37605.fb2 Contra natura - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 49

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La voz ronca de Salazar, balbuceante, ha sorprendido a Allende al teléfono: Allende, al oírla, ha sentido hostilidad y regocijo. Todo lo que no debe sentir. Allende ha comprendido instantáneamente -incluso antes de ver a su antiguo amigo sollozar y echársele en brazos- que la absurda relación con Juanjo está a punto de acabar como podría esperarse, de mala manera. Así que aunque se ha ofrecido de inmediato, por teléfono, a ir a casa de Salazar, se ha detenido en una cafetería a cenar algo acompañado por un par de riojas. Esto del Rioja y el sandwich mixto es parte del regocijo. Parte, por lo tanto también, de la satisfacción que Allende siente al entrever que el descontrol de Salazar ha acabado, o está a punto de acabar, como el propio Allende esperaba. La hostilidad, que no es muy intensa, es, sin embargo, clara también, moralizante. Es evidente que Salazar ha telefoneado porque no puede hacerse cargo de la situación -sea la que sea-. Se merece un buen palo. Allende detesta a este Allende hostil y regocijado que se arma de comprensión y de paciencia tomándose un sándwich mixto y un par de riojas. Siente curiosidad. Al fin y al cabo, Salazar forma parte esencial de su pasado y, aunque no le guarda rencor, la frialdad tradicional, por así decirlo, de Javier Salazar, su seguridad en sí mismo, su impenitente desdén por los sentimientos ajenos, le hace, a ojos de Allende, merecedor de un escarmiento. Ahora ha llegado, al parecer, el escarmiento. Y Allende, al tomar el autobús, el 133 en dirección a Moncloa (ha preferido este medio de transporte público, menos rápido que un taxi), siente curiosidad. Esta curiosidad es la forma que adopta la combinación de hostilidad y regocijo que sintió en primer término. Una vez en el piso, al encontrarse frente a frente con Salazar, que se le echa encima maloliente y lloroso, los sentimientos de Allende sufren un cambio radical: el aspecto de su amigo es demasiado deplorable. Le impresiona la suciedad de la sala, la delgadez, el desaliño del propio Salazar, sus lloriqueos, su incapacidad, una vez enfrentado con Allende, de explicar con claridad lo que le pasa. Da la impresión de estar enfermo. ¿Dónde está el Salazar de siempre?

– Necesitas una ducha o por lo menos un remojón. Una toalla fría, una toalla empapada en agua fría -dice Allende. Y Salazar contesta:

– No sé dónde está Juanjo.

Entonces de esto se trata. De que Juanjo ha desaparecido, es de suponer que por los más tontos motivos, y Salazar, en consecuencia, ha perdido toda compostura, todo sentido de su propia dignidad. Así resume Allende provisionalmente la situación: Salazar, abandonado por su amante macarra, ha perdido toda dignidad y lloriquea. Allende se va al cuarto de baño, empapa una toalla en agua fría. Regresa a la sala y cubre con la toalla empapada la cabeza de Salazar. Está Salazar tan desaliñado que igual da -piensa Allende- dejarle calado de agua mientras se le refresca la cabeza. El remojón reanima a Salazar, que se pone de pie y que extrae del bolsillo del pantalón un paquete de Winston. Esto sorprende a Allende porque no recordaba haber visto fumar a Salazar nunca. Entre el remojón y el pitillo, Salazar recobra algo de su aspecto de siempre. La barba crecida, sin embargo, sombrea su rostro afilado, demasiado pálido para parecer bello ahora. Allende, consciente de estar sometido en este momento a una emoción metaestable, hecha, quizá, de muchas subemociones a su vez, advierte escandalizado que la curiosidad que sintió al venir está siendo sustituida por un interés estético: desde un punto de vista teatral, estético, el bello rostro maduro de Salazar, su noble cabeza cenicienta, resulta interesante. Esta categoría de lo interesante es más negativa aún, en opinión de Allende, que la simple curiosidad por intensa que sea. El sentimiento de lo interesante pertenece a la gama fría de los afectos. Lo que nos parece interesante, lo que quisiéramos conocer en detalle porque nos fascina, no reclama nuestra simpatía sino que, superando la curiosidad o profundizándola, se dirige directamente a nuestra inteligencia judicativa. ¿Cómo es posible que un hombre de la edad de Salazar, que se ha preciado siempre de su capacidad de guardar las distancias y de reservarse sus secretos, se ofrezca ahora impúdicamente a los ojos de este particular amigo que, por estar al tanto de gran parte de su vida anterior, es previsible que se halle más dispuesto a la severidad que a la benevolencia? Como si al llegar a este punto participaran Salazar y Allende de un único entendimiento agente común a los dos, una intuición intelectual común que les hiciera pensar de pronto lo mismo al mismo tiempo, Salazar declara:

