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– Va a venir Allende esta tarde -comentó Salazar.
– ¿Y quién es Allende? -preguntó Durán.
– ¿Que quién es Allende? No creo que lo sepa él mismo bien quién es.
– ¿Qué edad tiene?
– Mi edad, más o menos.
– Pues me alegro de que venga. ¡Nunca me presentas a tus amigos ni a nadie…! -Durán dice esto fingiendo enfurruñarse. Es cierto que le extraña que nunca invite Salazar a nadie a su casa, que salga tan poco, que llame tan poca gente por teléfono. Ha pensado Durán que Salazar odia a la gente. Pero esta idea no casa con la habitual cordialidad de Salazar, un poco fría quizá pero muy agradable, en opinión de Durán, hasta la fecha.
– Hace muchos años que nos conocemos. A ti te gustará: es sentimental como tú. Cree en fantasmas y en aparecidos y en cuerpos astrales como tú. Supongo que cree en la resurrección de los muertos, no faltaba más. Allende te gustará seguro.
– Pues sí, seguro que me gusta, si cree en todo eso.
Es un atardecer cálido y luminoso. Ha habido toda una larga semana de atardeceres así en estos últimos diez días de enero. Por las mañanas, hasta las nueve de la mañana e incluso hasta las diez, marcaba tres grados bajo cero el termómetro de la terraza de Salazar. Pero el sol, al resurgir sobre las ocho y media, desafía todo lo fosco y escalofriado de la neblina y la helada, que escarchaba las piedras de las cunetas y los tramos de césped: el sol de inmediato, al resurgir, incluso cuando sólo era medio sol, un cálido pan de oro entre la niebla del este de Madrid, calentaba el corazón de Ramón Durán, que los días de diario, de lunes a viernes, al no tener que trasnochar en el bar y sobre todo desde que se había quedado a vivir con Salazar, salía a esas horas a hacerse sus buenos diez kilómetros a la carrera. Le gustaba correr por los desmontes del Clínico, por los pinares de detrás de Medicina y Navales, regresar a casa empapado de sudor y darse una larga ducha de agua muy caliente y tomar un copioso desayuno. Aquella semana que iba a venir Allende -iba a venir el jueves a media tarde- Ramón, que lo sabía desde el lunes, se dio cuenta, aunque no lo comentó con Salazar, de la mucha curiosidad que sentía, de lo esperanzado -sin saber por qué- y lo expectante que estaba. Tal vez a causa de la poca gente que veían: a excepción de la gente del bar los fines de semana, desde que vivía con Salazar se había ido reduciendo su -nunca muy numeroso, pero sí relativamente definido- número de amigos. Javier Salazar no parecía tener amigos íntimos, y ni siquiera muchos conocidos: éste era un misterio que no dejaba de intrigar a Durán, teniendo en cuenta que Salazar, por su edad y posición económica, tenía que ser una persona muy bien conectada. Al principio creyó que Salazar se avergonzaba de él un poco: esta idea le mortificaba y se lo preguntó. No mediante una pregunta directa sino que declaró: «Soy poco para ti. Ya lo sé. Te avergüenzas de mí y nunca vemos a nadie por eso.» Pero Salazar se mostró muy amable y le convenció de que ése no era el caso: Salazar se echó a reír y acabó convenciendo a Durán de que pensar aquello era fruto de sus propias preocupaciones: «No es el asunto lo que te inquieta, sino las ideas que tú te haces sobre el asunto.»
Allende resultó ser un hombre de la edad de Salazar aunque mucho menos agraciado. Ramón Durán le abrió la puerta con cierto temor a no saber qué decir. Pero Allende habló bastante y dijo que ya le conocía de oídas, lo que sorprendió a Durán, que no sabía que Salazar hubiese hablado de él con ningún amigo. Era más bien bajo y estaba gordito. Se sentaron alrededor de la mesa camilla, y Allende enseguida se instaló bajo los faldones de la mesa y comprendió Durán que ese gesto le era familiar: esto de la camilla era de lo que más gustaba a Durán de la casa de Salazar, porque le recordaba la casa de su madre allá en Málaga, donde había una camilla parecida, a la cual solía sentarse Ramón Durán durante todo su bachillerato para hacer sus deberes. Tal como había previsto Salazar, Allende cayó muy bien a Durán desde el principio.
