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La carretera, el puente del río y la calle de Zalli estaban repletos de soldados, mulas, camiones, que se movían lentamente hacia el norte. Italia había capitulado. Interminables columnas de soldados, con las mantas sobre los hombros, entraban en la ciudad. Una parte de ellos llevaba aún armas. Otros habían comenzado a tirarlas o a venderlas. El empedrado de la ciudad estaba encenagado con el barro que traían consigo los soldados. Todo se movía, se iba, giraba dejando lodo tras de sí. Las calles se desbordaban en gritos e imprecaciones en italiano. Las turbas móviles de soldados se volvieron más y más irregulares. Parte de ellos abandonaban nuevamente la ciudad y partían por la carretera hacia el norte. Simultáneamente, por la misma carretera, penetraban en la ciudad nuevas columnas, cada vez más embarradas. Calados por la lluvia, desfallecidos y sin afeitar, los soldados escalaban lentamente la pendiente de Zalli, miraban con asombro las altas casas de piedra.
La sombría ciudad invernal observaba con menosprecio a los vencidos. Poco después errarían como espectros por la nieve murmurando: «Pane, pane».
Llukan Burgamadhi regresaba con la manta al hombro por el camino de la fortaleza.
– Todos se van -gritaba-. No queda ni dios en la cárcel. Es para echarse a llorar.
Las monjas también se iban. Lame Kareco Sipiri corrió durante un rato bajo la lluvia, tras el camión al que subieron las chicas de la casa pública. Todo salpicado de barro por las ruedas traseras, caminaba en pos del camión como enloquecido, haciendo gestos con la mano a las mujeres, que también lo saludaban desde la caja, donde el viento las maltrataba. Por fin, se quedó atrás. Regresó entonces al centro de la ciudad con aspecto lastimero, repitiendo sin cesar: «Yo las quería».
Por la carretera seguían desfilando las largas columnas que parecían no tener fin. La ciudad estaba enteramente embadurnada de lodo.
– ¡Qué monstruosidad es ésta, querida Selfixe! -dijo la tía Xemo, que vino de visita precisamente en aquellos días-. El mundo entero se ha vuelto barro y lodo.
– ¿Qué quieres? Así es como se van las monarquías -dijo la abuela.
– Se van. Unos se van y otros llegan. Al marchar no dejan más que barro y lodo.
La ciudad estaba verdaderamente espantosa. El color rojizo del barro no encajaba en absoluto con su gris solemne. Italia, al capitular, lo salpicaba todo de barro, igual que las ruedas traseras de un camión.
Yo permanecía ante los ventanales de la segunda planta y observaba el trajín. Pensaba que, mientras que el viento de invierno había arrancado los harapos a Grecia, a Italia la ahogaba con barro.
La abuela y la tía Xemo se habían colocado sobre las narices sus viejos impertinentes, que resultaban extremadamente ridículos con los cristales rotos, y escudriñaban la carretera repleta de soldados.
– Ya se ha derrumbado también Italia -dijo la tía Xemo-, después de castigarnos los oídos durante tanto tiempo.
– Era insoportable -dijo la abuela.
– ¿Y dónde van a ir esos desdichados en medio de este invierno tan crudo? -siguió diciendo la tía Xemo.
– A deambular por los caminos. ¿Qué otra cosa pueden hacer?
– ¡Pobres! ¡Las madres que los esperan!
– Es lo que pasa cuando se derrumban los reinos en invierno -sentenció la abuela.
La tía Xemo suspiró.
– Mantas. Montañas de mantas -dijo al poco rato.
Por la carretera pasaban columnas innumerables de soldados y mulos. El ajetreo duró todo el día y toda la noche. Por la mañana parecía que estuvieran allí las mismas columnas interminables del día anterior.
