37617.fb2 Cr?nica de la ciudad de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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XVII

Los ejércitos alemanes habían cruzado la frontera meridional y marchaban sobre la ciudad, que se desalojaba ante su amenaza. Éste era el tercer desalojo en el transcurso de toda su existencia. El primero fue provocado por una peste, mil años antes. El segundo había tenido lugar hacía cuatrocientos años, cuando las tropas imperiales turcas habían cruzado la frontera, bajo el estandarte del Islam, exactamente por el mismo lugar que ahora presenciaba el avance de las tropas alemanas.

La ciudad se vaciaba. Se presentía la intensa soledad de la piedra.

Aquella noche de martes estaba llena de voces, pasos y rechinar de puertas. La gente se preparaba formando grupos, cerraba los portones pesados y emprendía el camino en la oscuridad, hacia la periferia y las aldeas cercanas.

En nuestro corredor se habían reunido Mane Voco y Bido Sherif junto con sus mujeres e hijos, además de Nazo y su nuera. Maksut había desaparecido. Yo estaba triste por la abuela, que se negaba nuevamente a venir, lo mismo que doña Pino. Temía que pudieran celebrarse bodas en su ausencia. Podían necesitarla. Durante sesenta años había engalanado a todas las novias de la ciudad. No podía abandonarla ahora. Una novia sin adornar es la cosa más horrible del mundo. «Es la hecatombe», había dicho cuando intentaban convencerla de que se fuera, «No y no.»

Partimos. Caminábamos con paso irregular, como ebrios. Aquí y allá, en la oscuridad, se escuchaban otros pasos. Todos se iban. Nos quedamos solos a la salida de la ciudad. Bido Sherif iba en cabeza con un bastón en la mano. Papá tropezaba continuamente con las piedras. Los demás murmuraban, maldecían, tosían, se torcían los tobillos en los hoyos. Tan sólo la nuera de Nazo, incluso en mitad de aquella noche negra, caminaba con elegancia, contoneándose levemente. Quizá no sabía andar de otro modo.

Atravesamos sembrados desiertos. En el momento en que salió la luna, caminábamos por la carretera. Nunca había visto algo tan terrorífico como aquella carretera en la noche, con las rodadas interminables de los camiones que, bajo la sombra debida a la luz de la luna, parecían líneas negras de muerte. Nazo cayó y volvió a levantarse.

Cruzamos el puente del río. Teníamos ante nosotros el campo abandonado del aeropuerto, a través del cual debíamos pasar. Más allá se distinguía la colina de la Santísima Trinidad e inmediatamente tras ella, negra y amenazadora, sorprendentemente próxima, como si se hubiese alzado de pronto para ver quien se le acercaba, esperaba la montaña.

La luna, como doña Pino, se esforzaba por embellecer o al menos suavizar un poco el aspecto lóbrego del paisaje. Pero su luz era tan escasa y tan débil que, absorbida con lujuria insaciable por la niebla y el barro, no hacía más que afearlo todo en mayor grado.

Finalmente desapareció tras las nubes.

– No se ve nada -dijo la nuera de Nazo. Todos volvieron la cabeza. La ciudad había desaparecido.

Alguien se quejó.

Entonces, la llanura, la carretera, la colina de la Santísima Trinidad, la niebla sin nombre, la misma montaña (me resultaba difícil creer que camináramos hacia una montaña, pues sus contornos eran ahora tan indeterminados que parecía que allí delante no hubiera otra cosa que un pedazo más denso de noche): todo aquello, abandonado a la oscuridad, comenzó a crujir y a moverse torpemente, como un monstruo. Poco a poco yo iba perdiendo la noción de la realidad. Nuestro caminar carecía ya de dirección, era un avance sin objeto, un errar por el vientre de la noche. Además, me sentía incapaz de pensar. Estaba acostumbrado a hacerlo entre las paredes, en las calles, las habitaciones, que, al parecer, me ordenaban los pensamientos, mientras que ahora todo era, no sólo inabarcable, sino también fatal. Ahí estaba la montaña: inclinada sobre la colina de la Santísima Trinidad, devoraba su lomo calladamente. Y ésta moría.

Alguien estornudó. Fue un sonido providencial, pero desgraciadamente breve.

