37617.fb2 Cr?nica de la ciudad de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

Cr?nica de la ciudad de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

VI

Regresaba de casa del babazoti. Me había quedado más tiempo de lo acostumbrado, pues era la última vez que iría ese año. Durante el invierno no iba casi nadie a casa del abuelo, pues la estación era muy cruda allí arriba y el viento cortaba dondequiera que soplara. Sólo papá se atrevía a cruzar aquel desierto para pedir dinero prestado.

Nada más entrar en casa, noté que algo había cambiado. Mamá y la abuela remendaban unas mantas viejas. Las ayudaba la nuera de Nazo.

– ¿Qué hacéis? -les pregunté.

– Es para tapar las ventanas por la noche -respondió la abuela-. Lo ha ordenado el gobierno.

– ¿Y por qué?

– Puede haber bombardeos. ¿No han avisado allá arriba?

Me encogí de hombros.

– Yo no sé nada.

– Van avisando casa por casa -insistió la abuela.

Resonó la puerta con estrépito.

– Xexo -dijo mamá.

Xexo subió la escalera.

– ¿Cómo estáis, queridas? -dijo jadeante-. ¿Haciendo cortinas? ¡Ay, qué desastre! ¡Ay, qué catástrofe! ¡Qué cosas tienen que ver nuestros ojos! ¡Qué cosas están viendo! ¡Enterrarse la gente entre trapos como en una tumba! Harilla Lluka ha salido de buena mañana llamando de puerta en puerta. Oscuridad, dice, que se haga la oscuridad.

– Oscuridad obligatoria -dijo la nuera de Nazo sin alzar los ojos de las mantas-. Así la llaman.

– Así se queden ciegos -dijo Xexo-. Que les llegue a todos el castigo de Vehip el Ciego.

No entendí a quiénes maldecía Xexo ni por qué.

Resonó nuevamente la puerta. Eran doña Pino y Nazo.

– ¿Os habéis enterado? -dijo la primera-. Dicen que también van a cegar las chimeneas. ¡Es la hecatombe!

– ¡Que lo tapen todo! -gritó Xexo-. Deja que tapen las chimeneas y que tapien las puertas; que tapen hasta los retretes, si quieren. Este mundo ya es una ruina, querida Pino. Se lo lleva el río.

– Una ruina -repitió doña Pino-. Apenas se celebra una boda a la semana. ¡Es la hecatombe!

– Echan las vacas de los prados, los cubren de cemento, ¿se puede aguantar todo esto, Selfixe querida? Y dicen que ha aparecido un tal Isuf, uno de barba roja, un tal Isuf Stalin, que los hará picadillo a todos.

– ¿Es musulmán ése? -preguntó Nazo.

Xexo calló por un instante.

– Musulmán -dijo después con firmeza.

– Estupendo -le respondió Nazo.

La conversación se sosegaba. Mientras Nazo charlaba con la abuela, Xexo dijo algo al oído a la joven esposa de Maksut, que respondió negativamente con la cabeza, sin levantar un instante los ojos de la manta. Xexo se golpeó la cara.

La conversación acabó apaciguándose. Hablaban ahora de dos en dos con voz monótona, a excepción de doña Pino y de la nuera de Nazo. Continuaron así largo rato.

– ¡Es la hecatombe! -dijo por centésima vez doña Pino, esta vez sin razón alguna y sin dirigirse a nadie. Seguidamente se levantó y se fue. Nazo y su nuera se fueron tras ella.

No resultaba difícil comprender que el barrio estaba inquieto. El abrir y cerrar de los postigos, el repiqueteo de las puertas, el silbido incesante del viento seco y hasta el modo en que las mujeres colgaban las sábanas en los tendederos expresaban el desasosiego general.

La gente no lograba acostumbrarse al enmascaramiento de la luz. A algunos les parecía ridículo; a la mayoría, carente de sentido; al resto, un mal agüero. La tercera noche, Bido Sherif arrancó la cortina encubridora, pero no había transcurrido mucho tiempo cuando desde la calle retumbó una voz brutal, cortante:

– Spegni la luce!

