37617.fb2 Cr?nica de la ciudad de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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VII

Durante toda la semana, la ciudad fue bombardeada a diario. Todo lo demás quedó olvidado. No se hablaba más que de bombas y aeroplanos. Hasta pasó prácticamente en silencio el asesinato de Argyr Argyri, encontrado muerto al amanecer del día siguiente de la boda. Los asesinos, igual que quienes lo habían amenazado, permanecieron en el anonimato.

El séptimo día de bombardeos sucedió algo que no carecía de importancia: en nuestra calle fue instalado un letrero de hojalata. Por la mañana temprano, unos hombres desconocidos lo clavaron en el muro de nuestra casa, a la derecha de la puerta. Escrito en pintura negra, el letrero decía: «Refugio antiaéreo para 90 personas».

Nuestra calle no tenía ningún letrero. No lo había tenido nunca, a excepción de algún anuncio del ayuntamiento que al cabo de dos o tres días era empapado por la lluvia y arrancado por el viento. Podían mencionarse algunos casos en que habían aparecido palabras soeces en las paredes de las casas, escritas con tizas o tizones. Pero se trataba de casos infrecuentes. El primer letrero auténtico era el que acababan de fijar a la derecha de nuestra puerta.

Aquel día, todos los transeúntes se detenían ante ella y los que sabían leer explicaban a los demás de qué se trataba.

– ¿Se vende la casa?

– No, señor. Es un aviso para otra cosa.

– ¿Qué aviso?

– Que vengamos y nos metamos en el sótano de la casa cuando tiren bombas los aeroplanos.

– ¡No, hombre!

Yo permanecía en la puerta y les sonreía como diciéndoles: «¿Lo veis? Esta sí que es una casa». Estaba orgulloso. En nuestro barrio había muchas casas grandes y bonitas, pero en ninguna de ellas, ni en la de Checho Kaili, ni en la de Bido Sherif, ni siquiera en la gran mansión de Mak Karllashe, habían fijado un letrero como aquel. Esto significaba que nuestra casa era más sólida que todas las demás.

Yo seguía sonriendo a los transeúntes pero, para mi decepción, no me prestaban atención alguna. Sólo uno, Harilla Lluka, se quitó el sombrero respetuosamente nada más verme e inclinó la cabeza dos o tres veces en dirección a mí. Era el mayor cobarde del barrio.

No me afectaba mucho la indiferencia de los mayores. Pero permanecía en el umbral de la puerta y esperaba con impaciencia que pasara Ilir, con el que me había peleado recientemente discutiendo quién tenía la casa más sólida. Ilir y yo establecíamos con frecuencia competencias semejantes. Poco tiempo atrás habíamos disputado largamente sin llegar a ponernos de acuerdo respecto a qué distancia podía tirar el rey una piedra. Yo decía que el rey podía hacerla llegar hasta la cuesta de la Santísima Trinidad, mientras Ilir insistía en que no llegaría más allá de la cuesta de Zalli. Como mucho, decía, hasta el puente del río, pero más allá, de ninguna de las maneras.

¿Quién sabe lo que hubiera durado esa disputa de no haber surgido el asunto de la casa? Pero con la cuestión de las casas nos peleamos durante más tiempo aún y resultaba del todo impredecible lo que hubiera podido llegar a suceder. Es posible que hubiésemos llegado a insultarnos, a pegarnos después, incluso a apedrearnos, si aquella gente desconocida no hubiera puesto una mañana en nuestra casa el letrero de hojalata con las maravillosas palabras: «Refugio antiaéreo para 90 personas».

Pero Ilir, como si se estuviera vengando, no pasó. Seguro que había oído hablar del letrero y se había ido a su casa a escondidas, dando un rodeo por los callejones.

Después de esperarlo mucho rato en la puerta, me aburrí y me metí dentro. Bajé inmediatamente al sótano y me puse a observar con respeto sus gruesos muros, que no habían sido pintados desde hacía mucho tiempo.

Hasta entonces el sótano había sido una parte sin importancia de la casa. Allí metíamos el carbón, dejábamos enfriar la cal. El sótano era, por decirlo así, una especie de anexo en comparación con la gran sala de la segunda planta. Esta última tenía seis hermosos ventanales, tan altos como papá. Su techo era marrón claro, de madera labrada. A ella se le dedicaban las mayores atenciones. Mamá fregaba y pulía el entarimado hasta que brillaba como un espejo. Los visillos de las ventanas eran blancos, repletos de encajes, y sobre los cojines, alineados en los divanes, se sentaban las viejas que venían de visita, sorbían el café y decían todas aquellas cosas sabias. Era fácil percibir la envidia del resto de las habitaciones, hasta de los pasillos, con respecto a la gran sala. Se la percibía en sus ventanucos, en sus alféizares torcidos y sus puertas estrechas.

