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¿No hubiera sido mejor que Allende se hubiese dejado guiar por sus instintos más triviales y hubiera -a partir de la pasada tarde- mantenido una agradable relación carnal con su amado Durán? Hubiera sido todo más vulgar, pero ¿no hubiera sido en medio de todo más fácil todo, no sólo para Allende sino para el propio Durán? Tanta distancia, tanto respeto, tanto amar y dejar libertad al amado, ¿es de verdad algo que Ramón Durán entiende? Es de temer que lo entienda sólo a medias y aún hay algo peor: ¿no cabe sospechar una leve falsía, una pizca de tramposa mala fe en el ascetismo amoroso de Paco Allende? Es satisfactoria, desde luego, la idea de que amar es dejar en libertad al amado: tener la gran paciencia de que el amado regrese finalmente al amante: correr el riesgo de la libertad: ésta es una noción satisfactoria, pero considérese con detalle -también con cierta sobrevenida malicia y desde la perspectiva tardígrada de la sospecha-, repárese en que Allende ha sido siempre muy consciente de su decadencia física: bien es cierto que muchos hombres de su edad están aún peor: la decadencia física de Allende se inclina más hacia lo ridículo que hacia lo trágico: está gordito, rellenito, está calvo, tiene un aire bonachón. En cierto modo las palabras que profiere contrastan, por lo acerado, con su apariencia mullida. Estos pensamientos son injustos y crueles. Expresan, sin embargo, inquietudes reales de Allende respecto de su propia corporeidad. Es difícil entender con claridad a Paco Allende ahora. Todo lo fácil que resulta ahora entender a Javier Salazar encoñado con Juanjo, debilitado físicamente, al borde de experiencias eróticas sin retorno que provocan la crueldad y la requieren, y que al final sólo cuentan con la muerte. Todo esto, con ser terrible, es más accesible y más comprensible que la conciencia de Paco Allende en este punto: el presupuesto del lector de este relato y de su narrador es que Allende -con ayuda de Emilia y con el paso de los años, unido a su dedicación a la psicología educativa- ha alcanzado un noble nivel de control y de racionalidad. Y esto no tiene por qué negarse. Pero debe matizarse: ¿qué hay de malo en aceptar con sencillez la oferta amorosa que, con suficiente claridad, lleva haciéndole Durán desde hace tiempo? Y hay algunas otras señales equívocas: Allende, por ejemplo, ha pasado las últimas semanas, antes de la llamada de Durán, padeciendo celos: los celos designan considerable impureza amorosa por parte de Allende. Pero cabe argumentar que justo la impureza es preferible aquí a la pureza: cierto compromiso con el caso concreto es preferible aquí a una austera afirmación del ideal de libertad amorosa. La pasada tarde ha logrado Paco Allende una victoria en toda regla: al levantarse de su sillón y abrazarle, Ramón Durán ha manifestado un entusiasmo discipular. Mientras se abrazaban, y más tarde tras la llegada de Emilia, mientras cenaban todos de buen humor una ensalada de endibias y unos filetes de pollo, Allende ha saboreado su victoria. Y Durán se ha sentido amado, respetado, liberado, lanzado ágilmente hacia el futuro como de un punterazo certero se incrusta en la portería un balón de reglamento. Si todo pudiera quedarse aquí, si no hubiera sombra o hueco alguno, distancia alguna entre lo pensado y lo que ha de realizarse, si nuestra existencia humana fuera instantánea y nos sostuviéramos en la existencia por actos continuados de creación ex-nihilo… Pero ése no es el caso y mucho menos el caso de Durán. Durán se va a la cama tranquilo y a la mañana siguiente todo son dificultades. Pasa todo el día siguiente hasta el atardecer sin hacer nada, sin llamar a Juanjo -cosa que desea hacer- y también sin desear ponerse en contacto con Allende: al fin y al cabo, a ojos de Durán, Allende desea hacer de él un héroe moral. Por este nobilísimo motivo tampoco desea acostarse con él. Durante todo el día siguiente, Durán no puede reconstruir el entusiasmo de la noche anterior, y al final de la tarde se arregla y decide llegarse a Chueca, recorrer los bares que conoce, despejarse un poco. Allí se encuentra con Tomás, un tipo físicamente casi idéntico a Paco Allende.