Dos noches más tarde, cuando la ametralladora del puesto de observación disparó sobre la casa del cronista Xivo Gavo, cuya lámpara de petróleo era la última de la ciudad en apagarse, todos comprendieron que con el oscuramento no valían bromas. Una mirada salvaje vigilaba cada noche desde todos los rincones y en todas direcciones. Jamás se le escapaba una luz. Sumisa, la ciudad acató la oscuridad y ahora, en cuanto caía la noche, se hundía lentamente en las tinieblas. Las calles y los tejados se balanceaban en el aire, como aturdidos, para luego hundirse en la noche. Las chimeneas, los minaretes, todo se desvanecía. Oscuramento.

La construcción del aeropuerto era también tema diario de conversación. La palabra «aeropuerto», machacada sin compasión por las bocas desdentadas de todas las viejas de la ciudad, surgía de entre aquellos fragmentos tan mutilada que apenas se la reconocía; y sin embargo, aquellas erres, pes y tes (granos de arena empapados de saliva) enlazadas del modo más ridículo unas con otras poseían una fuerza de conmoción extraordinaria.

En la llanura, que ya todo el mundo llamaba «el campo del aeropuerto», el trabajo proseguía día y noche. Miles de soldados y cientos de camiones bullían allí constantemente, empeñados en hacer algo que, desde lejos, parecía nimio. El ruido de las hormigoneras y las apisonadoras invadía continuamente la ciudad.

Justo en ese tiempo se produjeron varios robos. Beneficiándose de la oscuridad impuesta, los ladrones levantaban los tejados y entraban en las casas (en nuestra ciudad, la mayor parte de los robos se hacía a través de los tejados).

Inmediatamente después de los primeros robos, pasó sobre la ciudad el primer avión desconocido. Volaba a gran altura y nadie lo hubiera percibido a no ser porque emitía, desde más allá de las nubes, un sonido ronco, extraño a nuestros oídos, que llegaba en oleadas, parecido a una sucesión infinita de truenos. Dejó a su paso una especie de estupor suspendido de las nubes que planeó sobre nuestras cabezas.

En días sucesivos pasaron otros aviones, casi siempre solitarios y a una altura extraordinaria, como si pretendieran demostrar que no tenían nada que ver con nuestra ciudad. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Adonde se dirigían? ¿Por qué? El cielo era del todo inexcrutable y displicente.

Quizá los robos a través de los tejados habrían aumentado si de pronto no hubiera hecho aparición un nuevo monstruo: el proyector. Se había acercado a la ciudad en completo silencio y nadie supo una palabra, no ya de su proximidad, sino de su sola existencia, hasta el instante en que su único ojo, como el de un cíclope, se encendió una noche de octubre en la ladera de Zalli. Un largo brazo de luz se extendió de pronto, como un reptil transparente, en busca de la ciudad. En el abismo de tinieblas parecía débil, pero en cuanto rozó los primeros tejados se condensó y con una claridad implacable comenzó a deslizarse sobre las fachadas empalidecidas de terror.

La operación se repitió sin falta a partir de entonces. Cada noche, la luz del proyector salía en busca de la ciudad y nada más encontrarla se aferraba a ella. Era una bestia marina y gelatinosa que se deslizaba sobre los barrios, cambiando continuamente de forma, adaptándose a los contornos de las casas o de las calles sobre las que se cernía.

Fue entonces cuando se redoblaron las visitas de las viejas comadres, lo cual era de esperar. Al contrario que las viejas de la vida, las comadres salían constantemente de sus casas, sobre todo durante períodos turbulentos. Las viejas comadres se diferenciaban en muchas otras cosas de las viejas de la vida. Las primeras se quejaban de sus nueras, mientras que las nueras de las segundas llevaban ya largo tiempo muertas. Las viejas comadres se quejaban asimismo del reuma, de la artritis y de otras enfermedades anodinas, mientras que las viejas de la vida no conocían más que la solemne enfermedad de la ceguera, de la que no se lamentaban jamás. No podían compararse en ningún aspecto las viejas comadres con las viejas de la vida.

