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– Has adelgazado -dijo la abuela-. Tienes que ir unos día con el babazoti. Me gustaba porque el lugar era más alegre y más agradable y sobre todo porque allí no se pasaba hambre como en nuestra casa. En nuestra gran casa, quizás a causa de los corredores, de los porches, de las alacenas, de las bovedillas, el hambre se hacía sentir aún más. Además, nuestro barrio era de color gris, con las casas apretadas, casi montadas unas sobre otras. Allí todo estaba establecido, fijado de una vez y para siempre, desde hacía cientos de años. Las calles, las esquinas, los rincones, los umbrales de las casas, los postes del teléfono y todo lo demás, estaban como estampados en la piedra, a distancias determinadas al milímetro, mientras que en casa de mi abuelo materno nada era rígido. Allí todo era leve y cambiante. Las calles y los callejones parecían olvidar el lugar por donde habían pasado una semana antes y con toda parsimonia y sin escándalo se desviaban a derecha o izquierda. Quizás esto sucedía porque allí no había empedrado, sino tierra suelta. Además el suelo era resbaladizo. El paisaje, allí, se parecía a los hombres: uno podía verlo, con el cambio de las estaciones, engordar o adelgazar, aclararse u oscurecerse, embellecerse o afearse. En cambio, nuestro barrio era prácticamente indiferente a este discurrir.
Lo más asombroso de todo era que este barrio no tenía más que dos casas, la del babazoti y otra más a unos doscientos pasos de distancia. Todo alrededor, las pendientes escarpadas se cubrían de arbustos y de hierbas silvestres. Unas cuantas rocas y grandes piedras, rodadas tiempo atrás quién sabe de qué procedencia y desperdigadas caprichosamente entre los matojos y la hierba escasa, acentuaban su aspecto desértico. El barrio en cuestión era una de la partes de la ciudad que moría ante los ojos de todos. No era casual que las calles y callejas fueran aquí móviles y provisionales, como si estuvieran impacientes por abandonar definitivamente el lugar. Como tampoco era casual que los matorrales se tornaran cada vez más insolentes, brotando en el lugar más inesperado: en mitad del camino, junto a la fuente, en el interior del patio; uno incluso intentó crecer justo en el umbral de la puerta. No hace falta decir que esta osadía suya, loca y prematura, le costó la vida.
Los matorrales presagiaban la muerte. Recorriendo con Ilir los barrios altos, a lo largo de la frontera que separa la montaña de la ciudad, habíamos observado que tras la franja de ruinas de la últimas casas, abandonadas tiempo atrás, crecían los matojos. Crecían y acechaban como pequeñas bestias burlonas. Toda la ciudad estaba rodeada por ellas. De noche, había llegado a escuchar cómo aullaban. Era un aullido sordo, apenas audible, casi un llanto.
Hacia el norte del barrio pasaba el camino de la fortaleza, que enlazaba los barrios altos con el centro. Esta calzada discurría por encima del tejado de las dos únicas casas del barrio y, en una ocasión, un camión se había precipitado en el patio de la casa del babazoti. A veces ocurría que un borracho se caía sobre nuestro tejado y luego había goteras durante semanas. Pero esto era infrecuente. El camino tenía escasos transeúntes, aunque pasaba por él con frecuencia un solitario desconocido que cantaba bajo la solana, con toda la fuerza de sus pulmones, mientras regresaba del mercado:
A las siete de la tarde
Acudí a tu puerta
Escuché tu voz, Meri,
Decía: me duele la cabeza.
A una tal Meri le dolía siempre la cabeza a las siete de la tarde y se quejaba por ello. Era simple y sin embargo me gustaba mucho la canción. Nadie en nuestro barrio se habría atrevido a cantar una canción así y, si alguien lo hiciera, se abrirían al instante decenas de ventanas; las mujeres y las viejas se golpearían el rostro maldiciendo y finalmente alguna tiraría un cubo de agua al atrevido. Pero aquí la amplitud y la soledad permitían alzar la voz hasta la cima del cielo sin que el espacio inmenso llegara a llenarse. No era casual que el desconocido entonara su canción precisamente al volver la curva y emprender aquel camino. Sin duda le rondaba en la cabeza todo el día, en el mercado, en el café, por las calles de la ciudad y aguardaba impaciente el momento de llegar a aquel lugar perdido para ponerse a cantarla a voz en cuello.
