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Durante todo el día siguiente estuvo lloviendo. Tras el fracaso sufrido, la ciudad yacía como aturdida, con los tejados y los aleros suspendidos y empapados. La pesadumbre se derramaba sin descanso sobre las placas de piedra. Obstinada en su color gris, se apresuraba a abandonar la pendiente de los tejados para dejar espacio a la nueva pesadumbre, que manaba de las inmensas reservas de la grisalla celeste.
A la mañana siguiente, la ciudad amaneció de nuevo ocupada. Habían entrado los griegos. Esta vez sus mulas, sus cañones y sus mantas estaban por todas partes. Sobre la torre de la cárcel, en el mástil metálico donde antes ondeaba la bandera tricolor italiana, se agitaba ahora la griega. Resultaba difícil al principio distinguir qué bandera era aquella. El viento no cesaba de soplar y su tela no descansaba un instante. A mediodía, cuando el aire se tranquilizó y se puso nuevamente a llover, sobre la tela cansada se dibujó por fin una gran cruz blanca, el símbolo de la fe cristiana.
– ¡Ha tenido que llegar el día en que me vea viviendo sometida a los griegos! -dijo la abuela-. ¡Cómo no me habré muerto cuando enfermé el invierno pasado!
Estábamos los dos solos en el salón. Nunca había visto tal desesperación en sus ojos, en toda su piel. No sabía qué decir. Saqué del bolsillo el pequeño cristal redondo y me lo puse sobre el ojo. La gran cruz, allá lejos sobre la torre de la prisión, se encrespó. Se tornó nítida y obstinada. Era un dibujo sobre un pedazo de tela. ¿Cómo es posible, pensaba, que dos líneas rectas, trazadas una sobre otra en un pedazo de tela, provoquen tal desesperación en las personas? Un pedazo de tela agitado por el viento puede desesperar a toda una ciudad. Era sorprendente.
Aquella tarde se habló de los griegos en todas las casas. Se presagiaban cosas terribles. Muchos años atrás, antes de la monarquía, incluso antes de la república, la ciudad había estado varias semanas ocupada por los griegos. Se habían producido entonces grandes masacres. En aquel tiempo, igual que ahora, sobre la torre de la prisión ondeaba una bandera como aquella, con la misma cruz blanca. Y si la cruz había vuelto a aparecer, esto significaba que a continuación vendría todo lo demás.
La pequeña ventana de Xivo Gavo tuvo luz hasta muy avanzada la noche. Todos los vecinos del anciano cronista imaginaron que estaba describiendo minuciosamente la entrada de los griegos. Pero más tarde se supo que Xivo Gavo había dedicado tan sólo una frase a este hecho: «el dieciocho de noviembre entraron en la ciudad los g…». Nadie era capaz de explicar tal parquedad de palabras sobre un acontecimiento tan desesperante y menos aún el gasto de una sola letra (la g) para toda aquella multitud de griegos.
Por la mañana, la cruz seguía allí, sobre la ciudad. El símbolo del mal continuaba izado. Ahora se esperaba lo peor.
Los griegos comenzaron a recorrer las calles con sus uniformes de color caqui. En la plaza central volvieron a aparecer carteles con edictos firmados por Katantzakis. Los cafés se llenaron de palabras griegas. Eran pequeñas y agudas, llenas de eses y zetas, cortantes como cuchillas. Todos los soldados llevaban puñales. La maldad flotaba en el aire. Se esperaba una carnicería. Las mangueras de goma tendrían que lavar la ciudad. Llovía. Quizá no hubiera necesidad de manguera.
El primer día los griegos no hicieron ninguna masacre. Tampoco el segundo. Pegaron en la plaza un gran cartel donde se leía: «Vorio Epiro» (Épiro del Norte). El comandante Katantzakis fue a comer y a cenar a casa de algunas ricas familias cristianas.