Como habitualmente sucedía tras acontecimientos semejantes, las viejas comadres volvieron a llenar las calles y callejas. Por el camino de la fortaleza y en el viejo mercado, en Palorto Alto y en Palorto Bajo, en la plaza del centro, sobre el Puente de las Disputas, en los empedrados que rodeaban el matadero, caminaban incansables bajo las gotas escasas de lluvia, cubiertas con velos negros; bajaban a Varosh, subían a Dunavat, desfallecidas y cargadas de toses y de noticias.

Un viento frío y seco soplaba sin descanso desde las cumbres del norte. Escuchaba su aullido quedo y me venía a la cabeza la expresión «las palabras, se las lleva el viento», que había oído por la mañana. Últimamente me sucedía algo desconcertante. Palabras y frases que había oído cientos de veces comenzaron de pronto a adquirir un nuevo sentido. Las palabras se liberaban de su significado cotidiano. Las frases compuestas de dos o tres palabras se descomponían de modo torturante. Si oía decir: «me hierve la cabeza», mi mente, contra mi propia voluntad, se representaba de inmediato una cabeza cociéndose en una cazuela con judías. Las palabras poseían una energía determinada en su estado sólido, normal. Y ahora, cuando comenzaron a derretirse, a descomponerse, emitían una energía terrible. Me aterraba su proceso de descomposición. Trataba por todos los medios de impedirlo, pero me resultaba imposible. En mi cabeza reinaba un caos completo y las palabras bailaban una danza temerosa, lejos de toda lógica o realidad. Me mortificaban en particular expresiones como «sorberse el seso». A la tortura de imaginar a un hombre sosteniendo su propia cabeza entre las manos y devorando su interior, se sumaba la imposibilidad de concebir que alguien pudiera comerse su cabeza, cuando es de todos sabido que se come con la boca y la boca se encuentra irremisiblemente en la propia cabeza, en la misma condenada cabeza.

El lenguaje cotidiano, equilibrado y seguro hasta entonces, estaba de pronto convulsionado por la acción de un terremoto. Todo se derrumbaba, se quebraba, se fragmentaba.

Había penetrado en el reino de las palabras. Era una tiranía implacable. El mundo se llenó de gente que en lugar de cabeza tenía calabaza; otras cabezas daban vueltas en torno a sus soles; los ojos estallaban como cartuchos; a algunos se les congelaba la sangre como los helados; otros vagaban con la lengua seca y amojamada; otros tenían además manos metálicas (de oro o de plata); aquí y allá aparecía un pedazo de carne con ojos; la misma ciudad era presa de la fiebre (había presenciado cómo temblaban los cristales; incluso había visto su sudor color ceniza); alguien caminaba con las raíces arrancadas; otros, como enajenados, se hacían preguntas sin sentido: «¿Dónde tienes las orejas? ¿Dónde tienes los ojos?»; alguien intentaba comerse al vecino, pero no con los dientes, sino con los ojos; pintores desconocidos pintaban de negro la puerta de alguna casa o el destino de alguna muchacha (¿de dónde salían esos pintores, por qué lo hacían y por qué la gente le concedía tanta importancia al color negro o blanco de que estaba pintado su destino?); y por fin un buen día alguien aparecía traspasado por el amor como por una flecha lanzada por los indios del cine. El mundo se desmigaba ante mis ojos. Sin duda, en ese desmigamiento pensaba doña Pino cuando repetía la palabra «hecatombe».

Era uno de aquellos días en que el poder de las palabras llegaba a su apogeo. Observaba los tejados inclinados, esforzándome por comprender cómo podía traspasarle a uno el amor. ¿Dónde estaba? ¿De dónde salía antes de lanzarse para atravesar los corazones de los hombres? ¿Por qué no les hacía sangrar ni les producía heridas, cosa que con toda facilidad les habría causado el punzón más común? ¿Por qué sin embargo la gente se quejaba tanto de él, sobre todo cuando elegía sus víctimas entre las muchachas?

