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Grecia había sido derrotada. Nevaba. Los cristales de las ventanas se habían helado. Yo miraba como extraviado la carretera repleta de refugiados. En harapos. Copos de nieve y andrajos. Parecía que el mundo se hubiera llenado de ellos. Así que, en algún lugar, se había derrumbado el Estado griego y sus harapos y sus plumas eran arrastrados por el viento invernal. Vagaban ahora por todas partes, como espíritus.
Los refugiados subían sin descanso por las calles de la ciudad. Hambrientos, estremecidos, soldados, civiles, mujeres con bebés en los brazos, ancianos, oficiales sin galones, golpeaban enajenados a las puertas mendigando pan.
– ¡Psomi! ¡Psomi!
La ciudad, orgullosa, observaba a los vencidos. Las puertas eran altas. Las ventanas inalcanzables. Sus voces reptantes llegaban de abajo como un lamento de muerte.
– ¡Psomi!
Así es como se derrumbaba un país. En las conversaciones de la bodega había oído que, de los países que nosotros conocíamos por los sellos de correos, habían sido destruidos hasta el momento Francia y Polonia. Sin duda, también ellos habrían llenado el mundo de harapos y de psomi. (Ilir dijo que no era posible que los franceses y los polacos llamaran al pan psomi, pero yo insistí en que no podían hacerlo de otro modo, desde el momento en que eran países vencidos, igual que Grecia.)
La nieve lo había cubierto todo. Hacía frío. Las chimeneas humeaban sin descanso. Bajo los pesados tejados, la vida, estremecida con los últimos sucesos, discurría de nuevo tranquila. Las vistas del pleito de los Karllashe con los Angoni se reanudaron. Llukan Burgamadhi, con su manta y su hatillo de comida en la mano, después de atravesar el barrio gritando a derecha e izquierda: «Buena salud, queridas mujeres», emprendió una mañana el camino de la cárcel. Lame Kareco Spiri se tranquilizó también. A doña Pino la llamaron para una boda en Dunavat. Desapareció la gata de Nazo.
La vida normal parecía reanudarse. Las monjas resultaban aún más negras sobre la nieve. La luz del proyector tenía otro brillo. Tan sólo el campo del aeropuerto permanecía abandonado. No había nada en él ahora. Ni siquiera vacas. Sólo nieve. Me disponía a lanzar allí a los cruzados (confundidos con los refugiados) y tras ellos al hombre cojo. En esos días, justo cuando parecía que la vida había vuelto a recuperar sus viejas normas, se reanudaron los bombardeos.
La bodega, temporalmente abandonada, volvió a llenarse. En invierno se estaba caliente allí.
– Otra vez reunidos como los polluelos -decían las mujeres saludándose entre sí.
Acomodaban las mantas y los colchones con viveza, casi con alborozo. Estaban todas allí: doña Pino, la mujer de Bido Sherif, la madre de Ilir, la señora Majnur (siempre con la mano en la nariz), Nazo y su preciosa nuera. Sólo faltaba Xexo, que había vuelto a desaparecer. Como siempre, tampoco venía Checho Kaili. De la familia de Aqif Kaxahu sólo acudían los hijos (Bido Sherif los miraba con terror), mientras que el mismo Aqif, su madre sorda, la mujer y la hija no aparecían.
Ahora que había nieve, los motores de los aviones y los estampidos de la batería se oían más apagados. El viejo antiaéreo continuaba destacándose entre todo lo demás. Pero ya no se esperaba nada de él. Era como ese viejo ciego que, cuando se burlan de él, tira siempre las piedras en dirección equivocada.
Los aviones venían fielmente todos los días. Lo hacían casi a una hora precisa y daba la impresión de que la gente se hubiera acostumbrado a las bombas como a una mala rutina, «Nos vemos mañana en el café, después del bombardeo. Mañana me levanto antes de amanecer, espero que me dé tiempo a limpiar la casa antes de la hora de las bombas. Levantaos y vamos a la bodega, ya va siendo la hora.»