– Seguramente te alegras de verme hecho una mierda. No espero menos de ti, Paco. Sé que no eres mal tío, pero ¿quién no es vengativo? ¿Quién no se siente satisfecho de estar en condiciones de sacudir mentalmente al menos el dedo índice de la mano derecha y decir: ¡Te lo dije!?

– Vamos a ver, Javier. Vamos a ver si nos entendemos: me has llamado por teléfono, me has pedido ayuda para no sé qué. Y yo he venido para prestarte mi ayuda, la que necesites, para lo que sea. Es cierto que al verte hecho una mierda, como tú mismo dices, he sentido curiosidad, incluso curiosidad malsana, lo reconozco. Pero lo lamento a la vez. Lamento que estés mal y quisiera saber qué te pasa. ¡Dime qué te pasa!

– Tú lo sabes de sobra. Pero quieres oírmelo contar, ¿a que sí? Claro que sí. Aún no estoy tan perdido que no reconozca que si estuvieras tú en mi lugar y yo en el tuyo desearía oírlo contar todo al detalle de labios de la propia víctima. Si yo estuviera en tu lugar, y lo estoy: curiosamente, tu presencia es despejante, mordaz y despejante: sólo tengo que dejarme ir, una vez más, imaginativamente por la fría avenida de tu resentimiento, tus malos sentimientos tan parecidos a los míos…, me pongo en tu lugar porque me hubiera encantado tener al viejo Salazar lloriqueando a mis pies: por eso, con gran facilidad, con ese mimetismo saltón de los beodos, imito ahora tu mirada y tu distancia para verme a mí mismo hecho una mierda. Y soy capaz de formular, mejor incluso que tú mismo, la fascinante pregunta, que se retuerce como un alacrán cautivo entre los dedos censorios de tu limpia cabeza: ¿Qué es lo que te ha pasado, Salazar? ¿Qué hostias, qué-quiénes te han jodido tanto?

Allende está amansado: los fraseos de su amigo, con su claro veneno, como un licor de arándanos, áspero y dulzón, no le irritan esta vez, sólo impiden toda compasión. La inicial compasión que sintió al entrar en el piso y verse abrazado por un Salazar que llora, se ha volatilizado y a cambio hay ahora una mansa seriedad, un concernimiento abstracto, formal, como dictado por un imperativo categórico de circunstancias: ahora no es hostilidad, ahora no es tampoco regocijo, pero no hay simpatía alguna. Una vez más -reflexiona velozmente Allende- es imposible sentir simpatía por un personaje tan agresivo como Javier Salazar. Esta imposibilidad de sentir simpatía, que se corresponde con el tono frío y burlón que Salazar acaba de emplear, contrasta con cierta residual compasión, inspirada desde un principio por la patética figura adelgazada y sucia, de mirada huidiza, que funciona en el rabillo del ojo de Allende desde que entró en la casa. Ahora Allende tiene que decir algo. Es evidente que Salazar se ha recuperado, si no física, sí mentalmente lo bastante como para sustituir la, con toda probabilidad, humillante narración de lo ocurrido por una hermenéutica agresiva que implica a Allende en una malicia generalizada, en una ambigüedad precocinada, que diluye, hasta imposibilitarlas, todas las tomas de decisión, toda acción real y efectiva. Por eso, Allende adopta un tono frío, análogo al de su amigo, creyendo que, en última instancia, este tono, en apariencia neutral, es el tono más compasivo posible:

– ¡Ea, compañero! ¡Te veía hecho una mierda y ahora te veo hecho un capullo, quiero decir, de rosa! Me alegra por ti y también por mí. Confieso haber sentido, al venir y luego al verte, mucha más malsana curiosidad que buenas intenciones. Sigo sintiendo curiosidad ahora pero, gracias a tu visible recuperación, mis posibles buenas intenciones sobran. Van a dar las doce de la noche y si no me necesitas, me largo.