Un sargento griego disparó varias veces su fusil, pero no mató a nadie. Alcanzó en el muslo a la única estatua de la ciudad. Se trataba de una gran estatua de bronce que se alzaba en la plaza del centro. Había sido erigida durante la monarquía. Antes de esto, la ciudad no había tenido nunca una estatua. Las únicas representaciones artificiales del hombre eran los espantapájaros de los sembrados al otro lado del pedregal. Cuando se dijo que iba a erigirse una estatua (sucedió casi al mismo tiempo que la inauguración del antiaéreo), muchos ciudadanos fanáticos que se habían alegrado tanto con la llegada del cañón manifestaron sus dudas acerca de la estatua. ¡Un hombre de metal! ¿Es necesaria una criatura así? ¿No resultará inquietante? Mientras la gente duerma como Dios manda, la estatua permanecerá en pie. Estará en pie día y noche, en invierno y en verano. Las personas lloran y ríen, dan órdenes y mueren. En cambio, ella no hará nada de eso. Guardará siempre silencio y ya se sabe que el silencio es peligroso.
El escultor que vino de Tirana para examinar dónde había de levantarse el pedestal estuvo a punto de recibir una paliza. En el periódico de la ciudad se libró una agria polémica. Por fin, gracias a la insistencia de la mayoría de los ciudadanos, la estatua llegó. La trajo un gran camión cubierto de lona. Era invierno. La instalaron en la plaza durante la noche. No hubo inauguración para evitar incidentes. La gente admiraba con extrañeza al guerrillero de bronce, con una mano apoyada en el revólver, que miraba con aire ceñudo a la plaza como preguntando: «¿Por qué no me queréis?».
Durante la noche, alguien echó una manta sobre los hombros del hombre de bronce. A partir de entonces la ciudad se enamoró de su estatua.
Ésta era la estatua sobre la que había disparado el sargento griego. La gente corría al centro para ver el orificio abierto por la bala. Algunos, con la mirada perdida, parecían cojear.
Y en verdad algunos cojeaban, como si la bala hubiese dañado sus propios muslos. La plaza estaba alarmada. Katantzakis la atravesó secundado por sus guardias. Entró en el edificio del ayuntamiento, donde estaba alojado el mando griego.
Una hora después, en el lugar habitual de los carteles apareció un enorme papel donde se leía, en albanés y en griego, la orden de arresto y encarcelamiento del sargento que había disparado contra la estatua, firmada por Katantzakis.
Por la tarde vino Xexo.
– ¡Pobres de nosotras, qué cosas hemos de pasar! -dijo nada más entrar-. Dicen que ha llegado Vasiliki.
– ¿Vasiliki? -dijo mamá con terror.
Papá vino de la otra habitación.
– ¿Qué has dicho, Xexo, que ha venido Vasiliki?
– Así es, ha venido.
– Ahora sí que estamos perdidos -suspiró mamá.
Se hizo el silencio. Se escuchaba la respiración ronca de Xexo.
– ¿Por qué no me habré muerto el invierno pasado? -dijo la abuela-. Ahora estaría bajo tierra…
– ¡Qué castigos nos manda el destino! -dijo Xexo.
– Cualquier cosa podía yo esperar en esta vida, pero volver a ver a Vasiliki, ni siquiera podía imaginármelo -continuó diciendo la abuela. Su voz tenía ahora un acento de terrible resignación.
Papá chasqueaba nerviosamente sus largos dedos.
– Dicen que se ha vuelto aún más brutal -dijo Xexo-. Va a hacer barbaridades.
– ¡Pobres de nosotros! -exclamó mamá.
– ¿Y dónde está? ¿Cuándo va a salir? -preguntó papá.
– La han encerrado en casa de Paxá Kaur y esperan a que llegue el día de sacarla.
Llamaron a la puerta y llegaron por turno la mujer de Bido Sherif, doña Pino, la nuera de Nazo (¡qué hermosa estaba entre aquel espanto!) y la mujer de Mane Voco, con Ilir de la mano.
– ¿Vasiliki?
– ¿De verdad, Vasiliki?
– Es la hecatombe.
Sus caras estaban más desencajadas que nunca. Sus arrugas se agitaban tanto que parecía que se fueran a caer al suelo. Ya sentía cómo tropezaba con ellas.