Unos golpes salvadores sobre la puerta resonaron en toda la casa. Era la llamada familiar de Xexo. El modo en que golpeaba y los intervalos muy cortos entre cada golpe daban a entender que había sucedido algo extraordinario. Con el susto en el rostro, mamá corrió a abrir la puerta, mientras la abuela esperaba en pie en lo alto de la escalera. Poco después descendió también ella. Los pisos superiores de la casa quedaron en silencio. Allá abajo estaba sucediendo algo. La puerta se abrió de nuevo. Entró alguien. Alguien salió. Después volvió a entrar alguien más. Las voces de las mujeres llegaban amortiguadas. Comencé a bajar los peldaños con cautela para no llamar la atención. Allá abajo sucedía algo verdaderamente serio. La puerta volvió a sonar. Las palabras llegaban de abajo mezcladas en un murmullo común. Se fundían como la niebla. Bajé. Mamá notó mi presencia. Estaban en pie, apoyadas en la barandilla, junto a la boca del aljibe, al fondo de la escalera. Además de Xexo, habían venido Nazo y su nuera, doña Pino, la mujer de Bido Sherif y otra vecina más. La turbación de sus ojos, el modo en que se había ladeado el gorro en la cabeza de Xexo, descubriendo un mechón de pelo descolorido, y las marcas de los pellizcos en sus mejillas producidos por la indignación evidenciaban que había ocurrido algo irreparable. Hablaban prácticamente todas a la vez. Desde luego, había sucedido algo monstruoso, pero resultaba absolutamente imposible saber qué. No se trataba de muerte ni de locura. Era aún peor. Xexo permanecía en medio de todas y su resuello áspero, como un fuelle de curtidor, sembraba en torno el terror.

Estuve largo rato escuchando, pero no logré entender nada. Hablaban de cierta casa. Los italianos habían abierto un establecimiento. Dicha casa tenía un nombre sencillo, algo parecido a la biblioteca pública de la ciudad. Y sin embargo a ellas las aterraba. La maldecían. Había oído hablar de casas de caramelo, en las que vivían hermosas jóvenes. Esa casa debía de ser de veneno, pues poseía el poder de envenenar a toda una ciudad.

– Un hombre de cada familia -dijo Xexo con voz alterada-. Eso han dicho. Si no va cada uno por las buenas, lo llevarán a la fuerza. Un varón de cada familia.

Las mujeres se pellizcaron de nuevo las mejillas. Tan sólo la nuera de Nazo permaneció indiferente. En su agitación continua, los ojos turbios de Xexo toparon conmigo.

– Pobre, ¿no pensarás ir tú por casualidad, verdad? -dijo gritando.

– ¡No seas tonta! -le dijo la abuela-. Deja en paz al chico.

– Es la hecatombe -dijo doña Pino, sin duda por milésima vez.

– ¿Va a entrar en razón alguna vez esa gente o no? -gritó Xexo dirigiéndose a la abuela, como si fuera la representante de la ciudad.

En ese momento, alguien volvió a llamar a la puerta. Era la tía Xemo.

– ¿Qué os pasa, queridas, qué os pasa? -dijo nada más entrar en el corredor.

La tía Xemo venía raramente a casa de visita: dos o tres veces al año a lo sumo. Era alta, esbelta y parecía toda huesos. Era famosa en nuestra familia a causa de su manía por la limpieza. La tía Xemo no comía nada que hubiera tocado mano ajena. El pan, los guisos, el café, el té: todo lo hacía con sus propias manos. La cuchara, el plato, la taza, el cacillo del café, los guardaba aparte en su casa. Cuando iba de visita, envolvía el pan en un pañuelo limpio y en otro el cacillo, la taza, la cuchara y el vaso y se los llevaba consigo. Todos conocían la manía de la tía Xemo y nadie se ofendía cuando colocaba en la mesa común su propio y sencillo alimento.

La tía Xemo escuchó en silencio las explicaciones de las mujeres sobre aquel extraño establecimiento.

– ¡Maldita sea su estampa! -dijo por fin-; ya dije yo que sucedería. Dije que terminarían abriéndolo, ese… como lo llaman, el comedor colectivo.

Hacía tiempo que a la tía Xemo la inquietaba la creación de comedores colectivos. Para ella no existía una desgracia mayor.

– ¿Y por qué os preocupáis? -gritó-. Que se inquiete ésa, que su marido es joven -la tía Xemo señaló a la nuera de Nazo-, pase, ¿pero vosotras? ¡Sois tontas!

