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Durán es un chico sencillo, impetuoso y sencillo, a consecuencia de una niñez feliz, una adolescencia feliz con su madre, con Chipri. Chipri fue madre soltera de este único hijo, este Ramonín maravilloso: se sintió madre y padre de su único hijo: se sentían los dos familia numerosa con sólo dos miembros, que se contaban todo muy desde un principio. Y el chico salió fuerte y jugaba en el colegio al fútbol sala, al futbito, y recorrió con el equipo de alevines del barrio media España en autocar y volvía a casa con las copas y las medallas. Chipri perdió pie al engordar, al empezar a sentirse culona, que no lo estaba. Al hacerse aquella operación de cirugía estética para subirse el pecho, que no le quedó bien. El Floren vendría después. El Floren, en opinión de Ramón Durán, floreció con la depresión de su madre, que Durán no llegaba a llamar depresión, ni siquiera cirugía estética: era sólo «la operación de mamá», que se había ido quedando poco a poco sin amigas del día a día. Habían ido cambiando de ciudad porque Chipri había ido ascendiendo en su carrera de jefa de personal de hoteles. Con la preocupación por su decadencia física -que en opinión de Durán no era tal y le parecía tan guapa como de joven-, Chipri perdió el pie. De pronto no hacía nada, estuvo casi un año de baja y en Marbella por fin conoció al Floren, que tenía la familia en Madrid pero los negocios en la Costa del Sol y en los pueblos del interior de Málaga. Chipri de pronto echó de menos al marido que nunca tuvo y que nunca hasta entonces echó de menos. De pronto rumiaba melancólicos monólogos en voz alta a la hora de las comidas con Ramón acerca de que se notaba mucho que le faltaba un padre: «Me faltará, pero me da igual, jamás he echado de menos ningún puto padre», aseguraba una y otra vez el chaval. Aunque la verdad es que sí había echado de menos a menudo una figura paterna. A raíz de la depresión de Chipri, que llegó a ponerse muy pesada y sombría, empezó a surgir en el hogar de los dos, que hasta entonces había sido luminoso y feliz, una curiosa sensación de vacío. Quizá la desabrida relación de Chipri con la llegada de la menopausia, el sentirse gorda, el sentirse ajada, el no estar ya en condiciones de controlar su cuerpo como antes: de pronto se le hinchaban los tobillos y le engordaba la misma ensalada de lechuga y tomate que antes le adelgazaba, de pronto le dio por tomar diuréticos. Le decía a Ramón:
– No puedo estar más sola, es imposible. Necesito a alguien que esté por mí, que esté conmigo, no un hijo, por mucho que me quieras. Tú tienes tu vida o la tendrás. Me han dicho en el salón de belleza: «¡Qué suerte, Chipri, que tienes a tu hijo!» ¡Pues no es ninguna suerte, mira, no, Ramón! No es que no te quiera, ¿cómo no voy a quererte yo, Ramón? Es otro tipo de cosa, es alguien que esté por mí, que me quiera sólo a mí, que esté por mí.
– Lo que tú necesitas, mamá, es casarte.
– ¡Pues a lo mejor sí, mira, pero a mi modo!
Ramón Durán pensó después, cuando ya las cosas se liaron con el Floren, que su madre había logrado en efecto la parte esencial de su necesidad de protección: el casarse a su modo. Había acabado convirtiéndose en la querida de Florentino Pelayo, que empezó siendo Saneamientos Pelayo y después Pelayo e Hijos. Reformas, y luego Pelayo Constructoras S.A. Descubrió Florentino, quizá un par de años antes que los demás, el filón de los hotelitos con encanto de las guías de El País, el filón de las casitas rurales reformadas. El Floren presumía de coger una casita hecha unos zorros, que tenía un bonito zócalo y una chimenea mona, compraba puertas antiguas y unas alacenas incluso aviejadas artificialmente, alfombras de estera, las vigas vistas, la escalera torcida, los aperos de labranza decorando el pasillo y el descansillo del primer piso…, y ahí estaba la casita rural. Llegaba a sacar verdaderas millonadas con un mínimo de gastos de reforma. Florentino Pelayo, Dios del cielo, se sentía como Dios. Se sentía hermoso y bronco, un poquito barrigón, sin ser gordo, le colgaban los cojones bien, un buen par, iba siempre con corbatas de seda un pelín demasiado grande el dibujo, pasadores de corbata de oro macizo, trajes a medida, era un real mozo. Realmente Chipri creyó haber encontrado un verdadero rey, el encantamiento duró todo un verano, todo un otoño. En el otoño Ramón se fue a Madrid por primera vez, hablaban por teléfono todas las noches: los dos se sentían excitados y confusos, pero lo que se comunicaban telefónicamente era la excitación que los dos sentían. Ambas excitaciones tenían en común