba aquí en Madrid, en casa de este Salazar que Paco te habrá hablado, con un amigo mío del colegio, los tres estábamos follando. Y luego también, cuando vine aquí a Madrid, no quise hacer nada ni estudiar nada. Sólo quería, no sé, ligar, vivir la vida, estar guapo, estar cómodo. Así me encontré con Salazar y me fui a vivir con él. Y estaba contento, más o menos, y luego me encontré con Juanjo y me dejé camelar otra vez, porque Juanjo me gustaba mucho otra vez. Ahora mismo Paco es el único que ha hecho algo por mí. Y aquí estoy en tu casa ahora, contándote esto. Os lo cuento a los dos… Si me llama Juanjo esta tarde, igual me voy con él. Si no hoy, mañana. ¿Entonces qué? ¿Para qué os estoy contando esto, Emilia?

– Me lo estás contando para desahogarte y para entenderte y para identificarte a ti mismo como un hombre libre -dice Emilia-, ¿sabes, Ramón? Hablas conmigo y estás hablando con Paco y conmigo y contigo mismo. Estás despejando tu oscuridad y tu ignorancia. Y nosotros también. No somos tus maestros. Estamos moviéndonos en una comunidad muy pequeña de personas que quieren ser libres y que, para serlo, se apoyan unos en otros. ¿Sabes por qué me gusta que hables así conmigo esta tarde y con Paco? Porque te he visto melancólico. Y la melancolía es siempre mala. No hay melancolía libre, inteligente, sana. Toda melancolía es mala. Hay que obrar bien y estar alegres. Y merendar también, como ahora estamos merendando…

– Y también jugar al ping-pong. Obrar bien, estar alegres, merendar opíparamente y jugar al ping-pong: he aquí mi programa de filosofía moral -ha intercalado Allende mientras moja una rosquilla del santo con sabor a limón en su café, una rosquilla lista.

Es a principios de junio. Estos días ha cedido el calor y hay un ambiente fresco, casi norteño, en la sala de estar de Emilia. La conversación ha salido sola. Emilia tiene razón -piensa Allende-, él también ha observado una creciente melancolía en Durán que hasta la fecha no se ha manifestado más que en un recogimiento murriático. Apenas ha salido de casa, apenas ha tomado parte en las conversaciones de la familia. Esto resulta particularmente sombrío estos días en opinión de Allende, porque Emilia pasa casi todo el día en el instituto debido a la cercanía de los exámenes y Allende tiene que estar más horas en las tutorías. La única que se queda en casa es Paula, la hija de Emilia, que tiene que estudiar, y que ha contado, no como un secreto, sino como quien expone una situación de hecho y además delante del interesado, que Ramón apenas ha salido de casa. Este sábado Allende ha ido a comer a casa de Emilia. Paula ha salido con unas amigas y se han quedado los tres de sobremesa y al final merendando. De alguna manera, entre los dos han conseguido hacer hablar a Ramón Durán. Al final ha declarado todo lo anterior. Mientras le oían, Allende pensó que había acertado al poner a Durán en conexión con Emilia y al alejarle de la concupiscencia de sus propios ojos. Es consciente, por supuesto, de que este proceso reeducativo, si es que así puede denominarse, no ha hecho más que empezar. Allende sabe que Durán volverá a añorar la compañía de Juanjo. Volverá a sentir el deseo de tomar parte en las reuniones hedonistas, erotizadas, y viciadas aunque sólo sea por el insuficiente amor de Salazar, su senescente erotismo, su pereza mental, la compulsión de sus sofocados recuerdos. La súbita confesión de Durán hace un rato, en presencia de los dos, pero dirigiéndose especialmente a Emilia, le ha conmovido mucho y también le ha alegrado darse cuenta de la perspicacia con que Durán percibe su propia situación, pero -y precisamente en virtud de esa perspicacia- Allende tiene que reconocer que Juanjo y Salazar, bien juntos o cada cual por su lado, representan una causa externa de agitación y que Ramón Durán -desacostumbrado a planificar su vida en términos de esfuerzo y laboriosidad- tendrá ocasiones de sobra a lo largo de todo el verano que se avecina para reanudar esas amistades. Pero Allende sabe que él mismo debe reducir sus intervenciones pedagógicas al mínimo. Si se acostara con Durán, Ramón Durán acabaría siendo incapaz de distinguir a Salazar de Allende. En este caso el problema no procede tanto de la conveniencia o inconveniencia de entregarse a los placeres particulares de la genitalidad y del homoerotismo (que Allende, en sí mismos, no censura) como de incluir a Ramón Durán en concreto en una situación clausurante que, más pronto o más tarde, acabe convirtiéndole en objeto placentero. Allende sabe esta tarde de junio que Durán, con su aire retraído, tristón incluso, es tal vez su último gran amor. Se siente contento de estar ahí, con Durán y con Emilia, y prolongaría la situación todo lo posible. Pero la situación durará lo que dure esta apacible tarde de sábado norteño en Madrid. Allende volverá solo a su piso y no se consentirá a sí mismo llamar esa misma noche o a la mañana siguiente para preguntar si Durán ha dormido en casa de Emilia, o si ha salido a los bares en busca de Juanjo o de cualquier otro. Allende sabe que para liberar a Ramón Durán del propio Ramón Durán tiene primero que liberarle del propio Paco Allende.