La nuera de Nazo comenzó a sonreír y después, ante la sorpresa de todas, se tapó la boca con la mano y rompió a reír. Nazo le dio un codazo en la cadera.

Las mujeres se dispersaron. La abuela y la tía Xemo ascendieron con parsimonia la escalera de madera, hasta la segunda planta.

– ¡Qué han de escuchar nuestros oídos, querida Selfixe! -dijo la tía Xemo.

– Ahí tienes, en cuanto te ponen el pie encima, eso es lo que hacen siempre los extranjeros. ¿No lo ves? Las mujeres no se atreven a asomarse a las ventanas porque los italianos sacan espejos del bolsillo y les hacen señas con el sol.

– Desde el día en que llegaron, se vio que eran unos golfos -dijo la tía Xemo-. He visto muchos ejércitos, pero nunca hubiera creído que los soldados pudieran oler a lavanda.

– Si sólo fuera eso, pase, pero lo que están haciendo allí -la abuela dirigió los ojos al campo del aeropuerto- no me gusta nada.

La otra suspiró.

– La guerra se nos viene encima, querida Selfixe.

Entretanto, desde las ventanas, las mujeres continuaban su charla sobre aquella nueva casa que tenía el epíteto extraño de «casa pública». Sobre su tejado caían todos los rayos del cielo; el fuego la abrasaba cientos de veces al día; cientos de veces quedaba reducida a ruinas y, al parecer, otras tantas se alzaba sobre sus propias cenizas, pues las maldiciones no cesaban. Una nueva ofensiva de las viejas comadres volvió a ocupar las calles y callejas. El viento del norte soplaba constantemente. Agitaba los gorros negros de las comadres y les arrancaba una pequeña lágrima que se mecía en la comisura de sus ojos, como un adorno cristalino. Las viejas caminaban sin descanso.

La ciudad se encontraba en un estado verdaderamente febril. No era difícil percibir sus sudores. Los cristales vibraban continuamente. Los hogares gemían. El proyector encendía por las noches su único ojo. Era el cíclope Polifemo. Soñé que caminaba hacia él con una tea encendida en la mano. Iba a abrasarle aquel ojo terrible. Imaginé que los alaridos del proyector cegado inundaban la noche.

El tiempo estaba revuelto y todo era inestable. Me acordaba del terreno cambiante que rodeaba la casa del abuelo. Al parecer, la tierra comenzaría pronto a moverse también en torno a nuestra casa. Todo el mundo predecía poco más o menos eso.

Ilir bajaba corriendo por el Callejón de los Locos.

– ¿Sabes? -me dijo al entrar-. El mundo es redondo, como una sandía. Lo he visto en casa. Lo ha traído Isa. Es redondo, completamente redondo, y se mueve constantemente.

Necesitó un buen rato para explicarme lo que había visto.

– ¿Y por qué no se caen? -le pregunté cuando me dijo que debajo de nosotros había otras ciudades llenas de casas y de gente.

– No lo sé -dijo-. Olvidé preguntárselo a Isa. El y Javer estaban en casa mirando el mundo redondo. Javer lo empujó una vez con el dedo y dijo: «Pronto se convertirá en un matadero».

– ¿En un matadero?

– Sí. Eso dijo. El mundo se inundará de sangre. Eso dijo.

– ¿Y de dónde va a salir la sangre? Los campos y las montañas no tienen sangre.

– A lo mejor tienen. Si ellos lo dicen, por algo será. Cuando Javer dijo que el mundo se va a convertir en un matadero, yo le conté que habíamos estado en el matadero de la ciudad y habíamos visto cómo mataban las ovejas. Se rió y me dijo: «Pues ya verás cuando lleven los Estados al matadero».

– ¿Los Estados? ¿Los que aparecen en los sellos de correos?

– Sí, eso es.

– ¿Y quién los va a degollar?

Ilir se encogió de hombros. -No se lo pregunté.