el no poder resistir ningún tipo de análisis, de hecho hasta las navidades Chipri no quiso saber nada de la vida de Florentino que no transcurriera ante ella: daba por supuesto que tenía Floren obras por diversas partes de España y que se iba a recorrerlas cuando no estaba con ella. No le proponía nada más allá de ir a cenar a un nuevo restaurante que habían abierto en el paseo de la playa. Había pensado incluso Chipri trancarse un mes en Incosol: tan animada estaba en enero, tan llena de Florentino Pelayo, del Floren, tan pegada al instante y no queriendo ver que un hombre de cuarenta y muchos debía de tener ya alguna familia en algún sitio, que se empeñó en meterse en Incosol a adelgazar quince días seguidos con idea de estarse un mes seguido. «Mejor es que no vengas a verme -le dijo a Florentino- para no romper los ayunos y las dietas que allí hacen, nos hablaremos todos los días por teléfono.» Incosol resultó formidablemente eficaz: Chipri adelgazó casi diez kilos en un mes, se hizo todos los masajes faciales, se sentía espléndida. Todos los días hablaba con Ramón y casi todos los días también con Florentino, pero los últimos días Floren dejó de llamar y tenía siempre el móvil desconectado o fuera de cobertura. Chipri no le daba más importancia, pensó que se sentiría radiante cuando al cabo de un mes apareciera ante el Floren. Y sí: esa escena tuvo lugar en el piso propiedad de Chipri en las primeras líneas de playa, en invierno: Chipri estaba radiante. Florentino apenas la miró. Llevaba curiosamente una barba como de dos días, y una camisa de dos días. Apenas la miraba, apenas se alegró por su delgadez: lo soltó todo como una vomitona irreprimible: «Tengo que contarte una cosa, no quería contártelo. Estoy casado.» Chipri sintió un sudor frío y balbuceó sólo: «¿Ahora me lo cuentas y por qué?» Y Florentino Pelayo dijo lo que se dice en estas ocasiones: «Porque estoy muy enamorado de ti y quiero que sepas la verdad de mi vida.» Tenía que vomitar toda la verdad a los ocho meses: era un hombre y los tenía muy bien puestos.
Todo el proceso del desapego del Floren remetió a Chipri, aún mal curada, en una crónica confusión que ni siquiera podía denominarse depresión o que la propia interesada se negó tozudamente a denominar así, y se amontonó sobre la ya amontonada melancolía, sólo momentáneamente disipada en el mes de Incosol, como en un vertedero de residuos urbanos: el peso de los últimos residuos va triturando los residuos previos y supurando un increíble caldo fétido que acabó siendo -en el caso de Chipri- la propia vida que se bebe a diario. No podía llamarla depresión sin más, porque era intercambiable con su propia vida y uno no llama a su vida entera depresión, aunque eso sea lo que es, y uno en el fondo bien lo sepa. Daba gracias a Dios Chipri durante todo este tiempo por que Ramón, al menos, se hallara a salvo en Madrid. Decía Chipri entre sí: No tiene él por qué pasar por esto. No seré yo quien le haga esto sufrir al hijo de mi alma. Y es curioso que la bravura de esta decisión fuera el único fulcro que permitía aún mover su pesada vida, airearla un poco, dignificarla incluso, sirviéndose la palanca de su voluntad de ese punto de apoyo: de ninguna manera, al hijo, a Ramonín, había de pringarle nada, ni una pizca siquiera, de su negra suerte. Y como hablaban por teléfono todas o casi todas las noches, en esta reserva, en esta simulación de bienestar que tenía por fuerza Chipri que imponerse para mantener a su hijo a salvo, en limpio, en la inmaculada ignorancia del pesar materno, halló la desdichada, de pronto, su rehabilitación parcial e incluso su grandeza y su dignidad, aunque no toda, y casi sólo durante los veinte minutos o media hora de charla telefónica con el hijo y que durante el día apenas le alcanzaba, como un salario mínimo, para tirar desde por la mañana hasta la noche e ir a trabajar -con precariedad ahora, porque había perdido oportunidades y puestos y algo de prestigio en los tiempos de la asidua compañía del Floren-. De hecho, Chipri hizo de esta sagrada reserva por el bien de su hijo todo un principio vital y espiritual: todo debía suceder ante su hijo, todo lo referente a su madre debía serle narrado como si su madre fuera una mujer feliz. Frases se habían ido armando solas, nidificando en su cabeza como setas de colorines, muy venenosas y bellísimas también, y pequeñas, entre la crecida hierba de los dimes y diretes telefónicos cotidianos: «Un tiempo maravilloso hemos tenido aquí en Marbella y por el paseo marítimo quién crees que se cruzó conmigo y me saludó con la cabeza, Arturo Fernández el actor, el