Definitivamente Allende ha aprendido con los años a dirigir su atención por su propia voluntad. Ya no es su atención retenida o arrastrada por los objetos como en su juventud, sino que, cada vez más, su atención enfoca o desenfoca hábilmente sus propios objetos. Esta tarde, Allende se alegra de poder trasladar deliberadamente su atención desde su adorado -cada vez, cada minuto que pasa más codiciable y remoto- Durán a la presencia clara, un tanto oronda, de Emilia, que anda por los cincuenta y tres, a quien conoció de profesora de filosofía dando clases particulares en sus horas libres además del instituto, para sacar adelante a Paula, su única hija, con una obstinación de madre soltera y valiente, que jamás -y Allende es un observador severo- dio muestras de resentimiento o de amargura. Emilia se atenía ya en aquellos años difíciles a una severa y alegre ética intramundana que recordaba el mundo de Spinoza -el filósofo preferido de Emilia junto con Bergson y con Sartre- por su estricto atenimiento a lo que hay, a lo que es. Emilia no era aficionada a contar su vida. Teniendo en cuenta que, en los primeros años de su relación, Allende sí era aficionado a internarse en diversas variaciones autobiográficas, que Emilia apenas hablara de su pasado, o -puestos a decir- de su futuro, como si el futuro fuese una tierra firme, siempre a mano, predecible en términos de un día o dos, de una hora o dos, de una clase o, dos, de un par de buenos amigos y siempre de Paula, la maravillosa Paula que por aquel entonces ya formaba parte del equipo de voleibol de su colegio y participaba en los torneos organizados por el ayuntamiento de Madrid, fue, para Paco Allende, una iluminación inesperada. Emilia no dudó nunca que Paco Allende fuera homosexual. Ni tampoco dudó nunca, a la hora de tratar la homosexualidad, del amor homosexual como una variante legítima del amor, humano. Allende aprendió con Emilia el lema spinoziano: bene agere ac laetari. Obrar bien y alegrarse: esta máxima incluía un severo control de los exámenes de conciencia y de los posibles sentimientos de culpabilidad: ambas cosas estaban desterradas por principio de una vida alegre y rectamente preocupada por hacer las cosas bien. Tenemos que pensar de antemano lo que vamos a hacer y luego hacerlo, pero no hay que darle vueltas, repetía con frecuencia. Dado que nadie puede tener en cuenta todas las circunstancias de una acción, todos los pros y los contras, todos los imprevistos con que la realidad impregna nuestra acción real, Emilia daba por supuesto que, con frecuencia, erramos. Éste fue uno de los asuntos que más fascinaron a Allende desde un principio: esta aceptación pragmática de los errores unida a una consistente voluntad de evitarlos. Paco Allende bebió de esta praxis con gusto y entusiasmo crecientes durante los primeros años de la amistad con Emilia. Emilia, a su vez, suavizó, gracias a Allende, una cierta indiferencia -que en ocasiones rozaba lo inhumano- respecto de los detalles, respecto de lo que, sirviéndose de una frase de Karl Rahner, denominaba siempre Emilia la basura biográfica. Ahora atardece. Han pasado muchos años y Allende contempla a Emilia y a su amado Ramón Durán -que se ha relajado mucho según pasaba la tarde- y siente un agradecimiento poético, religioso, humano, tal vez demasiado humano, pero tranquilo y firme por la existencia de Emilia: Nicht wie die Welt ist, sondern das sie ist, das ist das Mystische (No como sea el mundo, sino que sea, eso es lo místico). A Allende esta tarde le hace sonreír la paráfrasis que hace del texto de Wittgenstein: no como sea Emilia, sino que exista Emilia, eso es lo místico. El amor -recuerda ahora Allende una de las célebres definiciones de los afectos que propone Spinoza- es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior. Hubo un tiempo en que Allende creyó que amaba a Emilia sin reserva alguna. Creyó que toda su voluntad, su deseo, su querer, se encaminaba a Emilia porque, al verla y al charlar con ella, se sentía contento y alegre. Emilia misma, sin embargo, le recordaba, guasona (Emilia siempre le tomó el pelo a Allende por su «mermada» -ésa es la expresión que Emilia usaba- querencia de Emilia que él sentía), que es verdad que el contento que la presencia de la cosa amada produce en el amante, contento que fortifica, o al menos mantiene, la alegría del amante, es, para Spinoza, la esencia del amor: (y no la voluntad que tiene el amante de unirse a la cosa amada, voluntad que según Spinoza debe hacernos sospechar que no hablamos del amor mismo sino de una propiedad del amor o incluso de una propiedad degustativa o devorativa del amor, canibalística en suma, indigna de crédito). Todas estas cosas ahora, esta tarde cálida, fresca todavía de este principio norteño de junio en Madrid, las recuerda vivamente ahora Paco Allende mientras contempla a su amado Durán y, por qué no, a su también amada, bienamada Emilia, correctora de su entendimiento allá en los años iniciales de su relación.