– ¡Pero es que sí te necesito, Paco! Aún no sabes qué ha pasado. Te lo imaginas, supongo. Pero no lo sabes. Le regalé a Juanjo una moto y no ha vuelto más. Eso ha pasado.

– Eso ha sido el detonante, ya veo. Juanjo es un macarra. ¿Qué esperabas?

– Tu Durán también es un macarra.

– No es mi Durán y tampoco es un macarra. Es un buen chico.

– ¡Ah, el buen macarra! Cristo se ha bajado de la cruz y en sendas cruces, tú y yo, nos vemos rodeados del mal macarra y del buen macarra como los dos ladrones de la crucifixión. Muy emocionante.

– Hablando así no llegamos a ninguna parte, Javier. Por lo menos yo no he venido aquí a escuchar versiones melodramáticas de tu vieja ironía. Si no me necesitas más que para segregar y escupir tu mal veneno, ahí te quedas.

Allende está ahora de nuevo irritado. O, quizá, irritado por primera vez en toda la noche aun reconociendo que en la ironía hermenéutica de Javier Salazar hay una instintiva -y quizá desesperada- búsqueda de un lenitivo. Esta, imagen dialéctica de un Salazar irónico que busca aliviarse de un sufrimiento -tal vez merecido- intenso, conmueve a Allende. El obrar bien en este caso -se le ocurre a Allende- tiene que consistir en no empeñarse en ninguna dirección o lógica que al propio Allende le parezca correcta si no en dejarse invadir por la contralógica del malestar de su amigo con la esperanza de aliviarle. Y está claro ahora, de pronto, para Allende, que su presencia en la casa ha paliado, si no el sufrimiento causado por el desamor, sí, al menos, la rampante irracionalidad en que Salazar se hallaba sumergido. Al tener que hablar, contar o no contar lo que le ocurre, en virtud de la mera presencia física de Allende, que ha venido justo a oír eso, Salazar se ha recuperado. Éste es el dato absoluto. El tránsito del is al ought, de lo que la situación es a lo que debe ser hecho en esta situación, le parece a Paco Allende, en este momento, evidente: tiene que quedarse donde está y seguir con Salazar toda la noche y todo el día siguiente, si es preciso, hasta salvarle. Y aunque la idea de salvación y la idea de salvador repugnen a Allende a estas alturas de su vida, descubre esta noche que -por encima y por debajo de todos los giros analíticos- sólo mediante estas ideas está en condiciones de hacer lo que debe. Todo esto -que está siendo desplegado en este relato frase por frase- sucede en la conciencia de Salazar como una instantánea. Mantendrá -decide- el gesto de irse como una amenaza pendiente que sirva para que Salazar continúe contando o no contando lo que quiera. Por eso repite:

– Creo, Javier, que deberías contarme lo que ha sucedido y dejarte de interpretaciones y de guasas. Como comprenderás, mi papel aquí sólo puede consistir en escucharte y, quizá, darte alguna idea que te resulte útil en tu situación al venir de fuera.

– Buen chico, Allende, buen chico. ¡Voy a celebrarlo con un trago!