Pero todo cambió bruscamente el día en que cayeron las primeras bombas. Con el primer estampido, a la sala grande se le rompieron todos los cristales, de modo que quedó fea y deslucida; sin embargo, el sótano sosegado y complaciente ni siquiera preguntó qué sucedía fuera.

Me daba mucha lástima la sala grande, abandonada por todos. Durante el tiempo que duraba el bombardeo y los gruesos muros del sótano ni siquiera temblaban, me compadecía de la sala grande que trepidaba y se estremecía, sola y abandonada allá arriba. La veía como a una mujer hermosa, aunque asustadiza y nerviosa, mientras que el sótano era una vieja sorda con los huesos duros. En cuanto la sala grande perdió su preeminencia, el sótano pasó a ser la pieza más honrada. Como si nuestra casa se hubiera vuelto del revés.

Desde la ventana de la sala grande, abandonada ahora de modo definitivo, miraba las otras casas, con sus tejados abiertos a la fina lluvia de otoño. Pensaba que sin duda, tras el primer bombardeo, en todas las casas se había producido el mismo cataclismo que en la nuestra. Quizá los sótanos y las bodegas húmedas de la ciudad llevaban largo tiempo esperando ese día. Quizás ellos tenían la certeza de que vendría el tiempo de su dominio.

Había llegado una época difícil para los segundos pisos de la ciudad. Durante su construcción, la madera se había encaramado con astucia hasta lo alto, dejando para la piedra los cimientos, los sótanos y los aljibes. Allí, en la penumbra, la piedra debía combatir la humedad y las aguas subterráneas, mientras que la madera embellecía la planta superior, labrada y pulida con esmero. La segunda planta era leve, casi irreal. Era el sueño de la ciudad, su capricho, el vuelo de su fantasía. Y no obstante, a esta fantasía se le pusieron límites. La ciudad parecía haberse arrepentido de conceder plena libertad a las segundas plantas y se había apresurado a enmendar el error. Así es como las había cubierto de tejados pétreos, corroborando una vez más que aquél era el reino de la piedra.

De cualquier modo, a mí me gustaba aquella nueva época de sótanos y bodegas. Colgaban ahora por toda la ciudad carteles de hojalata con la inscripción: «Refugio antiaéreo para 15 personas», o «para 22 personas», o «para 35 personas». Las leyendas «Refugio antiaéreo para 90 personas» eran muy pocas. Me sentía orgulloso de mi casa, que quedó de ese modo transformada en el centro del barrio. Había gran animación. Dejábamos los dos batientes del portón abiertos para que la gente pudiera correr al interior cuando sonara la sirena de alarma. Había quienes llegaban antes de tiempo y permanecían horas enteras en el amplio porche, junto a la primera entrada del sótano. Allí comían, fumaban y charlaban.

La bodega se hundía muy profundamente en el subsuelo. Un grueso muro la separaba del aljibe, una de cuyas partes quedaba debajo de ella. La enorme bodega disponía tan sólo de una tronera estrecha que se abría en los cimientos de la casa. El ambiente estaba allí entonces muy cargado.

Nuestra casa se había convertido en un verdadero mercado y todos los días sucedía algo: uno se rompía la pierna mientras bajaba apresuradamente por la angosta escalera; otro se peleaba por su asiento; un tercero pretendía fumar, aunque no se lo permitían los demás, pues había enfermos. Sobre todo se peleaban por el espacio. Traían consigo mantas, cobertores, incluso almohadones, y continuamente se arrebujaban unos contra otros.

– ¿Es posible que haya llegado el día en que tengamos que escondernos bajo tierra? -decía Bido Sherif.

– Vamos a tener que hacer muchas otras cosas por culpa de estos perros italianos -decía Mane Voco.

– Calla, baja la voz, no vaya a haber algún chivato.

– También esos ingleses, en lugar de tirar las bombas sobre los cuarteles de los italianos o sobre el aeropuerto, las lanzan sobre la ciudad…

– ¡Ah, ya lo dije yo! Ha sido ese demonio de aeropuerto el que nos ha traído los bombardeos.

– Calla, baja la voz.

– Oye, no me fastidies: me he pasado la vida bajando la voz -decía Bido Sherif.