Volvió a salir la luna. La bruma se arrastró rauda hacia su luz, tiñéndose las barbas con ella y derramando el resto sobre el barro de la llanura. Cogida por sorpresa, la montaña se alejó instantáneamente de la colina, pero no resultaba difícil ahora distinguir los desgarrones profundos que había dejado en su lomo.

La nuera de Nazo, la única que no había emitido un solo quejido ni suspiro durante la marcha (esto se debía quizás a que ella caminaba por el mundo de la magia, con el que estaba vinculada hacía tiempo), volvió nuevamente la cabeza.

– La ciudad -dijo entre dientes.

– ¿Dónde? -le pregunté en voz baja.

– Allí.

No vi nada.

– Sí, allí -repitió.

– ¿Aquello como niebla?

– Sí.

Allí estaba la abuela.

La luna volvió a ocultarse. Aquel recuerdo fugaz de la abuela fue devorado instantáneamente por las tinieblas. Aprovechando la oscuridad, la montaña volvió a inclinarse sobre la colina.

Continuamos largo rato así. Ahora ascendíamos.

– No os durmáis caminando -dijo Bido Sherif.

Ilir estaba junto a mí.

– Me estaba durmiendo -dijo.

– ¿Y eso?

– No sé.

Subíamos sin cesar.

– Amanece -dijo Mane Voco.

El sol, en efecto, vertía una luz débil, pero parecía que en cualquier instante fuera a retractarse y a dejarnos de nuevo en la negrura.

Paramos a descansar en un pequeño altozano. La llanura, allá abajo, la carretera, los ribazos, la niebla y la montaña se liberaban lentamente del yugo de la noche y esperaban la mañana, cansados y lívidos por la angustia pasada.

– Allí -dijo Ilir-. Mira allí.

A lo lejos, entre la turbiedad que se originaba de la mezcla de la noche y el día, aparecieron los contornos de la ciudad. Era la primera vez que la veía de lejos. A punto estuve de gritar de alegría, pues durante toda la noche había estado imaginando que resbalaba y resbalaba irremisiblemente y se hundía en el barro de la llanura como un barco viejo.

El relieve de la tierra se había sacudido ya definitivamente los duendes de su lomo y se descubría con lentitud bajo la luz del día. Tan sólo en los ojos cenicientos de la nuera de Nazo había quedado algo de la magia de la noche.

La ciudad estaba allí, completamente sola entre las mandíbulas de la niebla, que se abrían torpemente por todas partes. Allí estaban las viejas de la vida. Allí, desde sus ventanas, la abuela y la tía Xemo, con los impertinentes rotos sobre su nariz, vigilaban la carretera, esperando la aparición de los hombres de cabellos rubios. Llevaba tiempo observando algunos signos. Ahora esos signos eran ya infalibles: la abuela y la tía Xemo se preparaban para ser candidatas a viejas de la vida. La prueba frente a los alemanes era, al parecer, la definitiva para ellas, del mismo modo que lo habían sido para las otras las grandes incursiones de los turcos, las masacres sobre las ruinas de la república y después de la monarquía, como también el hambre ininterrumpido durante cuarenta años.

– Caminemos -dijo Bido Sherif-, ya nos queda poco.

Nos levantamos. Yo caminaba dormido. Era un sueño difícil, interrumpido y rasgado por los hoyos del camino. Alguien dijo: «Hemos llegado». Abrí los ojos.

– ¡Hemos llegado!

– ¿Adonde?

– Aquí.

No era consciente.

– ¿A la aldea?

– Sí, a la aldea.

– ¿Dónde está?

– Allí.

Miré con sorpresa. Aquello era, por tanto, lo que se llamaba aldea. Asombroso. Quedé un rato con la boca abierta. Después me eché a reír de pronto a carcajadas.

– ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? -preguntó la nuera de Nazo.

Yo no paraba de reír…

– Este chico me va a volver loca -dijo mamá.

– ¿Qué te pasa? -gritó papá con brutalidad.

– Sí… mirad… fijaos… las casas… allí…

– ¡Basta!

Mamá me sacudió por los hombros y me echó el brazo por encima.

Lo que estaba viendo me resultaba increíble. Aquellos edificios diminutos, bajos, muy bajos, con los muros encalados, me parecían casas de muñecas. Además, no estaban pegadas unas a otras formando calles, sino separadas, cada una por su lado y, por si esto no bastara, todas estaban cercadas por tierras labradas, corrales de gallinas, almiares y casetas para perros.