Pensé en el matadero. Hablando del aeropuerto, Xexo había dicho un día que los campos y la hierba se cubrirían de cemento, de cemento mojado, resbaladizo. Una manguera regaría la ciudad y los Estados, para limpiar la sangre. Quizás eso fuera el comienzo de la carnicería. Lo que se me hacía más difícil era imaginar cómo llevarían los Estados al matadero y cómo serían sus balidos. Aldeanos con pellizas negras, matarifes de blanco. Carneros, ovejas, corderos. Los que miran. Los que esperan. Ha llegado la hora. Francia. Noruega. El patio ensangrentado. Los balidos de Holanda. Luxemburgo como un cordero. Rusia con grandes esquilones. Italia (no sé por qué) como una cabra. Un mugido aislado; ¿de quién?

– Y de esa casa, ¿has oído hablar? -me preguntó Ilir.

– He oído que es mala, muy mala.

– ¿Sabes? Dicen que hay muchas mujeres guapas allí.

– ¿De verdad? Xexo dice que son mujeres malas.

– Pero son guapas.

– ¿Guapas? ¡Qué tonto!

– Tonto, serás tú.

Nos quedamos un momento sin hablar.

Entretanto, la casa de prostitución continuaba trastornándolo todo. Xexo entraba y salía de nuestra casa trayendo noticias a cual más increíble. El viento no cesaba. No se recordaba un viento así desde hacía décadas. Decían que el viejo Xivo Gavo había anotado este hecho en su crónica.

Por aquellos días se realizó la primera prueba con la sirena de alarma antiaérea. Era la hora de comer cuando empezó a oírse un lamento que ponía la carne de gallina.

– La suegra de Bido Sherif -dijo la abuela-. Así es como grita ella.

Mamá y papá se asomaron a la ventana. El alarido proseguía, pero se trataba de un grito que no era humano. Llegaba a intervalos; había un momento en que parecía extinguirse, pero justo entonces perforaba el cielo con fuerza renovada. Ni cien suegras de Bido Sherif hubieran podido emitir un lamento así.

– Es una sirena -dijo papá con voz medrosa-; la oí una vez en Egipto.

La abuela se quedó con la boca abierta.

Así es como la ciudad tuvo su sirena de alarma.

– Ya tenemos un lamento que nos llore a todos -dijo Xexo cuando vino por la tarde-. Lo que nos faltaba, Selfixe. Ya estamos listas. Ahora vendrá el arcángel San Gabriel.

Como si no bastara todo aquello, justo entonces se produjo otro acontecimiento que conmovió lo que había quedado por conmover: la boda de Argyr Argyri.

Había observado que las noticias de compromisos o de bodas producían con frecuencia insatisfacción o perplejidad en algunos y alegría o sonrisa en otros; pero nunca hubiera creído que el anuncio de una boda pudiera caer como una catástrofe negra sobre las cabezas de todos sin excepción. «Se va a casar Argyr Argyri, ¿te has enterado? Anda ya. De verdad que se casa. No digas estupideces. Argyr Argyri se casa. ¿Cómo? Se casa. ¿Cómo, cómo? Que se casa. No es posible. Han avisado a doña Pino para que engalane a la novia. No. No puede ser. No puede ser. No. No. Yo también lo he oído. ¿De verdad? De verdad ¡Qué vergüenza! ¡Qué ignominia!»

Argyr Argyri era un hombre cetrino de voz atiplada, como la de una mujer. Conocido por todo el mundo, deambulaba por todos los barrios. Decían de él que era medio hombre, medio mujer y era el único varón que entraba y salía libremente de todas las casas, incluso cuando los hombres no estaban dentro. Argyr ayudaba a las mujeres en menesteres diversos, cuidaba a los niños mientras ellas lavaban las camisas, cogía agua junto a ellas, llevaba y traía recados. Tenía casa propia y decían que ayudaba a las mujeres no porque tuviera necesidad, sino porque le gustaba estar con ellas; le gustaban las conversaciones y las faenas de mujeres. Esto era algo tan incomprensible como tolerable, ya que Argyr era medio hombre, medio mujer. Después de muchos años, como revancha por las bromas y burlas de la gente y como consuelo por su carencia, Argyr Argyri se había ganado un derecho del que no disfrutaba ningún otro hombre: el derecho a relacionarse con las mujeres maduras y con las jóvenes.