Allende rebusca en su desordenada sala la botella de Glenfiddich, más de mediada ya, y, sin buscar un vaso, se echa un trago. Mientras todo lo anterior pasaba, Allende había permanecido de pie. Ahora se sienta. Le invade un ligero tedio. La curiosidad y el interés han desaparecido y ahora siente una como somnolencia. ¿Hace de verdad falta que se quede? Se iría a dormir de buena gana. Salazar no le ha contado lo ocurrido, pero está todo claro ya para Allende: Juanjo, el macarra, ha pillado la moto y se ha largado por Madrid. No hay ninguna novedad en esto. Esta es una historia vulgar. Habas contadas. Por un instante, hace un rato, Allende ha leído la situación desde una perspectiva heroica: para bien o para mal, Salazar es su amigo, sólo tiene a Allende esta noche. Es imperativo que Allende se quede esta noche con Salazar para lo que haga falta, ésta es la estructura formal que la intención de Allende tuvo hace rato, ahora ha pasado el tiempo, tiene sueño, Salazar ha vuelto a darle a la botella, ha encendido un pitillo que ha dejado quemarse sólo en un cenicero y ha encendido un nuevo pitillo. Ahora de pronto no resulta una figura trágica sino una especie de juerguista llevado de la lucidez a la falta de lucidez por un mismo impulso alcohólico. El imperativo de quedarse no contenía compasión alguna: ahora parece que la situación cambia, va a mejor, Salazar ya no lloriquea, el imperativo se destensa: ausente la compasión, ¿qué falta hace quedarse?

– ¿Sabes que yo se la he mamado a tu macarra? Tiene una polla gorda y fuerte tu Durán. Sabe salada. ¡Oye! Y le gustó. Que conste. Si quieres te hago ahora una mamada a ti también, para que veas que aún me queda una succión muy competente. Succiono de primera.

– Si cualquier persona me habla así, no la trato. Yo no trato a gente que habla como tú. Te trato a ti por ser tú. ¿Por qué me hablas así?

– ¿A que jode eso? Que se la mamen a tu chico, jode. Pues a mí también me jode. Por eso antes lloraba y ahora lloro. Tú nunca has querido a nadie…

– Ése eres tú, no yo. Ahora estás baboso. A la vejez viruelas, pero nunca has querido a nadie tú. Acuérdate de Carlos Mansilla, o de mí cuando te quise.

– Hijo de puta. ¡Salir con eso ahora!… ¿Y dónde está ahora tu Durán? Igual están los dos follando ahora, tu macarra y el mío.

– Igual sí. Pero lo dudo. Durán se fue a Marbella para arreglar lo del testamento de su madre. Sé más o menos lo que hace. He hablado con él esta misma tarde.

– Dichoso tú. Tú te mereces un amor del bueno. Yo no. ¡Me cago en Dios!

Allende está cansado. La desvergüenza verbal de Salazar -que le sorprende: antes Salazar no hablaba así- le irrita, además. Este recorrido convencional por todas las fases de la embriaguez de un ex seminarista, incluidas gratuitas blasfemias, le está aburriendo mucho.

– Salazar, me largo. No hago falta aquí. Esta devanadera no tiene parada. Salvo que te tires por la ventana, no te puedes parar. Vas a seguir bebiendo y vas a seguir por donde quieres seguir, esté yo o no. Mejor que me vaya.

¿Necesita Salazar amigos, o cocerse en su propia salsa? Ahora Allende no siente ni curiosidad ni interés ni se siente responsable en ningún sentido preciso de su amigo. Ni siquiera se siente amigo de este sesentón rijoso y agresivo, ni parece servir de nada que se quede. Todo lo que le ha pasado a Salazar -resume Allende a la vez que en su reloj de pulsera ve que son pasadas las doce de la noche-, lo único que le ha pasado es que ligó con un macarra y el macarra le dio plantón. Si Juanjo se presentara ahora en esta habitación -y bien podría ser que apareciese-, yo estaría de más. Estoy de más. No hay nada en mi voluntad de prestar ayuda a Salazar que valga un duro. Estaba aquí para sentirme mejor, superior: he venido sintiendo gran curiosidad y ahora la curiosidad se ha transformado en tedio, ha desaparecido la curiosidad y ¿qué queda ahora? Ahora queda la viscosidad de mi propia conciencia que lo babea todo. He venido aquí sólo porque me sentía superior, y aún me siento superior y quizá lo sea. Pero he dejado de cumplir aquí un papel. Soy irrelevante y estoy de más. Y Salazar, que es astuto y sabe esto, finge estar borracho y estar perdido y sufrir, para atraparme en este viscoso infierno que, por cierto, se parece mucho a mi propio infierno. Allende decide, súbitamente, sacudir con violencia a Salazar. Si le sacude con violencia, si le pega una bofetada, una patada, si le zarandea con violencia, si le arrastra a la ducha, si le grita, ¿logrará atravesar la viscosidad que ahora mismo les impregna a los dos?