Tres chicos se masturban en una gran pantalla, instalada en el bareto, un semisótano rectangular donde ha recalado Durán. Son tres chicos cuyos cuerpos aumentados en la proyección pueden encontrarse en cualquier esquina de Chueca: Juanjo es así, Durán es así: vientres lisos, pollas grandes que se bambolean tiernamente. Los chicos se besan, se acarician el vientre, uno de ellos guiña con frecuencia un ojo al espectador. ¿Se correrán ante la cámara? ¿O no se correrán ante la cámara? Ante la pantalla, pegadas a la pared, unas bancadas para personas mayores. Algo del hogar del jubilado se cuela, pasadas las nueve de la noche, en estos bares del orgullo gay. El orgullo de estos tres chicos son sus pollas, sus muslos bien torneados, sus rodillas huesudas, lo bien que se soban entre sí. Los hombres mayores que contemplamos esta premiosa masturbatada estamos contentos con el calor de nuestras propias pollas, que se inflaman más que de costumbre en el seno de nuestros calzoncillos de algodón. Por supuesto, Durán da la espalda a esa escena. Ha pedido un repugnante Red Bull que sorbe en el bote. No le está despejando este bar. Es el único chico joven del bar. Terminará su bebida y se irá. Hay sitios más brillantes, Durán los conoce todos. En esto, se encarama junto a él un tipo que, ¡joder, es exacto a Allende! Tiene quizá algo más de barriga, que le monta sobre el cinturón y que le abulta tras la camisa blanca.

– ¡Qué! ¿No te interesa la peli porno?

– No mucho, no.

– Te comprendo. Tú no necesitas verlo. Tú lo haces.

Durán le mira con cara de mala leche: este tipejo tan parecido a Allende ¿quiere ligarle, o qué?

– Bueno, me llamo Tomás. ¿Vienes mucho por aquí? ¡Bah, qué pregunta más tonta! Es que… sabes… Yo por aquí suelo venir festivos. Yo, pues bueno, mi generación, no teníamos estos sitios. Una peli como ésta era un lujo. Cuando el destape hubo de todo en los quioscos. Compré de tapadillo algunas cosas. De chicos con chicos, ya me entiendes. Ahora, que al quiosquero de mi barrio no es que fuese, no. Iba a la Gran Vía, iba a un quiosco con un quiosquero que tenía una mano articulada, un hombre seco con cara como de enfermo un poco. Del hígado, diría yo, además de lo de la mano, el pobre. ¿Qué estás tomando? ¡Chico, ponme un gin tónic a mí, y al joven lo que esté tomando!…

– ¿Pero tú qué quieres, tío, a ver, qué te pasa? -Durán está irritado ahora y confuso. ¿Por qué se ha metido en este bar, que conoce pero que en realidad no ha frecuentado apenas? Tiene que reconocer Durán que el Tomás dichoso está más en su sitio que él mismo.

– Te veo muy crispado, muy estresado, así te veo. No es normal. Bueno, antiguamente, cuando yo tenía tu edad, que no había estos sitios, eso te lo digo de antemano, pues los pocos que íbamos a algunos sitios, íbamos así como tú ahora, como con miedo. Te venían los maderos, las inspecciones, la brigada antivicio. Se hacían redadas, bueno, tú no sabes.

– ¿A qué me cuentas esto? ¿Te he preguntado algo yo a ti?

– Es que tú no eres de aquí. Te he notado por el acento, como malagueño, ¿no? Yo tampoco soy de aquí, pero afincado aquí, eso sí. Soy leonés, de Astorga. Soy jefe de taller de la Peugeot. Bueno, no me importa decírtelo, porque ya no hay anonimato como antes. Antes, a los pocos sitios de éstos que ya había, se venía en plan impersonal, o sea, quién eras, quién no eras nunca se decía, o dónde trabajabas, eso menos. Porque un tío se te atravesaba, un mismo camarero, un encargao, y el jodio te podía denunciar. Como había inspecciones… Y bueno, ni cuartos oscuros, de eso nada, veníamos, se tomaban copas, eso sí, veníamos bien vestidos, y, bueno, de pelis nada.

– ¿Por qué me cuentas esto, tío? Es que eres increíble.

