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– Es increíble lo de Santa Gemma Galgani, la iglesia está en Príncipe de Vergara. La hermana de mi madre, María Teresa, tenía un bulto que le salió en el pecho y que en principio era maligno, le habían hecho la biopsia, y ella fue a rezarle a Santa Gemma y cuando la bajaron al quirófano eran las siete de la mañana y ya la habían preparado con el jabón desinfectante ese que te dan, primero te duchas y luego te dan el desinfectante. Y la bajaron al quirófano y la duermen, la anestesian, y va el médico a palparla y dice: ¿Dónde está el bulto? Y ya no estaba. Hay cosas que no sabe uno cómo explicarlas, Paco, ¿tú cómo lo ves?
Era muy agradable estar con él -sintió Paco Allende-, el cielo era muy claro después de la lluvia y el frío y aguanieve de los días anteriores, resplandecía muy alto el intenso sol de febrero, de primeros de marzo, hacia la primavera, que parece que deslumbra en los ojos incandescente y frío, como será el amor seguramente, apasionado y dulce y frío e intensamente luminoso al mediodía. Se habían encontrado en el Templo de Debod (un lugar vulgar para Allende, no obstante la gracia pequeña y remota de ese templo) y a aquella hora de aquel sábado estaba muy vacío. El chorro de la fuente que da a la Casa de Campo era ahora un tallo grande de agua blanca atravesada por el sol blanco que se abre como un loto líquido. Mientras Ramón Durán hablaba, Paco Allende pensaba que lo milagroso es existir, percibir la maravilla de la existencia existente en acto en aquel momento, pero no podía, no hubiera querido por nada del mundo, sustraerse a la emoción absurda que le provocaban las palabras del muchacho y no se atrevía a desengañarle, ¿era obligación suya desengañarle? ¿Y cómo fue que casi nada más encontrarse habían empezado a hablar de esos temas? Ramón solía escuchar de madrugada los programas de radio Milenio 3 y Más Allá. Ahora también hablaba de las caras de Bélmez y del chico que acababan de detener por esos días por matar a su amante de una noche en la calle Orense, con catorce años de retraso. Y Paco Allende -que no podía negar que se sentía atraído físicamente por Durán, y por lo tanto en manos de una emoción que desafinaba su capacidad de percibir con justeza los estados de ánimo ajenos o las ideas ajenas y propias- pensaba que era barato todo aquel mundo mental de Durán: una mezcla, como una papilla, de noticias periodísticas, sensacionalismo, milagrerías, credulidad: Es fácil detestar todo eso, pensó Allende. Y una costumbre muy arraigada de examinar críticamente su conciencia le hizo advertir, en este disgusto que sentía por la confusión mental de Durán, una luz roja que quería decir: Peligro: ¿no será que detestas los contenidos de su conciencia porque el chaval te gusta, y para desearle tienes antes que rebajarle a la condición de un simple chico guapo, necio y crédulo? Detestas lo que deseas porque detestas los propios deseos, que te envuelven en un maremoto que no puedes controlar. ¿Por qué no puedes simplemente disfrutar de su compañía? ¿Es cierto que es detestable su mundo intelectual? Si quitas las noticias sensacionalistas, ese asunto del asesinato, y la teleplastia de las caras de Bélmez, si te quedas sólo con lo milagrero y las milagrerías, ¿de verdad te resulta eso tan extraño? ¿No creíste tú, en tu juventud de católico practicante, en muchas de las milagrerías que ahora cree este muchacho?
– Llevas un rato callado, Paco, ¿por qué? ¿Te estoy aburriendo?
– No. Es que no sé qué decirte. Me acabas de preguntar cómo veo yo algo sumamente complejo que acababas de mencionar y que incluye un supuesto milagro de Santa Gemma y un asesinato de la calle Orense, por lo menos esas dos cosas. ¡Y las caras de Bélmez también! No sé cómo veo todo eso, para empezar no sé si lo veo todo junto o por separado. Y quizá podamos hablarlo más despacio, más adelante, partida por partida, como quien dice. ¿Para hablar de estas cosas querías hablar conmigo?
– ¿Te parece mal?
– No. De ninguna manera. Sólo que no sé qué decirte.
– También quería disculparme por la otra tarde.
– ¿Por la otra tarde? ¿Y qué pasó la otra tarde?
– En casa de Javier, quiero decir. Se puso tan borde. Tú que le conoces, sabes lo borde que se puede poner.
– ¿Conocerle? No sé. Quizá en aquel entonces… No sé si le conozco ahora.