– Así es, querida Selfixe -siguió diciendo Xexo y cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¡Qué augurios nos traes, querida Xexo!
– Es la hecatombe.
Algo sabía yo sobre Vasiliki. El nombre de esta mujer, que hacía más de veinte años había aterrorizado nuestra ciudad, había sido para mí como las palabras «peste», «cólera», «catástrofe», que estaban presentes en la mayoría de las maldiciones que los mayores se lanzaban unos a otros. Durante muchos años el nombre de Vasiliki había pemanecido junto a todos, pendiente de esferas desconocidas, como una amenaza permanente sobre nuestras cabezas. Y de pronto se había puesto en movimiento y venía hasta nosotros, abandonando el mundo de las palabras y adquiriendo en el transcurso de su marcha el cuerpo, los ojos, el pelo y la boca de una mujer vestida de negro.
Hacía más de veinte años que aquella mujer había llegado a nuestra ciudad junto con las tropas griegas de ocupación. Deambuló por las calles seguida por un grupo de gendarmes griegos con las pistolas y los cuchillos dispuestos. «Aquel hombre de allí tiene mala mirada, cogedlo», decía Vasiliki. Los gendarmes se abalanzaban sobre él al momento. «Ese muchacho de ahí no me gusta. No ama a Cristo, matadlo.» «Ese de allá que baja los ojos cavila algo en su cabeza. Cogedlo, hacedlo trizas. Tiradlo al río.»
Recorría las calles, entraba en los cafés, se paraba en medio de la plaza del centro. Los griegos la llamaban doncella santa. Las calles y los cafés se quedaron vacíos. Dos veces le dispararon con intención de matarla, pero las balas no la alcanzaron. Más de cien hombres y muchachos fueron masacrados por orden suya. Después se fue, junto con las columnas de soldados, allá, hacia el sur, de donde había venido.
La ciudad no había olvidado a aquella mujer. La palabra «Vasiliki», tras abandonar la realidad, penetró en el reino abstracto del idioma. «Que la mirada de Vasiliki te parta», maldecían las viejas. Vasiliki se alejaba y se alejaba. Iba alcanzando la lejanía de la peste (también la peste estuvo muy cerca un tiempo) y quizá la lejanía de la muerte. Pero de pronto había vuelto. Procedente del mundo de las palabras, regresaba veloz al mundo concreto, exasperada por la prolongada separación.
Cayó la tarde. Vasiliki estaba en la ciudad. Las ventanas de la casa de Paxá Kaur estaban tapadas con mantas. ¿Cuándo saldrá? ¿Por qué no la sacan? ¿A qué esperan?
La ciudad se despertó con Vasiliki.
A mediodía volvió Xexo.
– Las calles están vacías -dijo-. Sólo he visto a Gerg Pula que subía al mercado. ¿Os habéis enterado? Se ha vuelto a cambiar el nombre.
– ¿Cuál se ha puesto ahora? -preguntó la abuela.
– Jorgo Pulos.
– ¡Farsante!
Gerg Pula era del barrio vecino. Cuando entraron los italianos por primera vez se había hecho llamar Giorgio Pulo.
Llamaron a la puerta. Entró la mujer de Bido Sherif. Después la nuera de Nazo.
– Hemos visto entrar a Xexo. ¿Hay alguna novedad? -preguntaron.
– ¡Qué va a haber! Y que continúe así -dijo Xexo-. ¿Habéis oído lo de Bufe Hasan?
La abuela volvió la cabeza hacia mí. Yo hice como si no atendiera. Siempre que se mencionaba el nombre de Bufe Hasan, la abuela cuidaba de que yo no escuchase.
– Se ha liado con… un soldado griego.
– ¡Ah, que vergüenza!
– Su mujer está como loca. Pensó que se había librado de él cuando se fueron los italianos. Pensó que se había librado cuando se fue aquel maldito Pepe, que apestaba a brillantina a un kilómetro, y ahora va y se lía con un tal Espirópulo. ¡Un griego, queridas, un griego!