Paco Allende tardó largo tiempo en conocer a Emilia. Y esto le sorprendía porque todo el exterior de Emilia, todo su comportamiento social, tanto en público como en privado, estaba pensado para facilitar el acceso: Emilia era una persona accesible. Era simpática, era una excelente compañera de trabajo. Era alegre sin ser ruidosa o excesiva. Amaba su profesión, amaba estudiar filosofía y enseñar filosofía a los chavales del instituto. Paco Allende observó que todo el inmediato y fácil acceso a sí misma que Emilia proporcionaba casi a cualquiera y por supuesto a sus alumnos, y por supuesto al propio Paco Allende, presentaba, sin embargo, fronteras muy definidas, más allá de las cuales Allende no lograba penetrar. Al principio pensó que se trataba de timidez, una timidez muy femenina, muy bien controlada, muy llena de encanto (nada le parecía más detestable al Allende cuarentón que una mujer fácil, como suele decirse, una mujer sin secretos o sin reservas). Él mismo estaba lleno de reservas. Aunque en su caso, siendo hombre, estas reservas o secretos podían ser declarados con facilidad en una tarde de copas: así fue como al cabo de unos cuantos meses, hacia la primavera del primer año de relacionarse con Emilia, Allende abrió su corazón (sólo para descubrir, por cierto, que no había nada en su corazón que Emilia no hubiese descubierto ya por sí sola). Esta actitud, la apertura masculina de Allende, no tuvo contrapartida en Emilia. A cambio de la intimidad de Allende, Emilia no ofrecía intimidad, su propia intimidad, sino sólo simpatía e inteligente comprensión. Más que de sobra, por supuesto. Pero para cualquier observador serio -y Allende no era un observador serio sino también muy fino y minucioso- era evidente que Emilia permanecía en plena apertura perfectamente clausurada.

Allende descubrió fascinado que la apertura de Emilia, su simpatía, su empatía bienhumorada, no carecía de restricciones -restricciones que, curiosamente, no daban la impresión de restringir la simpatía de Emilia sino las efusiones confesionales de su interlocutor-. Era como si, por virtud de su activa apertura a la comprensión de Allende, trazara Emilia una ideal frontera acerca de lo que debía y no debía ser declarado: venía a resumirse aproximadamente en esta frase: ¡Claro que yo puedo, y todos podemos, tú también, entenderlo todo o casi todo el uno del otro, lo que ocurre es que no todo es digno de ser declarado! ¡Hay unas cuantas cosas en la vida de cada uno de nosotros dos que no merecen ser confesadas, no por ocultas sino por obvias, por ejemplo tu indudable homosexualidad o mi pasado sentimental! ¡Nunca Paco Allende, en toda su vida, se había sentido tan divertido, tan perplejo y tan repleto de entusiasmo intelectual como se sintió al oír esta frase que, con variaciones, Emilia repetía con frecuencia en sus primeros años de relación!

– Pase -decía Allende, en parte enfurruñándose al decirlo-, pase que mis tendencias eróticas de puro obvias que son no merezcan darles tantas vueltas como yo les doy. ¡Pero que tu pasado sentimental, que no es de ninguna manera obvio para mí, deba permanecer en secreto justo en virtud de la simpatía que nos une, eso no lo entiendo!

