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Al regresar de casa del abuelo era perceptible que en el barrio la irrupción de la brujería había remitido casi por completo. La limpieza de nuestro aljibe había terminado igualmente. Liberado por fin de las fuerzas oscuras, se llenaba ahora de agua nueva que borboteaba gozosa por los aleros del tejado. Me agaché sobre su boca y grité. El aljibe, aunque lleno de agua nueva y desconocida, me respondió de inmediato. Su voz era la misma, tan sólo un poco más fina. Esto significaba que todas las aguas del mundo, con independencia del trozo de cielo del que procedieran, hablaban la misma lengua.
Aparte de la retirada de las vacas del campo al otro lado del río, no había sucedido ninguna otra cosa inquietante si no se contaba la desaparición repentina del gato de doña Pino.
Desde la ventana de su casa, doña Pino hablaba de ello a la mujer de Bido Sherif, que se había asomado a la ventana con las manos enharinadas.
– Te lo digo yo, te lo ha robado él. No deja un gato vivo ese maldito maestro. Él te lo ha quitado.
– ¿Qué otro sino él? Es la hecatombe.
Estaba claro que hablaban de Qani Kekez.
– Eso tiene la escuela, querida doña Pino, tiene muchas cosas buenas, pero sobre todo malas. Llega ese maldito y te roba el gato.
– Eso mismo -dijo doña Pino-. Ya ni el gato va a poder salir a la puerta. Es la hecatombe.
– Pues eso no es nada -dijo la mujer de Bido Sherif-. Espera y verás cómo un día de éstos se echa también sobre las personas con el cuchillo en ristre. ¿Has visto qué ojos tiene? Rojos de sangre.
La mujer de Bido Sherif se sacudió las manos provocando una nube de harina, que resultó rojiza bajo los rayos del sol.
– ¡Es la hecatombe! -dijo doña Pino- ¿De qué habremos de guardarnos antes?
El cierre de los postigos por ambas partes fue la muestra de que la conversación había terminado. No tenía nada que hacer y me puse a mirar la calle. Un gato saltó desde un tejado y cruzó velozmente al otro lado. El hijo de Nazo, Maksut, regresaba del mercado. Otra vez llevaba una cabeza cortada bajo el brazo. ¿De quién sería la cabeza? Aparté la vista para no obsesionarme.
Quise recordar a Margarita pero, para mi sorpresa, no conseguía representarme bien su cara. Un día antes lo recordaba todo con claridad. En dos o tres ocasiones me había rondado la idea. ¿Sabría ella acaso que yo traía y llevaba su nombre, sus cabellos, sus manos, por toda la casa, por las paredes, por los techos? ¿No sentiría dolor por ello?
El día anterior había sentido deseos de contar a Ilir algo sobre ella.
– En casa del abuelo vive ahora una mujer muy guapa -le dije.
No le causaron ninguna impresión mis palabras y no respondió. Le volví a mencionar a Margarita poco después. Tampoco esa vez mostró interés alguno. Tan sólo me preguntó.
– ¿Tiene las mejillas rojas?
– Sí -le dije sin turbarme-. Rojas.
En realidad no me acordaba de qué color tenía las mejillas Margarita. En el mismo instante en que Ilir me lo preguntaba, la cara de Margarita se me difuminó de pronto. Pasó un día más y la nitidez de su imagen no regresaba. La estaba olvidando.
– Cuando me acordé de ella por tercera vez, volví a mencionársela a Ilir. Él me miró durante un rato. Ahora dirá algo, pensé con cierta satisfacción.
– ¿Sabes? -dijo-. Anoche le quité las ligas a mi madre para hacer gomas. Las está buscando por todas partes. Guárdalas tú unos días, no vaya a ser que me las encuentre.
Me guardé las ligas en el bolsillo.
Ya no pasaba nadie por la calle. Recordé que Javer me había prometido dejarme un libro. Me levanté y salí.