Allende deseaba ser simpático: desea al chaval, desearía poder hablar mal, o ni siquiera eso, sencillamente hablar, aunque sea bien, de un asunto que conoce bien: el asunto de Javier Salazar. Pero sabe que cualquier mención y cualquier análisis de la otra tarde o de los años del seminario sería una deslealtad que, no obstante no ser debida esta lealtad a Salazar, es exigida por la dignidad elemental, por el respeto elemental que Allende siente por sí mismo. Deseaba decir: Ten cuidado con Javier, Javier no es trigo limpio. Deseaba decir: Yo sí soy trigo limpio. Deseaba resbalar dulcemente hacia la confesión, la delación, la acusación, la cabeza del chaval apoyada en su hombro: deseaba consolar, besar, acariciar: traicionar. Y tenía, a toda costa, que no hacerlo, y permanecer sobriamente, fríamente, al lado del chaval durante un rato todavía, sin decir nada o comentar nada en absoluto acerca de Javier Salazar. Habían dado una vuelta completa al Templo de Debod, y estaban otra vez frente al paisaje distante de la Casa de Campo, azul y blanco, resplandeciente del sol blanco de primeros de marzo, como el sonido de una copa de cristal. Y preguntó Ramón Durán:
– Paco, ¿crees tú que Javier me quiere? Yo creo que no me quiere. ¿Tú qué crees?
Y pensó Allende: De lo que ahora diga, dependerá todo después. Si ahora entro al trapo de cominear sobre Javier Salazar, no saldré nunca. No saldremos ya ninguno de los dos: ni este chaval, este guapísimo Ramón, que tanto deseo besar ahora y que, probablemente, tantas cosas dudosas o negativas tiene que decir de Salazar, no obstante acabar apenas de conocerle, ni tampoco yo, que tantas cosas dudosas y negativas tengo que decir de Salazar a pesar de hacer treinta años que apenas nos hemos visto. En realidad yo no debería estar aquí. No debería tampoco haber acudido a esta cita. Aunque quizá dé lo mismo. Lo que en cambio no da lo mismo es cotillear sobre Salazar.
Y Allende se propuso en aquel mismo instante no dar pábulo a ocurrencias que condujesen a desprestigiar a Salazar a ojos de Durán, porque, aunque era cierto que Salazar había sido en el pasado, y podría ser en el futuro, un personaje peligroso, este convencimiento no tenía una base en el presente: Salazar hasta ahora sólo se había mostrado borde y desagradable en la velada que tuvo lugar días atrás, así que cualquier cosa que dijera estaría construida necesariamente desde la mala fe, y tanto peor cuanto más semiconscientemente se presentase.
– El que calla otorga -declaró Ramón enfurruñado-. Te callas y no contestas porque en el fondo sabes que no me quiere. ¿A que es eso? ¿A que sí?
– Haces mal en preguntarme esto, Ramón. ¿Por qué no se lo preguntas al propio Javier? Si tienes dudas en eso, Javier es la persona indicada, no yo.
Sintió que esas frases interponían una barrera entre ellos. Lo natural era -por supuesto- consentir cierta dosis de chismorreo. Todo el mundo habla de todo el mundo en una circunstancia como esta en que se hallan Ramón y Allende. ¿Por qué entonces tenía Paco Allende que prohibirse esta inofensiva costumbre social? Los chismes también cumplen una importante función iluminadora. ¿Qué sería de las relaciones sociales si los interesados suprimieran todos los chismes? No sólo serían aburridas -que al fin y al cabo es lo de menos-, es que serían peligrosas. Pensaba Allende que en el fondo el chisme era como tomarse la temperatura o la tensión: determinan constantes vitales en el comportamiento ajeno. Los chismes son válvulas de seguridad: así sabemos de qué van nuestros amigos. Todo eso será cierto -concluyó Allende- pero no es para mí. Y añadió, ahora en voz alta:
– Mira, Ramón, yo creo que tú debes incrementar tu intimidad con Javier. Tratar de entenderos mejor entre los dos. No hay inconveniente en que tú y yo además nos veamos. No hacemos nada malo, y no veo por qué no podríamos incluso decírselo a Javier. Pero no podemos desde luego hablar de él, ni bien ni mal, a sus espaldas. ¿No te parece?
Ramón Durán no contestó, y ahí lo dejaron al poco rato. Quedaron en verse en otra ocasión. Paco Allende se separó del muchacho con cierta melancolía: pensando que había perdido una buena oportunidad de interesarle. Pensando que sus escrúpulos le había hecho perder una oportunidad erótica que ya no volvería a presentársele. Seguramente he obrado bien -concluyó para su capote-, pero me siento insatisfecho y melancólico.