Emilia se reía a carcajadas.

– ¿No sentirás vulgar curiosidad, supongo, Paco?

– ¡Pues la verdad es que sí! ¡Cómo no voy a sentir curiosidad, absurda Emilia! ¡No hay nada en este mundo que me inspire más curiosidad que esos clausurados secretos tuyos, esa vida tuya sentimental previa, que de puro simpática y abierta que te muestras no consideras necesario hacerme ver! Me impides verte, Emilia.

– Lo que te impido es cotillear. Curiosear y, para empezar, empiezo por no quererte oír contar lo que de tu vida secreta es más obvio: tu atracción por los chicos. Es obvio, con eso basta. En cuanto a mí, ya se comprende que una mujer pasados los cuarenta, con una hija de diez años, sin marido ni amante conocido, ha tenido que tener un pasado sentimental. Incluso, a secas, un pasado, como solía decirse, como las mujeres de la mala vida. Esto es lo obvio. Pero ese pasado es tan poco interesante por sí mismo como tu atracción erótica por sí misma. El pasado es pasado. No se borra pero no se sonsaca. ¡Se vive en apertura y simpatía y mutua comprensión como, de hecho, lo vivimos tú y yo!

Allende no salía de su asombro. Pero la verdad era que lo que le parecía asombroso no era tanto este alegre saltarse a la torera la propia vida pasada que caracterizaba a Emilia como el ser capaz de incluir su vida explícitamente en el futuro de los dos sin necesidad de contemplarla una y otra vez como hace la mayoría de la gente. Esta franca negativa a convertirse mutuamente en confesores el uno del otro -que era parte esencial de la interpretación que Emilia daba a su tan repetido bene agere ac ketari- tenía toda la energía espiritual, en opinión de Allende, que a él mismo por aquellos años había comenzado a faltarle: gracias a la rotunda negativa de Emilia a convertirse en confesora o recipiendaria de los confeseos de su amigo y, correspondientemente, a su negativa a hacer de su amigo un confesor improvisado, Allende fue capaz de concentrarse en su tarea de orientador escolar y, de hecho, comenzó a resultar útil a sus jóvenes alumnos y alumnas y las familias de éstos.