Nadie sabía que los días de la bodega estaban contados. Su tiempo había pasado.
Su juez bajaba las escaleras con un capote negro sobre los hombros.
– ¿Quién es ése?
– ¿Qué quiere ese hombre?
– Abran paso. Es un ingeniero extranjero que va a inspeccionar la bodega.
– ¿Ingeniero?
El intérprete se abrió camino entre los colchones y las mantas, donde yacían tendidos los enfermos y las mujeres embarazadas. El extranjero del capote negro avanzó tras él. Pidió una silla.
– ¿De dónde ha salido ése, queridas?
– No lo miréis así.
– ¿Para qué lleva ese cuchillo en la mano? Es la hecatombe.
El hombre del capote negro se subió a la silla que le proporcionaron. Sacó de la cartera otro cuchillo, más fino que el que llevaba en la mano, y un precioso martillito. Le entregó la cartera al intérprete y levantó la mano derecha, esgrimiendo el martillo para golpear después con él en distintos puntos durante un rato. A continuación entregó el martillo al intérprete, cogió con la mano derecha uno de los cuchillos y alzando de pronto el brazo con gesto rápido, casi sigiloso, clavó el cuchillo en el estuco de la pared. Todos contuvieron el aliento. El hombre del capote sacó el cuchillo con delicadeza. Dos o tres fragmentos de estuco cayeron al suelo produciendo un ruido suave. La punta del cuchillo estaba un poco blanquecina. Bajó de la silla, la corrió un poco más allá y se dedicó de nuevo a la misma tarea. Los dos cuchillos quedaron ahora blanquecinos. El ingeniero bajó de la silla y dijo algo al intérprete.
– Esta bodega es inservible como refugio -dijo el segundo en voz alta, completamente indiferente-. ¿Quién es el dueño de la casa?
Acudió papá.
– Su bodega no sirve de refugio -le repitió con idéntica indiferencia, mirando por encima de la cabeza de papá en dirección al muro, como si sus palabras estuvieran escritas en él.
Papá se encogió de hombros.
El extranjero dijo algo más.
– El señor ingeniero dice que la bodega debe ser desalojada de inmediato, pues resulta peligrosa.
Nadie dijo nada. Los cuchillos del ingeniero, al clavarse en las paredes de la bodega, se habían hundido al mismo tiempo en la carne de todos. Y esto era fácil de adivinar por la pesadumbre con que se tensaron y después se encogieron las arrugas de sus caras.
El hombre del capote negro avanzó a grandes zancadas hacia la salida. Mientras subía las escaleras, el capote se hinchó a su espalda y durante un instante tapó toda la débil luz que penetraba desde fuera. Después la dejó pasar.
– ¡Oh, oh! -exclamó un viejo reumático-. ¿Y dónde vamos a ir a asfixiarnos ahora?
Algunas mujeres comenzaron a llorar.
– ¿Dónde nos vamos a meter ahora?
– ¡Basta! -dijo Bido Sherif-. Encontraremos un lugar, un lugar donde resguardarnos. Basta de llantos.
– Encontraremos algún lugar. Es imposible que no encontremos otro lugar…
– Dicen que se va a abrir la fortaleza a la gente.
– ¿La fortaleza?
– ¿Y por qué no? Es posible. Vamos, mujer, recojamos las mantas -dijo Bido Sherif dirigiéndose a su mujer.
Uno por uno, fueron saliendo todos. La bodega se desalojaba. La puerta rechinó quejosamente y nos quedamos solos.
Se hizo un silencio absoluto. Se oía cómo los gusanos roían la madera. Era un silencio capaz de hacer oír los gusanos. Durante largo rato me quedé escuchando un ruido monótono cuyo origen no era capaz de establecer con exactitud. Un silencio capaz de hacer oír los gusanos. Me gustó la expresión y la repetí varias veces.