Además de los vecinos de siempre, venían a la bodega toda clase de personas. Había entre ellos algunos a quienes veía por primera vez, o a quienes nunca había visto tan de cerca. Qani Kekez, bajito, con el rostro encarnado, movía sus ojos turbios a un lado y a otro, como si buscara algún gato. Las mujeres le tenían miedo, sobre todo doña Pino. La señora Majnur, de la acaudalada familia de Kavov, bajaba las escaleras tapándose las narices con los dedos. Dos meses atrás había visto a un aldeano que descargaba la mula a la puerta de su casa. El campesino chorreaba barro (parece que se había caído, junto con la mula, en algún barrizal) y su cara y sus manos parecían de tierra. La señora Majnur, desde la ventana, se quejaba a alguien: «Sólo éste me da un buen beneficio, querida. Te juro que todos los demás Kichos han empezado a engañarme. Voy a acudir a la gendarmería. Mañana mismo iré.» Se me quedó grabado en la memoria aquel aldeano embarrado. No podía mirar a la señora Majnur sin acordarme de él.

Sorprendentemente, Xexo había desaparecido. Sucedía una y otra vez: Xexo se esfumaba de pronto. Nadie se inquietaba por su desaparición, ni nadie se sorprendía cuando aparecía de nuevo.

A veces acudían a nuestra bodega personas insólitas: transeúntes a los que el bombardeo sorprendía en la calle o personas que estaban de visita en alguna casa del barrio. De este modo se presentó una vez, junto con su mujer, el viejo artillero Avdo Babaramo. Se instaló juntó a los viejos que hablaban sin cesar de los acontecimientos del mundo. Eran conversaciones interminables en las que salían a colación toda clase de nombres de Estados, reinos y gobernantes. Con frecuencia hablaban de Albania. Escuchando con curiosidad, me devanaba los sesos tratando de imaginar cómo era en verdad aquella Albania. ¿Sería Albania todo lo que yo veía a mi alrededor: los patios, el pan, las nubes, las palabras, la voz de Xexo, los ojos, el aburrimiento, o tan sólo una parte de todo eso?

– Una vez me preguntó un derviche en Izmit: «¿A quién quieres más, a tu familia o a Albania?» -dijo el artillero Avdo Babaramo-. «A Albania, hombre, maldita sea tu sangre», le dije, «Ni qué decir que a Albania. Una familia se forma fácilmente. Sales una noche del café, encuentras una mujer en la esquina, te la llevas al hotel y ya tienes niño y familia juntos. Pero Albania, ¿acaso puedes hacer Albania en una noche, al salir del café? Dímelo tú ¿puedes hacerlo? No, Albania no se hace; no en una noche; ni siquiera en mil y una noches eres capaz de hacerla».

– ¿Será posible? -dijo su mujer-. Estás chocho perdido. Cada día que pasa te vas más de la lengua.

– ¡Oh, déjame en paz! -le dijo Avdo Babaramo-; ¿Qué vais a saber vosotras qué es Albania?

– Albania, un asunto complicado, señor mío -dijo otro viejo.

– Complicado. Tú lo has dicho.

Habitualmente, estas conversaciones eran interrumpidas por la sirena de alarma. La gente bajaba precipitadamente a la cueva. La última en hacerlo era siempre la abuela. Los escalones crujían lastimeramente bajo sus pies. ¡Deprisa, abuela, deprisa! Pero ella jamás se apresuraba. Siempre encontraba algún pretexto para retrasarse. Sucedía a veces que aún se encontraba en los primeros peldaños cuando atronaban las primeras bombas. Y cuando el estallido la cogía desprevenida, hacía un gesto como si ahuyentara una mosca pegajosa y, llevándose la mano a la oreja, decía:

– ¡Qué agobio!

Yo observaba a la gente que se abalanzaba por la escalera y esperaba que llegara por fin Checho Kaili con su hija. Pero Checho Kaili, el pelirrojo, no venía. Al parecer prefería permanecer bajo las bombas con tal de que la gente no viera la barba de su hija. Tampoco venía el viejo Xivo Gavo, quien se pasaba día y noche escribiendo sus crónicas. Ni tampoco las viejas de la vida. Sin embargo, Aqif Kaxahu venía con sus dos hijos, la mujer y la hija. Tan alto y gordo era Aqif Kaxahu como frágil era su hija. No hablaba nunca y permanecía en un rincón, pensativa, siempre absorta. Bido Macbeth Sherif clavaba sus ojos en Aqif Kaxahu como si estuviera viendo un fantasma. Su mujer, siempre que descendía con prisas a la bodega, lo hacía sacudiéndose la harina de las manos. La harina, como de costumbre, estaba ensangrentada. El fantasma de Aqif Kaxahu miraba a todos de uno en uno. La bodega estaba repleta.

