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Examinada desde fuera, desde el punto de vista de Allende, la escena es confusa y -¿por qué no decirlo?- embarazosa. Allende tiene ahora la sensación de que asiste a una escena privada, secreta, y, lo que es peor, fuera de control también para sus actores principales: esto es lo que a Allende le confunde más, le hace sentirse más incómodo: que la situación no parece hallarse bajo el control de nadie sino en franquía, como si Salazar y Juanjo fueran figuras goyescas, con los ojos vendados, que se atizan mamporros ciegamente en un juego cruel de la gallina ciega. Esto no es una reunión -piensa Allende-. No es como si después de una ausencia de tres días Juanjo volviese a casa y, hallándome yo casualmente de visita, estuviese a punto de compartir con Salazar y con el recién llegado, con Juanjo, el relato de un viaje agradable, no muy largo. No es como si hubiese algo que contar y Juanjo estuviese a punto de contarlo. No es como si hubiese sido normal, cotidiano, todo lo anterior, los tres días anteriores, y ahora, tomando un oporto, incluso un agradable whisky on the rocks, fuese factible resumir la situación y comprenderla. Juanjo no ha regresado esta noche -es casi la una de la noche- para dar cuenta de su ausencia, ni Salazar está en condiciones ahora -está sumamente borracho, en opinión de Allende- de atender a razones o de escuchar explicaciones. De hecho, en una de esas secuencias inconsecuentes de la dinamicidad de los beodos, Salazar se ha abrazado a Juanjo, quien, al no hacer el menor esfuerzo por sostenerle o por abrazarle a su vez, ha dejado que Salazar se desplome a sus pies como un pelele. Allende cree que debe irse. Si tuviera la energía suficiente para dejar esta habitación y esta casa e irse a la suya, nada sucedería. Pero no tiene esa energía, no tiene energía suficiente para abandonar este espectáculo deplorable e incomprensible. ¿Qué se están haciendo estos dos? Contemplado desde el punto de vista de Allende -que acaba de sentarse en uno de los sillones-, Juanjo parece muy alto, engallado, diabólico. No parece del todo una criatura de carne y hueso sino una especie de ninot, un comparsero de un carnaval súbito, insonorizado, como en un duermevela. Allende tiene la sensación de encontrarse sumido en un sueño ligero, poco antes de despertar, muy intenso, angustioso: tiene la impresión Allende de que si hiciera un movimiento brusco, si diera un salto, si se arrojara a un lado, izquierda o derecha, si se tirara del sillón al suelo, despertaría, y ambos personajes, los dos comparseros, Salazar y Juanjo, se salvarían también, se desharían de la ensoñación. Hora est iam de somno surgere. Allende no consigue librarse de la sensación de que, si estuviera en sus cabales, pegaría una patada a los dos hombres, a sus dos amigos, rompería los cristales de las ventanas: no hay ningún ruido, no hay ninguna rotura, no hay manera de distinguir lo real de lo irreal. Así, Allende contempla ahora al comparsero, al Juanjo, desnudándose. Hace calor. Al desnudarse lentamente Juanjo con Salazar a los pies como un pelele, Allende tiene la impresión de que la cara del chico se desfigura, se ensancha, se atocina, sangra. Como si se pintarrajeara por sí sola. Simulacro caníbal. Como si estos dos personajes, comparseros ambos, en cueros ambos, fueran a morderse las piernas y las pollas hasta sangrar. Lo cual sería delicioso si sólo fuera un juego, sólo un simulacro. Pero algo hay en esta habitación, esta noche, algo hay en los rostros de Salazar y de Juanjo, que destruye la confortable noción de simulacro, la pacífica noción de representación teatral. La dulce idea de juego y de Spielraum. Allende comprende claramente ahora que lo que va a suceder aquí no va a ser un juego. ¿Y qué otra cosa será entonces? Sólo puede ser -decide Allende- un juego cruel, un simulacro cruel, una corrida de los dos que simultáneamente les haga regozarse de gozo. Algo así. Sólo que eso no va a suceder. Allende no puede irse ahora porque lo que va a ver nadie lo ha visto nunca. Nadie vio nunca aquel momento en que cayó muerto Passolini en Ostia a manos del chico Pellosi o quizá de dos asesinos a sueldo que contrató la derecha italiana, o quizá la izquierda italiana. Decía Mallarmé que la muerte es un riachuelo muy somero que se cruza a pie y las guijas ligeramente resbaladizas bajo el agua aleve brillan y rebrillan como peces de pronto, cantos rodados y peces rodados, saltos de ranas rápidas en la corriente ligera que se convierte en un gran charco de sangre.