Bajé. En el corredor no había nadie. La lámpara y el candil estaban allí. La negra mecha del segundo había inclinado tristemente la cabeza. Lo encendí y, sosteniéndolo con cuidado en la mano, bajé las escaleras de la bodega. Mientras lo hacía sentí que el fondo emanaba olor humano. La luz nerviosa del candil se proyectaba sobre los muros blancos. En lo alto se distinguían dos o tres pequeñas heridas, dejadas por el asesino del capote negro.
En aquellos días sólo se hablaba del ingeniero negro. Aparecía por todas partes y declaraba las bodegas inadecuadas como refugio. Lo mismo que en nuestra casa, para empezar pedía una silla, después, con un movimiento veloz, casi sigiloso del brazo, asestaba a la vieja bodega un golpe de muerte. Ciento setenta y tres bodegas, grandes y pequeñas, quedaron desiertas en cuatro días. Al quinto, antes de partir hacia Tirana, de donde procedía, el ingeniero se emborrachó de raki y al subir al coche dijo que lamentaba dejar atrás una ciudad destinada a desaparecer; pero ¿qué iba a hacer él?; había hecho todo lo que estaba en su mano; aquellos días habían sido también para él un verdadero drama; pero, a fin de cuentas, nadie puede oponerse a su destino y, así, un buen día llega la hora de desaparecer no sólo a las ciudades, sino también a los reinos e incluso a los imperios.
Como para corroborar las palabras del ingeniero, los bombardeos de los ingleses se intensificaron. En cuatro días murieron cuarenta y nueve personas. En el ayuntamiento continuaba la reunión para decidir si se abría o no la fortaleza al pueblo. Al tercer día, los vecinos del barrio de Dunavat, sin esperar la decisión de la corporación, reventaron el portón occidental y se metieron dentro. El mismo día fue abierta también por la fuerza la puerta oriental, a manos de los vecinos del mercado viejo.
Durante todo aquel día y hasta muy tarde estuvo afluyendo gente al interior de la fortaleza.
En nuestra calle las puertas resonaron durante toda la noche.
– ¿Vais a ir vosotros?
– Sí, ¿y vosotros?
– Hoy decidiremos.
– Temo que no quede espacio.
– No creo. La fortaleza es grande.
Llegó doña Pino.
– ¿Qué vamos a hacer? ¡Es la hecatombe!
– Ya lo veremos mañana -dijo papá.
Llegó Bido Sherif.
– Ya lo veremos mañana -repitió papá-. Vete a casa de Mane Voco -añadió dirigiéndose a mí-, pregunta qué van a hacer.
Encontré a Mane Voco en la calle, aproximándose.
Nazo y su nuera llamaron poco después.
– ¿Mañana?
– Sí, mañana, antes del amanecer.
Fue una de las noches felices de mi vida. La puerta sonaba continuamente. Nadie tenía intención de dormir. Atábamos los fardos y los bajábamos a la bodega para que no se quemaran en caso de incendio. Bido Sherif, Nazo, doña Pino y Mane Voco trajeron también los suyos. La bodega volvía a tener utilidad.
– Vete a dormir -me dijo dos o tres veces la abuela.
Era imposible. Al día siguiente estaríamos en la fortaleza. Nos separaríamos de las escaleras, las puertas, las ventanas y las palabras de costumbre, y penetraríamos en lo desconocido. Allí todo sería maravilloso, terrible y extraordinario. Allí estaba Macbeth.
La mañana llegó fría y sombría. Caía una lluvia fina. Llamaron a la puerta.
– ¿Estáis listos? -gritó Bido Sherif desde la calle.
– Listos -respondió papá.
– Bueno, ven que te dé un beso -dijo la abuela.
Me quedé pasmado.
– Pero, ¿es que tú no vienes?
Me acarició la cabeza.
– Yo me quedo aquí.
– ¡No! ¡No!
– Calla -dijo papá.
– Calla, querido, no me va a pasar nada.
