37617.fb2 Cr?nica de la ciudad de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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III

Sucedieron varias cosas en la ciudad que en principio parecían desvinculadas entre sí. Se había visto a una mujer con velo removiendo algo en la encrucijada del camino de la fortaleza. Después, la mujer había salpicado el lugar y se había marchado corriendo, haciendo perder su rastro a quienes la siguieron. Una desconocida había sido vista bajo la ventana de la casa de Nazo, donde su joven nuera se cortaba las uñas. La vieja había recogido del suelo las uñas una por una y se había marchado, riendo. Bido Sherif se había levantado repentinamente durante la noche, había gritado dos o tres veces como un urogallo, tras lo cual había vuelto a dormirse. Por la mañana no recordaba nada. Dos días más tarde, doña Pino había encontrado ceniza húmeda esparcida en su patio. Pero después de lo sucedido a la mujer de Mane Voco todo se esclareció y nadie pudo ya sostener que aquellos hechos estuvieran desvinculados entre sí, tal como parecía al comienzo. Un día, cerca del mediodía, una gitana había llamado a la puerta de Mane Voco y había pedido un vaso de agua. El ama de la casa se lo dio, pero la desconocida sólo lo bebió a medias. Cuando la mujer de Mane Voco extendió la mano para recoger el vaso, la desconocida le reprochó violentamente el haberle servido el agua en un vaso sucio y le arrojó el resto del líquido a la cara. La pobre mujer palideció de terror. La desconocida desapareció en un abrir y cerrar de ojos. La mujer de Mane Voco se apresuró a poner el caldero al fuego, se lavó de pies a cabeza y quemó sus ropas.

Todo estaba ya claro. La brujería había irrumpido en la ciudad. Manos invisibles colocaban objetos maléficos por doquier, en los umbrales de las puertas, tras los muros, bajo los aleros, envueltos en papel o en sórdidos trapos viejos que helaban la sangre. Se decía que habían embrujado la casa de los Cute, sembrando el odio entre hermanos y provocando incesantes disputas. También había sido víctima de un hechizo Dino Chicho, la única persona en nuestra ciudad dedicada a los inventos y a quien ahora, a causa de la brujería, le salían mal todos los cálculos. Además de todo eso, el reciente comportamiento de algunas muchachas sólo podía encontrar explicación en las prácticas mágicas.

En nuestra casa se esperaba la llegada de Xexo. Y llegó como lo hacía siempre, jadeando y dejando oír su voz nasal aún antes de haber abierto la puerta.

– ¿Te has enterado, desdichada? -dijo desde la escalera-. A la nuera de Babaramo se le ha secado la leche.

– ¡Ay, cambia de tema! -dijo mamá palideciendo.

– No os imagináis lo que han llegado a hacer allí, madre mía, lo que han llegado a hacer. Buscando hechizos por todos los rincones. Sacando los cajones y dando vuelta a las esteras. Han puesto la casa patas arriba buscándolos.

– ¿Y los han encontrado?

– Claro que los han encontrado. Justo en la cuna del pequeño, una bola de uñas y pelos de muerto. La que se armó allí, la que se armó. Unos llantos y unos alaridos y una hecatombe imposibles de contar, hasta que llegó el hijo mayor y avisó a la gendarmería.

– ¡Brujas! -dijo mamá-. ¿Cómo no consiguen dar con esas brujas?

– Y en vuestra casa, ¿ha pasado algo? -preguntó Xexo.

– No -dijo la abuela-. Hasta ahora no.

– Menos mal.

– Brujas -repetía mamá constantemente.

– ¿Se ha resuelto lo del hijo de Nazo? -siguió preguntando Xexo.

– No -dijo la abuela-, han llamado dos veces al muecín, pero aún no hay nada. Tampoco dejaron rincón sin mirar en busca del hechizo, pero no consiguieron encontrarlo.

– ¡Qué lástima! -dijo Xexo-. ¡Un gran muchacho!

Yo conocía el caso de Maksut, el hijo de Nazo. Llevaba ya bastante tiempo casado y ahora corría el rumor de que estaba embrujado. Ilir lo había oído en su casa y nos lo había contado a todos. Sentíamos una curiosidad enorme por saber lo que sucedía en aquella casa después del hechizo. A menudo nos pasábamos horas enteras junto a su portón pero, al parecer, allí no ocurría nada extraordinario. Las ventanas estaban tan tranquilas como antes. Nazo y su nuera tendían la ropa en la cuerda del patio y el gato gris se calentaba al sol sobre el antepecho.