– ¡Otra vez alarma!

La sirena, al principio despacio, como si despertara del sueño, después con brutalidad creciente, lanzaba su alarido. Entre cada dos alaridos, un valle de silencio. Profundo. A continuación, de nuevo el cénit. Alto, por oleadas. Abismo de silencio. Nuevo alarido. Alarido, alarido. Como una vaina, envolvía un silbido que trataba de perforarla. Silbido. Salvaje. Todo silbidos. Explosiones. Muy cerca. De pronto una mano invisible nos derribó a todos con la contundencia de un rayo y apagó las dos lámparas de petróleo. Se hizo la oscuridad, pero de repente fue rota por un grito. Nadie se movió. Al parecer habíamos muerto.

Silencio. Algo se movió. Después, un ruido semejante al de una cerilla al encenderse. No habíamos muerto. La cerilla. La débil llama y varios fulgores dispersos de luminosidad. La lámpara los fundió después en un solo haz. Todos se movieron. Estaban vivos. Se estaba encendiendo otra lámpara. Pero no. Alguien estaba muerto. Los delgados brazos de la hija de Aqif Kaxahu pendían sin vida. También su cabeza. Sus cabellos castaños pendían lacios, inmóviles.

Aqif Kaxahu profirió finalmente el alarido que yo llevaba tiempo esperando. Pero no fue un grito de dolor, sino algo salvaje. La cabeza de la muchacha se estremeció. Se incorporó lentamente, asustada. Sus brazos colgantes se encogieron. El joven con el que había estado abrazándose y besándose durante el bombardeo también se movió.

– Zorra -gritó Aqif Kaxahu. Su enorme manaza agarró la cabellera de la muchacha y tiró de ella arrastrándola. La chica intentó levantarse, pero volvió a caer. Se la llevó a rastras atravesando la bodega, y sólo al pie de la escalera permitió que se incorporara parcialmente sobre las manos y los pies, aunque sin soltar la presa.

Fuera se oyó de nuevo el silbido de los obuses al caer, pero Aqif Kaxahu no se volvió. Arrastrando a su hija por los pelos, salió a la calle en el instante en que las explosiones lo ensordecían todo. Y se fueron entre las bombas.

El muchacho que había estado besando a la hija de Aqif Kaxahu se había acurrucado en un rincón y observaba a todos con mirada anormal. Era un chaval desconocido, de cabellos y ojos claros. Su mandíbula se agitaba nerviosamente. Cauteloso, como si esperara que de un momento a otro se fueran a arrojar sobre él, atravesó el sótano en silencio, un silencio que no era tal, y salió.

El alboroto comenzó nada más salir el joven.

– ¿Quién es ése, de dónde ha salido, desdichadas de nosotras?

– No lo hemos visto nunca.

– ¡Sólo nos faltaba eso!

– ¡Qué vergüenza!

– Ha resultado ser una víbora, la niña ésa de los Kaxahu.

– Se ha echado en sus brazos, como una bruja.

– Como las italianas.

Las mujeres se golpeaban el rostro, se arreglaban el pañuelo que cubría su cabeza, lanzaban exclamaciones. Los hombres estaban anonadados.

– Amor -murmuró entre dientes Javer.

Isa miraba entristecido.

La bodega bullía.

Se habló largamente de aquel suceso. Aquellos dos brazos que colgaban como sin vida sobre la espalda de aquel muchacho prácticamente desconocido comenzaron a atormentar a muchos. Aquellos dos brazos de muchacha, delgados, se iban convirtiendo poco a poco en dos miembros pavorosos. Tenían a todos cogidos por el cuello. Los asfixiaban.

Pero, tal como sucede cuando en el cuerpo de un hecho alarmante germina la semilla de un nuevo acontecimiento, de la misma manera en las conversaciones sobre la hija de Aqif Kaxahu y el muchacho que la había besado se mencionaban con mucha frecuencia unos proyectos sorprendentes en los que trabajaba el inventor Dino Chicho.

Hacía tiempo que el ciudadano Dino Chicho había sacrificado definitivamente su propio sueño y dificultaba el de los demás con unos cálculos y proyectos sin precedente en el país. Se decía que unos científicos austríacos o japoneses (no se sabía con exactitud) se habían interesado en ellos y habían ofrecido a Dino Chicho que los siguiera llevando a cabo en su país, pero él no había aceptado. Después, unos científicos austríacos o portugueses (tampoco esto se sabía con seguridad) habían pretendido comprar la patente del invento, pero el autor tampoco había aceptado.

