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– Afuera, la noche invernal había envuelto la ciudad en agua, en niebla y en viento. Con la cabeza tapada bajo el embozo, yo escuchaba el ruido sordo y monótono de las gotas de lluvia sobre el gran tejado de nuestra casa.
Imaginaba cómo las gotas innumerables rodaban en aquel instante sobre las aguas inclinadas del tejado, apresurándose a caer cuanto antes a tierra para evaporarse después y volver a encaramarse allá arriba, en el cielo blanco. No sabían que en los aleros del tejado les esperaba una trampa oculta, el canalón de hojalata. Justo cuando se disponían a brincar del tejado al suelo, se encontraban de pronto en el interior del estrecho canalón junto con miles y miles de sus compañeras que se preguntaban amedrentadas: «¿A dónde vamos?, ¿a dónde nos llevan?». Entonces, antes de que hubieran podido recuperarse de su alocada carrera por el tubo, caían bruscamente en una prisión honda y oscura bajo la tierra, en el enorme aljibe de nuestra casa. De este modo llegaba a su fin la vida libre y gozosa de las gotas de lluvia.
Allí, en el aljibe negro y mudo, recordarían después con tristeza los espacios celestes que ya jamás volverían a contemplar, las ciudades extraordinarias a sus pies y los horizontes plagados de relámpagos. Tan sólo yo, alguna vez, les enviaría con mi espejo un fragmento de cielo, tan pequeño como la palma de una mano, que jugaría durante un rato en la superficie del agua, como un breve recuerdo del firmamento infinito.
Pasarían muchos días, incluso meses, aburridas allá abajo, hasta que mi madre las sacara con un cubo, aturdidas y desconcertadas por la oscuridad, y lavara con ellas nuestra ropa, la escalera y el suelo de la casa.
Pero, por el momento, no sabían nada. Corrían ahora llenas de vigor y alegría por las lajas de piedra del tejado y yo, mientras escuchaba su sonido, sentía algo parecido a la compasión.
Cuando la lluvia duraba tres o cuatro días seguidos, papá separaba el canalón en un punto, de forma que el aljibe no se llenara más de lo debido. El depósito era grande, se extendía prácticamente bajo toda la superficie que ocupaba nuestra casa y, si alguna vez el agua lo hubiese rebalsado, habría podido inundar primero el sótano y destruir después todos los cimientos, porque nuestra ciudad era empinada y en ella podía ocurrir cualquier cosa.
Mientras me devanaba los sesos acerca de quién soportaba con más dificultad la prisión, si el hombre o el agua, escuchaba los pasos de la abuela y después su voz, procedentes de la otra habitación.
– Levantaos, levantaos, hemos olvidado retirar el canalón.
Papá y mamá se levantaron inmediatamente, alarmados. Papá corrió a oscuras por el pasillo, con sus largos calzones blancos, abrió el ventanuco del mirador y con una larga pértiga separó el canalón. Se escuchó el gorgoteo del agua derramándose en el patio.
Entretanto, mamá encendió la lámpara de petróleo y bajó las escaleras junto con papá y la abuela. Me acerqué a la ventana intentando escudriñar el exterior. El viento estrellaba con furia la lluvia contra los cristales y se oía el crujido de los viejos desvanes.
No pude contenerme y bajé las escaleras para ver qué sucedía abajo. Estaban preocupados los tres y no notaron mi presencia. Habían levantado la tapa de la boca del aljibe y trataban de distinguir qué pasaba allí dentro. Mamá sujetaba la lámpara y papá miraba.
Sentí un escalofrío y me arrebujé en las faldas de la abuela. Ella me puso la mano en la cabeza con afecto. La eran puerta del patio y la interior temblaban con el viento.
– ¡Qué desastre! -exclamó la abuela.
Papá, de bruces, seguía mirando dentro del aljibe.
– Dame un papel de periódico -dijo a mamá.
Ella se lo trajo. Papá retorció el papel, le prendió fuego y lo dejó caer en el interior. Mamá soltó un leve grito.
– El agua llega hasta la boca -dijo papá.
La abuela comenzó a murmurar una oración.
– Rápido -gritó papá-, enciende el farol.
Mamá, muy pálida, encendió el farol con manos temblorosas mientras papá se cubría la cabeza con un impermeable negro, cogía después el farol y abría la puerta. Mamá se puso también el abrigo viejo sobre la cabeza y salió tras él.
– Abuela, ¿a dónde van? -pregunté asustado.
– A llamar a los vecinos -me respondió.
– ¿Para qué?
– Para que nos ayuden a sacar agua del aljibe.
Fuera, entre el fuerte ruido de la lluvia, se escuchó un golpe amortiguado sobre una puerta. Después otro y otro más.
– Abuela, ¿cómo van a sacar el agua?
– Con cubos, hijo.