Lo curioso fue que Emilia sí contó de sí misma, a lo largo de los años, bastante más incluso que Paco Allende, que tanto hablaba de sí mismo. Pero no lo contó como si fuese mucho, como si fuese algo, como si fuese suyo. Aunque tampoco lo contó como si no fuese suyo, porque si así lo hubiera contado hubiese sido una impostura. Así que contó todo de tal suerte que, mientras lo contaba, Allende no tenía la sensación de que estuviese confesándole su vida: no era una confesión: era un relato. Era un relato noble, a ratos negro, a ratos verde, a ratos pícaro. Y cuando se acabó, tuvo Paco Allende la sensación de que ese relato empezaba nuevamente, ese mismo, en otra dimensión más alta y noble, limpio de excrecencias biográficas, limpio de marujeos y de chismes, de pataletas y rabietas, de envidias y miserias y nostalgias: un relato ejemplar, una novela ejemplar, porque había mucho en ello que podía ser tomado como ejemplo. En resumidas cuentas, lo que Emilia contó de sí misma fue que, tras haber pasado algunos años, los primeros años de su juventud, en la facultad y en otros sitios y también en provincias, sin ser amada, ni tampoco amar gran cosa a nadie, apareció de pronto un auxiliar de griego y de latín, un chico fichteano, claro como el sol, bastaba verle una vez para amarlo eternamente: era alto y rubio como la cerveza, con los ojos azules de los negros, los ojos verdes de los gatos. Le enseñó a tocar la armónica y la flauta dulce. Era maravillosamente guapo y hombre y chico y masculino, y seductor. Y la sedujo. Sedujo a Emilia, que por aquellos meses declaraba que el yo lo es todo y el no-yo es la nada. Y el yo era el chico aquel, que se llamaba Luis. Era bastante joven y no tenía experiencia de mujeres -muchas-, porque alguna sí debía de tener, quizá las timoratas niñas de su cole, allá en la agreste y lluviosa Pontevedra. Tenía un dejo gallego, seductor, y recordaba un poco a Amando Prada, y también cantaba, como Amando, Lelia Doura, y recitaba los Sonetos del amor oscuro, acompañado todo de bastante amor y mucha labia. Emilia contó que le quiso mucho y sin reservas y que se quiso quedar embarazada y que quiso que se quedase para siempre y con su niña recién nueva, Paula, donde fuese, daba igual, en provincias, en Madrid o en las quimbambas, con tal de amarse sin cesar. Pero Luis, que amaba sin cesar, mucho más sin cesar que la propia Emilia, no amaba, por decirlo así, siempre lo mismo, su lema -decía- era el lema de nuestro gran maestro, y también suyo, García Calvo: «Libre te quiero, pero no mía.» Las amaba libres, las amaba muchas, las amaba sobre todo muy distintas entre sí. Emilia descubrió de pronto que era tan amada por lo menos como otras tres o cuatro chicas más. Y pensó: ¿Es esto amor o picha brava? Y por más dispuesta que estuviese Emilia aquellos años al amor abierto o al amor libre, y al Eros civilizador de Eros y civilización, acabó no pudiendo soportar tanta demencia, tanto picoteo. «No es que no te quiera -decía Luis-. Soy así y tienes que tomarme como soy.» Tan le tomó como era que le mandó a paseo. Con Paula recién nacida y Emilia a punto de trasladarse de Pontevedra a Cuenca, de Cuenca a Santander, de Santander a Soria, de Soria a Madrid, un suponer, Luis se quedó por el camino. Quedaron muy amigos porque Luis era un noble amante. Cuando Emilia, a su manera irónica, refirió todo esto a Paco Allende, insistió mucho en este punto: Luis era un amante noble, un buen amante, hacía el amor muy bien, muy delicadamente: sus erecciones le duraban mucho. Daba tiempo de sobra a los orgasmos de Emilia, fuesen los que fuesen, y daba luego la impresión de estar muy enamorado, casi más que antes de empezar. Después de la copulación, no encendió nunca un pitillo. E insistía en que Emilia se quedase junto a él, acurrucada e impregnada de su semen blanco y limpio como la nata de un almendro en flor. Era Luis contrario en aquel tiempo al uso consumista de un condón: nada de condones. Por eso se quedó Emilia embarazada y se alegró de quedarse embarazada hasta que descubrió que quedarse embarazada de este Luis era más o menos lo mismo que quedarse inseminada de probeta: no había nada paternal en Luis, nada ni siquiera seminal. Sólo su cremoso y blanco semen como la nata de un almendro imbécil. Los hombres son accidentales, decidió Emilia sintiéndose imbécil a su vez, aunque muy próxima a su agresiva mentora de aquel entonces, la Simone de Beauvoir de Le Deuxième sexe. Esto fue lo que Emilia le contó a Paco Allende acerca de sí misma, un poco con el mismo tono con que «el Castor» cita al Dr. Liepmann o a Isadora Duncan o ejemplos de Frigidity in Woman del Dr. Stekel. Emilia no empleaba al hacer este retrato de Luis un tono resentido y ni siquiera el tono levemente zumbón que el narrador ha adoptado en esta página. Se limitó Emilia a contar que era un hombre encantador, que era un noble amante, que, en los sucesivos actos amorosos, las noches de amor que terminaron en embarazo fueron deliciosas: Emilia aseguró haberse sentido estupenda aquel año. El único inconveniente era la inconstancia afectiva de Luis: amaba a muchas mujeres a la vez, y aunque Emilia acabó pensando que no amaba gran cosa a ninguna, la verdad es que había poco que reprocharle: mientras estaba con cada una de sus mujeres, incluida Emilia, Luis era amable, encantador, y realmente eficaz en la cama. No se podía esperar de él continuidad ni fidelidad. Emilia acabó por aceptarlo, pero también reconociendo para sí misma y logrando que Luis reconociera que aquella multiplicidad de objetos amorosos entorpecía la crianza de Paula. «No se puede contar contigo -declaró Emilia-, y de hecho yo no te necesito. Te agradará saber que no te necesito, pero entonces tampoco me sirve de nada que aparezcas de vez en cuando por la casa. ¿No es mejor cortar del todo?» Hubo una única dificultad: Luis se negó a reconocer a la niña. «Puedes decirle que soy su padre, no hay inconveniente, pero yo acabaré casándome con alguien y no me gustaría arrastrar una hija de otra relación. No hay mala sangre aquí, y no hay inconveniente más adelante quizá, si la niña lo desea, en reconocer que soy su padre, pero igual no hay necesidad, igual no quiere conocerme, ¡qué más da! Tú misma has dicho siempre, Emilia, que los hombres son accidentales, yo también lo creo. Sólo la mujer es sustancial.» El caso es que las cosas se dejaron así y cuando Paco Allende conoció a Emilia, Paula tenía ya diez años, en los cuales sólo había visto a su padre un par de veces y no le recordaba. Lo único que este relato tuvo, en un principio, de extrañeza para Paco Allende, fue que no sabía bien dónde situar la ironía de Emilia: Emilia hablaba en serio cuando declaraba que Luis fue un buen amante y también hablaba en serio cuando declaró haberle amado, pero de su relato, en opinión de Allende, no obstante no desprenderse resentimiento ni resquemor alguno, sí se desprendía un aura irónica. Al menos Allende creyó advertirla, si no toda de una vez, sí dada en partes como un puzzle muy elemental, casi de niños, que había que recomponer a lo largo del tiempo del relato, que duró años, los primeros años de su relación. Esta retentiva requería conservar la figura de la relación amorosa de Emilia y Luis, más su fruto -Paula-, como un esquema vacío, una figura a rellenar, con la esperanza de que, una vez completados los detalles, los dimes y diretes, etc., el asunto quedara concluido. Allende observó, sin embargo, que formaba parte de la totalidad esquemática de ese relato su esencial ilimitación: nunca podía Allende decir: Éste es el último detalle del relato, que ahora puede releerse entero. No obstante transcurrir, entre parte y parte referida, en ocasiones todo un año, a veces una anécdota no oída hasta la fecha, un detalle, se unía a lo anterior y lo modificaba. Al cabo de todos los años que cubrieron la adolescencia de Paula -y que fueron los años de consolidación de la amistad-Allende hizo muchas veces, bajo distintas formas, una misma pregunta:

– Pero entonces, Emilia, ¿en qué quedó la cosa? ¿Cómo quedasteis Luis y tú? De lo que tú cuentas, se sigue con intensa claridad que quedasteis muy amigos, tan contento cada uno por su parte y siempre por completo aparte el uno del otro. Te he oído decir esto montones de veces, sin resentimiento, sin nostalgia, siempre, eso también, con una punta de ironía tranquila. Es la ironía casi, tan leve, tan de fondo, lo que me impide completar del todo tu relato, entenderlo bien. Y hay un dato que se une a esta levísima ironía y que siempre está presente, y ese dato es que Luis y tú no os habéis vuelto a encontrar, si no me equivoco, mucho más de una media docena de veces en todos estos años. Más aún…

– ¿Más aún? ¿Aún más? -preguntó Emilia sonriente en una de estas ocasiones.

– Pues sí, más aún: tengo la impresión de que el aura irónica que rodea la figura de Luis en todos tus relatos se ha trasladado a la imagen que Paula se hace de su padre. Sabe que existe, pero no le necesita, porque no hay ahí misterio alguno: es sólo un incidente menor en tu vida y en la suya, algo así. ¿Estás de acuerdo?

Emilia tardó cierto tiempo en contestar, se quedó pensativa, y su respuesta sorprendió mucho a Paco Allende porque parecía contener una gran seriedad y una gran sinceridad también: ninguna de estas dos cualidades le parecieron de pronto imprescindibles a Allende, que, tras lo que acababa de decir, esperaba casi sólo que Emilia contestase un poco por encima:

– Ironía…, dices. Sí. Supongo que hay cierta ironía en mi retrato de Luis y también cierta, no del todo deliberada ni tampoco del todo involuntaria, manipulación de su figura en la educación de Paula. La verdad es que sí, Luis me desilusionó. Y eso es lo que tú detectas muy al fondo en mis relatos junto con una cierta, supongo, reiteración del tema. No se me acaba nunca del todo el dichoso Luis, porque la verdad es que sí, me desilusionó.

– Pero cuando lo dejasteis, cuando lo empezasteis también, Emilia, tú no eras una niña ya, ni él tampoco. Tenías treinta y tantos y él por ahí andaría.