– Perdona si te he molestado, yo no soy ningún bujarra, o sea. Un respeto. La costumbre en el bareto este, y también en otros de esta zona, es pegar la hebra si se tercia, o sea, en buen plan. En fin, tú me gustas, para qué nos vamos a engañar. Pero lo primero el respeto, eso lo primero.

Y además una cosa te digo: se puede decir todo con buena educación.

– Vale, tío, perdona.

– No, nada. No hay nada que perdonar. ¡Faltaría más!

El último tramo de la conversación, el «perdona», el «vale, tío», y también la obvia cordialidad de este Tomás han ablandado a Ramón Durán, que no es en ningún caso un duro. Además, este viaje conversacional de ida y vuelta entre el ayer y el hoy de los gays madrileños ha divertido a Durán, que ha sonreído. Tomás ha percibido esta sonrisa. Y hay otro asunto que tiene que ver con el parecido que Tomás tiene con Paco Allende. Esto es notable. Una vez superado el mal humor inicial de chico cachas asediado por un bujarrón de la Peugeot, la cosa tiene su pequeña gracia gay, chuequera, costumbrista. El parecido con Allende, a su vez, se engancha a otra memoria de ocho años atrás, que de pronto el jefe de taller de la Peugeot, sin saberlo, ha evocado: Tomás ha dado por supuesto que Durán es un chico malagueño, de provincias, gay, recién llegado a los madriles, a quien hay que ilustrar acerca de las costumbres del gueto. Tomás le ha rejuvenecido sin querer. A Durán le ha divertido no tener el presente que tiene, sino sólo un ligero pasado, determinado por su aspecto físico y su acento malagueño muy ligero. Así que una parte del enfurruñamiento final es impostado. Tomás le hace gracia. Y sucede que Tomás, acostumbrado a tratar con los clientes que acuden -con ínfulas muchas veces- a las revisiones de los veinte mil y los cuarenta mil, ha llegado a tener bastante más pupila de la que parece. Conoce Tomás el alma humana. Más aún: el haber sido un gay antifranquista, un resistente interior, y seguir siendo gay ahora, sin pareja fija, y por lo tanto acostumbrado a entretener a los chicos, también a pagarles copas y otras cosas, le ha vuelto perspicaz: en esto y no sólo en el físico, también coincide con Allende. Y ahora ha percibido Tomás que Durán se ha dulcificado y le propone algo que deseaba proponerle desde un principio:

– ¿Por qué no vamos a otro sitio? Te convido a cenar, vaya. ¿Qué me dices a eso?

– Vale, gracias, acepto.

– Estupendo. Vamos a cenar al Espejo, a Recoletos. ¿Qué te parece?

Tomás paga las copas y salen los dos. Durán piensa tiernamente en Allende, y sin saberlo se ajusta a la imagen del poema de Char: Por las calles de la ciudad va mi amor, cualquiera puede hablarle.