La ciudad embarrada, después de pasar una noche inquieta, amaneció aún más sombría. A medianoche, las bandas de Isa Toska habían entrado coreando viejas canciones. Aún no había amanecido cuando lo hicieron algunos destacamentos de «ballistas». Por la mañana, las bandas de Isa Toska, los destacamentos de ballistas y la multitud derrengada de soldados italianos deambulaban por las encrucijadas y las plazas, aparentando no verse unos a otros. Aquí y allá hubo pequeñas peleas entre las patrullas de ballistas y las bandas de Isa Toska. La más seria se produjo a mediodía, entre los ballistas y los italianos. Los primeros pretendieron apoderarse de una parte de las armas y las mantas de un destacamento italiano maltrecho que seguía camino hacia el norte. Los italianos no aceptaron las condiciones del cambio que les proponían. Al final de las discusiones, tras las ofensas y los insultos por ambas partes, restalló la ametralladora.
Simultáneamente, unos oficiales italianos hicieron un intento de volar con el bulldog, que hacía tiempo había quedado prácticamente abandonado en el campo. Chirriando y lanzando alaridos, el bulldog logró elevarse algunos metros y recorrer un breve trecho como atolondrado, hasta que se desplomó sobre un sembrado unos cientos de metros más allá, poniendo fin así, con este último vuelo tan breve como vergonzoso, a la historia del aeropuerto militar.
Una hora después del derramamiento de sangre, a través del campo del aeropuerto, llegó a la carretera la primera columna guerrillera. Delgada y larga, con una bandera roja al frente, pasó entre la multitud de soldados italianos y se acercó a la ciudad ascendiendo por la cuesta de Zalli. Una segunda columa descendía por la vertiente norte.
De lejos llegó un grito prolongado:
¡Los guerrilleros! ¡Los guerrilleros!
Subí corriendo a la segunda planta para verlo. Las columnas me parecieron escuálidas. Esperaba ver gigantes con armas refulgentes y eran sólo dos columnas vulgares, tremendamente vulgares, con sendas banderas rojas al frente. ¿Adonde se dirigían? ¿No sabían que la ciudad estaba enfurecida y armada hasta los dientes? Al parecer no sabían nada de esto, pues continuaban avanzando con rapidez hacia el centro. Una tercera columna, aún más escuálida y todavía menos imponente, estaba atravesando el puente entre las turbas de soldados italianos. También ésta llevaba una bandera roja.
¿Por qué no eran más y por qué no tenían coches, cañones, antiaéreos, bandas de música, sino tan sólo una bandera roja y unas cuantas mulas cargadas con municiones y con los heridos al final?
Por la ladera norte descendía una cuarta columna. Entretanto, la primera avanzaba por la calle de Varosh. Las ventanas estaban abarrotadas. La gente hablaba en voz alta, agitaba los pañuelos; alguien tocaba una armónica.
Salí corriendo a la calle. Se acercaban, pálidos, delgados, vestidos con ropas que les estaban grandes o demasiado ajustadas. Buscaba con la mirada a mi tía. Una muchacha, otra más. No. Aún más muchachas. Se dirigían hacia el centro. Sin percatarme yo mismo, caminaba junto a ellos, con un grupo de chavales. La tía no aparecía por ningún lado. Quizás en la otra columna. Desde las ventanas continuaban saludándolos. Un grupo de mujeres corría junto a ellos y preguntaba sin parar. Alguien se abrazaba, rompiendo la formación.
Las ventanas de la señora Majnur y del resto de las señoras estaban cerradas. Me asaltó una desazón. Me pareció que allá, en algún lugar por delante, había una trampa. Me pareció además que la columna avanzaba confiada hacia ella. La ciudad era grande y feroz. Las terribles bandas de Isa Toska, los ballistas con sus pellizas negras y sus bigotes, con las águilas bordadas en hilo de oro sobre sus casquetes blancos, las multitudes desesperadas de italianos vencidos, aunque todavía armados, parecían estar esperando la delgada columna guerrillera para devorarla.
En las primeras filas, en efecto, sucedía algo. Se oyeron voces.
– Algo sucede.
– En el minarete.
– ¿Qué ha sucedido en el minarete?
– Los ojos.
– ¿Qué?
– El clavo. El clavo.
– Apartad a los niños.
– ¡Los niños atrás!