Allende era atento y afable, y Durán tuvo la sensación de que nunca había conocido a nadie tan afable. Era curioso lo acerado que resultaba Salazar al compararlo con Allende. Y más curioso aún, si cabe, era que, por primera vez desde que se conocían, Durán había pensado en Salazar ante un tercero. Se le ocurrió esta tarde a Durán que nunca Salazar y él se habían encontrado ante conocidos o amigos del uno o del otro, o comunes.
– Me gusta esta casa lo bonita que está -acababa de decir Allende, que, instalado en uno de los dos sillones de la mesa camilla, recorría con la vista, complacido, la amplia estancia.
– Es que a Javier le gustan las casas al estilo inglés ese que llaman. Un poco guarro yo lo encuentro todo, aunque confortable. -Y al decir esto sonreía Ramón Durán y señalaba el sillón amarillo a rayas rojas y verdes que tenía la cima y los brazos bastante sucios-. Este sillón está asqueroso, ¿cómo se limpia este sillón?
– Se limpia con una vaporeta -aseguró Allende afablemente-. Se llama a unos de una compañía que vienen y que traen su propia vaporeta y detergentes. La vaporeta viene a ser como una plancha que produce vapor y va limpiando a presión y con detalle parte por parte
– He aquí -intercaló Salazar- dos generaciones de marujas en plena charla cotidiana: la joven maruja recién casada y la maruja de mediana edad, que comparan los valores relativos de la vaporeta y de la plancha eléctrica.
Los tres se echaron a reír, o eso fue lo que pensó Durán más tarde, que los tres se habían reído al tiempo ante el comentario de Salazar. Pero lo cierto es que Salazar no se había reído: sólo había mostrado los dientes, sus propios piños, que aún conservaba intactos, con sólo un par de empastes en las muelas de atrás, como un civilizado perro de presa. Había sonreído ferozmente y le pareció a Durán que se reía de verdad. Allende en cambio -que le conocía mejor- percibió de inmediato la puntada y se rio con Ramón Durán para ahuyentar la extrañeza de la impresión. Allende había aceptado aquella invitación sin muchas ganas: casi únicamente por no haberse atrevido a decir que no y a la vez inventar un pretexto cualquiera, una mentira piadosa: la invitación le había sorprendido mucho: era la primera invitación que había recibido de Javier Salazar en muchos años: una invitación hecha por teléfono, muy amablemente, pero con esa energía nerviosa, vehemencia, que a veces ponía en sus cosas Salazar, un poderío un poco maligno, un poder consciente de sí que se ejerce a capricho o por motivos propios del poderoso, que no admite discusión. Era todo absurdo -pensó Paco Allende cuando se sintió obligado a aceptar la invitación por teléfono- y en aquel instante, en aquel par de segundos que tardó en responder: «Sí, desde luego, iré a vuestra casa, muchas gracias», repasó la voluntad de poder que siempre había estado presente en Salazar: Salazar nunca había mantenido ninguna relación con Allende en la cual no llevara Salazar la iniciativa y el dominio. Pero a pesar de todo le pareció absurdo a Paco Allende no aceptar la invitación: después de todo siempre había sentido afecto por Salazar y también cierta curiosidad, a medida que pasaron los años, por aquella secreta vida de Salazar: siempre tan público y a la vez tan privado. Salazar había dicho por teléfono: «Quiero que conozcas a un amigo con el que tendrás muchos puntos comunes.» Y ésa fue la frase que permitió a Paco Allende decirle a Durán, cuando abrió la puerta, que había oído hablar mucho de él. Allende sabía que Salazar era homosexual. Homosexual a su aire. Allende ignoraba, después de tantos años, si su amigo practicaba la homosexualidad o no. Nunca en los últimos, quizá, treinta años Salazar le había presentado a uno de