Cenan y coquetean. Tomás está en la gloria, y Durán se deja querer, entretener, arrastrar por el entusiasmo gay-paleto del jefe de taller. Lo gay-paleto es una categoría muy de ahora. Lo mismo que el encanto de aquellas rosas de Pemán (que siendo tan hermosas / no conocen que lo son), el encanto del gay-paleto es que no sabe que lo es. No se siente paleto, sino -muy al contrario- sumamente internacional, a newyorker casi, antifranquista aún, criptogay y -según la edad- tanto más cripto cuanto más viejo, enterado y sabio. Es un enterado en la Peugeot y es un enterado en Chueca y es sobre todo una persona afable, que esta noche ha lanzado, como tantas otras noches, su caña de pescar y ha cazado esta vez un pececillo hermoso, que golosea con los ojos y no se atreve ni a tocar. Esto también lo sabe Ramón Durán, pero sobre todo Ramón Durán siente esta tarde un intenso, estético, shock of recognition. ¡El parecido con Allende es tan extremo! ¿No se siente Durán algo culpable esta tarde? Veamos: la tarde anterior, en casa de Emilia, se sintió Durán sinceramente arrastrado por la elocuencia y el desprendimiento de Allende: no dudó Durán, ni por un instante, de que Allende decía la verdad cuando decía que le amaba y que le deseaba (en esto, aparte del contagio del fervor de Allende, hubo un componente narcisista simple: Durán está acostumbrado a creer que los hombres le desean y le aman), no dudó, por lo tanto, Durán tampoco de que su salida a última hora de la tarde tenía un componente comparativamente frívolo. Era una cierta inconsecuencia respecto de sus sentimientos anteriores. Por otra parte, la retórica de Allende y su insistencia en el bene agere ac laetari innegablemente le cansa y le aturde. Casi le aturde más que le cansa. No siempre está Durán en condiciones de alzarse a lo que, en su humilde opinión, son estratosféricas elevaciones morales: lo entiende, más o menos, pero le aturde. Cuando se ofreció a Allende, allá en Marbella, y cuando aquí en Madrid, repetidamente, implícita o explícitamente, se ha ofrecido de nuevo, Durán estaba siendo sincero: ofreciendo lo que tiene más a mano y lo que él mismo más valora de sí mismo, y estando de hecho dispuesto a entregarlo si Allende se lo pidiera, Durán, en su fuero interno, no puede no creer que ha cumplido su parte del pacto de caballeros establecido entre él y Allende. ¿Cree Durán que Allende le ha rechazado? ¿Puede acaso haberse sentido Durán herido ante ese rechazo de Allende, no obstante haber sido bienintencionado y saber Durán que es bienintencionado? ¿Es Durán en el fondo un chico tonto, incapaz de entender que el control de las propias, emociones es parte integrante del verdadero amor y de las grandes emociones? Por mucho que Durán perciba que Allende y Emilia son bienintencionados, le resulta difícil no sentir sus charlas evaluativas como un sermoneo paternal o maternal, un sermoneo aguafiestas, cosa que nunca hizo Chipri, ni, por supuesto, el padre que Durán no tuvo.

No hay sermoneos en este sucedáneo de Allende que es Tomás: Tomás le desea, es obvio que le desea, y no tiene más proyecto, ni para sí mismo ni para Durán, que acabar la noche felizmente: en Augusto Figueroa tiene el coche, es un Peugeot, un «vehículo de sustitución gentileza de Peugeot», según pone en una de las puertas. Pero es un buen coche, un coche nuevo. En el mundo intencional de Tomás, este detalle un poco ramplón, quizá, del vehículo de sustitución no resulta ramplón sino egregio. Durán se ha ido sintiendo cada vez mejor según transcurría la cena. Ahora en el coche Tomás le acaricia la pierna sin llegar a la entrepierna: es delicado. Durán se deja hacer. Está contento. La cena le ha divertido, esta seducción a imagen y semejanza de Allende le está divirtiendo. Es posible que también, como al propio lector, el carácter paradójico de esta comparación con Allende le esté excitando. Tomás conduce hasta un bloque de pisos nuevos en Alcobendas, toman unas copas una vez en el piso, se duchan juntos. Una parte del ritual que Tomás sigue -parece tomado de una película soft porn americana- tiene lugar en la ducha: un imaginario de Gel S3 de Legrain: toda la sexualidad humana empieza y acaba dentro de la cabeza: nada hay fuera, ni siquiera la potente corrida abundantemente jabonosa y cremosa de Durán ni la rápida eyaculación precoz de Tomás suceden en el exterior del mundo: la sexualidad es interior, todo es interior, el placer y el dolor son cualidades de la conciencia. En resumidas cuentas, Tomás está siendo feliz y Durán, una vez que se corre, enciende la televisión y se queda hasta tarde viendo una peli cualquiera, como en casa de Emilia. Tomás hace café, se pone un batín de seda natural de muy mal gusto, un poco spotty, es un día de diario, así que Tomás no duerme apenas para no quedarse frito a la hora de ir a la Peugeot. Tiene la gentileza de llevar a Durán hasta el mismo portal de la casa de Emilia. Son las ocho de la mañana, a Tomás le sobra tiempo para llegar al trabajo. Intercambian números de móviles. Tomás sospecha que Durán no le telefoneará. Durán perderá instantáneamente el teléfono de Tomás. Ha sido una noche de amor desinteresado por ambas partes. ¿Se volverán a encontrar? No se volverán a encontrar. ¿Qué significa todo esto?