Y he aquí que, de pronto, Argyr Argyri anunciaba su boda inminente. El desafío era tremendo. El personaje de la voz atiplada anunciaba de pronto que era hombre. Durante años había soportado las burlas más procaces en espera de la hora de la venganza. La ciudad se ensombreció. El golpe era intolerable. No había casa en la que no hubiera entrado Argyr Argyri, ni mujer a la que no conociera. Un interrogante siniestro se cernía por doquier.

Las esperanzas de que aquello no fuera verdad se fueron desvaneciendo una tras otra. Habían avisado a doña Pino. Se había contratado la orquesta. Estaba incluso anunciado el día de la boda. Las expectativas de que Argyr Argyri cambiara de parecer se vinieron abajo del mismo modo. Se decía que lo habían amenazado repetidamente, pero no se volvió atrás. Todo esto ocurría sin ruido, con palabras dichas entre dientes, mediante cartas anónimas. Nadie quería enarbolar la bandera de la hostilidad contra Argyr, pues ello significaría que tenía razones más poderosas que los demás para inquietarse.

Nadie pudo saber jamás qué es lo que había movido al hombre de voz atiplada a rebelarse repentinamente de aquel modo. ¿Qué le había pasado a Argyr? ¿Por qué había hecho aquello Argyr? ¿Por qué? Por fin llegó la noche de la boda. Era una de aquellas noches de oscuridad obligatoria. El viento, que había soplado durante dos semanas, cesó de pronto. Después de haber estado escuchando su silbido incesante, la calma resultaba aún más profunda. El ojo del proyector se encendió y se apagó de nuevo. Los tambores de la boda sonaban sin descanso, como si anunciaran el fin del honor de aquella ciudad.

Se había desbordado el vaso, decía Xexo. Ahora, según ella, se esperaba que manara agua negra de las fuentes.

– Es lo que nos faltaba: la boda de ese hermafrodita -le decía Isa a Javer, fumando en la oscuridad.

– Deja, deja -le respondió-. Esta ciudad se ha vuelto como Sodoma.

El ataque se produjo de repente, deforma despiadada. La sirena no funcionó. La ciudad se estremeció como una mujer epiléptica; se tambaleó, estuvo a punto de desplomarse. Era domingo; las nueve de la mañana. Por primera vez en su vida, la antiquísima ciudad, atacada miles de veces con catapultas, piedras, arietes, fue atacada desde el aire aquel domingo de octubre próximo a la mitad del siglo. Los cimientos gimieron como cegados por el dolor de la conmoción. Miles de ventanas aterradas arrojaron sus cristales al suelo con fuertes estampidos.

Tras el estruendo terrible, el mundo pareció ensordecer. La ciudad, convulsa, miraba al cielo límpido que parecía querer disculparse por su infinitud. Por el firmamento se alejaban aquellas tres pequeñas cruces plateadas, que habían hecho tambalearse los cimientos de aquella masa gigantesca de piedra.

El bombardeo causó sesenta y dos muertos. A la vieja de la vida, Neslian, la encontraron entre las ruinas, cubierta de cintura para abajo de piedras, vigas y trozos de yeso. No comprendía lo que había ocurrido. Agitaba sus largos brazos en el aire y gritaba: «Quién me ha matado». Tenía ciento cuarenta y dos años. Era ciega.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… Prepárate para un ataque aéreo. Construye un refugio que te proteja a ti y a los tuyos de las bombas inglesas. Manten dispuestos en casa recipientes llenos de agua y sacos de arena. Ten preparados un azadón, una pala y un gancho de hierro para combatir el fuego. La alcaldía. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Se interrumpen provisionalmente los procesos judiciales hasta nuevo aviso. Nuestro conciudadano Argyr Argyri ha sido hallado muerto en la habitación nupcial a la mañana siguiente de su desdichada boda. La ciudad no le perdonó su desafío. Dr. S. Xuberi. Enfermedades venéreas. Todos los días de 16 a 20 horas. Lista de los muertos en el último bombardeo. P. Xatko, R. Mezini, V. Balloma,