Javer estaba solo en casa. Fumaba un cigarrillo y silbaba una melodía.
– Me dijiste que ibas a dejarme un libro.
– Sí, signore. Ahí tienes los libros, elige.
De la pared colgaba un estante con libros. Me aproximé y los miré ensimismado. Nunca había visto tantos.
– Esto de aquí es el nombre del autor, es decir, del que ha escrito el libro, y esto el título. Mucho me temo que ninguno de estos libros te guste.
Hurgué entre ellos durante un buen rato. La mayor parte de los títulos no tenía sentido.
– Dame ése que ha escrito uno que se llama Jung -le dije.
Javer soltó una carcajada..
– ¿Tú vas a leer a Jung?
– ¿Y por qué no? Escribe sobre la brujería, ¿no es eso?
Javer se echó a reír de nuevo. Me molestó y quise marcharme, pero no me dejó.
– Anda, coge algún otro -dijo-. A Jung no lo consigo entender ni yo. Además no está en albanés.
Me puse otra vez a hojear los libros, lo que volvió a llevarme un buen rato. Javer fumaba y silbaba. Finalmente encontré uno en cuya primera página leí las palabras «espíritu», «brujas», «asesino primero» e incluso «asesino segundo».
– Mira, me llevo éste -le dije sin mirar siquiera el título.
– ¿Macbeth? Es fuerte para ti.
– Quiero éste.
– Cógelo -dijo-, pero no me lo pierdas.
Me marché casi corriendo y empujé la puerta de la casa. Me admiraba el hecho de tener un libro en las manos. En nuestra enorme casa había toda clase de cosas: ollas de cobre, calderos, fuentes metálicas de todos los tamaños, artesas de madera y de piedra, ganchos de hierro, vigas, bolas de hierro (de una de ellas se decía que era un obús de cañón), dagas con el mango repujado, toneles, baúles antiguos, ruedas de molino, enorme variedad de cubos y de ganchos, recipientes para la cal, cántaros de cobre, cazos de café, cacharros de porcelana, baldes, un fusil de pedernal, infinidad de trastos viejos y asombrosos. Una sola cosa faltaba en nuestra casa: libros. Aparte de un descifrador de sueños todo avejentado y amarillo, no había ningún otro papel impreso.
Cerré la puerta y subí la escalera a toda prisa. En el salón no había nadie. Me senté junto a la ventana, abrí el libro y comencé a leer. Avanzaba muy despacio, sin entender prácticamente nada. Llegué a un cierto punto y volví de nuevo al principio. Algo comenzaba a captar. Tenía una enorme confusión en la cabeza. Oscurecía. Las letras se movían, tratando de salirse de los renglones. Me dolían los ojos.
Después de la cena me arrimé a la lámpara de petróleo y volví a abrir el libro. A la luz amarillenta de la lámpara, las letras resultaban atemorizantes.
– Ya has leído bastante -dijo mamá-. Ahora a dormir.
– Dormid vosotros, yo voy a leer.
– No -insistió ella-, no tenemos petróleo.
No lograba conciliar el sueño. El libro estaba allí cerca. Callado. Sobre el diván. Algo fino, muy fino. Sorprendente. En el interior de dos delgadas tapas de cartón se ocultaban ruidos, puertas, gritos, caballos, personas. Todos muy juntos. Aplastados unos contra otros. Reencarnados en pequeños signos negros. Cabellos, ojos, alaridos, llamadas, voces, uñas, pies, puertas, muros, sangre, barbas, cascos, órdenes. Sometidos, plenamente sometidos a los signos negros. Las letras corren a una velocidad endiablada, unas veces a un lado, otras a otro. Corren las aes, las efes, las equis, las y griegas, las leas. Se agrupan, crean el caballo o el granizo. Vuelven a correr. Es preciso componer el cuchillo, la noche, la muerte. Después el camino, la llamada, el silencio. Corred. Corred. Continuamente. Sin descanso.