Me acerqué a la boca y miré hacia abajo. Tinieblas. Nada más que tinieblas y miedo.
– Auuu -dije con voz débil. Pero el aljibe no me respondió. Era la primera vez que no lo hacía. Lo quería mucho y con frecuencia le contaba toda clase de cosas inclinándome sobre su boca. Siempre había estado dispuesto a responderme con aquella voz honda y prolongada…
– Auuu -repetí, pero volvió a guardar silencio. Esto significaba que estaba muy enfadado.
Imaginaba ahora cómo las gotas innumerables de lluvia unían su enfado allá abajo. Las más viejas, que languidecían allí desde hacía largo tiempo, se unían a las gotas iracundas de la tormenta de aquella noche para cometer alguna acción malvada. ¡Qué lástima que papá olvidara retirar el canalón! No se debía permitir que las aguas de la tormenta se metieran en nuestro apacible aljibe y lo empujaran a la rebelión.
Se oyó un ruido junto al portón y, uno tras otro, empapados, entraron Xexo, Mane Voco y Nazo junto con su nuera. Después lo hizo papá y tras él mamá, que temblaba de frío. El portón crujió de nuevo y entraron corriendo Javer y Maksut, el hijo de Nazo, con un gran cubo cada uno.
Me reconfortó ver a tanta gente junta. Se agitaron las cuerdas, las cadenas, los cubos. Sentí que aquellos cubos cantarines expulsaban de mi ánimo la angustia.
Permanecía en la barandilla y observaba a los que comenzaban a trabajar ruidosamente, a Mane Voco, alto y delgado, con el pelo canoso, al hijo y a la nuera de Nazo, tan hermosa con los ojos soñolientos, a Xexo, que apenas lograba tomar aliento. Mane Voco, Xexo y Nazo, su marido y Javer sacaban los cubos, mientras los demás los vaciaban junto a la puerta del patio. Fuera, la lluvia continuaba cayendo a raudales y Xexo exclamaba una y otra vez con su voz nasal:
– ¡Dios mío, qué diluvio!
Tras cada cubo que se derramaba yo le decía al agua para mis adentros: «Vete, vete al diablo, ya que no quieres quedarte en nuestro aljibe». Cada cubo estaba repleto de gotas de lluvia encarceladas y pensaba que lo mejor sería sacar primero las gotas más díscolas y alborotadoras y así reducir el peligro.
Xexo dejó el cubo para descansar y encendió un cigarrillo.
– ¿Has oído? -dijo acercándose a la abuela-. A la hija de Checho Kaili le ha salido barba.
– ¡Tonterías! -exclamó la abuela.
– Por estos ojos -dijo Xexo-. Barba negra como a los hombres. Por eso su padre no la deja salir a la calle.
Yo agucé el oído. Conocía a aquella muchacha y verdaderamente hacía mucho tiempo que no la veía por la calle.
– ¡Ah, querida Selfixe! -se quejó Xexo-. ¡Pobres de nosotras, pobres! ¡Qué signos tan funestos nos envía el Señor! Fíjate en el diluvio de hoy.
Mientras observaba a la hermosa nuera de Nazo, que se había casado hacía tres semanas, Xexo le dijo algo en voz baja a la abuela. Ésta se mordió el labio. Me acerqué a escuchar, pero Xexo tiró el cigarrillo y se dirigió a la boca del pozo.
– ¿Qué hora será? -preguntó Mane Voco.
– Más de medianoche -respondió papá.
– Voy a haceros un café -notificó la abuela y me llevó con ella.
Estábamos subiendo las escaleras cuando se oyó rechinar la puerta.
– Llega más gente -dijo la abuela.
Yo estiré la cabeza sobre la barandilla e intenté ver quién había llegado, pero en vano. El pasillo estaba en tinieblas y por las paredes se deslizaban sombras terroríficas de formas cambiantes, como de pesadilla.
Subimos a la segunda planta y entramos en la habitación de invierno. La abuela encendió el fuego en la chimenea. Yo me eché a dormir.
Fuera aullaba la tormenta, las chimeneas gemían en lo alto del tejado y yo pensaba que bajo los cimientos de nuestra casa no había tierra firme y segura, sino el agua negra y traicionera del aljibe.
Malos tiempos, tiempos turbulentos. ¡Ah, querida, es una época traicionera ésta! Confusamente, mientras me atrapaba el sueño con la ayuda del arrullo grato del sonido del cacillo del café, recordaba retazos de frases y conversaciones de los mayores escuchadas aquí y allá, con sentidos tan escurridizos como el agua.
Al despertarme, la casa parecía muda. Papá y mamá dormían. Me levanté sin hacer ruido y miré el reloj. Eran las nueve. Fui a la otra habitación pero la abuela dormía también. Era la primera vez que nadie estaba ya levantado a aquella hora.