– ¡Es que me ilusioné con Luis! No fue una cuestión de edad.¡Mejor dicho: sí fue una cuestión de edad! Me ilusioné porque yo tenía ya una edad en la que tener relaciones con un chico, o con chicos en general, empezaba a cobrar una especial luminosidad añadida a la satisfacción erótica, que provenía de que aún parecía estar a tiempo de ser madre. Hasta entonces yo no había pensado en la maternidad. Luis fue mi mejor amante, y quizá por eso, porque era un buen amante y porque se me estaba acabando el tiempo de tener hijos, me ilusioné mucho con él. Creí que seríamos una pareja de profesores de instituto con un crío, o dos, o tres, que tendríamos una familia divertida, ilustrada, alegre, y que envejeceríamos juntos. Di gracias a la buena suerte que había tenido encontrándome con Luis, que era tan buen amante y parecía un hombre tranquilo, y lo era, mientras no apareciera otra mujer. Yo no era una mujer celosa entonces y no lo soy ahora tampoco. El asunto era más trivial: era una cuestión de tiempo: mientras Luis andaba liado en otro asunto, se desentendía un poco de nosotras dos, de Paula y de mí. Lo hacía muy bien, muy dulcemente, conservaba todos sus amores muy bien empaquetados cada cual en su sitio. A veces coincidíamos las tres, una profesora, una antigua alumna y yo, supongamos, en el claustro, en la sala de profesores. Las tres sabíamos que las tres sabíamos que Luis nos amaba a las tres por separado con un amor viril idéntico a sí mismo. A mí me daba la risa pensarlo. No sé a las otras chicas qué les pasaría. Me daba la risa, la situación me hacía reír y me desilusionaba al mismo tiempo. Lo único que nunca hice fue decirle a Luis esto de la desilusión. Tú eres el primer hombre que lo sabe. Porque en la desilusión había un punto doloroso, una herida que quizá no ha terminado nunca de cicatrizar. Me duele cada vez que cambia el tiempo por así decir. Por eso no me olvido de Luis, porque me duele. Y Hegel, por cierto, se equivoca cuando dice que las heridas del espíritu cicatrizan sin dejar huella. Y la conexión hegeliana con el lenguaje del perdón es frívola. Afortunadamente Luis no me pidió perdón y yo no tuve necesidad de perdonarle nunca. Sencillamente no le perdoné. Como demuestra el hecho de que no le olvidé, nunca le he olvidado. Y no sé si él me ha olvidado o no me ha olvidado a mí. A estas alturas da lo mismo.

Paco Allende no salía de su asombro. Aquella Emilia que reconocía la permanencia de sus heridas, de sus desilusiones a lo largo de los años, que se había mantenido sin embargo sin rencor, que había criado a su hija y que acogía a Paco Allende, le pareció una mujer maravillosa. Estuvo a punto de decirle, en una de esas ocasiones: Emilia, eres estupenda y yo te amo, pero soy homosexual, pero te amo, pero soy homosexual, luego no podemos vivir como marido y mujer. Pero no se lo dijo porque le pareció que mencionar lo obvio en semejante situación rebajaba la grandeza y la simplicidad del tono que Emilia había empleado para hablar de sí misma. Sin embargo prometió ante sí mismo serle fiel a Emilia y estar a su altura y aprender de ella todo lo posible.

– Salgo un rato a estirar las piernas -acaba de decir Durán. Se encamina hacia la puerta de la sala, se vuelve hacia Emilia y Allende-. ¿Estarás aquí cuando vuelva, Paco? Sólo voy a dar una vuelta.

– Me quedo un rato todavía. Luego nos vemos.

Durán sale. Se oye cerrar la puerta de entrada. Emilia enciende uno de los Fortunas que tiene prohibidos y que se reparte entre los almuerzos y la última hora de la tarde: dos al día, tres al día. Se concentra en su pitillo. Allende tiene la impresión de que ir a buscar el pitillo, volver con él y encenderlo -un ritual de estos dos últimos años, pensado para acompasar el abandono del tabaco- sirve también esta tarde para rebajar un poco la tensión que Emilia sabe que produce últimamente en Allende cualquier movimiento de Durán. Emilia se da cuenta de que la atracción de Allende por el chico se ha acelerado desde el viaje a Marbella sin que ni Emilia ni el propio Allende puedan hacer nada para rebajarla. No lo han hablado, porque los dos lo sobreentienden y los dos detestan esta clase de confidencias que acaban siempre implicando complicidades fáciles.

– ¿No es difícil fumar sólo un pitillo o dos, Emilia? ¿No sería más fácil no fumar ninguno?

– No sé. Yo me las arreglo así. Al principio lo dejé del todo, unos dos años, y ahora fumo esto poco. Me gusta fumar. Me sienta mal, pero me gusta fumar. Detesto la tos y detesto los ahogos. Por eso lo dejo. Detesto la dependencia. Por eso lo dejé hace dos años. Antes bajaba a buscar tabaco a medianoche si hacía falta. Ahora ni me acuerdo. Me he librado del tabaco, pero, vaya, me gusta fumar un par de pitillos. También me gusta este juego de ver hasta dónde llego, hasta dónde aguanto. La verdad es que disfruto el pitillo más que antes, pero noto la carraspera un poco.

– ¿Y si de pronto empiezas a fumar otra vez?