Dormí un sueño muy turbio. Como si estuviera febril. A través del sueño percibía confusamente una especie de quejido constante que llegaba del exterior, un movimiento atormentado de las calles y de los edificios, como si la ciudad se rascara lentamente. Era el tormento de la metamorfosis. Las calles se hinchaban, se deformaban. Las paredes de las casas se ensanchaban convirtiéndose en los muros de un castillo escocés. Aquí y allá brotaban almenas tenebrosas.
Por la mañana, la ciudad parecía agotada por el esfuerzo. Había cambiado, aunque no tanto.
Estuve leyendo casi todo el día.
Anochecía. Miraba ensimismado al exterior. Los contornos de los muros y las fachadas de las casas eran más libres que nunca. Se podía esperar cualquier cosa de ellos ahora.
Por la calle de Varosh bajaba arrogante Aqif Kaxahu con sus dos hijos. Torció por nuestra calle. Doña Pino asomó la cabeza por la ventana y volvió a ocultarse. El portón majestuoso de Bido Sherif estaba abierto de par en par. Aqif Kaxahu se dirigía hacia allí. Estaba todo claro. Aquella era su noche. Bido Sherif salió personalmente a recibir al honorable invitado. La mujer de Bido Sherif se asomó a la ventana y volvió a ocultarse. Doña Pino hizo lo mismo. Los signos eran certeros. Aquif Kaxahu y sus herederos penetraron en el interior. El enorme portón se cerró con chirriar de hierros, resonar de trompetas.
– Has estado todo el día encerrado. Sal a jugar con tus amigos.
– Calla, abuela.
Yo esperaba escuchar el grito de muerte de Aqif Kaxahu. Todo se había cumplido ya sin duda. Una llamada. Otra más. Apareció en la ventana la mujer de Bido Sherif. Pretendía lavarse las manos ensangrentadas. Las sacudió. Se desprendió una nube de harina. Estaba ensangrentada.
La abuela me puso la mano en la frente.
De la planta baja llegó de nuevo un sonido de trompetas.
– Vete a ver el alambique que están sacando del sótano -dijo la abuela-. Yo no tengo valor para verlo.
Se había estado hablando varios días de la venta del formidable alambique de cobre. Parecía que habían llegado los mozos de cuerda. Al salir de la casa, el gran alambique lanzaba mensajes de despedida. Sonaban las trompetas.
Había caído la noche. La ciudad, repleta de pronto de almenas, nombres extraños y lechuzas, era negra.
– Te ha embobado ese libro -dijo la abuela-. Vete mañana a casa del babazoti y espabílate un poco.
– Bien, iré.
Margarita.
Estaba muy cansado. Se me iba la cabeza sobre el alféizar de la ventana.
Al día siguiente partí a casa del abuelo. En cuanto crucé el Puente de las Disputas y tomé el camino de la fortaleza, la ciudad se liberó al instante de almenas y lechuzas. La última parte del trayecto la recorrí casi corriendo.
– ¿Dónde está Margarita? -pregunté a la abuela, que estaba haciendo tortas.
– ¿Qué quieres de Margarita? -dijo ella-. No preguntas siquiera cómo están el abuelo, los tíos y las tías, sino directamente: ¿dónde está Margarita?
– ¿Es que se ha ido?
– No, no se ha ido -dijo ella burlona y continuó amasando la harina, murmurando para sí.
– Estuve un buen rato dando vueltas por la casa y después, como no sabía qué hacer, subí al tejado, donde me gustaba pasar horas enteras, sentado sobre las inclinadas placas blancas, junto a la vieja buhardilla. Desde allí el mundo parecía distinto. Miraba un poste de teléfono medio podrido cuando de pronto me acordé de la caja que había llenado de tabaco, recogido de las colillas del abuelo, y que había escondido en el desván junto con un libro escrito en turco y una caja de cerillas con dos o tres fósforos dentro. Me encantaba fumar en lo alto del tejado con el libro turco de páginas amarillentas, como enfermas, sobre las rodillas.