Las tardes en aquel barrio eran particularmente hermosas e incomparables. Cuando escuchaba a la gente desearse las buenas tardes, recordaba de inmediato el patio de la casa del abuelo, donde los gitanos que vivían en el cobertizo tocaban el violín, mientras el babazoti, tumbado en su otomana, chupaba su pipa grande y negra. Hacía ya tiempo que los gitanos no tenían con qué pagar el alquiler y, al parecer, aquellos conciertos en las noches de verano servían para satisfacer en cierto modo la obligación que habían contraído con el abuelo.
– Babazoti, líame también a mí un cigarrillo -le pedía yo con voz suplicante y él, sin decir palabra, liaba un cigarrillo fino, lo encendía y me lo daba. Me sentaba junto a él y aspiraba el humo con enorme placer, sin hacer caso de los gestos amenazadores que me hacían mis tías desde la penumbra.
Imaginaba que no existía felicidad mayor en el mundo que, tras haber comido mucho, mucho, fumar y escuchar a los gitanos mientras tocaban el violín, entornando los ojos como el abuelo.
Cuando crezca, pensaba, compraré una pipa grande y negra que eche humo como una chimenea, me dejaré la barba como el abuelo y me pasaré el día leyendo libros enormes, tumbado en la otomana.
– Babazoti -le decía con voz extasiada, como si estuviera soñando- ¿me enseñarás también a mí el turco?
– Te lo enseñaré -me respondía-. En cuanto crezcas un poco más, te lo enseñaré.
Su voz era gruesa y acariciadora y yo, recostado en su otomana, soñaba con la magia del tabaco y me esforzaba en calcular cuánto me sería dado fumar y cuántos libros me haría falta leer antes de que, después de muchos años, me llegara el momento de la muerte.
Los gruesos librotes estaban allí, en el baúl, apilados, una multitud interminable de signos arábigos que esperaban para llevarme consigo y conducirme a los secretos y a los misterios, pues el camino hacia los secretos sólo lo conocían las letras arábigas, como las hormigas conocen los agujeros y las grietas de la tierra.
– Babazoti, ¿y las hormigas? ¿Puedes leerlas?
Reía plácidamente durante un rato y me acariciaba el cabello claro.
– No, hijo, las hormigas no se leen.
– Y ¿por qué? Cuando se amontonan son igual que las letras turcas.
– Eso parece, pero no es así.
– Pero yo las he visto -protestaba por última vez.
Chupaba entonces el cigarrillo y trataba de imaginar qué sentido tendrían las hormigas si pudieran leerse igual que los libros.
Todo esto me venía a la mente de modo completamente caótico, mientras dejaba atrás la casa del viejo artillero Avdo Babaramo, la única casa que se alzaba en las inmediaciones de la fortaleza, y descendía cuesta abajo entre pedregales por el estrecho camino que había vuelto a salirse de su curso. Retazos de recuerdos, medias frases y palabras, fragmentos de acontecimientos banales se interceptaban unos a otros, se empujaban, se daban tirones de la nariz o de la oreja con una vivacidad que crecía junto con la velocidad de mis pasos.
Allí estaba la casa de Susana. En cuanto supiera que había llegado saldría al camino y merodearía en torno a la casa del babazoti hasta encontrarse conmigo. En su correteo había algo de mariposa y de cigüeña a un tiempo. Era mayor que yo, delgada, de cabellos largos, que siempre se peinaba de modo distinto, y todos decían que era bonita. No había en el barrio ninguna otra muchacha o muchacho además de ella. Por eso Susana esperaba siempre con impaciencia mi llegada. Decía que se aburría mucho con los mayores. Se aburría en casa bordando, se aburría en la fuente y se aburría comiendo. A mediodía, por la tarde e incluso por la mañana. En una palabra, se aburría extraordinariamente. Esta palabra le encantaba y la pronunciaba con un cuidado especial, como si temiera dañarla sin querer con los dientes o la lengua.