– ¡No! ¡No!
Llamaron nuevamente a la puerta.
– Rápido -dijo papá-, nos están esperando.
– ¿Por qué dejáis a la abuela? -grité en tono de queja.
– Es ella la que no quiere venir -respondió papá-. Me he pasado toda la noche intentando convencerla, pero no quiere. Te lo pido por última vez -se volvió hacia ella-. Ven.
– Yo no dejo la casa sola -dijo la abuela con enorme tranquilidad-. Aquí he vivido y aquí quiero morir.
La puerta resonó otra vez.
– ¡Id con Dios! -dijo la abuela y nos besó a todos, uno por uno.
La puerta se cerró. Estábamos en la calle. La fina lluvia caía continuamente. Nos pusimos en marcha. De camino, se unieron otras personas a nuestro grupo. Los muros de la fortaleza apenas se distinguían entre la niebla. La cola de gente ante la puerta occidental era larga, de centenares de metros. Cargadas con fardos, mantas, cojines, maletas, libros, sartenes, sillas, alfombras, baldes, cántaros, cunas, sábanas, muelas, cacerolas, las personas avanzaban lentamente, se detenían largo rato, volvían a avanzar. La entrada estaba lejos aún. La lluvia fina lo empapaba todo. La gente tosía, se alzaba de puntillas para ver qué ocurría al principio de la cola; preguntaba «¿por qué se han parado?», y después, como no sabía qué hacer, volvía a toser.
Por fin, cerca de la hora de comer, llegamos muy cerca de la entrada. A ambos lados se alzaban verticales los viejos muros, empapados por la lluvia. La entrada era alta, aunque estrecha. Después de rebasarla (ya no se sentía ninguna alegría) nos encontramos en la más completa oscuridad. Los pasos de la gente retumbaban de manera inquietante. Los niños empezaron a gritar asustados. No se veía nada. Tropezábamos unos con otros como los ciegos. Alguien chilló. De pronto, en algún lugar por delante, de forma brutal, se abrió un trozo de cielo. Nos movimos hacia él. La brecha se fue ensanchando progresivamente, hasta que volvimos a sentir la lluvia sobre nuestras cabezas.
– Por aquí, pasa por aquí -gritaba alguien en tono irritado.
Subimos unos escalones. Atravesamos una explanada. Entramos bajo una galería de arcadas. Salimos a una pequeña glorieta.
– ¡Por aquí!
Atravesamos la glorieta. Pasamos por otra galería con arcadas (sin duda bajo la prisión). De algún lugar ante nosotros llegaba una algarabía amortiguada. Avanzamos hacia ella.
Por fin, frente a nosotros se desplegó un cuadro sorprendente: bajo las altas cúpulas de arcos enormes, que goteaban agua, entre los fardos, las mantas, las cunas y toda clase de bártulos, se agitaban, alborotaban, lloraban, estornudaban y tosían miles de personas.
Durante un buen rato nos movimos entre la gente y los bártulos, en busca de un hueco donde instalarnos. Nos zumbaban los oídos a causa del escándalo, duplicado o triplicado bajo las altas arcadas. Todo estaba ocupado. Alguien nos dijo que buscáramos en la segunda galería y nos indicó la dirección que debíamos seguir. La seguimos. La segunda galería estaba prácticamente como la primera. Por fin Mane Voco, que caminaba al frente del grupo, encontró un estrecho espacio que seguramente había quedado libre por estar próximo a una grieta del muro, a través de la cual penetraba un viento helado. Dejamos los bultos en tierra y comenzamos a extender las cubiertas y las mantas. Por la grieta del muro se veía una parte de la ciudad. Estaba abajo, muy abajo, hundida en un fondo gris, majestuosa y altiva.
– ¡Cacahuetes, cacahuetes!
Alguien vendía realmente cacahuetes. Más tarde vimos a otras vendedoras ambulantes que, reptando entre la gente, gritaban: ¡hasure!, ¡salep caliente!, o ¡cigarrillos! El vendedor de periódicos estaba también allí.