mismo que viste y calza. Me conoce, claro está, de recepción del Hotel Puente Romano, yo era diez años más joven y él también, guapísimo, fíjate, mi príncipe, que yo le encuentro muy parecido a ti, tú en joven y más guapo. Yo había perdido, y eso que vi La casa de los líos todos los episodios, la idea de lo altísimo que es, puede que mida un metro ochenta y nueve, un poquito más que tú, y siempre tan elegante, tan moreno. Daba gusto a las nueve de la mañana cruzarme con él por el paseo marítimo…» Era fácil llenar los pocos huecos de la media hora telefónica, ¡y era sobre todo nobilísimo! hacerse aquel espacio irreal, mental, en el teléfono diario, para que su hijo, viéndola embellecida, tranquila, hallada y feliz, se contagiara él mismo, todo lo posible, de felicidad, todo el destino admirable que se merecía. Chipri sabía que una de las firmes convicciones que como pareja madre-hijo tenían era la de que desde un principio se habían contado todo, y de hecho ésta era una de las reiteraciones más frecuentes de Chipri y también de Ramón: «Entre nosotros no hay secretos. Nosotros siempre nos contamos todo.» Y es curioso que esta idea de «contarnos todo», que en la madre funcionaba, como apoyando, o fundando la interrelación, como haciendo posible el disimulo, funcionase en el hijo también de análogo modo: también Ramón Durán se servía del «contarnos todo» para reservarse algunas cosas de su vida en Madrid que la madre no debía conocer porque podrían inquietarla en el trato cotidiano de los dos: no debía por ejemplo saber Chipri que Ramón trabajaba de camarero en bares. Chipri sabía, por supuesto, que su maravilloso hijo era hermoso y adorado por igual por hombres y mujeres: saber eso la satisfacía inmensamente, pero la hubiera entristecido saber que la vida de su hijo en Madrid, su abrirse camino, no acababa de ser del todo una senda brillante, una exaltación sin reservas, una ebriedad limpia, sobria, sin residuos nocturnos, o diurnos viscosos o entristecedores. Porque, en opinión de Ramón Durán, lo viscoso y lo entristecedor ni entristece ni envisca tanto de joven (por lo menos al pensarlo) como al pensarlo de mayores, sobre todo al pensarlo los mayores como teniendo lugar en otros más jóvenes. Este galimatías surgía de la necesidad que Ramón Durán tenía no sólo de sentirse protegido al pensar que su madre le veía asegurado, sino también de protegerla a ella, no sólo en el momento presente sino con vistas al futuro, en el día de mañana, cuando fuese mayor Chipri y pudieran asaltarle recuerdos tristes o viscosos de su hijo Ramón. Entendía Ramón Durán que había que proteger no sólo el pasado y el presente, sino también el futuro de quienes amamos. Y como el tiempo no sólo se nos da fácticamente (el tiempo de los cronómetros) sino también psicológicamente, mediante representaciones e ideas, quería Ramón Durán que su madre tuviese representaciones claras y alegres correspondientes al pasado, presente y futuro de su hijo bienamado, incluso a costa de engañarla a ratos en los detalles. ¡Cuánto nos parecemos los dos!, pensaban ambos con frecuencia, sobre todo cuando se hallaban lejos uno de otro, como aquellos años de separación entre Marbella y Madrid.
Chipri llama por teléfono los sábados. Llama después de comer y siempre declara que no llama el sábado por la noche porque los sábados por la noche es natural que Ramón salga de farra a las discos. Esto lo dice Chipri para apuntarse el tanto de madre sensata y comprensiva. Chipri -que no es nada tonta- es, sin embargo, una madre convencional: le parecería que su hijo malgasta su juventud si creyera que no pasa los fines de semana en las discos, si no creyera que liga mucho, si no tardara todo lo posible en casarse para acabar por fin casándose, desde luego: éstas son, entiende Chipri, señales todas de que la vida de su hijo transcurre con normalidad y, en opinión de Chipri, de la normalidad a la felicidad sólo hay un paso: el paso que al cumplir las personas los treinta naturalmente dan casándose. Un paso que, por supuesto, no llegó a dar Chipri, que se quedó soltera con un hijo justo a esa edad. Quiere decirse que Chipri tenía cincuenta años al cumplir Ramón los veinte. Y lo curioso es que ése fue un momento de intensa felicidad para los dos, que aún vivían juntos en Málaga, aún estaba envuelto en los avatares del futbito Ramón y Chipri era una importante y valorada jefa de personal de los hoteles Meliá. Fueron felices y no lo supieron hasta después: por lo menos Ramón Durán sólo se dio cuenta después de lo felices que habían sido esos años suyos de los dieciséis a los veinte aproximadamente.