– ¿Qué demonios de hechizo es ése? -nos decíamos unos a otros-. No hay discusiones ni peleas.

Un día le pregunté a la abuela.

– Abuela, ¿qué le han hecho al hijo de Nazo para embrujarlo?

– ¿Qué sabes tú de eso? -me respondió.

– Lo sé. Me lo han contado mis amigos.

– Escucha -siguió-, estas cosas son indecentes y no tenéis por qué saberlas los niños, ¿te enteras?

Se lo conté a mis amigos y ellos se sorprendieron aún más.

Al atardecer, cuando el muecín cantaba su plegaria desde la mezquita y los nidos de las cigüeñas parecían turbantes negros abandonados sobre la cúspide de la chimeneas y de los minaretes, nosotros dábamos vueltas en torno a la casa de Nazo, intentando ver a la joven esposa. Salía al umbral y se sentaba en uno de los bancos de piedra que flanqueaban la puerta, junto a su suegra. Sus dedos jugaban con su gruesa trenza y, de vez en cuando, en sus ojos brillaba una luz sorprendente, fascinante. Nunca habíamos visto a una mujer tan hermosa en nuestro barrio. Entre nosotros la llamábamos «la bella esposa» y nos gustaba que ella nos mirara mientras correteábamos frente al gran portón de Nazo, persiguiendo las luciérnagas a la caída del crepúsculo. Nos observaba pensativa con sus grandes y hermosos ojos grises y parecía que sus pensamientos estuvieran en algún otro lugar. Después llegaba Maksut, procedente del mercado o del café, con su pan bajo el brazo, y nuera y suegra se levantaban del banco en silencio y se metían dentro, mientras él cerraba la pesada puerta, que crujía lastimeramente.

Allí, tras el umbral de piedra, debía de comenzar el hechizo. Sentíamos lástima de aquella joven hermosa que todas las tardes se encerraba tras la puerta aborrecible. Entonces el camino nos parecía despoblado y el deseo de jugar se extinguía de pronto. En la ventana, veíamos a Nazo encender la lámpara de petróleo, cuya luz amarillenta y turbia era capaz de entristecer a cualquiera.

– Así es, querida Selfixe -dijo Xexo-. Tenemos nosotros la culpa de todo. Se está excediendo este pueblo, se está excediendo. Dicen que dentro de unos días se van a reunir todos los hombres y las mujeres de la ciudad y van a salir por las calles con banderas y con música, gritando y cantando «¡Viva la mierda!» ¿Se ha visto alguna vez calamidad semejante?

Mamá se sacudía la cara con las manos.

– Vivir para ver.

– Vergüenza, vergüenza -exclamó la abuela.

– Vete a saber qué les queda por ver a nuestros ojos -dijo Xexo-. Pero el que está en lo alto -alzó la mano como siempre que mencionaba a Dios- tarda, pero no olvida. Ayer hizo que le saliera barba a la hija de Checho Kaili. Mañana hará que nos salgan espinas a todos.

– Dios no lo quiera -dijo mamá.

Antes de irse, Xexo nos dio algunos consejos (yo había observado que cuando daba consejos su voz se tornaba aún más nasal).

– Cuando os cortéis las uñas, no las dejéis en cualquier sitio, sino quemadlas, de modo que no puedan encontrarlas.

– ¿Por qué?

– Porque la brujería se hace con las puntas de las uñas, y del pelo, hijo. Y tú, muchacha, pobrecita mía, cuando te peines, cuida de no dejar los pelos en cualquier parte. Eso es lo que espera el Malo.

– Dios no lo quiera -repitió mamá.

– Y la ceniza, cuando la recojáis, enterradla.

Xexo se fue como había llegado, con su respiración característica, cubierta con su sombrero negro, dejando atrás inseguridad y alarma, como era habitual. Así la recordaba siempre, agitada, cargada de problemas, sin hablar nunca de cosas alegres, sino únicamente de las tétricas, vivificándose con su desarrollo. Ilir sospechaba que practicaba la brujería.