Le contaba a Susana toda clase de cosas de las que sucedían en nuestro barrio. Ella lo escuchaba todo alzando las cejas, con toda la concentración de que era capaz. La última vez, cuando le había contado lo de la barba que le había salido a la hija de Checho Kaili, se le salieron los ojos de las órbitas; se mordió el labio dos o tres veces, estuvo a punto de decirme algo, pero se arrepintió; otra vez estuvo a punto de hablar y de nuevo cambió de idea. Después, con el semblante lívido, acercó sus labios a mi oído y me preguntó:
– ¿Sabes palabras feas?
– ¡Tonta del demonio! -le dije.
– Tonto, serás tú -me respondió casi a gritos y se marchó corriendo. Al correr, volvió la cabeza otra vez y desde lejos gritó:
– ¡Tonto!
Por la mañana vino corriendo al patio, puso su brazo delgado y largo en mi hombro y me dijo en voz baja al oído:
– Perdona por haberte insultado ayer. Yo quería contarte un secreto, pero olvidé que eres un chico.
– No necesito tus secretos -le dije-. Tengo la casa llena.
– Ella contuvo la risa a duras penas y volvió a marcharse corriendo, contenta de que poco más o menos nos hubiésemos reconciliado.
Esta vez llegaba a casa del babazoti cargado de noticias terribles y me sentía como una especie de héroe que acaba de atravesar el reino de la magia. Me deleitaba pensando en la sorpresa que les iba a dar a todos con mis relatos, ignorando que en la vieja casa del abuelo me esperaba una sorpresa inquietante: Margarita.
Nada más atravesar el umbral del gran portón del patio, alcé la cabeza sin querer y la vi por primera vez en una de las ventanas de la segunda planta. Nunca había visto una cabeza femenina tan hermosa en casa del abuelo, a la que no podía imaginar más que repleta de tías, letras árabes y comida.
Estaba sentada junto a los tiestos de flores, del todo ajena, ajena hasta el prodigio; ajena y sorprendente como la rosa que se abre de pronto una mañana, sin saber cómo, en una rama llena de espinas.
– ¿Quién es ésa? -pregunté a la abuela un poco turbado.
– La inquilina. Hace una semana que le hemos alquilado la habitación de la esquina.
Margarita sonrió entre los tiestos y preguntó:
– ¿Es su nieto?
– Sí.
Sentí que me ardían las orejas y salí del patio a la carrera. Estaba parado en la puerta exterior cuando oí un rumor de alas. Susana, pensé.
– ¿Ya has venido?
Llevaba un vestido claro que la hacía parecer aún más delgada y ligera. Tenía el cabello peinado de un modo nuevo.
– Eh -dijo-. Cuéntame.
Todo el ansia de contar que había sentido se desvaneció de pronto.
– ¿Qué quieres que te cuente? No hay nada que contar.
– ¿No hay nada que contar? -exclamó ella con asombro, como si hubiera escuchado la cosa más increíble del mundo.
– Algo de brujería -dije.
– ¿Brujería? ¿Cómo? Cuéntamelo.
– Unos cuantos hechizos.
– ¿No quieres hablar?
Guardé silencio.
– ¿Por qué no quieres hablar? Cuéntame lo de la brujería o lo de los italianos.
Callé.
– Eres tonto de verdad. Extraordinariamente.
– Así es, extraordinariamente.
De pronto saqué del bolsillo la lente redonda y me la puse en el ojo, apretándola entre el pómulo y la ceja. Para conseguir sujetarla debía torcer la cara y mantener el cuello tenso como un palo. A Susana le disgustaba mucho eso.
– ¡Qué horrible! -dijo.
– Me da la gana.