Fueron los años de Juanjo y el fútbol sala, los años del despertar amoroso: otra vez Juanjo. Los años de la seguridad en casa al volver cada noche a la habitación decorada con sus trofeos deportivos y sus fotografías y los atardeceres neblinosos del mar y el olor a pescado frito de los mediodías y los atardeceres del otoño criselefantino, tierno como las cañas de bambú. Y Chipri, no obstante disfrutar de esa felicidad tanto como su hijo, se empeñaba en decir con frecuencia: «Hay algo que nos falta, no sé qué. Un padre te hacía falta. No somos una familia normal», decía Chipri, contradiciendo con sus palabras, y sólo de palabra, la profunda felicidad y bienestar de sus dos vidas aquellos años. Pero Chipri, sin querer, proyectaba sus viejas desilusiones, o al menos una de ellas, sobre el presente, como hacemos todos. Ahora que Ramón Durán recuerda esos años que con frecuencia denomina «los años de Juanjo», se siente embargado de una melancolía saltona que le descoloca y le afea (Ramón Durán tiene una idea confusa, una experiencia más bien, de que hay sentimientos que al sentirlos embellecen, mientras que otros al sentirlos afean, uno de los que afean es su melancolía o su nostalgia por los tiempos de Juanjo). Así, la idea de que aquello hubiera podido continuar de no haber sido porque el propio Ramón Durán quiso cortar aquel romance irrealizable. Sin saberlo, de los dieciséis a los veinte, los años de la calidez del hogar materno, los años del fútbol sala y de Juanjo, fueron una situación límite que Ramón Durán y también Juanjo vivieron como un irrealizable. Al no disponer Durán de ningún sistema conceptual apropiado, su experiencia de lo irrealizable, que fue muy intensa, se diluyó en un vulgar sentimiento de fracaso: vulgar porque lo que sucedió no fue un fracaso sino más bien un cambio de dirección, inspirado por la generosidad tanto del propio Durán como de Juanjo: una versión humilde del sobreponerse de Rilke: «Quién habla de victorias, sobreponerse es todo.»
De este asunto de Juanjo, Durán no le ha hablado nunca a Salazar. De hecho, una de las finalidades oscuramente presentidas de su relación con Allende es poder contarle lo de Juanjo, porque lo de Juanjo aún es conmovedor, aún reciente, una herida húmeda, palpitante que aún duele al tocarla, que aún hace llorar: en este contexto recuerda Durán una de sus últimas conversaciones con Juanjo:
– Tú eres mi debilidad, Ramón -le dijo Juanjo una tarde malagueña, dulce como aquel vino dulce de allí: era ya la anochecida, habían salido juntos del entrenamiento después de ducharse, separados por las mamparas traslúcidas, observando sus siluetas maravillosas sin atreverse a mirarse cara a cara. A Ramón Durán le había dolido esa frase de pronto: era tan bello el paseo que daban por las noches tras el entrenamiento, cargando con sus bolsas de deporte, sintiendo el cansancio en sus miembros, deseando besarse o acariciarse, que le dolió a Ramón oír esa frase de la debilidad. Por eso exclamó:
– ¡Pero, Juanjo! ¡No quiero ser eso!
Y le preguntó Juanjo, a quien el intenso deseo no consumado le hacía olvidar casi el contenido de las palabras que oía (daba la impresión a veces de haberse quedado un poco sordo, en opinión de Ramón):
– ¿Qué es lo que no quieres ser?
– No quiero ser tu debilidad. Eso es horrible. Quiero ser tu fuerza, tu alegría de vivir. ¡Tu fuerza, vaya! Cualquier cosa tuya quiero ser menos eso -declaró Ramón Durán, y se le saltaron las lágrimas.
