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Se reúnen la tarde siguiente. Ha llamado por teléfono Durán, pensando que colgará si no se pone el propio Juanjo. Podía estar bien tranquilo. Juanjo (que controla muchas cosas en casa de Salazar, más cosas de las que Salazar mismo imagina, está al tanto del saldo de las dos cuentas corrientes de Salazar, las dos en el Banco de Santander, una en la central y otra en la sucursal próxima a su casa, así como de su cartera de títulos: Juanjo sabe cuánto dinero tiene en efectivo y en valores Salazar, ha descubierto, con satisfacción, que su protector es un pequeño millonario en euros) controla ante todo las llamadas telefónicas. Ha descubierto, extrañado al principio y encantado después, que Salazar apenas tiene relación con nadie: uno o dos amigos de la editorial, Lucía Martín -con quien cena o toma el té un par de veces al mes o va a algún concierto (el propio Juanjo les ha acompañado una vez a un recital de Juan Diego Flórez en el teatro de la Zarzuela)-… así que Juanjo atiende la llamada de Ramón Durán de inmediato.
– Quedamos, si quieres, en uno de estos sitios que llama Salazar low profile -sugiere Juanjo, que, por cierto, ha empedrado un poco su voz telefónica para sonar Julio José, el hijo presumidete de Julio Iglesias.
– ¿Qué sitio es ése? -pregunta Durán, que en realidad sí está ilusionado por el encuentro: los celos han funcionado como un afrodisíaco esta pasada noche. Ha dormido poco y ha telefoneado a Juanjo hacia las doce de la mañana. -Un sitio neutral -dice Juanjo-, ni para ti ni para mí, vamos a ver, digamos Riofrío, en la Plaza de Colón, encima del Museo de Cera. ¿Lo conoces? Si quedamos ahí sobre las cuatro nadie se fijará en nosotros.
Quedan, pues, ahí. Durán está solo en casa de Emilia, que se ha marchado muy pronto de casa por la mañana, Paula también ha salido temprano. La costumbre que tienen en la casa es que Durán se haga su propio desayuno, y no hay ninguna regla fija en punto a horarios: ni Emilia, ni Paula, ni por supuesto Allende, hacen comentario alguno acerca de la vida de Durán. Durán creyó al principio que aunque no lo comentara con él ninguna de las dos mujeres, estaban al tanto de la vida que hacía. Luego decidió que no. Emilia es estricta en estas cosas, respetar la libertad de cada cual. Allende no ha llamado esta mañana, lo cual no tiene tampoco nada de extraño: Allende suele aparecer sólo los fines de semana. Dos sentimientos ocupan a Durán durante toda la mañana mientras toma un plato combinado en una cafetería cercana a la casa de Emilia: siente ganas de volver a ver a Juanjo en el ambiente neutral de esa cafetería de Colón, lejos de Salazar, y siente a la vez pesar porque le parece que traiciona a Paco Allende. Este segundo sentimiento es extraño: no se corresponde con una impresión definitiva o causa externa apropiada: ni Durán ha prometido nada a Allende ni Allende parece esperar nada de Durán excepto que se convierta en un hombre libre. Esta última idea, lo de convertirse en un hombre libre, funciona como un chispazo repentino en la conciencia de Durán este mediodía, unas horas antes del encuentro con Juanjo. He aquí por qué me siento como un traidor -piensa y casi murmura Durán-: siento que telefoneando a Juanjo y deseando verle traiciono a Paco Allende, porque con Juanjo no voy a ser un hombre libre. Aun suponiendo que consiga -éste es el proyecto, entre ingenuo y astuto, que ha ido tramando precipitadamente Durán en estas horas que preceden al encuentro con Juanjo-, aun suponiendo, razona