La primera noche en la fortaleza fue fría y desasosegada: miles de toses resonaban bajo los arcos de piedra. Las mantas se agitaban, las cunas crujían, todo se quejaba y se rozaba. Estábamos acurrucados unos junto a otros. Había goteras.
Hacia la medianoche me desperté. Una voz gutural murmuraba algo de forma monótona.
– Salid… Esto es una trampa… Alguna noche nos encerrarán y nos acuchillarán como a becerros… Hay que salir de aquí… Hay que salir a toda costa, antes de que sea tarde… De todos modos, esto es una fortaleza… Es la edad media… La edad media, ¿no oís?… Tinieblas como en el año mil… No ha cambiado nada… Parece que…, pero en realidad no ha mejorado nada…
– ¡Eh! ¿Qué es eso? -dijo en sueños la mujer de Bido Sherif.
– ¡Lárgate, anticristo! -murmuró doña Pino.
La voz cesó.
Al amanecer hubo un bombardeo intenso.
El día amaneció sombrío. La luz de la mañana penetraba apenas por las troneras estrechas y las grietas de los muros. Hacia las siete, la fortaleza se animó. Comenzó de nuevo el movimiento incesante por las galerías y los pasadizos, en las entradas y salidas. La gente iba encontrando cada vez más amigos y conocidos. Era notorio que todos estaban aún aturdidos por el hecho de que toda la ciudad amaneciera bajo el mismo techo. Las familias se habían instalado unas junto a otras sin criterio alguno. Se habían roto de forma brutal las proporciones, las distancias entre los barrios y las casas; en una palabra, todo estaba en el mismo espacio. Aquel techo común unía bajo su protección lo incompatible: los Karllashe y los Angoni, los musulmanes y los cristianos, las monjas y las chicas de la casa pública, las familias ilustres, los barrenderos y los gitanos.
Mucha gente no había acudido a la fortaleza. Se trataba en general de familias en cuyas casas había ocurrido algún desastre o cuyos tejados escondían algún misterio. Tampoco había venido ninguna de las viejas de la vida.
El segundo día encontramos en la primera galería a babazoti y su gente, junto con los gitanos. El abuelo estaba sentado en su otomana y leía un libro escrito en turco sin inmutarse siquiera por la multitud de gente que bullía a su alrededor. A Susana no la vi por ningún lado.
– ¿Qué significa edad media? -me preguntó Ilir.
– No sé. ¿También tú oíste al loco de anoche?
– Sí.
– Vamos a preguntar a Javer.
Isa y Javer desaparecían de vez en cuando.
– ¿La edad media? -dijo-. Es la época más negra de la humanidad. La historia de ese Macbeth que leíste sucedió en la edad media.
En las conversaciones de algunos se mencionaba cada vez con más frecuencia la fortaleza y la edad media. La fortaleza era antigua y era la que había engendrado la ciudad. Sus casas se parecían poco más o menos, del mismo modo que los hijos se parecen a la madre. Con el transcurso de los siglos, la ciudad había crecido mucho. Aunque la fortaleza era aún imponente y se mantenía bien conservada, aunque una línea telefónica la unía a la central de la ciudad (los cables que salían por una tronera de la torre occidental se veían desde todas partes), nadie hubiera creído que llegaría el día en que hubiese de cobijar de nuevo a su criatura: la ciudad. Se trataba de un anacronismo, un anacronismo incluso inquietante. Ahora que todo ya estaba hecho se esperaban las consecuencias. Ya que se había aceptado el servicio de la fortaleza, era obligado aceptar también lo que ello traía consigo. Podían producirse enfermedades medievales. Podían renacer viejos crímenes. La crónica de Xivo Gavo estaba repleta de asesinatos y epidemias de peste.