También los aldeanos observaban con asombro nuestro grupo, que caminaba a través de la plaza. Dos o tres niños se asustaron y corrieron a esconderse tras las puertas. Mugía una vaca. Aparecieron más aldeanos. Éstos eran de rasgos más amables; tenían más luz en los cabellos y olían a leche. Se oían las esquilas. Olía a hierba. Se me caían los ojos.

Desperté por la tarde. Estaba en una habitación totalmente vacía. Papá ponía papeles en la ventana sin cristales, mamá limpiaba el suelo, todo lleno de excrementos de gallina. Era descorazonador.

Poco después llegó la mujer de Bido Sherif, junto con Nazo.

– ¿Os habéis instalado ya? -preguntaron.

Mamá frunció los labios.

– ¿Y vosotros?

– Vaya. Hemos encontrado una casa abandonada.

La mujer de Bido Sherif dejó escapar un profundo suspiro.

– ¿Dónde hemos ido a parar, dónde…?

Se fueron.

Tenía ganas de llorar. La nostalgia de mi casa y de mi ciudad se me vino encima como una avalancha. Había ocurrido algo irreparable.

Papá bajó al sótano y volvió a subir.

– ¡Cuidado! -dijo-, no encendáis fuego. Abajo hay paja. Podemos abrasarnos como ratas.

Llegó Mane Voco. Había adelgazado mucho desde que ahorcaron a Isa.

– ¿Tenéis un poco de sal? Nos la hemos olvidado.

Mamá se la dio.

También la nuestra era una casa abandonada. La otra habitación estaba medio derruida. Bajé a ver la paja.

– ¡Auuu! -grité a la entrada del sótano.

Ninguna respuesta. La hierba seca, aburrida, tan sólo despedía un olor fuerte. Volví a la habitación y pensé cómo sería posible que viviéramos siempre en casas bajo las que amenazaba el peligro. Allá en la ciudad había el agua del aljibe, aquí el fuego del sótano.

Los refugiados de la ciudad estuvieron pasando durante todo el día. Algunos se quedaban en la aldea, instalándose en casas abandonadas desde hacía tiempo, igual que nosotros; la mayoría seguía adelante, hacia otras aldeas. Entre la gente con hatillos y cunas a cuestas, vi a Qani Kekez. Al pasar, los refugiados dejaban una estela de hojas de periódico, colillas y noticias. En la ciudad habían matado a Gerg Pula. Acababa de presentar su cuarta solicitud en el registro civil para cambiar de nombre, esta vez por el de Jürgen Pulo. (Decían que además de Giorgio, Jorgo y Jürgen, que no llegó a disfrutar, tenía en reserva Jogura, para el caso de que nos invadieran los japoneses.)

La caravana de refugiados estuvo atravesando la aldea durante toda la noche. Tuve un sueño inquieto, interrumpido por toda clase de cencerros, mugidos y llamadas a la puerta.

Dormía cuando oí la potente voz de Xexo que venía del camino.

– Dónde estáis, buenas amigas, os he buscado por todas partes. ¿Dónde estáis, desventuradas?

Entró con gran arrebato. La mujer de Bido Sheríf y la madre de Ilir llegaron corriendo tras ella.

– ¿Qué, Xexo? ¿Qué se cuenta?

Xexo se paseó un rato por la habitación, tras lo cual empezó a golpearse las mejillas.

– ¡Aaaayy, pobres de nosotras! ¿Adonde hemos ido a parar? ¡Por los caminos, como los gitanos! ¡Desperdigados como las crías de los cuervos! ¡Qué tugurio es éste, hija mía! ¿Dónde os habéis tenido que meter, pobrecita mía? ¿Por qué no nos volverá locas el Señor y así, al menos, no nos enteraríamos de lo que está pasando? ¡Qué desastre! ¡Qué desastre!

– Ya está bien, querida Xexo. Sí nos hemos echado al camino con bien, podía haber sido para mal -dijo la mujer de Bido Sherif-. ¿Qué noticias nos traes?

– ¿Por dónde empiezo? La hija de Checho Kaili, ¿lo habéis oído?, se ha largado con los italianos.

– ¿Con los italianos?

– Últimamente le había crecido mucho la barba y se le había puesto como la del Mulla Kasem. El barbero entraba y salía a diario en la casa de los Kaili, con la cartera llena de cuchillas de todas clases, de esas francesas. Si no, no había modo. Hasta que una noche se hartó y se largó. Dicen que fue el barbero el que lo arregló todo. Se fue en el camión del burdel.