La verdad es que la posición de Allende y de Emilia respecto de Ramón Durán es ligeramente petulante, pedante: noble, sí, bienintencionada, pero ¿no es petulante este hablar acerca de dar y quitar la libertad a una persona? Una de las cosas que ha significado el encuentro de esta noche con Tomás es que Durán no necesita que le den o le quiten la libertad: él mismo se la quita o se la toma a voluntad. Sólo quien ve a Durán desde fuera, y además acentuando un poco la reprobación (bienintencionada, por supuesto), puede atreverse a hablar de quitar o dar libertades. Y, si bien es cierto que yéndose a Chueca esta pasada noche y ligando con Tomás, Durán se ha limitado a hacer lo que tiene costumbre de hacer, y por lo tanto ha predominado más la necesidad mecánica que la libre elección, también es cierto que Durán ha elegido, él mismo, irse a Chueca para despejarse y descansar un rato de la enjundia moralizante de su conversación con Allende.

Lo otro -¿obvio?- que significa el encuentro con Tomás es que Durán no asocia automáticamente sus satisfacciones eróticas con chicos de su edad. A Durán le ha divertido -por una noche al menos- la ducha masturbatoria con Tomás. Y le ha divertido, a medida que transcurría ese ligue -desde el encuentro en el bareto hasta el día siguiente-, la compañía y la labia de Tomás. Tomás es análogo a Paco Allende. Quizá quepa concluir que, al ofrecerse a Allende, ha sinceramente deseado hacerlo: la oferta amorosa de Durán (no obstante haberse formulado en los gruesos y no románticos términos de la jerga del grupo -ese bárbaro tremendismo de nuestra raza acosada hasta la fecha-) contenía afecto real. Tal vez esto no puede decidirse ahora -o no deba- o tal vez nunca del todo. Pero esta posibilidad debe figurar en la analítica del mundo intencional de este chico. Porque el caso es que, en la conciencia de Durán, la casualidad y el parecido físico entre los dos hombres ha funcionado como una -desde luego absurda- maniobra de acercamiento simbólico al ausente. Agobiado quizá por el sermoneo, distanciado, Durán ha vertido su ternura erótica en un sucedáneo neutral. Ahora, al despertar, tras dormir la mañana en su cálido y severo dormitorio de la casa de Emilia, no se sentirá Durán culpable, sino en paz. ¡Ojalá (se le ha ocurrido en el duermevela que ha precedido al despertarse hacia las dos de la tarde, y mientras almuerza un almuerzo que él mismo se prepara en la cocina) que Allende pudiera entender y valorar lo ocurrido esta pasada noche! A partir de este deseo, se le ocurre a Ramón Durán la obviedad de que sólo Allende entenderá lo ocurrido si el propio Durán se lo cuenta. Tiene que contárselo: este imperativo explota de pronto en la conciencia de Durán como una iluminación mágica: ¡Tiene que hablar con Allende, tiene que contárselo de inmediato! Por eso, después de almorzar, Durán -una vez más- llama por teléfono a Paco Allende. Paco Allende no está en casa. Durán sufre una conmoción desmesurada. ¿Cómo es posible que no esté en casa? Es normal que no esté en casa a media tarde, con el curso acabado ya, las juntas de calificación y los almuerzos de despedida. Durán ha recordado de pronto que los profesores de su colegio se reunían a tomar un corderito asado a final de curso. Juanjo iba a esas reuniones también. Esto se le ocurre también a Durán. Y que se le ocurra esta idea le tranquiliza y le alegra de pronto. ¿No está siendo frívolo Durán (y el autor de este relato) al restar por completo toda significación al ligue ocasional de la pasada noche? No, consideramos que no estamos siendo frívolos. Da la casualidad de que esa tarde Allende se presenta en casa de Emilia a media tarde y coinciden allí los dos solos.