Salazar le da la espalda ahora y empina el codo. La botella de Glenfiddich está al final. Allende le agarra por el hombro y le hace volverse. Le arrebata la botella de las manos y la tira al suelo. Salazar se tambalea por un momento.

– ¡Por Dios! ¡Date una ducha fría, yo me largo! -grita Allende. Esta es la máxima violencia que Allende logra producir.

– ¡Ah! ¡Te largarás, sí, te largarás, hijo de puta, no sin antes oírme. Ahora te quedarás a oírme fascinado por el color puro de la mierda, la pestilencia pura, heces inalcanzables, fruto bendito de mi vientre: eso te interesa a ti más que a mí incluso y vas a oírlo! ¿O qué creías? ¿Creías que esto eran los encoñamientos tuyos? ¡No. Lo mío es contra Dios, un contradiós y vas a oírlo! ¡De mí vas a saber esto lo último! -Salazar ahora, botella en mano, circula alrededor de su sala de estar. Se le ocurre a Allende, sin que la coincidencia sea precisa, que hay algo años cincuenta o sesenta, cinematográfico, en esta escena, anglosajón, Osborne, Pinter, Albee, blanco y negro, desorden y alcohol y habitaciones cerradas, desesperación, no hay ninguna salida. Pero el alcohol suelta la lengua, ésa es la gran ventaja del alcohol, el don de la ebriedad es ése, la lengua de trapo. En cualquier caso, Allende ha amenazado en vano, porque es cierto que la situación le está atrapando otra vez y no puede irse: quiere saber lo que Salazar tiene que decirle y también quiere esperar al final de la noche: ¿qué va a pasar al final de la noche?-. Hemos vivido tiempos falsos, brutales, tú y yo, Allende -prosigue Salazar-. Hijos de don nadies provincianos, no debiéndolo ser, no siendo justo que fuéramos don nadies nosotros mismos, a causa de nuestra inteligente naturaleza y viva sensibilidad. Y también y sobre todo, nuestra gran belleza física y masculina. También tú eras bello entonces. ¿Y quién no con dieciséis? ¿Ves adónde voy a parar, eh?

– No. No veo dónde vas a parar. Lo que veo es que hablar te viene bien, como si respiraras amoniaco. Hablar te despeja la cabeza…

– De mí no sabes tú gran cosa, ¿sabes? Crees que todo fue muy fácil, siempre me envidiaste. A la vez que me amabas, me envidiabas. Así se aman entre sí las parejas en los matrimonios: se aman y se envidian y se espían mutuamente en la cotidiana batalla por ver quién queda arriba y quién abajo. Así me has envidiado y me has amado tú.

– Quizá sí, quizá te amé así, envidiándote y amándote, pero Carlos Mansilla te amaba de otro modo, era un chaval con un corazón puro, generoso.

– Este reproche, ahora… acepto este reproche. A condición de que reconozcas tú que me envidiabas. A condición de que reconozcas tú que en lo de Carlos, por mucha culpa que yo tenga, más culpa tiene lo que nos decían, lo que se pensaba de un amor así. ¿Te acuerdas de eso?

– Lo recuerdo muy bien. Tú te comportaste como cualquier muchacho asustadizo que había internalizado la moralidad común de la época. Esto es comprensible, pero te faltó compasión.

– A mí me violaron, ¿sabes eso?

– ¿Es eso lo que me vas a contar ahora? ¿Que te violaron? Ahora me resulta inverosímil. Siento una intensa sensación de falsedad aquí contigo. Tengo la impresión de que juegas conmigo, o peor aún: contigo juegas. ¿Adonde vas a parar? Creo que hablas por hablar.