Nos apartaron.
Había sucedido algo verdaderamente funesto. Mientras la columna guerrillera avanzaba hacia el centro, el muecín Ibrahim, que había subido al minarete para presenciar la llegada de los guerrilleros, había esgrimido de pronto un clavo y había intentado sacarse los ojos. La gente que pasaba por la calle y que había subido corriendo a la torre al darse cuenta le había arrancado a duras penas de las manos el clavo ensangrentado. Habían intentado bajarlo, pero él, enfurecido y fuerte como era, les pidió el clavo gritando con voz potente: «¡No quiero ver el comunismo!». Por fin, tras inútiles esfuerzos por hacerlo descender y ante el riesgo cierto de rodar ellos mismos por las escaleras a causa de su acometividad, la gente desistió y dejó solo al hombre que había intentado sacarse los ojos. El muecín Ibrahim quedó con el pecho apoyado en la balaustrada, desde donde entonaba habitualmente sus oraciones, y con las manos colgando cantaba de forma estremecedora un antiguo himno religioso.
La noche encontró a la ciudad llena de ballistas, guerrilleros, gente de Isa Toska y multitud de soldados italianos. Era una noche cerrada, repleta de voces, gritos, consignas, cascos de mula, pasos. «¡Alto! ¿Quién va? ¡Alto! ¡Muerte al fascismo! ¿Quién eres tú? ¡Alto! ¡Libertad para el pueblo! ¡Alto! ¿Quién va? Non preoccuparti… No os alarméis. Somos los valientes de Isa Toska. ¡Alto! El santo y seña. Non disturbare, che spariamo! No molestéis, que disparamos. ¡Alto! ¡Atrás! ¡Atrás vosotros! ¡Muerte al fascismo! ¡No disparéis! ¡Alto! ¡Atrás os digo! ¡Muerte a los infieles! ¡Alto!».
La ciudad parecía tener pesadillas. Hablaba entrecortadamente. Su balbuceo era sombrío, invocaba a la muerte.
Al amanecer, todo se tranquilizó. La lluvia había cesado. El cielo estaba gris, pero con mucha luz. Por la callejuela se deslizó la mujer de Bido Sherif.
– Aqi Kaxahu se ha vestido de ballista -dijo sacudiéndose la harina de las manos-. Lo he visto con mis propios ojos, el muy perro, todo cubierto de correajes y cartucheras.
– ¡Así reviente! -dijo la abuela.
Doña Pino empujó la puerta.
– ¿Cómo es posible? No nos enteramos de lo que pasa -dijo la tía Xemo, que había dormido aquella noche en casa.
– ¿En manos de quién está la ciudad? -preguntó la abuela.
– De nadie -respondió Doña Pino-. Es la hecatombe.
La ciudad estaba en manos de los guerrilleros. Se supo alrededor de las ocho de la mañana, cuando sus patrullas se dejaron ver por todas partes. Los ballistas se habían replegado en el barrio de Dunavat. Las bandas de Isa Toska lo habían hecho en el monasterio de Selim. Los italianos llenaban ambos márgenes de la carretera, la orilla del río y una parte de la explanada del aeropuerto.
Reinaba la calma. La abuela y la tía Xemo tomaban el café matutino.
– Dicen que los guerrilleros van a abrir comedores colectivos -dijo la tía Xemo pensativa.
La abuela calló. Se puso los impertinentes sobre la nariz y miró fuera.
– ¿Qué puerta es ésa que suena con tanto estrépito? -dijo-. Mira a ver. Me parece que es la casa de Nazo.
Lo había adivinado. Sí que estaban llamando a la puerta de Nazo. Eran tres guerrilleros. Uno, el que llamaba, tenía una sola mano: la izquierda. Los otros dos miraban las ventanas. Nazo y su nuera se asomaron.
– ¿La casa de Maksut Gega? -gritó desde abajo el guerrillero.
– ¿Mande usted? -dijo la nuera de Nazo.
– Que salga Maksut en seguida.
– Maksut no está en casa.
– ¿Dónde está?