sus amigos. Se habían encontrado ocasionalmente e incluso almorzado o cenado juntos, pero siempre los dos solos. Un amigo así -pensó Allende, asombrándose al pensarlo de su propia malicia espontánea-, siendo tan guapo como es, sólo podía ser un amante. En el fondo de su conciencia, además de una veloz comprensión de los hechos, quedó pendiente una gran interrogación: ¿Por qué quería ahora Salazar presentarle a este chico después de tantos años? ¿Por qué precisamente a él? ¿Necesitaba Salazar un tercero a título de anticuada dama de compañía para sentirse cómodo con su llamativo amigo? Esto sonaba demasiado estúpido, resultaba inverosímil. Detrás de estas preguntas había otra más ennegrecida y maliciosa -temió Allende- que decía así: ¿Qué juego de dominación y sumisión, qué trama endiablaba e irónica, qué trampa tramaba Javier Salazar, que incluía a aquel chaval guapo y a un viejo amigo como Allende? Allende contempló a Salazar y le pareció todavía fascinante. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Treinta años quizá? ¿Cuántos años representaba Salazar ahora? No los sesenta y tantos que con seguridad tenía, sino quizá diez o quince años menos. Pero no es su indudable buen aspecto, su cara casi sin arrugas, su pelo canoso, su delgadez, su elegante pantalón de franela, lo más fascinante de todo. Lo más fascinante es el gesto alerta de la cara huesuda, como un animal cazador, entrecerrados los ojos, recogido sobre sí, que observa, tenso, a su presa, una incauta liebre que pace en el prado: una sensación de elasticidad felina, de atención felina, entrecerrada, tensada, que se disparará en cualquier momento, que capturará infalible a su presa. Y se pregunta Allende: ¿Quién puede ser esa presa sino nosotros dos?
Y sintió por un instante un temor difuso, como un miedo a una posibilidad meramente pensada. Y se avergonzó Allende de sentir miedo de pronto y de dejarse invadir, aunque fuese sólo por un momento, por la desconfianza y el recelo. La misma sensación de años atrás: que en compañía de Salazar se aceleraba el tiempo y se reducía a un único punto luminoso el espacio. Y esto significaba entonces -y volvía a significarlo ahora- que Javier Salazar tenía el don de transfigurar, con su sola presencia, los espacios y los tiempos psicológicos de sus compañeros y volverlos excitantes y mágicos: a eso, muchos años atrás, lo había denominado Allende agapé primero y luego filia y luego enamoramiento a secas: había amado a Salazar porque transfiguraba y dejaba vestidos de hermosura todos los paisajes y cosas que tocaba. Esta referencia poética al amado de San Juan de la Cruz le deja esta tarde un repentino mal sabor de boca a Allende, un regusto a pastiche, a ternurismo clerical, a alma pringosa. Y, sin embargo (Paco Allende vuelve a recordarlo ahora, extáticamente, en este instante replegado y desplegado en un abrir y cerrar de ojos: pastiche o no, bobalicón o no), esos sentimientos habían formado parte intensa del pasado común de Allende y Salazar. ¿Le había llamado Salazar por eso? ¿O quizá le había llamado -rumió Allende- porque Salazar, al no tener ya la edad que tuvo cuando le amó Allende, y al contar secretamente con que Paco aún le amaba, necesitaba ahora, en su senectud, la estimulación de sentirse amado para hacerse amar también por aquel guapo chico, aquel Ramón Durán? No hago pie, se dijo Paco Allende, como quien cuchichea en el oído de un ratón de campo un secreto que sólo comprenden los ratoncitos grises y los niños. Y Allende pensó -en el relámpago extático de aquel estar allí, delante de Salazar y de Ramón Durán: ahora me cuchichea el ratoncito a mí-: No, no haces pie. Aquí no sabes tú nadar y una corriente de agua fría azul oscura vendrá pronto, una