Los ojos pintados de la nuera de Nazo estaban ensimismados. La mujer de Bido Sherif se golpeaba el rostro, dejando en él señales de harina.
– Bufe Hasan ha dicho: «Lo tengo decidido; de cada ejército que entre aquí me echaré uno de sus soldados como amante. Que vienen los alemanes, elegiré un alemán; que vienen los japoneses, tendré un amante japonés».
– ¿Y Vasiliki?
Xexo resopló.
– La tienen encerrada. No se sabe a qué esperan.
Por la tarde vino Ilir.
– Isa y Javer tienen revólveres -dijo-. Los he visto con mis propios ojos.
– ¿Revólveres?
– Lo que oyes. Pero no se lo digas a nadie.
– ¿Y qué van a hacer con ellos?
– Matar a gente. Los he oído hablar por el ojo de la cerradura mientras discutían sobre a quién matar primero. Están haciendo la lista. Todavía están allí, en el cuarto de Isa. No paran de discutir.
– ¿A quién van a matar?
– Han puesto a Vasiliki la primera de la lista, si es que sale. Javer dice que el siguiente sea Gerg Pula, pero Isa está en contra.
– ¡Qué raro!
– ¿Vamos a escuchar lo que dicen?
– ¡Vamos!
– ¿Dónde vais? -dijo mamá-. No os alejéis mucho. Puede salir Vasiliki.
Isa y Javer tenían la puerta entreabierta, así que nos metimos dentro. Ya no discutían. Javer silbaba entre dientes. Parecían haberse puesto de acuerdo. Las gafas de Isa aparentaban ser mayores de lo habitual. Se volvieron los dos hacia nosotros. El reflejo de la luz sobre los cristales deslumhraba. Tenían consigo la lista de la muerte; esto se sabía en seguida.
– ¿Damos un paseo? -preguntó Ilir-. Puede salir Vasiliki.
Isa lo miraba inmóvil. Javer frunció el ceño.
– No creo que la saquen -dijo-. Su tiempo ya pasó.
El silencio fue largo. Desde la ventana se divisaba la carretera y más allá una parte del campo del aeropuerto. Las vacas seguían allí. El recuerdo del gran aeroplano volvió a mí, turbio y fragmentado, como me sucedía de vez en cuando. Por encima de las aburridas charlas acerca de Vasiliki y las actividades vergonzosas de Bufe Hasan, brilló de pronto, lejano hasta causar dolor, su aluminio refulgente. ¿Dónde estaría en realidad? El recuerdo del pájaro muerto con los huesos de las alas recogidos bajo el cuerpo se mezclaba ahora con los miembros largos, casi transparentes, de Susana, y los tres juntos: aeroplano, pájaro y Susana, dando y recibiendo unos de otros, de la muchacha, del duro aluminio, de las plumas, de la vida y de la muerte, habían dado origen a un único ser, completamente asombroso y extraordinario.
– Su tiempo ya pasó -repitió Javer-. Salid a la calle sin miedo.
Salimos. Las calles no estaban tan desiertas como decía Xexo. Checho Kaili y Aqif Kaxahu pisaban con empaque el empedrado. Los cabellos rojos de Checho Kaili parecían un fuego atizado por el viento. Últimamente se los veía con frecuencia juntos. Parecía unirlos la desgracia de sus hijas. Ilir había oído decir un día a las mujeres que tener una hija que se ha besado con un hombre y tener una hija con barba era casi lo mismo.
Los dos hombres estaban sombríos. La señora Majnur había salido a la ventana con una rama de orégano en la mano. Las casas de las otras señoras, que se alineaban a continuación, tenían las ventanas cerradas. La casa de los Karllashe, con su gran puerta de hierro (el llamador en forma de mano humana me recordaba el brazo cortado del inglés), estaba silenciosa.
– ¿Vamos a la plaza a ver el agujero de la estatua? -dijo Ilir.
– Vamos.
– Mira, los griegos.