No se hablaba de otra cosa en los hogares. Al comienzo, tras los primeros acontecimientos, se produjo una cierta desesperación. Después, según sucede habitualmente en estos casos, la conmoción inicial pasó y la gente se esforzó por dilucidar las causas y las raíces del mal. Se interrogó sobre ello a las viejas de la vida. Eran éstas unas mujeres muy viejas que nunca se asustaban ni se asombraban de nada. Hacía tiempo que no salían de sus casas. El mundo les parecía aburrido ya que para ellas todos los acontecimientos, incluyendo los más importantes -inundaciones, epidemias, guerras-, no eran más que una mera repetición. Ya eran viejas en los tiempos de la monarquía, incluso antes de la monarquía, en la época de la república, ya eran viejas durante la Primera Guerra Mundial, incluso antes, a comienzos de siglo. La vieja Haxe hacía veintidós años que no salía de casa. Otra vieja, de la familia de los Zekate, llevaba veintitrés. La vieja Neshilan no había salido desde hacía dieciocho, después de enterrar a su último yerno. La vieja Xano salió tras treinta y un años de encierro voluntario y sólo anduvo unos metros más allá del umbral de su casa, para emprenderla a golpes con un oficial italiano que andaba haciendo la corte a una tataranieta suya. Las viejas de la vida eran muy fuertes, todo nervio y huesos, a pesar de que comían muy poco y se pasaban todo el día fumando y tomando café. Cuando la vieja Xano cogió de la oreja al oficial italiano, éste, creyendo que podría zafarse con un simple gesto, lanzó un alarido. Sacó el revolver y golpeó a la vieja en las manos. Pero ella no sólo no soltó su presa, sino que comenzó a darle golpes en la cara con su otra mano huesuda, hasta derribarlo por tierra. Y es que las viejas de la vida tenían muy pocas carnes en sus cuerpos y escasos puntos sensibles. Eran como los cuerpos que se preparan para ser embalsamados, de los que se extraen todas las partes blandas que puedan descomponerse con facilidad. Junto con la grasa y la carne excesiva, de su ser habían escapado los deseos superfluos, la curiosidad, el miedo, las emociones, la vacilación, los escrúpulos. Javer dijo una vez que la vieja Xano, con la misma sangre fría habría atrapado por la oreja al mismo Benito Mussolini, tal como había hecho con el soldado italiano.

Acerca de los hechizos, las viejas de la vida dijeron algunas sabias palabras, muy parcas. Mencionaron algunos ejemplos antiguos, de los que podía extraerse la conclusión de que explosiones semejantes de brujería se producían habitualmente en vísperas de acontecimientos graves, cuando las almas están inquietas, como las hojas antes de la tormenta.

Quedaban numerosos interrogantes por esclarecer, incluyendo el más importante: ¿quién era el autor de los hechizos? Pero la gente, en lugar de dedicar su tiempo a indagaciones de carácter general, comenzó a emprender acciones más concretas. Los hijos de Aqif Kaxahu se dispusieron a vigilar día y noche, por turnos, ocultos en la buhardilla. Doña Pino, que había resultado especialmente afectada por los embrujos a causa de su profesión de engalanadora de las novias de la ciudad, se compró un perro tan grande como un lobo y lo mantenía atado en el patio. Mane Voco había sacado del desván el viejo fusil de los tiempos de Turquía y lo tenía listo, colgado detrás de la puerta. El ayuntamiento reforzó la vigilancia en el cementerio de la ciudad.

Además, la gente adoptó algunas medidas defensivas de carácter preventivo. Las mujeres guardaban bajo llave las cenizas del hogar, como si fuera preciada harina, y los hombres, al salir de las barberías, llevaban siempre consigo un pañuelo o una hoja de periódico, donde el barbero les había envuelto cuidadosamente los cabellos cortados.