Tomó aliento. Se hacía notar la falta de la abuela. Sólo ella podía expresar en ese momento un juicio más general sobre lo sucedido y decir algo que no podían decir ni mamá, ni la mujer de Bido Sherif, ni siquiera la de Mane Voco.

– Quizás ahora se vaya con ella esta horrible calamidad que ha caído sobre la ciudad -dijo Xexo-. Una calamidad era esa muchacha con barba. Ha hecho bien en marcharse -siguió diciendo y asombrando a todos, pues contra su costumbre, estaba expresando algo esperanzador. Pero su flaqueza fue breve. Alzando la voz, que atravesaba su nariz con un silbido sordo, casi gritó-: Pero no nos abandonan las calamidades, no. ¿Habéis oído lo de Maksut, el hijo de Nazo? Un soplón, queridas, un soplón.

– ¿Soplón?

– Soplón, sí. Una serpiente agazapada. Por eso no se fue a una aldea como los demás, sino que despachó a la mujer y a la madre, porque tiene miedo a los guerrilleros. Se ha escondido y no aparece por ninguna parte. Espera a los alemanes, dicen. Les envía mensajes por las noches y les muestra el camino para llegar. Dicen que fue él quien denunció a Isa.

La madre de Ilir sollozó.

– ¡Ah, perro, perro!

Xexo lanzó un gran suspiro.

– Avdo Babaramo no ha encontrado aún el cuerpo de su hijo -dijo ahora con voz sosegada-. Todavía anda por los caminos ese pobre padre. Pero ahora todos vamos por los caminos -Xexo comenzó a elevar la voz-, por los caminos como los judíos. ¿Qué hemos hecho, Dios mío, para que nos trates así? Nos has arrojado bombas, has hecho que nos salga barba, has hecho salir agua negra de la tierra, ¿qué más pretendes hacernos?

Su voz nasal resonaba como un trueno. Después pareció cansarse y empezó a hablar más calmadamente.

– Abandonamos nuestras casas como si estuviéramos locos. ¿Qué puedo deciros, queridas? Filas y filas de hombres y mujeres, cargados con bultos, con cunas y con mantequeras, con tullidos y con gatos, marchan y marchan sin volver la vista atrás, como los desterrados. Dino Chicho caminaba en medio de ellos con su aeroplano a cuestas.

– ¿Con el aeroplano?

– Con el aeroplano a la espalda, queridas, con el aeroplano. La gente de su casa se le acercaba y le rogaba: «Dino, anda, deja el aeroplano; ¿dónde lo vas a llevar?; pesa mucho, nos vamos a quedar rezagados». Pero él no los escuchaba. De ningún modo quería dejárselo a los alemanes.

Salí corriendo al exterior con la esperanza de ver entre los refugiados a Dino Chicho cargado con su aeroplano. Hacía frío. Los refugiados eran ya escasos. Apenas podían arrastrar las piernas. Reconocí a dos chicos del barrio.

– ¿Dónde estáis vosotros? -les pregunté.

– En aquella… aquella… Allí.

– ¿Y tú?

– En… ésta… aquí.

No éramos capaces de pronunciar la palabra casa. Por fin encontré a Ilir. Desde la muerte de Isa estaba como aturdido. Le conté lo que nos había dicho Xexo sobre Maksut. Sus ojos centellearon.

– Escucha -me dijo-, cuando volvamos, mataremos a Maksut. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. He visto en casa un viejo puñal del abuelo.

– ¿Es afilado?

– Mucho. Y tiene unas letras en turco.

– Lo esperaremos cuando vuelva a casa de noche. Yo lo cogeré por el cuello y tú le clavarás el puñal.

Estuve un rato pensando.

– Es mejor que lo invitemos a cenar y lo matemos mientras duerme, como hizo Macbeth -le dije-. Después le cortaremos la cabeza.

– Y la tiraremos por la escalera para que se le reviente el ojo derecho -me secundó Ilir-. Pero ¿cómo lo vamos a invitar a cenar?; ¿dónde?

Nos pusimos a tramar el plan con todos los detalles. Éramos casi felices. Pasó cerca de nosotros Qani Kekez. Su rostro redondo y rojo parecía sosegado, aunque, si se lo observaba con atención, tenía algunos arañazos recientes.