Ya está contado. ¿Puede lo contado ser ahora descontado en el sentido bancario de liquidación de una deuda? Eso es lo que Durán, en su semiconsciencia de la situación, espera. Y eso es lo que Allende sabe que Durán desea y confía en que suceda: borrón (ni siquiera borrón, según se ha dicho) y cuenta nueva. ¡Ah! Pero sucede que lo ocurrido, una vez contado, no puede descontarse de la conciencia refleja que cada uno de los dos tiene del otro sin proceder a un nuevo recuento. Una primera ocurrencia de Allende mientras oye el relato es la satisfacción de saber que el chico es sincero y no tiene voluntad de engañarle. ¿Por qué me lo contaría si no? De algún modo, podría afirmarse que a Durán le importa mucho Allende y que por eso se lo cuenta. En Allende está, por lo tanto, en esta suposición, tomarlo o dejarlo: aceptar el contenido del relato (la extraña analogía) como una prueba de amor, o rechazar el contenido del relato como una desfachatez. Allende decide, mientras oye al chico, que el relato no contiene ninguna desvergüenza: es absurdo, casi inverosímil, pero puede aceptarse en su inmediatez, sin entrar en detalles, como una manifestación de confianza. No hay descaro, pues. Pero hay, en cambio, algunas otras cosas más inquietantes quizá que el mismo descaro: hay, para empezar, la propia analogía: ¿Tanto se parecían? «¿Tanto nos parecíamos?», ha preguntado Allende en un momento del relato. Y como Durán contestara con gran vehemencia que el parecido era asombroso, «Como dos gotas de agua» llegó a decir, Allende no ha podido menos que comentar socarronamente: «Ya veo que se trata de un amor por persona interpuesta. ¿No te parece ridículo?» A Durán no le parece ridículo, pero, en cambio, al no parecérselo en absoluto al chico, acaba pareciéndoselo al hombre. Hay, por de pronto, la comparación misma entre Tomás y Allende que Durán considera casi un milagro. En su relato o recuento, Durán ha acentuado, sobre todo, este aspecto del asunto: a Allende le ha parecido un poco excesivo y ha pensado un pensamiento ñoño y envidiosón, pero natural: él es, al fin y al cabo, un ilustrado, un psicólogo, un hombre capaz de manejar conceptualmente el mundo de los afectos, mientras que Tomás es un paleto leonés, un palabrón, con la labia del negociante del ramo de automóviles. Nunca en su vida se le había ocurrido a Allende despreciar a personajes así: sólo ahora que Durán les compara. Pero es evidente que Durán no les compara por lo que los dos tienen de inteligentes o sensibles o lo contrario, sino, literalmente, por el parecido físico que hay entre los dos. Lo que Durán parece querer decir es que le gustan los hombres mayores. Es un mayorero. Esto -piensa Allende irónicamente- es un gran consuelo. Con los años, Allende ha ido dando vueltas a este asunto de las relaciones intergeneracionales en el mundo gay. A partir de sus cuarenta y tantos, cincuenta -periodo, por cierto, en el cual se redujeron mucho sus prácticas eróticas-, se hacía la ilusión socrática de que su atractivo para los muchachos más jóvenes era análogo al que sintió Alcibíades por Sócrates: no había paideia, pero había cierta compenetración entre la gente de treinta y la gente de cincuenta que Allende leía en términos agradables para su ego. Ahora, sin embargo, la cosa no acaba de complacerle del todo. Durán ha insistido demasiado, quizá, en el aspecto físicamente risible del Tomás. Por eso, Allende le pregunta:

– Así que también a mí me encuentras risible, como a Tomás un poco. Calvo, gordito, ¿es eso lo que te gusta de verdad, de mí o de otros?

– ¿Por qué me preguntas esto? -pregunta inmediatamente Durán, realmente sorprendido. Esta genuina sorpresa de Durán avergüenza a Allende, que siente que su vanidad masculina le ha conducido a preguntar una vulgaridad impresentable. Durán está siendo más generoso, más limpio y mejor amante que el propio Allende -siente ahora esto intensamente Paco Allende-. Por eso, y para concluir este lado de la conversación, declara:

– Perdóname, Ramón. Estoy siendo vulgar. Tu relato es ligeramente absurdo, muy absurdo. Pero contiene más verdad que buena parte de mis nobles intenciones a veces… -La estructura de la frase, que se le forma a Allende en la boca a medida que va pensándola, le revela hasta qué punto todo el asunto se le escapa un poco, le desborda un mucho, ¡cuantísimo desea pensarlo de la mejor manera posible!