Durán, que consiguiera que Juanjo abandonara a Salazar (ahora tengo dinero, podríamos vivir juntos los dos) y consiguiera que volviese a estudiar y yo también, aun suponiendo eso, que es lo que Allende quiere que haga, ¿podría ser libre? No con Juanjo. ¿Y por qué no? Porque estoy encoñado, anoche lo vi, lo que me pasó fue encoñamiento, eso fue… Pero todavía es por la mañana, todavía es después de comer, todavía falta para reunirse con Juanjo en Riofrío… Ahora no falta nada ya, ya están sentados en el amplio local de Riofrío y han pedido dos Coca-Colas, ¿y ahora qué? ¿Por qué sonríe Juanjo y mira al frente? Está tan moreno, tan guapo, no es que sonría en realidad. ¿Tiene una sonrisa arcaica? Juanjo no es ya un efebo, pero sí es un joven muy atractivo: se cuida, se viste de tal manera que se hacen muy visibles sus dorsales, sus pectorales, sus brazos, sus fuertes piernas… Dos chicos muy atractivos, Juanjo y Durán, que beben Coca-Colas en una esquina de Riofrío. Pobre Allende si les viera. Murmuraría: Durán ya no es mi amor, cualquiera puede hablarle, ya no se acuerda. ¿Quién fue el que le amó? Busca a su igual en el deseo de las miradas. ¿No es esto exacto? ¿No busca Durán en Juanjo a su igual, en el deseo de las miradas?
Ramón Durán siente una gana infinita de hablar esta tarde, contarle a Juanjo todos sus proyectos, pero no quiere forzarle y cuenta en primera persona que va a presentarse al ingreso en el INEF y quizá a un curso complementario de masaje deportivo.
Juanjo ha permanecido en silencio mientras escuchaba el fogoso proyecto de Durán. Ha mirado al frente, ha sonreído un poco, no ha dicho una palabra. Tan silencioso está que Durán, ingenuamente, cree que su amigo no le cree y que calla por no desilusionarle. Pero no se trata de eso. La envidia ha silenciado a Juanjo. Ante sí tiene su delicioso igual, un chaval diez años más joven que, como Juanjo sabe de sobra, ha vuelto a sentir adoración por Juanjo. Con sólo acariciarle, o dejarse acariciar por él, Juanjo está en condiciones de evocar los iniciales actos homoeróticos de su juventud. Y, sin embargo, sólo siente envidia. ¿Qué es lo que Juanjo envidia, y qué es la envidia? Envidia es pesar del bien ajeno, alegría del mal ajeno. Aquí Juanjo, mientras oye hablar a su amigo, no ha sentido la menor elevación del ánimo, no ha sentido tampoco esa dilatación de la alegría, ese ensanchamiento de la conciencia que hace que -incluso hallándonos nosotros mismos en dificultades severas- simpaticemos con la buena fortuna o el relato de los bienes que acontecen a otra persona: nos alegramos por la otra persona, es una alegría vicaria y quizá incompleta, pero es limpia, y es fundamentalmente un bienestar y ensanchamiento del ánimo. Por el contrario, a Juanjo le ha achicado y deprimido lo que su amante le cuenta. En primer lugar, lo que a su manera quizá superficial y precipitada Durán refiere es, claramente, un proyecto practicable para Durán e impracticable en las presentes circunstancias, para Juanjo. Juanjo sabe que no está ya en condiciones de matricularse en un simple cursillo de masaje terapéutico y deportivo, ni por supuesto en el ingreso del INEF. Juanjo sabe de sobra que está cachas pero no está fuerte. Y, más profundamente aún, sabe también que la mera idea de proyectar algo para el futuro le resulta odiosa. No desea nada que no tenga ya: y lo que tiene ya (Salazar, la casa de Salazar, el dinero fácil, el deleite cada día un punto más cruel en complacer los deseos eróticos de Salazar) cree tenerlo ya del todo, y su disfrute sólo puede ser iterativo: cuanto más de lo mismo, mejor: eterno retorno de lo mismo, no obstante su monotonía. Por consiguiente no tiene proyectos. Y hasta esta tarde no había creído que nadie los tuviera. Pero, de pronto, alguien muy cercano, este estúpido Durán a quien folló cuando aún era adolescente en las duchas del colegio, tiene proyectos y sigue siendo guapo y joven: la comparación le afea, la comparación es odiosa, odia a Durán, le envidia. Por eso dice:
– No sé yo si serás capaz a estas alturas, Ramonín, si estarás fino suficiente, desde luego que no para el INEF, no lo creo. ¿Qué es lo que ahora tú más haces, lo único que haces, correr un poco por el barrio? ¿Qué vienes a hacer: tres días, cuatro, por semana, tres mil metros en llano? ¿Qué tiempos haces? E inclusive aunque hicieses a tres veinte el kilómetro, que ya es correr… Las otras pruebas, ¿qué?, las dominadas en barra, por ejemplo, ¿qué?, que además no te las cuentan si no te descuelgas del todo. ¿Cuántas hay que hacer, quizá cincuenta? ¿Haces tú cincuenta completas?, te tendrías que entrenar, claro. Y luego natación, y los sesenta metros de velocidad y luego ortografía, porque hay exámenes escritos, y estudiar la teoría también, ¿eso qué sabes tú? Te ves joven porque te guías por los ojos de los viejos que te comen con los ojos en los bares, pero en realidad estás hecho una mierda, ¿o no? Me consta además que ni siquiera estás corriendo: te dejaste las zapatillas de correr en casa nuestra y el chándal y la pantaloneta y todo lo demás, así que ¿a ver?
– Vale, ahora mismo no estoy bien, pero eso tiene arreglo. Lo que tú dices es verdad, pero tiene arreglo, tú mismo lo decías, ¿no te acuerdas? Eso nos decías hace años: el cuerpo es muy agradecido. Si entreno a muerte los meses que faltan por qué no voy a tener oportunidad, y si no eso en otra cosa, en los bomberos.
– ¡Los chaperos! Un cursillo de chaperos no te iría mal. Ahí sí que tienes campo. Ahí eres lo top, tío, lo top.
Durán decide sacar los ases que tenía guardados. Si hasta ahora habló sólo de sí mismo fue porque no quería agobiar a Juanjo, no quería que se sintiera acosado o forzado a adoptar proyectos repentinos, pero ahora comprende -piensa que por suerte no es demasiado tarde- que no debió no mencionar a Juanjo en sus proyectos cuando la verdad es que le incluían desde un principio. La negativa reacción de Juanjo -decide ahora Durán- procede, como es natural, de haberse sentido excluido. Por eso sonríe ahora Durán y exclama:
– ¡Pero es que esto es pa’ los dos. Vale, yo estoy mal, poco fino, pero vamos a entrenarnos los dos. Tú eras mi entrenador, siempre lo has sido, tú controlas. Si me pongo yo solo no llego a nada, pero tú controlas!
Decide Ramón Durán dar un paso más y decirle, repetirle, toda la verdad a su adorable monitor de futbito: quiere volver a conquistarle, a seducirle. Tiene que contarle toda la verdad.
– Además, joder… Estoy loco por ti. Anoche hubiera matado al Fermín ese. Sólo quiero estar contigo, y ¿sabes qué? Ahora no es como antes. Por desgracia ahora es muy distinto, por suerte o por desgracia es muy distinto desde que murió mi madre: ahora soy rico. Con lo que yo tengo da para los dos de sobra.
– Joder, tío, haber empezado por ahí. Si tan rico eres, préstame tres mil euros. Eh, ¿qué tal? Con tres mil euros pillo una Yamaha Majesty de ciento veinticinco centímetros cúbicos, negra. Si se lo digo a Salazar, él me la compra. Pero prefiero que me compres tú la Yamaha. Si me amas tanto como dices, pues de puta madre, cómprame la Yamaha si me amas.