– ¡Adiós los gatos de la aldea! -dijo Ilir.

Reímos los dos. Me alegré por Ilir. Después de la muerte de Isa, tenía la impresión de que había crecido de pronto y me había dejado solo. Ahora estábamos de nuevo juntos.

Charlando sobre el plan de ejecución, habíamos llegado inadvertidamente a un extremo de la aldea. La tierra estaba cubierta de escarcha. Todo lo que había alrededor: los árboles cuyos nombres desconocíamos, los pájaros que veíamos por primera vez, los almiares aislados, la tierra esponjosa y suelta por la acción de la azada, las boñigas de vaca salpicadas aquí y allá, todo era ajeno e incomprensible para nosotros. Unos niños del lugar nos miraban con timidez con sus ojos tiernos. Miré la cara alargada de Ilir, sus pelos tiesos como pinchos y recordé que mi aspecto era poco más o menos el mismo. Los pequeños aldeanos comenzaron a caminar detrás de nosotros.

– ¿Has visto cómo se asustaban? -dijo Ilir-. Somos terribles.

– Somos asesinos -dije yo.

Saqué la lente y me la puse sobre el ojo.

– ¡Tú no puedes decirme que yo he sido…! ¡No agites contra mí tu cabellera ensangrentada! -dije en voz alta, dirigiéndome a un almiar reducido a la mitad.

– Estas palabras se las diremos al espíritu de Maksut cuando se nos aparezca después de muerto.

– ¡Qué bien! -dijo Ilir.

Los pequeños campesinos que venían detrás de nosotros temblaban. Ahora caminábamos por tierra labrada.

– Y esta tierra, ¿por qué es así de blanda? ¿Qué le han hecho? -preguntó Ilir con enojo.

Me encogí de hombros.

– Cosas de los campesinos -dije.

– ¡Tanto trabajo sin sentido!

– ¡Completamente sin sentido!

– Es mejor que hablemos de la ejecución -dijo Ilir.

El llano sosegado, levemente inclinado, quedaba abierto a los vientos invernales. Los almiares desperdigados le conferían aún mayor sosiego. Caminábamos entre ellos y hablábamos de matar. Sin darnos cuenta salimos al camino por el que, junto con los refugiados, pasaban algunos aldeanos con sus mulas. Algunos de ellos marchaban en dirección contraría. Una mujer con la cara pálida apenas podía sostenerse sobre la mula.

– Aquí cerca hay un monasterio donde curan a la gente enferma -dijo Ilir.

Regresamos en dirección a la aldea. Andábamos detrás de un grupo de refugiados que volvía del monasterio, al que debían de haber ido para pasar el rato. Frente a nosotros venían más refugiados.

– ¿Dónde vais? -preguntaron desde el grupo al que seguíamos.

– Al monasterio -dijeron-, a ver la mano que hace milagros.

– ¡Qué milagros, hombre! De allí venimos nosotros. ¿Sabéis lo que es? La mano del piloto inglés.

– ¿La mano del inglés?

– Esa misma. Con el anillo en el dedo, como entonces. ¿Te acuerdas que la robaron del museo?

– ¿Cómo no me voy a acordar? Mira por dónde…

– Es mejor que os volváis.

Se volvieron. Nosotros caminábamos aturdidos entre el grupo bullicioso. Las palabras fueron escaseando después gradualmente hasta que sólo se oyeron los pasos.

– ¡Ese brazo! -dijo alguien con voz grave-. Ese maldito brazo no se despega de nosotros.

Nadie respondió.

– ¡Ah, infelices de los hombres! -dijo la misma voz-. ¡Si supieran a dónde pueden ir a parar sus cabezas o sus manos…!

Habíamos llegado a la aldea.

Por la noche, lejos, en la dirección en que debía encontrarse la ciudad, se divisaron fuegos. Todos los refugiados salieron al exterior y contemplaban boquiabiertos el temblor débil de las llamas. Se decía que estaban quemando las casas de los guerrilleros, pero no se sabía nada con certeza. Entre la oscuridad y la niebla, la ciudad lanzaba señales mediante los pañuelos lejanos de las llamas, que nadie era capaz de descifrar.

Nosotros, los chavales, encaramados a unas rocas desnudas, gritábamos todo lo que se nos ocurría.

– Aquella es mi casa. ¡Está ardiendo mi casa! ¡Hurra!