Un día (era el quinto de estancia en la fortaleza), Ilir y yo paseábamos sin objeto preciso entre el barullo humano. Habríamos querido a veces salir de las galerías para ver otras zonas del castillo, pero habíamos tenido miedo. Decían que la fortaleza poseía muchos lugares misteriosos, catacumbas y laberintos donde, si se entraba, no se podía volver a salir. Ante algunas entradas oscuras habíamos visto desde lejos a personas que en apariencia no prestaban atención a quienes las miraban, pero que si te acercabas a ellas comprendías en seguida que eran los guardianes de aquellas entradas.
Mientras deambulábamos por la primera galería captamos de pronto, entre la algarabía general, varias palabras que llevábamos tiempo esperando. Eran dos hombres no muy viejos, con los cuellos envueltos en bufandas, altos y pálidos. Sus voces eran monótonas. Lo abandonamos todo y nos fuimos dócilmente tras ellos. Habíamos caído prisioneros. Las cadenas de las palabras rechinaban en nuestras manos y nuestros pies.
– ¿La sentencia de muerte llegó el lunes?
– No, la sentencia inexorable llegó el sábado. El lunes fue la ejecución. La cabeza se la llevó en una cartera el oficial de palacio y el cuerpo lo arrojaron desde la torre de la parte este. El oficial partió aquella misma noche hacia la capital.
– ¿Estaba envenenado cuando le cortaron la cabeza?
– No. Sólo estaba borracho. La cabeza fue expuesta, según la costumbre, en el nicho de piedra, en Estambul.
– Ya vi una vez ese nicho.
– La cabeza permaneció allí durante diecinueve días, hasta que llevaron la de Kara Razi. Ya sabes que, según el reglamento, en el nicho sólo Se exhibe una cabeza…
Ellos hablaban. Nosotros los seguíamos. Habíamos dejado atrás la galería y atravesábamos ahora la gran explanada. Llovía. Todo estaba mojado y desierto. Se metieron por unos corredores estrechos, bajaron algunas escalinatas de piedra, subieron otras, caminaron por una galería abandonada. Nosotros temblábamos como perros ateridos de frío.
Penetramos en un corredor amplio, de techo bajo, donde escuchábamos el ruido de los pasos, no ya bajo nuestros pies, sino sobre nuestras cabezas. Aquí las palabras de los dos hombres comenzaron a deformarse, a hincharse y estirarse fuera de toda medida. No se entendía nada. Así continuamos un buen rato, mientras atravesábamos el pasadizo.
Desembocamos en una gran cavidad rematada por una bóveda. Nos vieron. Volvieron sus cabezas y nos miraron largo rato con sus ojos de color ceniza. Nosotros continuábamos temblando. Después, uno señaló con la mano los hierros oxidados que colgaban de los muros y ambos apartaron los ojos de nosotros.
– Aquí estuvo encarcelado Gur Cherchiz. Ahí están las cadenas. Las terceras por la derecha. Estuvo encadenado ahí mucho tiempo después de muerto. Cuando retiraron el cuerpo, la mitad se lo habían comido las ratas.
– ¿Y Karafil? ¿Los encarcelaron juntos, no?
– Las cadenas de Karafil son las quintas. Vivió hasta la llegada del decreto magnánimo que lo perdonaba. Cuando lo subieron al patio de la fortaleza, caminaba como aturdido y todos creyeron que era a causa de la alegría. Cuando comenzó a avanzar en dirección al muro, uno dijo: «Me parece que no ve», pero los demás desoyeron sus palabras. Karafil se acercó al muro y, cuando llegó al borde del precipicio, justo cuando todos esperaban que se detuviera y admirando la vista que se aprecia desde lo alto pronunciara una breve declaración o simplemente alguna loa al sultán que lo había perdonado, dio un paso más hacia delante y cayó. Sólo entonces se convencieron todos de que estaba ciego.
Subíamos ahora unos escalones. La piedra estaba pulida.