Aquella tarde fue la tarde más horrible que ahora Durán recuerda. Quizá no lo expresaran esa tarde: esa tarde, sin embargo, fue la tarde en que los dos decidieron dejarlo, con una diferencia que decía más a favor de Durán que de Juanjo: que Durán lo dejó -quizá equivocándose, como lamentaría después- porque amaba a Juanjo. Juanjo, en cambio, lo dejó porque temía aquel amor y se acobardó ante sí mismo y ante Ramón Durán, a quien, a su manera timorata de hombre católico y casado y entrenador de futbito, también amaba.
¿Qué siente en realidad Ramón por Salazar? ¿Sintió atracción física por él en algún momento? Seguramente Ramón Durán no siente el ligero desdén (que Salazar, por cierto, le atribuye) ante la poca energía erótica de su compañero. Quizá el sentimiento dominante, casi desde un principio, ha sido la curiosidad, una fascinación entreverada de curiosidad que, en realidad, no es tanto por Salazar mismo como por todo lo que, con ocasión de Salazar, siente, o cree que piensa, el propio Ramón. Es verdad que, en compañía de Salazar, se siente, los primeros tiempos, hiperactivado, hiperexcitado o -como dice José Antonio Marina- a gusto sintiendo que siente sentimientos. En esto su relación con Salazar es claramente distinta de su relación con la demás gente de su edad que trata en los bares. Y esta particular característica, este sentir que siente muy acentuadamente con Salazar, empareja a Salazar con Juanjo en la mente de Durán: también con Juanjo, Ramón sentía que sentía: Juanjo le hacía -quizá ilusoriamente- sentir mucho o creer que sentía mucho, muchos sentimientos o fragmentos de sentimientos sentidos a la vez. Juanjo era más joven y también físicamente más atractivo. En esto -repite Durán para sí- los dos se parecían: en que en compañía de ambos Durán sentía que sentía. Precisamente por los ciertos parecidos que había entre los dos en este terreno del hacerle sentir, es por lo que Durán se ha reservado por completo todo relato acerca de su relación con Juanjo. Durante estos meses que está con Salazar, ha habido ocasiones en las que se ha sentido Durán tentado de hablarle de esto a Salazar, pero nunca lo ha hecho. ¿Y por qué no? Porque está seguro de que a Salazar le encantaría oírlo. Durán está seguro -por una como ciencia infusa, digamos, porque no tiene en realidad información suficiente, aunque, sin saber cómo, acierta- de que a Salazar le encantaría saborear los detalles crueles y melodramáticos de esa relación, y Durán teme que, deseoso inconscientemente de agradar a Salazar, revele lo melodramático y cruel de su relación con Juanjo. Teme no ser capaz de no contarlo. Y, por otra parte, saber que está en condiciones de contar algo tan interesante le parece que es como tener un as escondido en la manga: le parece que siempre tendrá a Salazar pendiente de lo que le cuente si tiene una carta de ese calibre en cualquier momento dispuesta. Pero esta carta tiene Durán que reservársela, porque tiene, ahora lo descubre, un gran miedo a no saber jugarla, a no saber aprovecharla bien. ¿Qué pasaría si Salazar se apodera de ese relato y desea retenerlo para contemplarlo guasonamente realmente actuando ante él? Al fin y al cabo -medita Durán- Juanjo existe: Ramón Durán ha procurado cerciorarse de que aún vive en Málaga, aún está casado con la misma chica, Sonia. Incluso ha descubierto que viene de vez en cuando a Madrid, un fin de semana cada cuatro o cinco o seis. Ramón Durán supone que parará en cualquier pensión de la calle Barbieri, una de esas muy de provincias, con un suelo, todo recepción, a cuadros blancos y negros y una gran kentia que se verá desde la entrada y conferirá al vestíbulo un exotismo cairota. Durán se ha fijado en hotelitos así por esas calles: con una recurrente señora en bata, que limpia la entrada y el rectángulo de calle ante la entrada y que deja, al terminar, un fuerte olor alimonado, a ambientador de cine años cincuenta. En los tres años que estuvieron juntos, Juanjo había expresado a menudo su deseo de ser entrenador de fútbol de primera división. Ramón Durán sospecha que Juanjo va a pasar tiempo en Madrid para los cursos. Sabe que a veces viene con su mujer, a veces solo. ¿Qué pasaría si Salazar llega a saberlo? ¿No querría utilizarlo? Ramón se da cuenta, al repasar estas cosas, del incipiente temor que siente ante Salazar, y este temor, que empezó muy pronto, ha sido también determinante en su deseo de encontrarse con Allende e iniciar una relación independiente con él. Al fin y al cabo, en Allende no hay voluntad de mal, no hay ninguna voluntad de hacer daño o de tomar la vida o a los demás en broma.