Allende se levanta del sillón. ¿Por qué se está desnudando Juanjo? Ahora se están besando Juanjo y Salazar. Juanjo ya se ha quitado la camisa y se ha aflojado el cinturón: realmente tiene un cuerpo hermoso. Si no fuera por la intensa sensación de maldad que, incomprensiblemente, aureola a ojos de Allende la figura de Juanjo, sentiría deseo de acercarse y tocar su espalda redonda y fuerte, los dorsales. Repaso acelerado de todas las imágenes homoeróticas de una vida. Afortunadamente para Allende, hay un Durán afuera, apartado de esta escena. A esa figura puede ahora aferrarse y así lo hace. Sortea a los dos amantes, que se soban ahora y que apenas prestan atención a Allende. Abre la puerta de la sala, sale al vestíbulo, cierra cuidadosamente tras de sí la puerta de la sala. Antes de cerrarla, sin embargo, por la puerta entreabierta, a la velada luz del cuarto de estar, tan respetable, tan anglosajón de Salazar, tan bello ahora a pesar del desorden y la suciedad, ve a los dos hombres sobarse y abrazarse como en una instantánea pornográfica. En esa instantánea hay un dato aterrador: ese dato le hace cerrar cuidadosamente la puerta de la sala: Salazar, abrazado a la cintura de Juanjo, le lame el ombligo y los abdominales y solloza. Lo aterrador son los sollozos, y también es aterradora la imagen de la mano derecha de Juanjo, que da la impresión de sujetar la cabeza gris, la noble cabeza de Salazar, como si la sujetara por el pelo y la hiciera moverse al compás de los lametones. Una vez cerrada la puerta de la casa, Allende sube al ascensor, baja al portal, abre la puerta del portal, la calle está vacía: cálida calle de Madrid de noche en verano. Allende desea irse a casa, a su propia casa, muy pronto, está ahora asustado, desearía irse a casa corriendo. Justo a la derecha del portal hay aparcada una moto negra: sentada en ella un chicuelo pizpireto le mira con ojos provocativos, le sonríe con una sonrisa boba, fumada: «Buenas noches, tronco, ¿llevas hora?» Allende mira su reloj y le dice al chaval que son las dos y se aleja a paso largo.
– ¿Quieres que suba Miguel? -cuchichea Juanjo en el oído de Salazar, que no le entiende-. ¡No me chupes ya más, tío! ¿Quieres que suba el Miguel?
Al repetir la pregunta, Juanjo empuja con la rodilla derecha a Salazar, que estaba débilmente aferrado a la cintura de Juanjo y que se cae de culo.
– ¿El Miguel? -Salazar parece no recordar ahora quién es el Miguel.
– ¡El Miguel, sí, el Miguel!, el chaval del otro día. Me dijiste que te gustaba mogollón.