– Por esta escalera rodó la cabeza de Hurxid bajá. Durante la caída se reventó el ojo derecho, así que se abrió un proceso judicial contra el oficial encargado de llevarla a la capital. Lo acusaron de no haber velado por la cabeza durante el trayecto y de no respetar las reglas en la dosificación de la sal.
– Las reglas sobre la administración de la sal a las cabezas cortadas las formuló, si no me equivoco, el jefe médico Bugrahan, tras los malentendidos que se produjeron en relación con la cabeza de Timurtax, ¿no es así?
– Los malentendidos surgieron con la cabeza de Gelldrem. Había cambiado tanto después de cortada que había dudas de que fuera en verdad la suya. Fue entonces cuando se decretaron las reglas.
Hablaron largamente sobre las cabezas. Nosotros, definitivamente presos, caminábamos tras ellos. Sus cuellos estaban bien cubiertos por las bufandas. Llegó un momento en que me pareció que aquellas bufandas negras no hacían sino sostener sus cabezas (cortadas hacía tiempo) para que no cayeran al suelo.
Sentí ganas de vomitar. Ahora estaban subiendo. El aire se volvió más fresco. Salimos.
– ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes!
Estábamos salvados. Corrimos alocadamente entre la multitud que abarrotaba las enormes galerías, buscando a los nuestros.
– ¿Dónde estabais? ¿Por qué estáis tan pálidos? -nos preguntaron casi a un tiempo mi madre y la de Ilir.
– ¿Por qué tembláis? -dijo doña Pino.
– Tenemos frío.
– Tenemos mucho frío.
Mamá nos cubrió con una manta. La madre de Ilir nos dio a cada uno un pedazo de pan untado con mermelada. Allí, entre la gente, se estaba caliente. Habían venido a visitarnos algunas mujeres. Papá y Bido Sherif hablaban de algo. La nuera de Nazo tenía la barbilla apoyada en el puño y miraba tristemente. Doña Pino hacía algo con la cartera amarilla de sus instrumentos. «Bodas habrá siempre, en todo tiempo y en todo lugar, hasta el día del juicio», había dicho el primer día de nuestra permanencia en la fortaleza, cuando alguien le preguntó por qué llevaba la cartera consigo. La nuera de Nazo suspiró. La vida era hermosa entre la gente.
Ilir y yo no nos movimos de allí durante toda aquella tarde y el día siguiente. Escuchábamos las conversaciones de las mujeres que venían de visita. Temíamos encontrarnos a los dos desconocidos de los cuellos envueltos en bufandas negras. Habíamos decidido que, aunque los viéramos por casualidad entre el gentío, nos taparíamos los oídos inmediatamente para no escucharlos.
Por la noche hubo un fuerte bombardeo. Pensaba constantemente en la abuela. Sus pasos se sentirían allá en la gran casa. Subir y bajar de escaleras. Murmullos de la madera y de la vejez y aquel «reventad» que ella decía a los Estados, a los gobiernos y a sus aviones.
Estaba con Ilir en un rincón, tapados ambos con una manta. El ruido quedo nos estaba adormeciendo cuando, de pronto, atravesándolo, como un breve movimiento enérgico -una serpiente que se arrastra junto a tus pies y tú aún no la ves- se oyó la palabra «arresto». Era una tensión de cuellos, concentración de ojos, algo que se alinea, que camina con botas hacia ti, trac-truc, trac-truc. Arresto. Trac-truc, a-rres-to. Uno de los carabineros sacó las esposas del bolsillo. El hombre alto, sobre cuyo cuerpo hervían ahora por todas partes, como hormigas, miles de letras que componían velozmente las palabras «arrestado, arrestado, arrestado, arrestado», en su cara, en su cabello y sus manos, miraba cómo le ponían las esposas.
– Mira, se las cierran con llave -me dijo Ilir en voz alta.
– Ya lo veo.
Una mujer, la del detenido, al parecer, lanzó un leve grito.
– No te preocupes -dijo él.