Ramón Durán siente un escalofrío no del todo agradable al principio: primero le ha pedido dinero prestado, nada más oírle decir que es rico trata de sablearle, pero inmediatamente después el escalofrío se vuelve delicioso: lo de que quiere una Yamaha Majesty, le enternece: una motito guapa de 125, para rodar los dos a los entrenos, para rodar los dos por el monte de El Pardo, para besarse secretamente en los recodos oscuros de Madrid, en las terrazas recién nuevas del verano, para olvidarlo todo, vivir al día, amarse ciegamente. Ha habido un vuelco grande del aura sentimental que recubría a los dos chicos. Hasta salir lo de la Yamaha, Durán se ha mostrado activo y Juanjo pasivo. A partir de ahora, Juanjo se muestra muy activo y Durán, en cambio, enternecido, sedado, como acariciado, adormecido un poco. Contemplados desde fuera, desde cualquiera de las mesas vecinas, Durán expresa la felicidad instantánea, un placer casi físico, un reenamoramiento, cualquiera puede verlo, cualquiera puede hablarle, a excepción tal vez de Paco Allende, que si le viera ahora tal y como está, sufriría mucho. Durán no recuerda ahora quién le amó, ni reconoce tampoco en Juanjo -a quien ama o cree que ama- el desamor, la hostilidad o la envidia. Cree que la vehemencia nueva con que Juanjo ahora, encandilado, sigue hablando de la moto, es fruto de un renovado amor que Juanjo, en realidad, no sintió nunca por Durán y menos ahora.
– ¿Me lo vas a dejar sí o no?
– Sí, claro, lo que quieras.
– Eres un tío guay, cojonudo, eso eres. Mira, la vamos a ir a ver la moto al Yamaha Center de Marqués de Urquijo. Son dos mil novecientos más la matriculación, tres mil ochenta euros justos, tres mil euros números redondos puesta en la calle. Se pone a ciento cuarenta por hora esta Majesty. Joder, es que no me lo puedo creer, tío, la verdad.
– Lo único -dice Durán- es que ahora mismo no lo tengo. O sea, lo tengo, lo que tenía mi madre en su cuenta, pero el piso todavía hay que venderlo. Tendré que ir por allí, por Marbella, pero lo tendré muy pronto.
– ¿Sabes lo que vamos a hacer ahora? Vamos al Yamaha Center a que la veas la moto.
La mano derecha de Juanjo descansa ahora junto al muslo de Durán en el asiento de Riofrío: están realmente aislados los dos en esa esquina. Durán acaricia la mano de su amado, está loco de alegría, loco de deseo. Tiene esa expresión blanda y fofa, abotargada, del enamorado, el engañado. Juanjo, que le observa de reojo, se deja acariciar la mano y acaricia a su vez el muslo de Durán. Durán paga la cuenta y toman los dos el metro en Colón dirección a Argüelles.
Han empleado una hora larga en ver las motos del Yamaha Center. A la salida, hacia las siete de la tarde, Juanjo insiste en que Durán le acompañe a casa de Salazar. Durán se niega:
– La verdad, prefiero no… Las cosas ya no están como antes, están mucho peor, reconócelo, Juanjo. Los dos chavales esos de ayer tarde…, ¿eso qué es? Es una perversión, ¿o qué? Te tienes que ir de allí, como me fui yo. Yo te ayudo, nos vamos los dos a vivir juntos.
Juanjo escucha en silencio, piensa que la moto va a tardar en llegarle, y es obvio para Juanjo que Durán incluye la moto en una especie de cesta o compacto: alquilar un piso entre los dos, la moto, preparar el ingreso al INEF u otra cosa, cambiar de vida, ser pareja, ¿casarse?… ¡Unos cojones! -concluye Juanjo-. ¡Por mis cojones! Como con Sonia, con Durán, Juanjo se enfrenta ahora ante lo que de verdad le pide a la vida (ésa es su frase un poquito melodramática): a la vida no le pide Juanjo nada más que bienestar, sin compromisos y sin significados especiales. La vida no significa nada: se vive día a día con dinero, con juventud, con desvergüenza. Así que el proyecto de Durán, como el de Sonia, sólo puede ser mantenido mientras le convenga a Juanjo para entretener a su presa.