– Me gusta mogollón -tartajea Salazar. No da la impresión de recordar aún al chico. Esta ecolalia repentina irrita a Juanjo, que se pone la camisa. La irritación de Juanjo está sorprendiendo, curiosamente, al propio Juanjo. Es un hormigueo malhumorado creciente. Es más que mal humor. Tiene que ver con algo de anfetas que ha tomado. Se sentía mejor viniendo en moto desde Cuenca, donde le llevó un maromo maricón a su casa colgante. Dijo que ahí vivía. Luego resultó que no era tanto. Juanjo le sacó los cuartos. Fue una noche y el día siguiente hasta bien pasada la media tarde. Luego pensó que le vendría bien después ducharse, reducharse, y más dinero. Ahí entraba Salazar. Venir de Cuenca echando leches, la Yamaha Majesty virguera de la hostia, a tope hasta en las curvas. Llevarle al Miguel al Salazar se le ocurrió en la moto misma: irle a buscar a Chueca, llamarle al móvil. Dio con él enseguida. Se tomaron unas copas, las anfetas, hicieron tiempo en bares. ¿Igual que el otro día? ¿Va a ser eso?, preguntó el Miguel un par de veces. ¡Más o menos lo mismo. Le dejas al viejo que te sobe, no hace nada, sobarte es lo que quiere! ¡Más que sobarme el otro día fue, besucón también! ¡Va, qué más da! Me la mamó también. ¿Y qué? Juanjo se encoge de hombros.
Se sintió como Dios, Juanjo: el Miguel de paquete atrás: aparcaron junto al portal, vacías las calles, deslizantes, henchidas de respiración poliédrica. Bulbos del aire negro. Hemisferios cerebrales de las nubes craneanas y la luna cuajada, hechizada en su alto pozo de seda. Se sentía como Dios, Juanjo. El Miguel le agarraba la cintura fuerte. Se siente fuerte Juanjo ahora. ¿De dónde le viene el mal humor? La acelerada irritación malevolente le viene de la cerrazón del piso, lo trancado, lo viejo, lo sucio. Nada más entrar se sintió mal, se sintió ahogado. Se quitó la camisa del calor que tenía. ¿Qué hacía allí Allende? Creyó que se iría a la mierda el rollo entero, con Allende allí, hasta que vio lo borracho que Salazar estaba, hasta que vio la perplejidad de Allende, lívida, boquiabierta en los ojos, las dos ganas de Allende -irse y quedarse- dándose guantazos: la codicia de Allende, la concupiscencia de Allende. El hijoputa va a quedarse, pensó Juanjo justo en el momento en que Allende se levantó para irse. Ahora Juanjo sabe que está a punto de caramelo el plan, el no-plan que esta noche lleva repensando con este hervor pequeño, cocinilla, chusquero: cabronceta la idea de traerle al Miguel otra vez a Salazar. Le da la risa casi, le ha descargado la tensión -como una buena meada cervecera- darle un rodillazo a Salazar, que sigue aún en el suelo sentado, ha cruzado las piernas a la india.
– ¡Qué, ¿de campo?! Voy a llamar al Miguel que se suba y se la chupas, polla fresca.
– ¿Pero el Miguel está abajo o qué? -Salazar sigue aturdido-. Mejor tú y yo, solos los dos, cuantos menos mejor.
– De eso nada. Cuantos más mejor. Al Miguel se la metemos por el culo como a ti de niño los mecánicos aquellos. ¿A que eso te va bien? ¡Si sabré yo lo que te pone!
Juanjo extrae su móvil del vaquero fardapollas, marca el número del móvil del Miguel y cuelga después de la primera llamada. Han acordado esto antes de subir Juanjo al piso: una llamada perdida, una sola llamada en el teléfono, es la señal para que el Miguel suba al piso. Miguel pulsa el botón del portero automático. Juanjo deja a Salazar sentado en el suelo de la sala y da al pulsador del portero automático. Sale al rellano a esperar al Miguel. El chaval está ahora divertidísimo. Toda la situación desde la primera llamada de Juanjo esa tarde hasta ahora mismo le parece el colmo del mogollón y de la farra. Piensa además que va a ganar un buen dinero, y no piensa, además, gran cosa más. Ni más ni menos: es un inocente. Se diría que toda la maldad se sume ahora en Salazar, que aún sigue en el suelo en medio de su sala y que, ayudado por una vigorosa mano que le tiende Juanjo, se ha puesto por fin de pie y, tambaleándose bastante, saluda a Miguel. Miguel duda entre si darle la mano o darle un beso: ¡con los maricas uno nunca sabe qué es lo qué!