Tras estas medidas, la oleada de brujería pareció remitir. En las conversaciones comenzaron de nuevo a abrirse paso las preocupaciones habituales que habían sido relegadas momentáneamente a causa de los extraños sucesos. Se restablecía una suerte de seguridad y de tranquilidad. Pero fue algo pasajero. Los embrujos volvieron a desatarse justo cuando parecía que estaban desapareciendo y esta vez con un ímpetu sin precedentes. La señal partió de un tonel de queso, cerrado y sellado, que estalló una noche con estrépito aterrador en la casa del viejo artillero Avdo Babaramo. Con el recrudecimiento de los maleficios, apareció pegado en numerosos puntos un bando del ayuntamiento que llamaba al pueblo a la colaboración en la captura de los culpables. Pero tampoco esto resultó. Los encantamientos proseguían. A la mujer de Aqif Kaxahu alguien le sonrió una noche desde la buhardilla de su propia casa, haciéndole señales con la mano, como diciendo «ven, ven». Después del estallido del tonel de queso, decían que el hijo mayor de Avdo Babaramo tenía problemas con su mujer. Pero fue el tercer encantamiento, que recayó sobre doña Pino, el que causó mayor revuelo. No se trataba de nada extraordinario; por el contrario, otra vez la ceniza esparcida, esta vez humedecida con vinagre. Pero la bulla que organizamos los chavales al verla fuera de sí tras descubrir el embrujo llamó la atención de una patrulla militar italiana que pasaba por la calle. Al parecer, la patrulla informó a la guarnición del revuelo incomprensible que estaba teniendo lugar y un cuarto de hora más tarde entraban apresuradamente en el patio de doña Pino cuatro ingenieros italianos provistos de herramientas y aparatos para detectar minas. Vieron nuestros ojos aterrados, vieron también a doña Pino golpeándose las mejillas y, sin esperar más o pedir mayores explicaciones, iniciaron la búsqueda en el lugar al que nosotros dirigíamos los ojos.

– Diablos -repetía uno-. El aparato no registra nada.

Por fin se marcharon irritados. Mientras se alejaban, uno de ellos gritó a grandes voces:

– Che putana!

El insulto iba dirigido a doña Pino.

Cada día, al aproximarse la noche, bullían en nuestros cerebros las especulaciones sobre la brujería. Era de imaginar que mientras la noche lo cubría todo, comenzando por las torres de la fortaleza y la prisión hasta llegar a la ribera del río, en algún lugar, bajo soportales abandonados, manos desconocidas juntaban uñas, cabellos, restos de hogar y otros objetos de poder maléfico y los envolvían en trapos murmurando palabras escalofriantes de múltiples sentidos.

La ciudad, grande y ceñuda, después de haber despreciado lluvia, granizadas, truenos y arcos iris, se devoraba a sí misma. La extensión de los aleros, la deformación de las calles, la posición de las chimeneas, todo mostraba su contrariedad.

«La ciudad está enfebrecida». Era la segunda vez que oía esta expresión. No encontraba modo de comprender cómo puede enfermar una ciudad. En el patio de Mane Voco, Ilir y yo escuchábamos a Javer e Isa mientras hablaban de la cuestión de los encantamientos. Repitieron varias veces las palabras «misticismo» y «psicosis colectiva». Después Isa le preguntó a Javer.

– ¿Has leído a Jung?

– No, ni tengo intención de hacerlo.

– Yo lo he encontrado por casualidad. Habla precisamente de esto.

– ¿Para qué quiero yo a Jung? -dijo Javer-. Aquí todo está claro. A la reacción le interesan estas psicosis, pues desvían la atención de la gente de los problemas reales. Mira lo que dicen en el periódico: «La brujería forma parte, en cierto modo, del patrimonio folklórico de un pueblo».

– Teorías fascistas -respondió Isa.

El otro tiró el periódico.

– Estos bárbaros con la cabeza de serrín están dispuestos incluso a revivir las costumbres medievales con tal de que le sean útiles a Mussolini.

Hacía dos semanas que Javer había sido expulsado del colegio por participar en una paliza propinada a un profesor de italiano. Ahora trabajaba en la fábrica de curtidos de Mak Karllashe.

Cogió un papel y escribió con su letra inclinada: «Dejaos de brujerías. Tenemos otros problemas».

– No está mal -dijo Isa limpiándose las gafas-, pero quedaría mejor si lo explicáramos un poco más científicamente.

Javer se enfadó. Poco después se reconciliaron y se dieron cuenta de que los escuchábamos.

– ¡Eh, buscadores de encantamientos! -dijo Javer- ¿Os enteráis?