Salazar está solo en casa. Está inquieto esta tarde. La inquietud, de Salazar es una emoción nueva para el propio Salazar. Es una emoción erótica: recuerda las caricias aún sofocadas del Miguel y el Fermín de la otra tarde, recuerda, sobre todo, los cuerpos desnudos de los dos chavales y de Juanjo, y su propio cuerpo semidesnudo primero, y desnudo del todo después. Todos esa tarde bebieron mucho y fumaron muchos porros. No es lo que Salazar quería. Pero dejó que la situación se desarrollara por sí sola y todos acabaron muy bebidos. Nada en este mundo interesa ya a Salazar: sólo desea explorar esa situación física, esa orgía controlada, con los menores y con Juanjo. La inquietud de esta tarde se debe casi por completo al hecho de que Juanjo ha desaparecido después de comer y ha pasado cuatro horas fuera de casa sin dar ninguna explicación. Esta inquietud es compulsiva, se autoproduce a sí misma cada vez con mayor velocidad. Ha dejado de beber oporto y lleva ya su segundo o tercer vaso de malta, malta sin rebajar, sólo con los hielos. A mitad de la tarde, la inquietud desborda a Salazar. De pronto, Salazar se encuentra desbordado por la titilación de su ánimo o, mejor aún, de su cuerpo eróticamente excitado. Ya Spinoza vio que el problema de la titilación es que puede ser tan grande, tan continua, que resulta mayor que cualquiera de las partes del cuerpo, queda fijada e impide al cuerpo que la padece reaccionar ante otros modos de emoción. Salazar está como enterrado en la arena de su titilante corporeidad, fijada además por el alcohol que ha ingerido. Desea ver a Juanjo, lleva seis horas sin verle. Son pasadas las ocho. Son casi las nueve. Salazar no puede parar quieto. Éste es quizá su cuarto vaso de whisky. Por fin oye la puerta de entrada. Juanjo entra. Salazar sale al vestíbulo. Está borracho. Juanjo se da cuenta de que está borracho. Es un hombre mayor, delgado y borracho. Es un intelectual beodo y delgado. Es un beodo viejo guapo. Es un embriago lívido, todavía de buen ver, está más guapo que nunca, está más borracho que nunca. Juanjo nunca le ha visto tan bebido. Salazar se siente maravillosamente bien ahora, aéreo, agilem sine levitate. Es -se dice a sí mismo-, es la sobria ebrietas de mi dulce amor: estoy enamorado -farfulla-. Juanjo le sonríe, Juanjo resplandece, Juanjo le ama. Juanjo le abraza y le baja los pantalones, le baja los calzoncillos, le acaricia la fláccida polla. Juanjo es Dios y Salazar su sacerdote, su esclavo. Ahora Salazar llora. Salazar no ha llorado nunca. Esto no es llorar, está borracho. ¿Está enamorado o está borracho? Juanjo resplandece. Juanjo está empalmado. Juanjo victorioso arrastra a Salazar hasta la sala otra vez y se masturba delante de Salazar, que se traga el semen, este maná dulzón, cremoso. Es el primer semen que traga Salazar. Se la habían mamado en otras ocasiones, pero nunca él había perdido el tino hasta el punto de embadurnarse los ojos y los labios y tragar el semen abundante de Juanjo. Éste es el primer amor de Salazar. Al tragar el semen, sabe Salazar que ama a Juanjo. Juanjo le pega un rodillazo en la barbilla y luego se inclina sobre Salazar, que ahora realmente parece mucho más borracho que antes: despavorido, enfebrecido, desatinado. Es el semen de su primer amor, el principio del fin.