Juanjo está insatisfecho ahora: ante sí tiene la situación que esperaba: la sala de Salazar, el propio Salazar encoñado, quizá dispuesto a lloriquear o a reprocharle su ausencia, la concupiscencia de Salazar ante la llegada del Miguel… Con todo esto contaba al venir en la moto, al subir al piso. No contaba con Allende, pero Allende acaba de irse. Tampoco contaba con hallar un Salazar tan hecho mierda, tan bebido. El tejemaneje que Juanjo medio planeaba tan pronto como tuvo la moto y se largó, dejando a Salazar en el portal sin darle explicaciones, y durante los tres días que anduvo por Madrid y por Cuenca y al volver, y hasta el momento de entrar en la sala esta noche, presuponía a un Javier Salazar torturado, mortificado, furioso incluso, encoñado desde luego, llorica, a ratos deprimido, a ratos exaltado, pero lúcido: incesantemente lúcido y capaz de comprender órdenes y cumplirlas. Un Salazar como este de ahora, tartajeante, que se cae de culo al empujarle Juanjo, no acaba de ser utilizable. ¿Y si en esta situación ni siquiera estuviese en condiciones de sufrir? Uno de los elementos del medio plan de Juanjo era servirse de la humillación: Juanjo no sabe bien por qué esta idea de humillar está tan viva en su conciencia esta noche. No saberlo bien tiene su encanto: viene a ser como no saber del todo si alguien nos ama mucho o poco. Saberlo y no saberlo es un delicioso combinado: produce expectación, tensión, Lust, una impresión de incesantía. También una emoción juvenil de confusión y de tanteo: así, ahora Juanjo no sabe bien de dónde viene la viveza de este deseo de humillar a Salazar justo esta noche. Pero puede hacer memoria, y está haciendo memoria mientras se sirve un whisky corto y mientras espera que venga de la cocina el Miguel, a quien ha mandado traer de la nevera hielo (el chico es despierto y esto de explorar la extraña casa del bujarra, su cocina, y traer los hielos, le divierte mucho: es un chiquillo al fin y al cabo el Miguel, un pícaro). ¡Qué grande es la memoria, qué limpia y clara es la memoria y qué bien dibujados todos los detalles, las palabras, las frases, las caras, las circunstancias, ahora de pronto! En la memoria, Juanjo ahora se ilumina él mismo -la punta de anfetas, las pastis el Miguel las llamó-: reabren ahora la retentiva de Juanjo Garnacho como un culo que caga: y lo que caga es el no muy largo pasado -aunque sí muy intenso- que se extiende desde que se encontraron en Divina la cocina Juanjo, Durán y Salazar, hasta el último instante, este instante de esta noche bulbosa. Está haciendo Juanjo esta memoria humilladora, lacerante, donde se reconoce él mismo antes que a Salazar: antes de todo, esa memoria es Juanjo: lo que le hicieron, lo que le hirieron, lo que le humillaron: ¿pero quién le humilló? De pronto sólo el desgraciado Salazar surge en el centro, rebota por los lados, salta hasta el techo, brinca, revienta, como granos de pus: sólo Salazar de pronto es lo humillante. Y recuerda Juanjo, así, cómo Salazar le preguntó en presencia de Durán si no se avergonzaba de haber corrompido al Ramón Durán de dieciséis allá en el colegio de Málaga. Es más: la memoria aditiva es ahora tan fiel como el mercurio: leve, lenta como el mercurio, asciende por los circuitos sinusoides de la conciencia lubricada: la gran depredadora, la gran lengua bífida, húmeda, rápida que todo lo requiere, lo capta, lo digiere en el gran cuento chino de la humillación que siempre se reinicia y nunca acaba: le preguntó si no consideraba que era un delincuente, corruptor de menores inclusive: ¡He aquí, pues, tu auténtico menor de la hostia! ¡Miguel!
– ¡Miguel! ¡Ayúdame al bujarra a levantarle, a transportarle, vamos a darle un baño de la hostia de agua helada!