Verdaderamente, nosotros, al igual que la mayoría de los chicos del barrio, éramos buscadores de encantamientos. Los habíamos buscado durante días enteros por todas partes: bajo los umbrales de las casas, en las alacenas, bajo los tejados y alrededor de los hogares. Las huellas de nuestras pesquisas se tornaban especialmente claras cuando llovía y los techos, cuyas tejas habíamos desplazado, goteaban en distintos puntos a un tiempo. Habíamos buscado muy en particular alrededor de la casa de Nazo y ello en honor de su bella y joven nuera.

No obstante, no habíamos conseguido encontrar nada y nunca hubiéramos imaginado que precisamente entonces, cuando veíamos definitivamente frustradas nuestras esperanzas, la suerte iba a sonreímos.

Sucedió un día de sol en el Callejón de los Locos. No habríamos cambiado aquella callejuela retorcida y fea por el más grande bulevar del mundo, pues ningún bulevar del mundo hubiera sido tan generoso como para permitirnos levantar sus piedras y sus losas y hacer con ellas lo que quisiéramos en pleno día. El Callejón de los Locos sí nos lo consentía.

Ese día estábamos jugando con las piedras cuando de pronto uno de nosotros gritó horrorizado:

– ¡Brujería!

Corrimos todos hacia él y nos detuvimos petrificados a su alrededor. Nuestro compañero estaba pálido como la cera y señalaba con el dedo hacia el suelo. Allí, entre las piedras, estaba el encantamiento, grande como un puño. Nos miramos unos a otros con ojos asustados y las palabras se nos atascaron en la garganta. (Más tarde, Xexo me explicó que el hechizo había aprisionado nuestras palabras.) Pero a continuación, inesperadamente, nos invadió un valor alocado, tal como sucede a veces en los sueños, cuando te encuentras en un camino solitario, en la penumbra, y el corazón te comienza a latir aceleradamente a causa del miedo, pues sientes una amenaza inminente en ese camino deforme y esperas que de un momento a otro aparezca el mal; pero el mal tarda y tú continúas esperando mientras el miedo crece ante algo qne ves agitarse un poco más allá, una sombra, un rostro en tinieblas que se aproxima, y se te doblan las rodillas, pierdes el habla, te derrumbas entero; pero, de pronto, en el último instante, te invade una furia demente, tus miembros se liberan, tu voz regresa atronadora y, aullando, te arrojas sobre la sombra perversa para destrozarla… y te despiertas.

Exactamente así nos sucedió a nosotros.

– ¡Brujería! -aulló de pronto Ilir con toda la voz que le cabía en el pecho y se abalanzó sobre el objeto, lo cogió con la mano y lo alzó sobre su cabeza.

– Brujería, brujería -aullamos también los demás y, sin comprender la causa, nos lanzamos a todo correr callejón abajo. Ilir iba el primero y todos los demás aullábamos, gritábamos, gemíamos de gozo, miedo y terror a la vez. Los postigos de las ventanas comenzaron a abrirse con estrépito uno tras otro y las mujeres y las viejas asomaban asustadas las cabezas y preguntaban:

– ¿Qué es lo que pasa?

– Brujería, brujería -aullábamos nosotros, corriendo enajenados arriba y abajo por el barrio, con gritos y aspavientos.

Doña Pino se asomó a la ventana persignándose; la hermosa nuera de Nazo sonrió con sus grandes ojos. Mane Voco sacó el largo cañón de la espingarda por el ventanuco de la buhardilla, mientras que Isa sonrió con sus gafas grandes como dos soles.

– Ilir -gritaba la mujer de Mane Voco, golpeándose el rostro y tratando de seguirnos-, Ilir, pobrecito mío, tira eso, ¡tíralo!

Pero Ilir no la escuchaba. Tenía los ojos desorbitados, lo mismo que los demás y corría seguido por todos nosotros.

– Brujería, brujería.

Nuestras madres nos llamaban desde las ventanas, desde las puertas, por encima de las tapias. Se golpeaban las mejillas, nos amenazaban, gemían, pero nosotros seguíamos corriendo y no soltábamos aquel paquete maléfico. Nos parecía que en aquel atadijo de trapos asquerosos llevábamos la angustia de la ciudad.