– Tú has sido más promiscuo que yo, mucho más. Me consta que te lo montaste mejor desde un principio. No he tenido historias nunca que duraran más de dos días o tres, y siempre pagando, y muy pocas. Hace veinte años, al final del franquismo, cuando teníamos casi cuarenta tú y yo, se follaba en Madrid a calzón quitao. Ya había bares, había solares por todas partes en aquel entonces.

– Lo sé. Disfruté aquello mucho.

– Te contaré que una vez, abriremos otro de estos maltas, ¿por qué no? -abre Salazar otra botella de Glenfiddich-, una cierta vez, rica y gustosa, suave como este trago -se echa un trago directamente de la botella- de este malta de dieciocho años, ¡qué bonita edad!, sweet eighteen, esto te contaré, mi hermoso Allende, Paco por mal nombre, llamarte Paco me ha parecido siempre un mote en memoria del Bahamonde, los Pacos eran los nacionales, que se tiroteaban con los rojos por Madrid según cuentan. ¡Qué suerte que tuvimos tú y yo, nacidos posguerras! Pues bien… -Otro trago. Allende piensa que Salazar se está deliberadamente colocando más allá de todo acceso racional mediante estos tragos: dado que no es un alcohólico, este beber a bulto es parte de una maniobra de enceguecimiento, incluso de una táctica para provocar compasión, o quizá, al contrario, rechazo. Este carácter circular entre contrarios, lo mismo girando y girando entre contrarios, ¿no es parte del gran baile simulatorio, disimulatorio, exculpatorio, que Salazar baila y que Allende, incluso a su pesar, también baila, mentalmente al menos?-. Pues bien, has de saber que en tiempos tuve yo en la editorial un caso que llegué a tambalearme yo. Y estaba entonces en la flor de acero del ser yo. ¿Lo aprecias, chico? El envite fue tan fuerte y seductor, tan puro, que hasta a tambalearme llegué yo. ¿Aprecias este yo, situado aquí al final de esta sentencia o frase? No sé si tú entiendes de prosodias, no lo sé. En todo caso fue un mero almacenista el chico, un pobre chico con un cuerpo divino, divino le cocino. Tu seriedad es tanta, Allende, ahora, que me siento muy satisfactoriamente atendido y entendido. Pues este chico, que tenía estos cuerpos nuevos que ahora tienen, los danones nuevos, los profundos horteras de hoy en día, eso? culos atléticos, depilados, Dios, qué locura de piernas depiladas y las pollas asimismo depiladas, rasuradas para que no prosperen las ladillas… Estoy un poco, ¿no?, descomarcándome…

– Estás bebido. No sé si te descomarcas o no te descomarcas. Estás borracho, es lo que estás, pesado, pelma -dice Allende. Pero no se mueve de su sitio, está ahora capturado por esta narrativa que, como una producción inconsciente del yo, da lugar irrealmente a una imagen de una existencia concreta, un aquí y un ahora que, para Allende al menos, aún sigue siendo fascinante, un opiáceo. Aún Salazar conserva para Allende el mismo o parecido grado de fascinación que de joven.

– Las piernas depiladas. Repite conmigo: depiladas, rasuradas: esa plegaria maricona y buena que rezaremos un día todos los maricas en el templo de Dios y de su santa madre la Virgen del Rocío: piernas depiladas, musculadas, depiladas, rasuradas, musculadas, depiladas…

– Déjate ya de mierdas, tío, estás hablando sólo mierdas.

– Pues bien, este chico almacenista, un modelazo, me hizo muy feliz mirándome a hurtadillas. Entre tanda y tanda empaquetada de la colección universitaria de ensayistas españoles, ¡lo que ocupan los libros, Dios del cielo, todo el papelote que suponen! Y ahí iba él empujando, musculadamente, depiladamente, la honrada carretilla, que viene a ser como un trencito, un transportadorcito hoteliático que empujan los botones de otros tiempos en los textos de Thomas Mann y Proust. Con este chico almacenista lo que pasó fue muy intenso, muy almaceniástico a la vez, con Ricky, o sea Ricardo, que le llamaban Ricky: ¡Ricky, que ya han traído el albarán, a don Javier llévaselo, que lo lleva ya pidiendo ya tres veces! Muy almaceniástico, eso fue. Los vaqueros los llevaba muy ceñidos. Un estilo a los cojones de Mike Jagger, sólo que en hispánico, y más cachas, no tan escrufuloso como el otro. Así estuvimos viéndonos un mes, no llegó a un mes. Luego él contó lo que pasó conmigo. Hubo que echarle. Yo lo negué, ¡hijo de puta! Venir a mí a chantajearme por un puto par de huevos y una polla boba. Era en cualquier caso un temporero. Se le echó y a otra cosa mariposa. Pero tengo que reconocer que sí, que me encoñé, eso sí, como con Juanjo ahora, aunque no tanto.