corriente más fría que ya no pertenece al agua de la playa sino al agua frondosa y férrea del centro del mar, mar adentro, donde se ahogan los ratones y los niños y las ahogadas se hinchaban en verano y los besugos les comían los ojos y regresaban a las playas veinte kilómetros o treinta kilómetros más abajo, por Somo o por la Playa del Francés a bajamar, como enormes medusas roídas. Así que lárgate, levántate y vete. ¡Diles adiós con un pretexto cualquiera! Acordarse repentinamente de tanto como había sucedido entre ellos dos no facilitaba la sencillez -pensó ahora Allende como disculpándose-, dificultaba cualquier gesto ingenuo de confianza. Y había, además, este otro aspecto: todo el enorme tiempo transcurrido entre el entonces y el ahora ¿no invitaba al perdón y al olvido? No podía continuar en silencio Paco Allende: Todo lo que pienso sucede tan deprisa que nadie puede verlo desde fuera: nadie pudo nunca ver desde fuera lo que yo pensaba. Hace mucho tiempo que mi actividad mental no es como ahora, hace mucho tiempo que no estoy incandescente como ahora. ¡Qué bobo y enamoradizo soy todavía! A pesar de mi edad… ¿Por qué se sentía de pronto tan extraño, amenazado y excitado a la vez? Ramón Durán era muy atractivo: el tipo de chico que Paco Allende rara vez encontraba: aseado, atento, luminoso y moreno: en los medios universitarios y estudiantiles que Allende frecuentaba solía faltar este punto de sofisticación que Durán tenía, combinándolo con un aire de provincias y plazas mayores y calles mayores. La pregunta era, y seguía siendo: ¿por qué Salazar le había invitado?
Y como todas estas reflexiones de Allende, plegadas y replegadas en un instante, no tenían salida ni en aquel momento ni quizá en ningún otro, puesto que formaban parte de esos conceptos emotivos cuyo contenido se deshace al tratar de expresarlos, Allende se vio obligado a dar conversación para que no pareciera que se había ensimismado en sus propios asuntos (aunque lo cierto es que no se había ensimismado sino más bien alterado con aquella curiosa clase de excitación que -ahora lo recordaba vivamente- Salazar siempre le había producido). Así que dijo:
– ¿Entonces tú, Ramón, eres un actor?, como Eduardo Noriega, te das un aire así.,
– ¡Ah! -exclamó Salazar-. ¡Bien visto, Paco! ¡Es un actor de la vida! Un maravilloso actor del día a día. Que puede, si quiere, parecer lo que él quiera. ¿A que fue eso lo que me dijiste cuando nos encontramos por primera vez? Dijiste: «Puedo parecer lo que yo quiera.»
– Eso son chuminadas que yo a veces digo, por fardar un poco -declaró Ramón Durán, que curiosamente se había puesto colorado al sentirse tan directamente aludido por los dos hombres a la vez. Se sentía alegre Durán como al beber un buen malta. No mucho licor, sólo el suficiente para sentir la quemazón en las encías y la lengua, retenerlo ahí y tragarlo después, el suave ardor del malta neto, el sentimiento de placer al sentirse admirado o querido. Una sensación ingenua en un mundo ingenuo, como era en el fondo el mundo de Durán: el mundo, al menos, en que Ramón Durán hubiera deseado vivir y que a veces lograba persuadirse a sí mismo que realmente habitaba.
Comprendió Paco Allende que aquélla era una com versación cabezona, como un vino cabezón, como un Moriles que se sube a la cabeza demasiado rápido y sin matices y anula las posibilidades dialógicas que toda conversación, como también aquélla, debería tener. Paco Allende tenía gana de hablar, y hubiera deseado vencer su timidez instantáneamente y expresarse con una cierta resolución, una desenvoltura que no tenía, que raras veces lograba. Hablar, en cualquier caso, parecía mejor que no hablar, así que dijo:
– Si no eres actor, ¿qué haces entonces?