Finalmente nos cansamos. Nos detuvimos en la plaza de Zaman, sudorosos, cubiertos de polvo, casi sin aliento, a punto de reventar con aquel enorme regocijo.

– ¿Qué hacemos ahora? -dijo uno.

– Vamos a quemarlo. ¿Tiene alguien cerillas?

En efecto, alguien tenía.

Ilir prendió fuego al paquete y lo tiró al suelo. Mientras ardía, comenzamos a gritar otra vez; después nos desabrochamos las braguetas y nos pusimos a orinar sobre él chillando y salpicándonos unos a otros de puro contento.

El agua del aljibe no espumeaba.

– La han embrujado -dijo Xexo-. Cambiad el agua inmediatamente; de lo contrario, vosotros mismos os buscaréis la perdición.

Cambiar el agua era una labor pesada y difícil. Papá dudaba. La abuela y las mujeres del barrio que cogían agua de casa insistían en que había que hacerlo. Habían reunido entre ellas algún dinero y estaban dispuestas además a trabajar todo el día con los obreros de la limpieza.

Por fin se decidió. Comenzó el trabajo. Los obreros subían y bajaban con cuerdas, llevando fardos en las manos. Los cubos se vaciaban uno tras otro. El agua vieja salía para dejar su sitio al agua nueva.

Javer e Isa fumaban en la escalera, se decían algo y reían.

– ¿De qué os reís? -dijo Xexo-. Mejor será que cojáis un cubo.

– Ese trabajo es como el de las pirámides de Egipto -dijo Javer.

La nuera de Nazo sonrió.

El ruido de los cubos era ensordecedor.

– Un mundo nuevo y no agua nueva es lo que hace falta -dijo Javer.

Isa se echó a reír.

Su padre los miró con gesto de reproche. La abuela bajaba la escaleras, sosteniendo una bandeja llena de tazas de café.

Los obreros bebían el café de pie, tomando aliento con dificultad. Estaban pálidos por la falta de oxígeno en el fondo del depósito. A uno de ellos lo llamaban Omer. Cuando bajaba, yo acercaba la cabeza a la boca del aljibe y gritaba su nombre.

«Oomeer», contestaba el depósito. Vacio, tenía una voz gruesa y ronca, como si estuviese resfriado.

– ¿Sabes tú quién fue Omer u Hornero? -me preguntó ha.

– No. Dímelo tú.

– Fue un viejo poeta griego, ciego.

– ¿Quién le sacó ¿os ojos, los italianos?

Ambos rieron.

– Escribió libros maravillosos sobre monstruos de un solo ojo y sobre una ciudad llamada Troya y un caballo de madera.

Asomé la cabeza a la boca del aljibe.

– Hornero -grité.

En el aljibe se fundían fragmentos de luz y oscuridad.

«Hoomeeroo», me repitió. Me pareció escuchar el ruido del bastón del ciego golpeando el suelo.

– ¿Qué haces en medio molestando? -dijo Xexo entre el estruendo de los cubos.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

…mientras Japón se prepara para atacar a la India y Australia. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Es llevado a juicio por impago de deudas Gole Ballom, del barrio de Varosh. La subasta del mobiliario de la casa de L. Xuano tendrá lugar el domingo. Emitidas órdenes de arresto contra las ancianas H.Z. y C.V., acusadas de prácticas de brujería. Notifico a los lectores que la causa de que el número anterior del periódico resultara deficiente y con erratas ha sido mi padecimiento estomacal. El redactor jefe. Son expulsados del liceo nuevos elementos perturbadores. Ha llegado a nosotros cierto número de quejas de padres de alumnos acerca del maestro Qani Kekez. Los métodos pedagógicos del señor Kekez son verdaderamente asombrosos. Durante la clase de anatomía, este señor descuartiza gatos ante los ojos de los alumnos causando el terror de los pobres muchachos. La última vez, el gato masacrado se le escapó de las manos y se lanzó sobre los pupitres con las tripas fuera. La señorita Lejía Karllashe, hija del respetable propietario de la fábrica de curtidos Mak Karllashe, partió ayer hacia Italia. Aprovechamos la ocasión para ofrecer el horario de salidas del vapor de la línea Durres-Bari. Direcciones de las comadronas de la ciudad. Precio del pan. Noticia de nacimientos, casamientos y defunciones.