Decidí fumarme un cigarrillo y fui hasta la ventana de la buhardilla; metí la mano entre los cristales rotos y llenos de polvo y saqué primero el libro, después la caja de tabaco y por fin las cerillas. La portada del libro estaba enmohecida y las hojas se habían pegado al mojarse. Arranqué un pedazo de la última y, aunque el tabaco me pareció también mohoso, lié un cigarrillo al modo en que yo sabía hacerlo, me lo puse en la boca y traté de encenderlo, pero la cerilla estaba húmeda y no prendía.
Volví a ponerlo todo encima de una viga ennegrecida dentro del desván y, mientras me sacudía el brazo que se me había llenado de polvo, tuve una nueva idea.
La vieja buhardilla quedaba sobre la habitación de Margarita. Antes, su ventana había iluminado el largo pasillo, pero luego una parte de éste fue convertido en habitación y el tragaluz dejó de tener utilidad.
La idea de poder observar lo que hacía Margarita me desentumeció. Quité los pedazos de cristal roto que quedaban, metí una pierna, apoyé la otra sobre una viga, después introduje todo el cuerpo bajo el tejadillo y comencé a bajar, agarrándome a las vigas que se extendían en todas direcciones. Un minuto después estaba sobre el techo de su habitación. Avancé lentamente para no hacer ruido y me tumbé boca abajo junto a una grieta. Arrimé un ojo y miré.
En el cuarto no había nadie.
¿Dónde estaría Margarita? La gran cama estaba cubierta por una colcha y sobre ella se veían prendas de ropa interior dobladas. Escuché un chapoteo y comprendí que se estaba lavando.
Esperé mucho tiempo hasta que salió del baño. Iba toda cubierta con un albornoz y tenía el cabello mojado y suelto. Se acercó al espejo, cogió el peine y comenzó a peinarse. Mientras lo hacía, cantaba en voz baja.
Allá en Holanda
En el país de los molinos…
Después cogió la caja de polvos de la cómoda, la abrió ante sí y comenzó a hacer algo con la esponja.
Cuando se quitó el albornoz y se inclinó para coger la muda, cerré los ojos. Al abrirlos, los encajes parecían mariposas blancas que se posaban sobre su cuerpo formando ribetes en torno a las piernas, bajo las ingles, sobre el pecho, como las mariposas blancas de los prados que aparecen en primavera y que yo había perseguido a menudo sin lograr atrapar ninguna.
Mientras permanecía allí tumbado, en mi perturbación oí la voz de la abuela que me buscaba por la casa y tras ella la de la tía desde el fondo del patio. Me incorporé con cuidado y arrastrándome por las vigas volví a salir al tejado, para bajar después por el muro trasero de la casa.
– ¿Dónde estabas? -me interrogó la abuela-. ¿Cómo te has ensuciado así?
– En el tejado.
– ¿Y qué hacías en el tejado, hombre de Dios? Otra vez nos vas a llenar de goteras toda la casa.
– No, abuela, ando con cuidado.
– Anda, cuidadoso -respondió-. Ven a comer.
La abuela siempre olía a pan tierno y cuando tenía hambre me acordaba de ella, con su cuerpo pesado y blanco que hacía crujir quejumbrosamente las viejas maderas de la casa, como si dijeran: «Crac, crac, crac, nos aplastas, abuela querida, nos asfixias».
El abuelo pronunció aquellas palabras en turco que me parecían tan mágicas y todos comenzamos a comer. Noté que la abuela estaba enfadada, pues hacía mucho ruido con las sartenes y los cucharones. Es lo que hacía siempre que la martirizaba algún conflicto. Hasta que no pudo contenerse más y dijo furiosa:
– ¡Desvergonzada!
Observé que a los demás no les causaba impresión la exclamación y continuaban comiendo con sosiego. Al parecer, sabían a quién insultaba la abuela.