La mención de Juanjo corta el curso de la melopea: Allende advierte que la asociación de Juanjo con el Ricky ensombrece a Salazar, que en su relato casi había logrado resultar cómico: de paso, la mención de Juanjo resta importancia a la vileza del tratamiento del caso del almacenista, el cínico abuso de poder de Salazar en esa ocasión: un temporero acosado por un alto ejecutivo de la editorial: ¿quién aceptaría la versión del temporero aunque todos supiesen, como sabían, que era más o menos verdadera? Ahora, en cambio, la cosa ha variado mucho: Salazar es incapaz de echar de casa al Juanjo como echó al Ricky, sin sentirlo apenas.

– ¡Ea, chico!, tengo yo una pena grande, un comecome tengo cuya metástasis se me ha últimamente reagarrado por culpa de las nuevas facilidades y grandes libertades de la raza gay, la nuestra, la nuestra madrepatria maricona. He aquí un ejemplo, Paco: tú y yo, pero más yo que tú, ejemplifico el caso, véase: he llegado tarde a la liberación homosexual. Tú, en cambio, aquejado de mucha menos dignidad y sentido de tu propio yo y tu puesto en el cosmos, te entregaste a la carnalidad tabernaria, barriobajera, perdulariamente, desde siempre, y lo gozaste. ¡Tú gozaste lo tuyo, Paco Allende, no lo niegues! Y yo no. Lo que te he contado de este chico, el Ricky, fue la excepción y no la regla en mí. ¡Tenía tan buen culo, que me lo puso Dios a huevo! Pero muy pronto yo le aborrecí, incluido el culo: no por depilado y musculado menos lerdo. Nada hay eterno en el hombre. Max Scheler, que era por cierto un pelma, no llegó tampoco a hacerlo ver. Lo más eterno de los hombres son sus culos, y son pura contingencia, ya ves tú. ¡Le aborrecí! Y cuando el Ricky lo contó, con idea tal vez de hacerse un sitio, hallarse un sitio en el cosmos del inmundo mundo editorial, yo lo negué. Pues bien, entonces descubrí o, mejor dicho, redescubrí entonces lo que había descubierto ya en el seminario: que yo no era como los demás, que no necesitaba ni comer, ni beber, ni follar, ni amar, ni ser amado. Sólo ser adorado y venerado, como una puta imagen de Dios mismo. Con los años, y especialmente ahora, con la eclosión esta zerolesca de lo gay, he descubierto en mí mi homofobia profunda. En recuerdo de cómo los judíos, a cuya raza pertenezco, odiaban ser judíos ingleses, judíos alemanes, judíos franceses y no sólo ingleses, alemanes o franceses, como todo el mundo… ¿No sientes la necesidad de preguntarme nada, Allende? No volverás a tener nunca una oportunidad tan rica y profunda como esta de enterarte de todo bien del todo. Contesta, ¿no quieres preguntarme nada?

– Verás, reconozco que has capturado mi atención. El alcohol te está sentando ahora bien: te ha humanizado un poco, pero en conjunto estás muy pelma. No veo adonde vas, ¿qué te propones? ¿Qué estás tratando de decir? ¿Es todo lo anterior una manera de decirme que lamentas haber sido homófobo o haberte portado mal con el Ricky o con Carlitos o con quien sea? ¿Qué es lo que quieres? He perdido el hilo un poco, y tengo sueño, eso también.