(¿Y por qué un baño, por qué con agua helada?, se pregunta el hipócrita lector, el cristiano lector: pues porque se le acaba de ocurrir a Juanjo que, en las presentes condiciones de ebriedad de Salazar, será imposible humillarle con toda exactitud: la idea clara y distinta de humillar, el verbo puro, el verbum mentis de humillar, requiere lucidez, requiere indispensablemente la lucidez del humillado: así que ¡al agua con él, al agua helada!)
Aún Salazar ahora de nada se apercibe: aún todavía Salazar sonríe y ríe y patalea y manotea cuando entre los dos le cogen por los hombros y los pies. Y los tres -en el espacio reducido de este piso mortuorio, de este sepia negro ceniciento y ocre- se trasladan lentos, descompensados, paso a paso, al paso de un como entierro de la sardina, farsa de la farsa, simulacro del simulacro, un puro contradiós claro como un diamante, claro como el sol del odio y la venganza, negro y blanco y sin matices: unívoco al final como quizá es la muerte: los tres van avanzando de tal suerte que Juanjo sujeta por los hombros a Salazar, que le ha metido la cabeza en los cojones un par de veces según van: de los pies lo lleva de espaldas, pasillo atrás, Miguel: lo posan en el suelo al llegar a la puerta del cuarto de baño. Da un paso por encima Juanjo del Salazar de cúbito supino, una posición casi gimnástica, una movición casi gimnástica de los dos. Entra en el baño, tapa con el tapón el desagüe de la bañera: suena el agua montañosa, híbrida de frescura y morbo sacro: le desnudan entre los dos. Salazar se deja, se hace el monigote. ¿Está tan borracho como parece, o más borracho aún, o menos? El agua helada lo dirá si mucho o poco o nada. Juanjo por los hombros, una vez desnudo, le pone en pie, le mete al baño, se estremece Salazar, el Miguel dice:
– ¡Que se va a congelar, Juanjo, ¿no ves?, según está cocido!
– ¡Que se joda! -dice Juanjo, que no sabe lo que dice, poseso como está de su propia verdad humilladora, remembrante, agilizada por las micro torturas precedentes.
– ¡Amoorrr de mi vida, Juanjín! -borbotea ya en el agua, cayéndole la ducha encima de la cara, Salazar. Pretende incorporarse en la bañera, pero Juanjo le sujeta y se lo impide:
– ¡Refréscate primero, luego hablamos, maricón!
El Miguel se ha sentado en la tapa del retrete, ha encendido un pitillo el pobre Miguel, un Fortuna, y fuma pensativo, está asustado en parte, en parte excitadísimo: ¡este Juanjo es la hostia!
El Miguel acaba su pitillo. Echa la colilla taza abajo, hace correr el agua. Siente frío, hay una sensación de humedad en el baño consecuencia del fuerte chorro de la ducha y también de los pataleos agónicos de Salazar, le han parecido eso un poco, al Miguel, como si fuera a palmarla allí el bujarra:
– ¡Déjale ya, joder! -ha exclamado Miguel.
– ¡Hasta que se despeje bien del todo no, ya falta poco! -ha precisado Juanjo, que durante todo el tiempo del pitillo del Miguel y aún más tiempo ahora, tiempo de otro pitillo más o de otros dos, habla a Salazar muy dulcemente-: ¿Estás mejor? ¿Más despejado? -pregunta Juanjo a su víctima, que, en efecto, está helado, tirita, y no parece ya nada bebido-. ¡Ahora te vamos a sacar entre los dos, mi vida. ¡Miguel, ayúdame!
En realidad Salazar no necesita ayuda ahora, sólo un poco para incorporarse en la bañera. Al tratar de ayudar los dos, se estorban mutuamente.
– ¡Déjame, ya puedo solo yo! -dice Salazar.
Están los dos chicos calados de agua. Juanjo tira de una toalla de baño blanca, de felpa, que recubre a Salazar entero, la cabeza también. Así, cubierto, le empuja Juanjo fuera del baño hacia la sala.
– ¡Joder, estoy calado de agua! -dice el Miguel.
– ¡Sécate, hay toallas por ahí, busca en mi cuarto ropa seca, si quieres! -dice Juanjo.