– Barman, soy barman. Pongo copas en un bar. No llego a barman. Trabajo tres días por semana en un bar. Eso hago.
– ¡Ah, pues qué bien! -declaró Allende…
– ¡Viene a ser un chapero de postín! -intercaló Salazar.
– ¡Qué bruto eres! -exclamó Allende.
Esta deriva ennegreció el corazón de Durán: le enfureció:
– Yo seré chapero, pero tú eres un bujarra de mierda.
Durán había palidecido, como alguien que se siente violentamente empujado de pronto.
– ¡Ea, chicos, no seáis brutos! -exclamó Allende riéndose.
– Ja! -exclamó para sí Salazar, como regocijándose-. No sabes insultar. El arte del insulto es mucho más difícil que el arte del elogio. Un insulto como ése, bujarra, no me alcanza: resbala por encima y por debajo de mí y cae en el vacío estéril de las palabras que no tienen referente, los dardos que no atinaron, las gracias que no nos hicieron gracia. El cuerpo desnudo cuyo encanto nadie percibió porque no había nadie. Todo tú entero, mi amor, estás siempre un poco a punto de caerte por ahí, de resbalar no atinando. Eres muy guapo, pero no atinas bien. Es como si no tuvieras el don de existir, como si existieras pero carecieras de la suficiente duración para ser percibido por el ojo humano. ¿No te parece, Allende, que nuestro bello Adonis carece de garra?
– ¡Bah! -declaró Paco Allende-. Hablas por hablar. Esto es como una engarrada de crios. Os peleáis por pelearos.
Y declaró entonces Ramón Durán, sentado del revés en su silla y mirando el suelo:
– Casi me alegro de que mis insultos resbalen por encima de ti y no te alcancen. Me alegro mucho de que así sea. Porque en cambio los tuyos, tus insultos, sí me alcanzan y me hacen mucho daño. Esos insultos-bromas tuyos, como llamarme chapero, me duelen porque son verdad en parte. Es verdad que soy casi un chapero. Soy un chapero. Lo he sido. Puedo volver a serlo. No me gustó mucho, pero pagaban muy bien. Me dejé dar por el culo, ¿por qué no? Así que tu insulto no cae en el vacío, me pringa, me cae encima como un bote de pintura, pero mira, es por lo menos eficaz. Me hace el daño que tú querías que hiciera. Así que certero sí eres.
Salazar, encarándose ahora con Durán, inquirió secamente:
– ¿En qué quedamos? ¿No quedamos en que podías parecer lo que quisieras? Puedes parecer un chapero si quieres, podrías serlo o dejar de serlo. Chapero no es insulto en mi lenguaje, es una descripción. Yo estoy persuadido de que puedes ser lo que tú quieras, de lo que no estoy tan seguro es de si tú, Ramón, por ti mismo, sabes ser o parecer quien dices ser o parecer. Incluso parecer chapero en una película de estos nuevos jóvenes directores españoles requiere cierto entrenamiento, cierta capacidad imitativa. Tiene truco, hay que saber parecer lo que se quiere parecer, y a veces dudo, Ramón, de que tú estés a estas alturas dispuesto a aprender nada.
Paco Allende dijo:
– Vamos mejor a cambiar de conversación. Te estás poniendo desagradable. O no sé esto a qué viene.
– Esto viene -dijo Salazar- a que tú estás aquí para que no cambiemos de conversación. Esto es ante terceros. Gracias a ti, a tu presencia inspiradora, podemos repentinanmente despellejarnos vivos éste y yo. Cosa que, hasta que tú apareciste, no podíamos. Es el encanto del amor ante terceros.
– Déjate de frases, Salazar -dijo secamente Paco Allende, aunque quizá en un tono demasiado bajo-. Aquí yo no he venido para ver engarradas. No sé para qué he venido, pero no he venido para eso. Estoy seguro de que si os paráis cinco minutos a pensarlo, esta discusión os avergüenza. Es irracional, y lo irracional nos acaba avergonzando siempre.