– Se ha ido a casa de unos primos.
– Abre la puerta. Vamos a hacer un registro.
Salieron un cuarto de hora después. El guerrillero manco extrajo del bolsillo de la chaqueta un pedazo de papel y, juntando las cejas, lo leyó.
Un minuto más tarde llamaron al gran portón de los Karllashe. Al principio no respondió nadie. Volvieron a llamar. Alguien apareció en la ventana.
– ¿La casa de Mak Karllashe?
– Mande usted, señor guerrillero.
– Que salgan Mak Karllashe y su hijo.
La cabeza desapareció de la ventana. Silencio. Dos de los guerrilleros se descolgaron las armas del hombro. El manco volvió a llamar. El portón era de hierro y los golpes resonaban a gran distancia.
Por fin se oyó ruido en el interior. Se oyeron también gemidos, lloros, un grito femenino. La puerta se entreabrió y apareció Mak Karllashe. Alguien le tiraba de la manga. «¡Papá, no salgas, papá!» Salió. Las bolsas que tenía bajo los ojos estaban negras. Su hija lo tenía agarrado por el brazo y no lo soltaba. Su hijo, con unas relucientes botas negras y la cara pálida, completamente pálida, iba detrás. «¡Papá!», gritaba la muchacha aferrándose a su brazo. Alguien lloraba tras la puerta.
– ¿Qué queréis de nosotros? -dijo Mak Karllashe. Su cara alargada se estremecía al ritmo de los sollozos que emitía la muchacha colgada de su brazo.
– Mak Karllashe y su hijo, estáis condenados como enemigos del pueblo -gritó el guerrillero y se descolgó la metralleta del hombro con su única mano.
Tras la puerta estallaron los gritos. «¡Papá!», gritaba la niña, «¡Papá!»
– ¿Quiénes sois vosotros? -dijo Mak Karllashe-. No os conozco.
– El tribunal del pueblo -bramó el guerrillero y alzó la metralleta. La chica volvió a chillar.
– Yo no soy un enemigo; soy un fabricante de pieles; hago zapatos para el pueblo.
El guerrillero se miró las alpargatas destrozadas.
– ¡Lárgate, muchacha! -gritó y enderezó la metralleta. La chica gritó. Tras la puerta volvieron a oírse los alaridos.
– ¡Perro, aparta esta arma! -gritó la muchacha con voz ronca.
– ¡Lárgate, zonal -dijo el guerrillero y la apuntó.
– Espera, Tare -dijo uno de los otros dos y se dispuso a apartar a la muchacha, pero no llegó a tiempo.
– ¡Muerte al comunismo! -gritó Mak Karllashe.
La metralleta tembló en la única mano del guerrillero. Mak Karllashe fue el primero en tambalearse. El guerrillero intentó no alcanzar a la muchacha, pero fue imposible. La chica se estremeció, aferrándose a su padre, como si las balas cosieran a la vez los dos cuerpos. Tras la ráfaga, se sucedió una calma sorda. Los muertos se desplomaron uno sobre el otro. Sus cuerpos se agitaron aún por unos instantes, hasta que parecieron hallar tranquilidad, y entonces, sobre el montón silencioso, se alzaron las botas del hijo de Mak Karllashe, negras y brillantes. Del otro lado de la puerta llegaba un gemido contenido.
– Líame un cigarrillo -dijo a su camarada el guerrillero manco. Su rostro estaba demudado. Se colgaron las armas al hombro y echaron a andar, pero en ese momento el empedrado resonó con unos pasos pesados. Era una patrulla guerrillera. Los tres eran muy altos. Se acercaban. Llevaban suelas claveteadas.
– ¡Muerte al fascismo!
– ¡Libertad para el pueblo!
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó el que iba en medio.
– Hemos fusilado a un enemigo del pueblo -dijo el manco.
– ¿Y la orden de arresto? -la voz del guerrillero tenía un tono sumamente grave.
El guerrillero Tare extrajo del bolsillo un papel arrugado.
– De acuerdo -dijo el otro.