La tormenta había cesado. Me acerqué a los ventanales de la sala grande y miré fuera. El cielo estaba alto y frío, cubierto de nubes del color de la ceniza, inmóviles. El agua que habían sacado a cubos durante la noche quizá ya se había evaporado y había ascendido a lo alto, a las nubes, y desde allí miraba ceñuda y jactanciosa los tejados empapados y la tierra sombría.
Lo primero que me llamó la atención al dirigir los ojos hacia los barrios más bajos fue el río desbordado. Ya sabía que habría riada. Con una noche así, no podía ser de otro modo. Durante toda la noche el río había intentado, como de costumbre, hacer saltar el puente, lo mismo que un caballo encabritado intenta desasirse de la silla que lo hiere. La mejor muestra de los esfuerzos salvajes que había desplegado durante toda la noche, era su propio lomo ensangrentado. Y, como no había logrado derribar el puente, se había abalanzado sobre la carretera y se la había tragado. Ahora no se la veía. El río, desmesuradamente hinchado con la comilona, intentaba digerirla en su estómago. Pero la carretera era sólida, ya estaba acostumbrada a aquellos ataques súbitos y seguramente permanecía en calma bajo las aguas rojizas, a la espera de que se retirasen.
«Río estúpido», pensé. «Todos los inviernos intenta devorar la ciudad por los pies. Sin embargo, no es tan fiero como trata de aparentar». Los verdaderamente peligrosos eran los torrentes que descendían de la montaña. También ellos, al igual que el río, se esforzaban por devorar la ciudad. Pero mientras éste se pavoneaba presuntuoso a los pies de la ciudad antes de atacarla, los torrentes se precipitaban sobre su espalda por sorpresa y a traición. Habitualmente no tenían agua y semejaban serpientes secas y muertas sobre la superficie de la montaña. Sin embargo, en una noche de tormenta, revivían de pronto, crecían, embestían, bramaban, aullaban. En aquel momento corrían pendiente abajo, pálidos de furor, con sus nombres breves, como nombres de perros (Chulo, Fitso, Cfake), arrastrando el fango y las piedras arrancados durante su carrera por los barrios altos.
Contemplaba el paisaje transformado en el curso de la noche y pensaba que el río odiaba el puente, en tanto que la carretera, sin duda, odiaba el río, los torrentes a los muros, el viento a la montaña que domaba su furia, y todos ellos juntos odiaban la ciudad, la cual se desplegaba empapada, gris y altanera, en medio de aquel odio destructor. Yo la quería, pues estaba sola contra todos.
Sin apartar los ojos de los tejados, intentaba comprender qué relación podía existir entre la tempestad de la noche pasada y la hija de Checho Kaili, cuya barba recordé de pronto como un mal agüero. Después, mi imaginación se trasladó al aljibe. Me levanté y bajé las escaleras. El corredor estaba completamente empapado. Los cubos y las cuerdas aparecían amontonados por el suelo. Su presencia acentuaba aún más el silencio. Me acerqué a la boca del aljibe, levanté la tapa y me agaché.
– Auuu -le dije en voz baja, como si temiera despertar alguna bestia.
– Auuu -me respondió el aljibe con desgana y con una voz ronca que me era ajena. Esto significaba que se le había pasado el enfado, aunque no del todo, pues su voz resultaba más gruesa de lo habitual.
Al subir nuevamente a la sala grande de la segunda planta, vi con alegría que allá a lo lejos, a una distancia indefinida, había surgido el arco iris, como un pacto de paz recién establecido entre la montaña, el río, el puente, los torrentes, la mezquita, el viento y la ciudad. No resultaba difícil comprender que se trataba, no obstante, de una paz temporal e inestable.
Toma Francia y Canadá y dame Luxemburgo.
– ¡No, hombre! Te gusta Luxemburgo ¿eh?
– Bueno, si quieres.
– Si me das Abisinia por dos Polonias, podemos discutirlo.
– Abisinia no te la doy. Llévate Francia y Canadá por dos Polonias.
– No.
– Entonces, devuélveme la India, que te di ayer a cambio de Venezuela.
– ¿ La India? Toma, quédatela. ¿Para qué quiero la India? Si quieres que te diga la verdad, anoche me arrepentí.
– No te habrás arrepentido también con respecto a Turquía…
– Porque la he vendido; si no, te la devolvería.
– Muy bien, entonces tampoco te entrego Alemania, como te dije ayer. La partiré en pedazos y te quedarás sin nada.
– ¡Oh!, ¡Si crees que Alemania me importa algo!
Llevábamos una hora peleándonos y regateando con los sellos de correos en mitad de la calle. Discutíamos aún cuando pasó Javer y nos dijo riendo:
– ¿Qué, os estáis repartiendo el mundo?