– Hoy está extraño -comentó Durán dirigiéndose expresamente a Paco Allende-. Está excitado y agresivo. La vez que más en lo que llevamos juntos. Normalmente no es así, es guasón pero no quiere hacer daño. No entiendo qué le pasa.
– Será porque Paco conoce a un Javier Salazar que tú desconoces: uno que existía cuando Paco y yo nos veíamos a diario, ¿verdad, Paco? Y yo era aún más joven de lo que tú ahora eres. Y será que al salir ahora los dos, el de entonces y el de ahora, chocan y se agreden entre sí, ante terceros, ante Paco Allende, que todo lo recuerda, ¿verdad, Paco, que tú recuerdas todo? En ciertas cosas no eres nada hegeliano, ¿a que no?: las heridas del espíritu cicatrizan en ti dejando grandes cicatrices.
No puede evitar Allende evocar esta tarde, sentado en torno a la camilla con Salazar y con Ramón Durán, al remoto chaval del seminario que se tiró de cabeza por un acantilado después de una relación que nunca se reveló con claridad con el Salazar joven. Vivamente recuerda Paco Allende esta tarde la imagen que durante todos aquellos años ha asociado siempre con Salazar: la imagen kierkegaardiana de la reserva: lo reservado es lo diabólico, la angustia de la reserva. Lo que ocurre, después de tantos años de no verse con Salazar, es que Allende se siente incómodo ante estas viejas imágenes de la juventud de los dos que ahora le parecen prejuicios que, casi sin querer, proyecta sobre su antiguo amigo. Por eso se siente incómodo. La velada termina poco tiempo después de lo anterior, con cierta brusquedad. Como si se hubiesen proferido amenazas que han corrompido el aire.
Los dos, Durán y Salazar, han acompañado a Paco Allende hasta el ascensor. Los dos han vuelto a entrar en casa en silencio. Sólo que Durán, fruncido el ceño, desea hacer cientos de preguntas o reproches a su amigo, mientras que Salazar parece contento y como liberado del peso social que ahora de pronto parece haber sido Allende.
– ¿Un whisky? -pregunta Salazar al tiempo que se pone hielo y whisky en su vaso.
– No, gracias. ¿Qué te ha pasado esta tarde?
– Nada. ¿Qué me va a pasar?
– Has estado agresivo conmigo. Insoportable. ¿Por qué? Has cohibido a Allende. Nos has estropeado la tarde a él y a mí. Tú, en cambio, parecías divertirte. Pero nosotros dos no. No nos hemos divertido.
– ¡Cuánto lo siento!
– ¿Por qué has invitado a Paco si no tenías intención de ser amable? Hace años que no os veis. ¿Por qué tenías que invitarle hoy?
– ¿Y por qué no?
– No te entiendo.
– No sé por qué. No tengo un motivo. Porque sí. ¿No es eso suficiente?
– Nadie invita a nadie a su casa sólo porque sí y menos tú. Tú no haces nada sin motivo.
– ¿No decías que me avergonzaba de ti? Le he invitado para que veas que no.
– Eso no es cierto. Estoy seguro de que no es verdad. Tienes algún motivo, no sé cuál es, pero no es lo que dices. A mí me ha gustado Allende. -¡Me alegro mucho! Ya sabía que te gustaría -exclama Salazar con el tono de voz de quien desea cambiar de conversación. '
Durán no sabe salir de esta conversación. No ha sabido entrar y no sabe salir. Paco Allende le ha caído simpático. Y le hubiera gustado que la velada hubiese transcurrido afablemente. Siente irritación contra Salazar. Pero a la vez todos estos sentimientos se suceden en su cabeza sin sustancia precisa. Como trozos de una conversación o de unos sentimientos imprecisamente sentidos que ya se desmoronan. Sentir todo eso a la vez, agitado, mezclado, le hace sentirse tonto. Empequeñecido y tonto.