La patrulla se dispuso a marcharse, pero en el último instante uno de ellos distinguió los cabellos de la hija de Mak Karllashe.
– Dame ese papel -dijo regresando.
El guerrillero Tare le miró a los ojos. Su única mano, lentamente, muy lentamente, extendió dos dedos hacia el interior del bolsillo pequeño de la chaqueta y extrajo el papel arrugado.
El de la patrulla lo leyó.
– Veo entre ellos a una muchacha -dijo-. ¿Dónde está su nombre?
– Su nombre no está -dijo el guerrillero Tare y su cuello se tensó como si le hubieran golpeado.
– ¿Quién ha disparado?
– Yo.
– ¿Nombre?
– Tare Bonjak.
– Guerrillero Tare Bonjak, entrega tu arma -ordenó el de la patrulla-. Quedas detenido.
El guerrillero Tare bajó la cabeza.
– El arma.
Su mano volvió a moverse. Hizo un movimiento con el hombro para facilitar el desprendimiento de la correa y le tendió la metralleta.
El otro miró a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en el patio de la casa abandonada de Xuano.
– Allí -dijo señalando con la mano el patio.
El guerrillero Tare se dirigió donde le ordenaban.
– Vosotros lo mantendréis bajo vigilancia hasta que vengan los camaradas que lo vayan a juzgar -dijo dirigiéndose a los dos compañeros de Tare.
– Sí, de acuerdo.
– ¡Muerte al fascismo!
– ¡Libertad para el pueblo!
El guerrillero arrestado se sentó sobre un montón de piedras y observó los muros de la casa abandonada, que había comenzado a adquirir el aspecto de unas ruinas.
Sus camaradas se mantuvieron a cierta distancia, sin hablar. Se oían los alaridos de las mujeres de los Karllashe. Estaban metiendo los cadáveres en el patio. El detenido volvió a pedir un cigarrillo. Se lo dieron.
Se fumó el cigarrillo y apoyó después la barbilla sobre el puño. Los otros dos miraban en direcciones distintas. Por fin se escucharon pasos en la calle. Llegaron. Eran tres.
El detenido se puso en pie. El juicio sería breve.
– Guerrillero Tare Bonjak, se te acusa de matar a una muchacha. ¿Es verdad?
– Es verdad -dijo él.
– ¿Qué tienes que decir?
– Nada. Soy manco. La mano derecha me la cortaron los enemigos del pueblo. No consigo disparar bien con la izquierda. Los tiros alcanzaron a la chica…
– Está claro.
Conversaron entre sí. Después uno de ellos volvió a hablar:
– Guerrillero Tare Bonjak, se te condena a morir fusilado por mal uso de la violencia revolucionaria…
Silencio. El que había hablado se dirigió con un gesto de la cabeza a los dos camaradas de Tare.
– ¿Ahora? -preguntó uno con la voz quebrada…
– Ahora.
Sus frentes se cubrieron de sudor frío.
El condenado comprendió. Se situó junto al muro y los miró. Se descolgaron las armas del hombro. Levantó su único brazo y saludó con el puño cerrado.
– ¡Viva el comunismo!
La ráfaga fue corta. El guerrillero cayó de bruces sobre las losas de piedra.
Se alejaron. Los dos camaradas del muerto caminaban detrás.
– Se nos fue Tare -dijo uno-, por una prostituta.
– ¡Se matan unos a otros! ¡Se matan unos a otros! – gritó una voz lejana.
La señora Majnur asomó su cara por la ventana y gritó con el rostro descompuesto:
– ¡Que se despedacen!
Los dos hombres la oyeron. Alzaron las cabezas rápidamente, pero ya no se veía a nadie en las ventanas. Entonces, uno alzó la metralleta y disparó una ráfaga hacia las ventanas. Los vidrios rotos cayeron ruidosamente sobre el empedrado.
DECLARACIONES DE LA VIEJA SOSE (a falta de crónica)
Está escrito en viejos libros: vendrá un pueblo que tiene los cabellos rubios y tratará de reducir a cenizas esta ciudad.