– Los soldados estaban de pie delante de las carteleras del cine. Eran cetrinos.
– ¿Son gitanos los griegos? -me preguntó en voz baja Ilir.
– No lo sé. No creo que sean gitanos, porque ninguno lleva violín ni clarinete.
– Mira, ahí está Vasiliki -Ilir señaló con la mano la casa amarilla de Paxá Kaur, en cuya puerta había varios gendarmes.
– No señales con la mano.
– No pasa nada -respondió él-. Su tiempo ya pasó.
La taberna «Addis Abeba» estaba cerrada. Las barberías también. Un poco más y pasaríamos por el centro de la plaza. Los carteles rasgados por el viento se veían desde lejos a los pies de la estatua. Sss-zzz. Me detuve.
– Escucha.
Ilir abrió la boca.
De lejos llegaba un fragor apagado. Alguien levantó la cabeza hacia el cielo. Un soldado griego se llevó la mano a la frente y miraba.
– Aviones -dijo Ilir.
Estábamos en medio de la plaza. El fragor se volvía más intenso. La plaza empezó a vaciarse. El soldado griego lanzó un grito y echó a correr a continuación.
El cielo temblaba como si fuera a desplomarse.
Sí, era él. Su sonido. Su estruendo.
– ¡Rápido! -gritó Ilir tirándome de la manga-. ¡Rápido!
Pero yo estaba paralizado.
– El aeroplano grande -dije con un hilo de voz.
– Resguardaos -aulló alguien en tono severo.
El estruendo aumentó. Bruscamente devoró todo el cielo junto con el estampido del viejo antiaéreo, cuyo proyectil se perdió en aquel caos.
– ¡Resguarda… a… a…!
Un girón de alarido llegó roto desde lejos y vi de pronto en el cielo, exactamente sobre nuestras cabezas, tres bombarderos surgiendo de entre los tejados a una velocidad alucinante. Uno de ellos era él, precisamente él. Enorme, con las alas de color ceniza extendidas, mortífero y cegado por la guerra, lanzaba las bombas por la cola. Una, dos, tres… La tierra y el cielo se aplastaron una contra el otro. Una furia ciega me estrelló contra el suelo. ¿Qué hace? ¿Qué es lo que está haciendo? Los oídos me dolían. ¡Basta! No veía nada. No era capaz de encontrar mis oídos ni mis ojos. Sin duda estaba muerto.¡Pero basta ya! ¿Qué es lo que pasa?
Cuando se restableció la calma, oí un llanto acongojado. Era mi propio llanto. Me levanté. Sorprendentemente, la plaza estaba aún horizontal, cuando momentos antes parecía que todo se hubiera derrumbado y distorsionado para siempre. Ilir estaba tirado de bruces a unos pasos. Lo zarandeé por los hombros. También él lloraba. Se levantó cabizbajo. Tenía arañazos en la frente y en las manos. Yo también estaba ensangrentado. Sin decir una palabra, llorando sonoramente, emprendimos una carrera rápida y triste hacia casa. En la calle del mercado nos dimos de bruces con Isa y Javer, que corrían hacia nosotros con los rostros desencajados. Al vernos lanzaron un grito y, cogiéndonos en brazos y corriendo de la misma forma alocada, nos llevaron a cada uno a su casa.
Los italianos volvieron a entrar en la ciudad. La carretera se llenó una mañana de mulas, caravanas de soldados y cañones. Arriaron en la torre de la prisión la bandera con la cruz de Grecia y pusieron otra vez la tricolor de Italia.
Era fácil concluir que no se trataba de una entrada provisional. Inmediatamente detrás del ejército llegaron, unos tras otros, la sirena de alarma, el proyector, la batería antiaérea, las monjas y las chicas de la casa de prostitución. Tan sólo el campo del aeropuerto no volvió a ocuparse. En lugar de los aviones militares, vino un solo y sorprendente aeroplano de color naranja con el tronco largo, las alas cortas y tremendamente feo, al que la gente bautizó como el «bulldog». Erraba solitario por las pistas del aeropuerto, como un huérfano.