– ¿Por qué te pones tan feo?
– Porque quiero.
Comencé a moverme lentamente con el cuello rígido y la cara torcida, apretando todos los músculos para que no se me cayera el cristal. Ella me miraba con desprecio. Pero olvidé en seguida mi inexplicable enfado contra ella y, con deseos de exhibirme, entré con la lente en el ojo en el cobertizo de los gitanos, entre los gritos de sorpresa, de admiración y de temor que mi mascarada ocasionaba habitualmente entre ellos. Al salir sentí que se me entumecía la cara y que era incapaz de continuar sosteniendo el cristal; así que me lo quité y lo guardé en el bolsillo.
Susana, al ver que me quitaba la lente, se me acercó de nuevo y me dijo en tono conciliador.
– ¿Por qué vienes siempre enfurecido de ese barrio tuyo?
La miré con intensidad y noté que su semblante limpio estaba más cerca de la sonrisa que del enojo. Dio un paso más hacia mí.
– Estoy muy sola aquí. Me aburro.
Comprendió que iba a decir algo y quiso adelantarse a mis palabras de reconciliación con una sonrisa, pero en ese instante, como impulsado por algo ciego e irresistible, le grité en un tono que a mí mismo me resultó extraño, imitando la voz de los soldados italianos:
– Che putana!
Se llevó la mano a la boca, dio un paso al frente, luego dos más, se volvió de pronto después y se marchó corriendo entre los matorrales con sus largas piernas.
Quedé solo e inmóvil un rato, aturdido. Mi frente estaba cubierta de sudor. Me obligó a volver en mí la voz de la abuela, que me llamaba para almorzar.
Durante los cuatro días que permanecí esa vez con el babazoti, no volví a ver a Susana. A veces me parecía sentir un murmullo en algún lugar, que no venía de ninguna dirección precisa, pero no logré verla nunca.
La vieja casa del abuelo se había vuelto más diáfana, aunque se aproximara el otoño, los rosales se agostaran en el patio y el lugar apareciera cada día más desierto. Eran las últimas noches en que los gitanos tocaban sus violines. En el patio oscuro, el abuelo, después de haber pasado toda la tarde leyendo sus librotes, chupaba la pipa, semitumbado en la otomana. Me sentaba como de costumbre en una silla cerca de él, pero no pensaba tanto en el tabaco y en los libros turcos, pues sucedía que junto a mí estaba sentada Margarita, con su brazo alrededor de mi cuello. El cielo estaba completamente oscuro y de vez en cuando resbalaba por sus abismos alguna estrella.
– Ha caído una estrella -decía Margarita en voz baja-. ¿La has visto?
Yo asentía con la cabeza.
En verdad, la caída de una estrella no me causaba en ese momento más impresión que la de un botón, pues los espesos cabellos de Margarita caían sobre mi cuello y de ellos, lo mismo que de todo su cuerpo, llegaba hasta mí un aroma suave, turbador, que no tenían ni mamá, ni la abuela, ni mis tías, que no tenía semejanza con ninguno de los olores placenteros que me gustaban, incluyendo los de los mejores guisos.
Había refrescado y el abuelo se levantaba de la otomana más pronto que en las noches de verano. Todos los demás se levantaban tras él; los gitanos guardaban los violines en las fundas y durante un instante se hacía el silencio. Después relampagueaba en algún extremo del horizonte y la abuela decía:
– Mañana tendremos lluvia.
– Buenas noches -decían los gitanos que se retiraban a su alojamiento.
– Buenas noches -decía el apacible marido de Margarita.
– Buenas noches -repetía Margarita con su voz cálida.
– Buenas noches -contestaban todos, uno tras otro.
Después de todos, adormilado, también yo decía «buenas noches» y entonces los viejos escalones crujían durante un rato, hasta que todo se tranquilizaba y quedaba envuelto por el sueño.