Se tiene la impresión (un supuesto espectador desinteresado la tendría) de que todo lo anterior (es decir, la suma del relato de Durán y de las reacciones, formuladas o no, de Allende) tiene que conducir a un paso siguiente: tiene que haber una conclusión que se desprenda de todo lo anterior, quizá no del todo lógicamente, pero sí sentimentalmente: esto es precisamente lo que Allende no acaba de poder hacer. ¿Qué es lo que no puedo hacer?, se pregunta Allende, e instantáneamente se responde: No lo sé, pero sé que debo dejarme ir con voluntad de sinceridad, por confusa que sea. Quizá eso sea suficiente. Ha habido un corte en la conversación tras pedir perdón Allende. Durante este corte, Durán ha mantenido, inconscientemente, su expresión de sorpresa -la sorpresa que causó la vergüenza de Allende-. A todo trance Allende quiere decir lo correcto, lo mejor para el chico. Y entonces dice:

– Veamos: entiendo que lo que me acabas de contar es una manera indirecta de decirme que, a pesar de ser yo, como Tomás, un sesentón gordo y calvo, te gusto lo bastante como para disfrutar los dos de un buen pajote en la ducha. Más aún: entiendo que al contarme lo que acabas de contarme me has reprochado, con gran amabilidad, el que yo siempre haya antepuesto, al relacionarme contigo, preocupaciones éticas en vez de aceptar lo que tú me dabas de buena gana, tu amor, tu cuerpo, y que yo sin duda deseaba y deseo: de un modo muy discreto, mediante el relato de Tomás, tú me reprochas, corrígeme si me equivoco, que, queriéndote y deseando tu compañía y tus caricias, me haya distanciado de ti en aras de una más elevada idea de la libertad personal, de tu libertad personal. ¿Es eso lo que me reprochas? ¿Contiene tu relato un reproche? Piensa que incluso si tú mismo no eras hasta ahora consciente de ese reproche, puedes serlo a partir de ahora al haberlo yo mencionado…

Allende contempla fijamente a su compañero, que no contesta de inmediato. En ocasiones así, que ya se han producido antes, Durán da la impresión de no ser un chico muy avispado, de comprensión lenta (lo cual, dicho sea de paso, confiere a su semblante un delicioso aire juvenil: hay en The Spoils of Poynton una referencia a esta expresión cándida, no muy inteligente pero muy abierta, en Owen Gereth en conversación con Fleda Vetch): Allende reconoce que le ama tal y como es: le ama eternamente: un instante de comprensión amorosa basta para cerciorarnos de que amamos a alguien eternamente: en esos momentos hacemos un voto absoluto de fidelidad a ese amor. No en vano, por cierto, el título del admirable poema de René Char que se ha venido citando y parafraseando a lo largo de toda esta novela, se titula en francés Allégeance, que significa fidelidad, acatamiento. Tiene razón Char al decirnos en una de las líneas de este poema que vive en el fondo de su amado como un pecio feliz. Así que Allende promete acatamiento eterno al amor que siente por Durán esta tarde al contemplar su dulce rostro juvenil iluminado por una luz de incomprensión relativa.

– ¿No vas a contestarme? -pregunta Allende.

– Es que no he entendido la pregunta. No sé qué quieres saber. Me parece que quieres saber si yo te censuro o te critico por ser demasiado severo, moralizante o como quieras llamarlo, conmigo… La verdad es que no estoy muy acostumbrado a analizar lo que me pasa, ni tampoco a analizar las cosas que los demás dicen de mí o hacen conmigo. En eso no te pareces a Tomás. Y tampoco en la manera de hablar. Tú hablas muy bien, hablas como un libro. Tú hablas como Salazar. Eso es lo que más me gustaba de Salazar al principio, aunque ahora ya no habla así. Ahora no entiendo a Salazar. La verdad es que tú me hablas a veces como si me riñeras. Eso me raya mucho, a veces. ¡Tú es que me rayas total, a veces! Pero a la vez me gusta. Me gustas, tío. ¿Es esto lo que querías saber?

– Esto es más de lo que quería saber, mi amor. No es una contestación del todo, ¡es más que una contestación!

Durán se acerca a su amigo y le abraza. Le besa amorosamente. Allende, a su vez, le corresponde. Es la primera vez que, en muchísimos años, quizá en toda su vida, Paco Allende alcanza una expresión corporal, espiritual absoluta, del amor que siempre ha sentido.