Salazar, envuelto en la toalla, se ha dirigido a su butaca habitual, donde se ha sentado. Ahora contempla perplejo a Juanjo: tiene una expresión rara, los labios entreabiertos, es difícil saber si sonríe o balbucea algo. Lo más notable es que al estar sentado, y Juanjo frente a él de pie, la posición de la cara de Salazar, los ojos muy abiertos dan la impresión de suplicar algo, implorar. Están ahora los dos solos. Hay un aura de inverosimilitud en la estancia. Da diente con diente Salazar. ¿Qué va a pasar ahora?
– Verás, estamos entre amigos, te voy a ser sincero: estoy teniendo muchos gastos, ¿sabes?, que si traerte al Miguel, que si la gasolina de la moto, que si mandarle a Sonia, a mi mujer, te acordarás de Sonia, ¿no?, y de mi hija también, tú no la conoces, pero es una niña muy salada… Son todo gastos, sin ingresos. Habiendo lo que hay entre tú y yo, que es mucho y muy profundo, ¡no irás ahora a negarlo!, he pensado que ya esta misma noche, mientras tú aquí te secas y te aseas un poco, y, bueno, te lo haces con el Miguel, a placer, lo que te venga en gana, yo me bajo en un momento al banco y saco algo del cajero, hasta el tope que tú tengas, que será, no sé, ¿dos mil? Dos mil, ¡qué menos! De tope máximo en la oro ¿podrá ser cuánto?, ¿cinco mil?, ¿quizá el millón, seis mil euros?, lo que haga falta. Las tarjetas tuyas ya las tengo, la Mastercard y la Visa Oro, ésas ya las tengo, te las cogí de la cartera hace un rato. Lo que no tengo, oyes, es el número secreto. Tendrás, supongo, el mismo para las dos tarjetas. El mismo tendría yo para no tener que estar reteniendo tanto numerillo todo el rato, entre el pin y el puk del móvil por un lado, más luego los teléfonos, son la tira de dígitos, lo son. Y bueno, si tienes dos tarjetas y, un suponer, el mismo número, pues cuatro más encima, mucho dígito en conjunto… ¡A ver!, ¡dime tu número secreto!…
– ¡Pero, Juanjo, por Dios, ¿cómo haces eso?! -ha exclamado Salazar, como alguien que despierta de pronto con la voz pastosa en la desabrida mala luz entrecruzada con la surreal luminotecnia del inmediato mal sueño.
– ¿Cómo hago qué? -Juanjo sonríe, ahora es de verdad bellísimo, luciente, veinte años representa quizá, alto y apuesto, como en las añoranzas, nimbado por el terso dulzor de la crueldad, la blanca, la idea más clara y más distinta de todas: la inequívoca.
– Te largas sin decirme nada, me dejas tirado, te hago un regalo bueno, la moto que querías, estábamos tan contentos los dos esa mañana, te largas, me tienes aquí sin saber nada, te presentas aquí cuando tú quieres. Vale, lo siento haberme pasado con el whisky… ¿A qué viene ahora todo esto de las tarjetas? ¿Esto qué es?
– Bueno, pues esto es esto. Esto son lentejas, como dice mi madre. Porque yo tengo madre, ¿sabes tú? Y la quiero yo a mi madre, y tengo una esposa y una hija, y las quiero. ¿Sabías que yo tengo una madre? No sólo Durán tenía una madre. Sólo que la mía es muy pobre, pero eso aparte. ¿Me has preguntado alguna vez quién soy, qué hago, qué ilusiones tengo, qué proyectos? Antes que tú me degradaras, yo era, ¡entérate!, profesor de educación física y gimnasia y entrenador de varias cosas. A ti te trajo todo al fresco. Bueno, por no hablar del Miguel, que aquí llega.
Entra el Miguel con unos pantalones cortos y una camiseta que ha pillado en el armario de Juanjo. Va descalzo, en realidad hace calor. Busca un vaso, se sirve un poco de whisky y enciende otro Fortuna.
– ¿Esto a qué viene, Juanjo? Mira… -Salazar se incorpora con cierta dificultad en su sillón, recogiéndose la toalla alrededor de la cintura-. Mira, voy a ponerme algo de ropa encima, me estoy quedando frío, ahora hablamos de todo.