En ese momento se revitalizaban los techos de la casa. Los movimientos de los ratones, al comienzo tímidos y aislados, se volvían progresivamente más rápidos y arrojados, hasta transformarse en una horda incontenible que se trasladaba con estruendo de un extremo a otro del desván. A medida que transcurrían los minutos se iban pareciendo más a las hordas de Gengis Khan, que yo había visto en el cine. Ahora se agrupaban en las profundidades de Asia (Asia era el techo de Margarita). Sin duda se preparan. Un breve silencio. Según parece, Gengis Khan pronuncia un discurso. Señala con la mano hacia las fronteras de Europa (el techo del pasillo). Las hordas parten. El estruendo crece. Los techos crujen. Ya han traspasado las fronteras de Europa. El ruido alcanza su cénit. Los tenemos ya sobre nuestras cabezas. Terror. Destrucción. Seguidamente la horda toma otra dirección. De la lejana Asia llega un correo anunciando la rebelión de una tribu. La horda parte de nuevo en la dirección de donde vino. Vuelve a atravesar la frontera. Ya está en Asia. Tiene lugar allí una zarracina. Y debajo duerme Margarita. Gengis Khan debe cesar ya el ataque. ¿Es que no sabe que turba el sueño de Margarita? Pero él no hace caso. Cuando hay guerra no se duerme, grita. Y el combate prosigue.
Por la mañana, la abuela me puso la mano en la frente.
– Anoche hablabas en sueños -dijo-. ¿No tendrás fiebre?
– No.
Era el cuarto y último día de mi estancia allí. Después del desayuno me marché. De regreso a casa, llevando conmigo un pedazo enorme de empanada que la abuela me había envuelto cuidadosamente y el nombre de Margarita (la empanada la llevaba en la mano, el nombre de Margarita ni yo mismo sabía donde lo llevaba), vi a unos escolares que ascendían el camino de Varosh. Parecían muy turbados y tenían el rostro demudado. Por lo visto, su maestro, Qani Kakez, había vuelto a matar un gato durante la clase.
Ni en casa ni en el barrio había cambiado nada, pero en la llanura, al otro lado del río, estaba ocurriendo algo. Lo primero que saltaba a la vista era la desaparición de las vacas que habitualmente pastaban en aquel lugar. Además, estaban retirando los almiares de hierba. Unos cuantos camiones iban y venían por el llano. Por fin, poco a poco, alcanzaba a vislumbrarse algo. Una palabra nueva, completamente desconocida, creada a partir de las palabras «aire» y «puerto», se escuchaba aquí y allá. Por fin, todo se aclaró: en la llanura, del otro lado del río, a los pies de la ciudad, se estaba construyendo un aeropuerto.
Los transeúntes se detenían a menudo en las calles y callejas, se volvían hacia el río y observaban pensativos durante largo rato.
Había hecho su aparición un nuevo invitado. Era un invitado extraordinario, tendido en el llano, casi invisible. Si no hubieran quitado las vacas y los montones de hierba, quizá no se hubiera percibido siquiera su llegada. Sentía nostalgia de las vacas.
– ¿Y por qué se llama aeropuerto?
Los ojos grises de Javer quedaron pensativos.
– Porque es para los aeroplanos como un puerto, a través del cual entran en la ciudad.
Un invitado, ¿para bien o para mal? Había llegado boca abajo, sin ruido. Miles de ojos perplejos lo observaban sin acabar de entender su aparición. Tendido sobre la explanada en toda su longitud, incomprensible y peligroso, desde ese momento iba a perturbamos a todos.
– Preparativos de guerra.
– Quizá. También es posible que sea para defender la ciudad.
– No lo creo. Es un signo de guerra.
– Quizá. No obstante, mucha gente ha encontrado trabajo allí y gana dinero.
– Ese dinero es una deuda con la muerte.
Era una conversación entre dos desconocidos.
Entretanto se hablaba cada vez más del aeropuerto. Y sólo cuando se utilizó por primera vez la expresión «el campo del aeropuerto», la gente se apercibió de que hasta entonces aquel llano no había tenido nombre. Como si durante largo tiempo hubiese estado esperando los aviones para ser bautizado.