– Entonces tendré que empezar a dejarlo otra vez. Me sienta muy mal. La tos. Odio la tos. Odio el ahogo. Si veo que me entran las ganas de fumar tres y cuatro, de comprar un paquete, ¡se acabó!

– ¿Es como una prueba de fuerza?

– ¡Buffi No es eso. Es… que me gusta fumar.

– Me parece que no voy a esperar a Ramón -dice Paco Allende levantándose-. Son ya las nueve.

– Espera que termine el pitillo y luego te vas.

Allende se sienta de nuevo. Los dos se miran y sonríen. Se entienden muy bien: no hace falta dar grandes explicaciones: lo sensato es que Allende no espere al chico. Lo sensato sería no tener la tentación de esperarle. Pero nadie puede impedir ser tentado por la tentación. Lo sensato es no caer en la tentación. Allende sabe que esta cadena de pequeñas razones no le llevará muy lejos. Pero también sabe que no tiene que ir muy lejos: sólo tiene que oponerse a sí mismo con tanto sentido del humor como sea capaz. No está en su mano no desear al chaval, pero está en su mano tomarlo con calma. Tiene que arriesgarse a perderle. Allende tiene que recordarse ahora el motivo último de estas pequeñas mortificaciones. Ramón Durán tiene que elegir por sí solo quedarse en casa, salir de casa, ver a Paco Allende o ver a Juanjo o ver a Salazar, estudiar o vaguear… En cualquier caso le parece preferible que lo que Durán tenga que hablar lo hable con Emilia. De hecho Allende sabe que ya ha hablado alguna vez con Emilia, incluso esta misma tarde. Emilia termina su pitillo, acompaña a Allende hasta la puerta de entrada.

Por las calles de la ciudad va mi amor / Poco importa dónde vaya en el tiempo dividido / Ya no es mi amor / cualquiera puede hablarle. Estas líneas de René Char retumban ahora en la cabeza de Allende. Ya es de noche. Ha cruzado la Avenida de la Ilustración en dirección al Barrio del Pilar. Ahí, los chavales jóvenes con los que se cruza, las parejas jóvenes hacia la caída de la tarde, le hacen sentir una intensa nostalgia que Allende, severamente, juzga negativa. Es la melancolía, siempre mala, que Emilia detesta. Apresura el paso, huele a hierba y las farolas color zanahoria le hacen sentirse como en una ciudad extranjera de pronto. Una ciudad los confines de cuyos barrios azulean al fondo, jalbegados y enramados por las siluetas crepusculares de los faunos, los dioses. Allende hubiera querido salir a la calle con Durán, bajar juntos en el ascensor, discutir un poco en el portal si dar un paseo largo o quedarse a tomar una cerveza en el centro comercial de La Vaguada. Porlas calles de la ciudad va mi amor…, musita Allende. Y tiene razón Char: éste es el tiempo dividido de Allende: su tiempo es el tiempo dividido. Entre su tiempo y el tiempo de Ramón Durán no hay ahora conjunción posible. Quisiera saber dónde va, verle andar solo, aunque sea de lejos. Ojalá se acercara a mí por sorpresa. Ya no es mi amor, cualquiera puede hablarle. Paco Allende no puede esta anochecida detener por sí solo el curso angustioso de su nostalgia: Tengo sesenta y cinco años, he encalvecido, he perdido la forma, estoy gordito, y amo a un chaval maravilloso que ya no se acuerda de mí. Ya no se acuerda, murmura Allende. Mágicamente el poema de Char recubre todo el presente, toda la conciencia de Paco Allende: Por las calles de la ciudad va mi amor. Poco importa dónde vaya en el tiempo dividido. Ya no es mi amor, cualquiera puede hablarle. Ya no se acuerda; ¿quién fue el que le amó y le ilumina de lejos para que no caiga?

Ramón Durán ha visto salir a Allende del portal de Emilia. Cuando dijo que iba a estirar las piernas, ésa fue verdaderamente su intención. La calle estival le ha perturbado: recuerda intensamente a Juanjo ahora: las caricias del colegio, las duchas, y también se acuerda de la casa de Salazar. ¿Estarán ellos dos ahí ahora? Deambula hacia la parada del autobús 133. Ese autobús le llevará directo a Ar güelles. Se presentará sin avisar. Quizá no estén. Emilia no le esperará. Paco Allende tampoco. ¿Por qué Paco Allende, si está por mí -que lo está- no hace nada por quedarse conmigo? ¿Por qué le deja Paco Allende sedoso y libre, en la noche urbana, en el tiempo dividido?