– Verás… Te interesará saber quizá, mi viejo Allende, que en mi conciencia, como en la de Jean Genet o en la de Sartre, la homosexualidad, su teoría y sobre todo su práctica, conecta ontológicamente con la marginación y con la soledad y con la muerte y con las cárceles. Ontológicamente significa ab ovo: significa antes y después de toda aceptación jurídica o política o social. Nadie nos librará de nuestra esencial conexión con la marginación, con el fracaso y con la muerte. La mayor parte de la gracia que aún tenemos los maricas, antes que la trivialidad y la normalidad nos conviertan en simples consumidores pancistas españoles, mariquitas per cápita que contribuyen con normalidad e incluso con un muy buen balance anual a los gastos de la hacienda pública, antes y después de toda esa babosa voluntad de normalización e identidad con los comemierdas que siempre hemos envidiado y odiado, nuestra conexión más pura es con el fracaso, con la marginación y con la muerte. Hasta tal punto que yo me vi obligado de muy joven, aún en el seminario, a rechazarlo en bloque todo ello, porque lo que yo quería ser y me había propuesto ser era justo lo contrario: no quise ser ni un solitario ni un marginado sino un hombre del centro, integrado, perfectamente identificable como personaje influyente de mi comunidad, y lo fui. Y, entonces, ¿qué fue lo que pasó? Lo que pasó fue que me jubilé y estaba en paz y a través de tu Durán se me metió la peste en casa. Lo que nunca había creído que yo desearía: la pareja, la familiaridad gay perpetua, lo gay normalizado se me metió en casa con tu Durán, tu comemierda. Pero lo más grave fue que a través de tu Durán, tu mosca muerta, me encontré con el Juanjo más divino, el más divino, el único capaz de hacerme ser el que nunca había yo, el que nunca me atreví yo a ser: el darme la vida y torturarme. La primera vez que me tragué todo su semen, dije: Éste es mi Dios, mi contradiós, de aquí no quiero ya salir cueste lo que cueste. Con Juanjo, por primera vez en mi vida sentí que era posible ese concepto tan contradictorio, del Villena, el Luis Antonio de Villena: la perversión vivible. Había yo considerado impracticable, no con tu Durán, mosquita muerta de la hostia, sino con Juanjo, el duro y cruel…

– ¡Ojo con la crueldad, Javier Salazar, mucho ojo con la crueldad y los crueles!: que en la crueldad el tránsito de la esencia ideal a la existencia es factible, es automáticamente real… Hay un argumento ontológico que, no siendo válido para probar la existencia de Dios a partir de la idea de Dios, funciona sin embargo para probar la existencia del mal absoluto a partir de la idea del mal absoluto.

Al decir esto con gran vehemencia, Allende se da cuenta, él mismo, de que no sabe bien lo que quiere decir: tiene la impresión de que ha dicho más de lo que sería lógicamente adecuado, aceptable en un sistema filosófico positivo, empírico. Y, sin embargo, la asociación entre la prueba ontológica anselmiana y la prueba ontológica de la existencia real del mal a partir de la idea del mal, le ha parecido esta noche evidente, sentimentalmente evidente. Como, por cierto, le pareció al propio San Anselmo inmediatamente evidente, cálidamente evidente, la idea de Dios. Javier Salazar, que sigue de pie en medio de la sala, agarrando su botella de Glenfiddich por el cuello, con la mano izquierda, contempla a Allende con una mueca -casi boquiabierto- que Allende no sabe cómo interpretar: podría ser sorpresa ante un concepto nuevo o simplemente -y esto es lo más probable- ese rebrillo del estupor alcohólico que nada significa.

En esto, ruido al otro lado de la puerta que da al hall: Salazar, que acaba de beber un trago de su whisky, se abalanza hacia la puerta y se da casi de bruces con Juanjo, que, resplandeciente, en opinión de Allende, con dos juegos de llaves, las de la moto y las del piso, entra engallado en la sala de estar. Allende dice:

– Bueno, chicos, yo me largo.

– Quédate un poco más, amigo. Quédate, hombre, a ver qué Juanjo tiene que contarnos, mi buen Juanjo -masculla Salazar, quien ahora, de pronto, es otra vez el del principio de esta noche: sucio, balbuciente, borracho, anulado y, de momento al menos, feliz.