– ¿Quién es la desvergonzada, abuela? -pregunté yo.
El abuelo la miró a los ojos y ella cabeceó irritada como diciendo: «ya sé, ya sé».
– A ti no te interesa -me dijo y apartó ruidosamente la sartén.
– Si yo estuviera en tu lugar, se las quitaría de las manos -dijo la mayor de mis tías.
– Sólo eso me faltaba, pelearme con las zorras.
Jamás hubiera sido capaz de imaginar que la abuela pudiera pelearse con nadie, después de haberla visto toda mi vida guisando y haciendo tortas.
– Dejad ya este tema -dijo el abuelo e hizo un gesto con la cabeza en mi dirección. Todos le obedecieron, aunque la abuela parecía continuar con su enfado, pues el ruido de las cacerolas se hacía cada vez más escandaloso.
– Zorra, más que zorra -la emprendió de nuevo.
– Habérselas quitado de la cuerda -insistió la tía mayor.
La menor de mis tías abrió el periódico y se puso a leer.
– Deja ese periódico -la hostigó la abuela-. Los periódicos son para los hombres.
La otra rió a carcajadas…
– ¿De qué te ríes? Nosotras estamos angustiadas y tú leyendo periódicos y con risitas.
La tía se levantó y se marchó con el periódico en la mano.
– Hoy las servilletas, mañana los cubiertos, pasado las alfombras -continuó la abuela.
Hablaban ya abiertamento de lo sucedido y comprendí de qué se trataba. Margarita robaba.
– ¿Por qué dejas el plato? -me dijo la otra tía.
– Ya no tengo hambre -dije y me levanté de la silla.
– No has comido nada. ¿No estarás enfermo?
– No.
– Seguro -dijo la abuela-, te habrás enfriado. Te pasas todo el día en lo alto del tejado, como si no tuvieras una casa.
Sin decir una palabra, me fui al cuarto de estar. La tía menor estaba sentada en un rincón y leía el periódico.
– ¿Ya te han echado también a ti? -dijo sin levantar la cabeza.
No respondí. Reinaba una gran tranquilidad. Desde lo alto del camino de la fortaleza, la canción del caminante desconocido rodaba por el barranco:
Escuché tu voz, Meri.
Decía: me duele la cabeza.
Te traeré al doctor.
La gente me da vergüenza.
Yo lo escuchaba abstraído. La voz se alejaba progresivamente. La mirada se me había quedado enganchada en los postes del teléfono.
¿De qué tendría vergüenza?
Se percibían los movimientos del otoño. Allá abajo, entre las ramas que se desvestían, se deslizó algo. Susana. Ya se había enterado de mi llegada.
El tic-tac del gran reloj resonaba extraordinariamente. El dolor era omnipresente. Se extendía a raudales por el espacio infinito. Poco después lo inundaría todo.
El almuerzo era sombrío. Comíamos en silencio y todos parecían esperar con impaciencia el momento en que la abuela examinara el alón del gallo.
Últimamente se enteraba casi todo el mundo si se mataba algún gallo en el barrio, pues en sus huesos se podía ver el futuro y en los últimos tiempos se esperaban grandes acontecimientos.
– Doña Pino ha matado hoy un gallo. Id y preguntadle cómo le ha salido el alón, queridos -nos había dicho una semana antes la madre de Ilir.
Hoy, por primera vez en mucho tiempo, también nosotros habíamos matado un gallo. Por la tarde, la gente llamaría a la puerta y preguntaría por el alón. Después preguntarían a la abuela, a mamá cuando saliera al umbral de la puerta y quizás hasta los hombres preguntaran a papá en el café. Porque todos sabían que era muy infrecuente matar aves en la ciudad.
Terminó la comida. Por fin, la abuela cogió el alón del gallo, entornó los ojos y lo observó durante largo rato, volviendo hacia la luz unas veces un lado, otras el otro. Todos aguardábamos en silencio.