– ¡Ah, no, no te vas a poner ropa ninguna! ¡Ni de coña! Tienes la piel fina, un cuerpo elegante, según sabes, no musculado, así que se te notan los pellejos, la imperfección es bella, la personalidad que os dan a los bujarras viejos las arrugas. Llegaste a preguntarme si me gustabas tú a mí. ¿Lo oyes, Miguel? Me preguntaba, a mí, si me gustaba él, si se la mamaría al hijoputa. ¿Lo oyes? Como te lo cuento. Y encima ahora se cree que es todo gratis, ¿sabes, Miguel? ¿Sabes qué ha pasado mientras tú te cambiabas? Pues ha pasado que le he pedido algo de guita, y, bueno, ¡cómo se me ha puesto la marica roñosa, la agarrada, la puta garrapata! Dime, Javier Salazar, ¿tú crees ahora, has creído alguna vez, ahora o antes, que era gratis todo esto, yo y el Miguel y todo lo demás, gratis total?
– Hombre, Juanjo, estás siendo muy injusto. Yo te he tratado bien, lo mejor que he podido. Siempre te he tratado bien. Lo único que digo es que choca, me duele, me jode ahora que de repente ahora salgas con el número secreto y las tarjetas, me hables como me hablas. Que me insultes me duele. Creo que me he portado bien contigo, Juanjo, de verdad.
– ¿He oído bien? ¿Has dicho que te jode? ¿Verdad, Miguel, que he oído bien? Esa es una palabra fuerte, no has dicho que lo sientes o que te extraña… Has dicho que te jode. ¡Más me jodes tú a mí y me aguanto! ¡Y más te va a joder, bastante más! ¡Esto es un palo que te estamos dando, tío!
– ¿Pero por qué, Juanjo, por qué?
– ¡Pero cómo que por qué! Para empezar, te voy a dar yo unos poquitos de porqués. Porque este chico, Miguel, para empezar, es un menor. ¿Te habías fijado en eso? O sea, o empiezas por la guita o llamo a la madera por teléfono y aquí te cogen con las manos en la puta masa.
– ¡Pero por qué! Esto a qué viene, Juanjo.
– ¿Te acuerdas que me reprochaste a mí montármelo con Durán que era un menor?, pues tú te lo has montado con un menor también, y mucho peor, con vicio, nosotros no, pero tú sí, con vicio.
La escena, ahora, se repliega sobre sí, como una desplegada mariposa que -contra natura, nunca mejor dicho- se replegara hacia su oruga primigenia. Así, ahora, estos tres personajes, uno de los cuales es un adolescente aún (y que es, por cierto, el que parece estar más asustado: el Miguel lleva un rato ya sintiéndose incómodo, con gana de irse. De hecho acaba de murmurar algo como: Juanjo, tío, déjale, vámonos ya!).
Pero Juanjo ahora no oye nada, retrocede, se repliega, se interioriza, allá a lo lejos: en los sucesivos, caedizos atardeceres y ayeres, su pasado, hay un Juanjo inocente, maltratado por la vida, degradado por el puto Salazar, injuriado por los profesores del curso de entrenadores que no le comprendieron, maltratado por todos los sexagenarios chupapollas de Madrid, amado sólo por sí mismo, y también en la infinita distancia que reflota ahora como una gran medusa transparente, una aguamala reflotada, advenida a la conciencia instantánea: de la misma manera que una gran medusa próxima a la playa, a merced del oleaje pequeño, súbito, como si tarareara, se aleja y se acerca peligrosamente a punto de embarrancar en la húmeda arena inerte, así los malos tratos y las humillaciones que Juanjo sufrió o creyó sufrir o vio sufrir, en las películas incluso, que ahora van y vienen: así, Sonia misma le desfavorablemente comparó con Valdano, le desatendió porque no le tomó en serio y atendió a su hija. Todo se ha vuelto transparente, lúcido, nítido, agresivo: en el interior de Juanjo explota una conciencia afilada expresamente ahora para dañar, sajar y disociar y olvidar. Y ante sí tiene esta conciencia el objeto intencional perfecto: Javier Salazar, que no entiende la situación y que además se niega, por lo que parece, a facilitarle a Juanjo el número secreto, la guita indispensable: Juanjo tiene toda la razón: cuanto más contempla al Salazar baboso, semidesnudo, semienvuelto en su toalla húmeda, más seguro está de la razón que tiene Juanjo. ¿Cómo puede negarle a él, Salazar ahora, esta humilde satisfacción económica, esta mínima confianza de facilitarle el número secreto de la puta Visa Oro y de la Mastercard? Tanto le subleva esta idea de pronto, que le pega una patada en las costillas a Salazar, una patada fuerte: Salazar aúlla, el Miguel pega un grito ahora:
– ¡Joder, tío, déjale!