– ¡Mentira! Es la mía.

– ¿Sí? ¿Y quién de tu familia se ha hecho guerrillero?

– Mi tío.

– ¿Y de mi casa, que se ha ido mi hermano? ¿Qué?

Después siguieron las disputas por las llamas. Cada cual presumía que su casa ardía con unas llamas más altas que la de su compañero.

– ¿Y mi casa, que suelta todo ese humo? Una vez, cuando se atascó la chimenea…

– ¡Cuando se queme mi casa ya veréis!

– ¡Pues cuando se quemen los libros turcos de mi abuelo, que son tan gordos como una empanada! -dije con gesto presuntuoso.

– ¡Pues cuando se queme mi abuela, que es toda grasa! -dijo el nieto de la señora Majnur.

– No tienes vergüenza. ¿Cómo hablas así de tu abuela?

– Mi abuela es ballista.

– ¡Ilir, Ilir! -gritaba su madre.

Uno a uno, nos fuimos retirando todos. Cuando regresaba vi a la nuera de Nazo en la plaza desierta, completamente sola, vestida con una chaqueta preciosa, con el cuello de piel. Acababa de salir la luna y su cabeza surgía de entre la piel blanca como de la niebla.

– Buenas noches -me dijo.

– Buenas noches.

Me puso la mano en la nuca y durante un rato sus dedos juguetearon con mi pelo, sin peinar hacía largo tiempo.

– ¿Qué has oído decir de Maksut? -preguntó de pronto.

Yo bajé aún más la cabeza y no dije nada. Sus dedos, que por un instante se habían crispado sobre mi cuello, se tornaron nuevamente acariciadores.

– Se quema -dijo mirando en la dirección en que relumbraban los fuegos-. ¿Te da pena?

No sabía qué decir.

– Pues yo quiero que se queme. Toda -la palabra «toda» me sonó extraña en su boca-. Que no queden más que ruinas y ceniza. ¿Te gusta la ceniza?

Estaba desconcertado.

– Sí -le dije.

En ese momento, sus ojos, a la luz de la luna, me parecieron dos ruinas maravillosas.

¿Quiénes sois vosotros, que no conocéis ni los pájaros, ni la paja, ni los árboles? ¿De dónde habéis venido?

Hemos venido de aquella ciudad, de allí. Conocemos las piedras. Son como las personas: ásperas, suaves, rojizas, porosas, jóvenes, viejas, pulidas, arrugadas, con venas, cortantes, astutas, bonachonas, que te sujetan cuando resbalas; desleales, que se ríen de tu desgracia; fieles, aguantan durante siglos sobre los cimientos, cumpliendo su deber, bobas, ceñudas; pretenciosas, que sueñan con ser lápidas conmemorativas; sencillas, que te sirven sin pago a cambio, tendidas en el empedrado en hileras interminables como el pueblo, sin nombre, sin nombre, por los siglos de los siglos.

¿Estáis hablando en serio o deliráis?

Ahora están ensangrentadas por la guerra, como las personas.

¿Vero qué ciudad es ésa? ¿Qué ciudad es ésa?

Tenemos prisa por llegar allí.

DECLARACIONES DE DESCONOCIDOS

… ¡No me hables de cabelleras rubias! ¿Quién puede saber lo que tienen bajo esos cascos de hierro? Marchan. Marchan. Por doquier impera la guerra. Oscuridad. ¿Dónde vamos de este modo? No puedo más. Vendrá un tiempo hermoso, un cielo limpio. Un comisario llamado Enver Hoxha ha dicho: «Se instaurará el comunismo. Saludos a todos; yo ya me voy; disfrutad de la nueva Albania, camaradas». Marchan cascos y cascos innumerables por nuestros caminos. ¿Cuántos ejércitos ha visto este país? Y aunque la ciudad saltara por los aires, con sus casas, sus calles, sus puentes, sus puertas y ventanas, todo, yo sé que tú me habrás esperado. ¿A dónde vas? Nieva en las montañas. Esto es una operación quirúrgica. No consiste ni en abrir el vientre, ni en abrir el pecho. La llaman operación de invierno de los alemanes. Albania se retorcerá de dolor. El destino de este país ha surgido siempre de la cumbre de las montañas, como el sol. Ahora hace frío. Dime algo del comunismo. ¡Qué cielo tan despejado!…