Uno de los carabineros le puso la mano en el hombro y el pequeño grupo se alejó.
– Asquerosos fascistas -dijo alguien.
– Calla, no vaya a haber chivatos.
– Que los haya. Fascistas asquerosos.
– Están llenando las cárceles.
La gente, arremolinada durante la detención, se dispersaba en silencio. A mediodía hubo nuevamente un fuerte bombardeo.
Al día siguiente, entre la gente que pasaba continuamente junto a nosotros, mis ojos distinguieron una cara que me resultó conocida y que me miraba con insistencia. ¿Dónde habría visto yo aquellos cabellos claros y aquellos ojos turbios? Por fin me acordé. Era aquel muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu en nuestra bodega, durante un bombardeo.
Después de merodear alrededor durante buen rato, me hizo una seña. Me encogí de hombros. Me indicó con la mano que lo siguiera. No debía de querer acercarse. Me levanté y fui tras él. Salimos a la gran explanada. Hacía frío.
– ¿Cómo te llamas? -habló por fin el muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu.
Se lo dije. Nos habíamos detenido junto a una almena donde el viento cortaba. Al fondo del precipicio estaba la ciudad.
– ¿Me conoces?
– Sí.
– Muy bien, entonces. Aquello sucedió precisamente en la bodega de tu casa. Tú sabes lo que pasó -me agarró con fuerza de los hombros-. Habla, ¿lo sabes o no?
– Lo sé.
– El muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu aspiró profundamente.
– ¿La has visto?
– No.
Apretó las mandíbulas.
– En esta ciudad se prohibe el amor -dijo en voz baja-. Ya crecerás y te enterarás algún día.
(… rgarita).
Golpeaba sin parar la almena con la punta del zapato.
– Escucha -dijo-. Temo que la hayan hecho desaparecer. ¿Tú qué dices?
Me encogí de hombros.
– En esta ciudad hay dos modos de hacer desaparecer a las jóvenes embarazadas: ahogarlas con juku o ahogarlas en un pozo. ¿Qué dices tú?
Volví a encogerme de hombros. Hacía mucho frío.
– ¿Así que no la has visto en el barrio por ninguna parte?
– Por ninguna parte.
– ¿Nadie la ha visto?
– Nadie.
– ¿Hay muchos pozos en tu barrio?
– Unos cuantos.
Se mordisqueó los labios.
– Si al menos encontrara su cuerpo… -dijo con voz sorda.
Hacía viento. Me estaba helando…
– La buscaré sea donde sea…
Tenía los dedos extraordinariamente largos. Miró durante un rato la lejanía gris. Los incontables tejados de la ciudad apenas se distinguían entre la niebla.
– Si es preciso, bajaré al mismo infierno para encontrarla -dijo en tono quedo.
Quise preguntarle qué sentido tenían aquellas palabras, pero tuve miedo.
Sin añadir nada más, se alejó rápidamente atravesando la explanada.
Volaban despacio con las alas extendidas y durante un instante creí que aterrizarían en el campo abandonado del aeropuerto, pero de pronto viraron bruscamente y se dirigieron a la ciudad. Sus alas resplandecían amenazadoras en el cielo. Estaban ya casi sobre nuestras cabezas, precisamente a la altura desde la que, por lo general, entraban en picado. Después de realizar una última maniobra, se lanzaron una tras otra sobre la ciudad, casi en vertical.
Había llegado la primavera. Desde la ventana de la segunda planta observaba la llegada de las cigüeñas. Sobrevolando la cúspide de los minaretes y de las chimeneas altas, buscaban los nidos antiguos y por las grandes elipses que describían en el cielo no resultaba difícil adivinar su tristeza y su sorpresa al encontrar los nidos dañados por la onda expansiva de las bombas, por el viento y la lluvia del pasado invierno. Las miraba y pensaba que las cigüeñas no podrían saber nunca lo que puede suceder a una ciudad durante el invierno, durante el período en que están ausentes.