Estos gritos y aullidos retumban en la oquedad de la conciencia de Juanjo y enloquecen lo poco que le queda de razón: se sazona de desvarío la conciencia razonable para volverse conciencia irrazonable, trillo que muele el mundo, extendido al sol de agosto en las eras, brasa que quema el mundo encendido en pipas y en pitillos, canutos, braseros, incendios forestales: la patada ha sido tan fuerte que Salazar se tumba sujetándose el costado sobre el lado izquierdo. Juanjo se le viene encima y levanta el pie para aplastarle la cabeza. El Miguel le agarra por los brazos. ¡Esto es la que seca del todo la paciencia escasa de Juanjo! De un empujón echa hacia atrás al Miguel y le pega a Salazar una patada, un pisotón en la cabeza, la oreja emborronarle quiere ahora. Salazar sangra por la nariz o por la boca. La sangre aterra a Salazar ahora, que grita, los gritos son terribles, retumban dentro de Juanjo como palos que le dieran a él y no que él diera: palos contra palos, la justicia titánica se pone de su parte: Juanjo tiene toda la razón. Se pone de rodillas junto a Salazar:
– Dame tu número secreto -dice Juanjo.
– 7871
– ¿Es el mismo para las dos tarjetas?
– Sí.
Juanjo se incorpora:
– ¡Vámonos, Miguel! -dice. Pero justo antes de alcanzar la puerta de la sala se vuelve hacia el Salazar, que sigue ahí tumbado, ensangrentado, y le dice-: ¡Ojo con lo que haces ahora, porque yo voy a volver, como se te ocurra dar parte al banco por teléfono, vuelvo y te mato a palos!
– No voy a decir nada -musita Salazar sin apenas moverse.
Salen los dos. Salazar se incorpora un poco. Ahora es otra vez el Salazar anterior a Juanjo y a Durán: el elegante editor jubilado, dueño de sí mismo y de su destino, que nunca se dejó avasallar, que bebía con moderación y que se burló de sus amantes, los que tuvo, que tampoco fueron tantos, autárquico, libre y frío, el adolescente que causó la muerte del adolescente Mansilla con su crudeza y su desamor. Como un borbotón de sangre, de pronto vuelve Carlitos Mansilla a su memoria, pobre Carlitos Mansilla, la humillación, la burla, el palo indigno. Se quita la toalla y dando tumbos va a la pequeña habitación contigua, donde tiene parte de su biblioteca, que tiene un balcón que se abre a la calle, está abierto el balcón, hay un taburete en el balcón que usa Salazar para poner macetas. Ahora está libre. Apoya en ese taburete una rodilla y se asoma, saca medio cuerpo balcón afuera: abajo Juanjo pone en marcha la Yamaha, el Miguel sentado atrás. Salazar pega un grito ¡¡Juanjo!! Se abalanza al parapeto del balcón con tanta fuerza que el balcón le llega por debajo de la cintura y Salazar, cabeza abajo, quiere desaparecer. Y cae cinco pisos de golpe contra el asfalto dulce de la noche rizomática. Una vecina en un mirador de enfrente, en camisón, ha visto a Salazar, ha oído su grito, ha gritado a su vez, llama a la policía.