– Guerra -dijo de pronto la abuela con voz sorda-. Los extremos del hueso están encarnados. Guerra y sangre -y señaló con el dedo aquella parte del alón que anunciaba la guerra.
Nadie habló.
La abuela continuó su examen durante un buen rato.
– Guerra -volvió a decir y puso su mano derecha sobre mi cabeza, como protegiéndome del mal.
Acabada la comida, volví junto al montón de platos sucios, donde encontré el alón del gallo, y con él en la mano subí a la segunda planta de la casa, al salón. Me senté ante los altos ventanales y observé con atención aquel hueso delgado y trágico. Era una tarde de octubre. Fuera soplaba un viento seco. Sostenía en la mano el hueso frío y no era capaz de apartar los ojos de él. El hueso tenía color rojizo tirando a malva y unas veces parecía salpicado de pequeñas gotitas de sangre y otras como iluminado por los reflejos de un gran fuego.
Poco a poco se fue tornando rojo y, por fin, sobre su superficie no había ya pequeñas gotas de sangre, sino torrentes enteros que comenzaron a chorrear enrojeciéndolo todo.
Antes de que se adueñara de mí el sueño, con el hueso del gallo en la mano, vi una vez más los fuegos que ardían y llameaban en él y después, entre el humo, oí los primeros tambores que llamaban al combate.
Lo supe de inmediato, en cuanto entré en el patio. Margarita se había ido. No pregunté qué había sucedido, ni cómo había sucedido. El camino estaba desierto y los árboles del patio se iban quedando desnudos, has hojas revoloteaban con parsimonia sobre el cobertizo de los gitanos. Estaba un poco triste.
Pronto empezarían las verdaderas lluvias del otoño. Los árboles quedarían completamente desnudos y el viento aullaría a través de las rendijas. Aparecerían goteras en el techo justo bajo los lugares donde yo había pisado durante el verano, mientras el tabaco, las cerillas y el libro escrito en turco terminarían pudriéndose en la vieja buhardilla.
Susana vagaría de un lado a otro, leve y transparente, sin poder enterarse nunca de lo que le sucedió a un hombre llamado Macbeth, allá en la lejana Escocia. Si la próxima vez que fuera allí me dijeran que se había marchado junto con las cigüeñas, no me extrañaría lo más mínimo.
Durante las noches de invierno las hordas de ratones harían estragos sobre los techos. ¡Lucha, Gengis Khan! ¡Devástalo todo a tu paso! Más abajo de Asia ya no duerme nadie. Desierto. Desierto.
… su declaración. Durante la campaña de Polonia no lancé ningún ataque nocturno, dice Adolf Hitler. Bombardeé de día. Lo mismo hice en Noruega, en Bélgica y en Francia. De pronto, el señor Churchill bombardea Alemania durante la noche. Vosotros conocéis, camaradas, mi paciencia. Esperé ocho días. Volvió a bombardear y pensé: este hombre está loco. Esperé dos semanas. Mucha gente venía y me decía: Mein Führer, ¿cuánto vamos a esperar aún? Entonces di la orden: bombardear Inglaterra durante la noche. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Sesión 127 del proceso. Los Angoni contra los Karllashe. El cronista Xivo Gavo, quien ha descubierto la vieja crónica familiar de los Angoni, rehusa utilizarla para el esclarecimiento del litigio sobre los antiguos títulos de propiedad. El inventor de nuestra ciudad, Dino Chicho, se dispone a emprender un viaje a Hamburgo. Aprovechamos la ocasión para repudiar con desprecio el artículo de un periodista de Tirana titulado: «En vísperas de la guerra mundial, un loco intenta fabricar un invento para defender su ciudad». Ayer, nuestro conciudadano T.V. tomó treinta cafés. Ordeno el oscurecimiento obligatorio de la ciudad. El comandante de la guarnición, Bruno Arcivocale. Nacimientos, matrimonios, defunciones. Dh. Ka