El ciudadano Dino Chicho había trabajado en su invento durante mucho tiempo y en completo secreto. Se trataba de un trabajo muy difícil, en el que cuanto más avanzaba, más problemas surgían. La ciudad ya recordaba a gente parecida que había dedicado su vida a los números y a los experimentos. Otros se dedicaban a otras cosas. El maestro Qani Kekez había declarado varias veces que sacaba mucho más provecho de la disección de un gato que de la lectura de muchos libros de anatomía.

Dino Chicho no se dedicaba a cosas así. Desde que se iniciara la construcción del aeropuerto a los pies de la ciudad, había abandonado temporalmente su trabajo, dedicándose a un nuevo proyecto. Se consagró a la construcción de un aeroplano. Iba a ser un aeroplano extraordinario, que no funcionaría con gasolina sino mediante el perpetuum mobile. El latinajo lo pronunciaba cada cual a su modo y a veces la cuestión se convirtió en causa de conflicto, incluso de golpes en la cabeza y rotura de algún diente, tras lo cual la pronunciación variaba todavía más.

Con el inicio de los bombardeos, los debates acerca del nuevo invento de Dino Chicho, que no sólo defendería sino que enaltecería el buen nombre de la ciudad, se hicieron cada vez más frecuentes sobre todo entre las viejas y los chiquillos. Los aeroplanos sin gasolina son los más sólidos de todos los aeroplanos. Los aeroplanos sin gasolina son terribles. Pueden estar un día entero en el aire sin descender. Mi tío dice que pueden estar más tiempo incluso. ¿Pueden estar cinco días? No, cinco días, no. Pero, ¿por qué no termina de fabricar de una vez ese aeroplano? ¿A qué espera? Paciencia, chico, las cosas bien hechas requieren calma.

Nosotros esperábamos.

Mientras tanto, aeroplanos diversos, la mayoría desconocidos, sobrevolaban constantemente la ciudad. Cuantas veces veíamos sobre nuestras cabezas sus vientres relucientes, hinchados por las bombas, volvíamos los ojos a la casa oscura de aleros deformes, cuyo dueño jamás salía. Trabajaba día y noche. ¡Volad, volad mientras podáis, miserables aeroplanos de gasolina!

Nosotros intentábamos imaginar el barullo que se iba a armar en el cielo cuando se elevara por primera vez el aeroplano del perpetuum mobile de Dino Chicho. Negro y amenazador, con su estampa extraordinaria, partiría el cielo en dos. En ese instante, todos los aeroplanos que se encontraran casualmente en el aire pondrían pies en polvorosa. Unos se esfumarían por el sur, otros por el norte y otros por fin, arrastrados por el terror y la sorpresa, se darían de bruces contra el suelo.

La ciudad continuaba siendo bombardeada con asiduidad. Los aeroplanos daban vueltas sobre ella como en su propia casa. La batería antiaérea que habían enviado hacía una semana para defender la ciudad no había llegado aún. Tras el primer bombardeo, todos habían comprendido que, además de calles, chimeneas y alcantarillas, una ciudad debe tener batería antiaérea. El viejo antiaéreo, mantenido desde los tiempos de la monarquía sobre la torre occidental de la ciudad, tenía un defecto que los mecánicos del ayuntamiento no conseguían reparar.

La ciudad se extendía completamente indefensa bajo el cielo otoñal, que ahora nos resultaba a todos más abierto que de costumbre. Nunca la gente había levantado tanto la cara hacia el cielo como aquel otoño. Parecían preguntar sorprendidos: «¿Pero de dónde ha salido de pronto este cielo?» Porque en la larga historia del cielo los aviones eran algo nuevo. Los truenos, las nubes, las lluvias, el granizo, la nieve, que el cielo había estado arrojando sin cesar sobre la ciudad sin que nadie hubiera sido tan exigente como para reprochárselo, no eran nada ante aquel funesto capricho de su vejez. Algo extraño y pérfido alentaba ahora en las masas compactas de nubes y en los claros azules que se abrían repentinamente entre ellas como ojos enormes. Ese elemento pérfido se revelaba incluso en la caída monótona de la lluvia, en el viento que soplaba. No era preciso un gran esfuerzo para captarlo. Yo pensaba con bastante frecuencia que quizá fuera mejor que el mundo no tuviera ningún cielo.

Uno de aquellos días de otoño sucedió algo que yo llevaba tiempo esperando. Era domingo. Lo sentí en el modo con que la abuela se ponía sus ropajes negros, en el gesto cargado de secreto con que se ató el gorro negro en la cabeza. Sus movimientos eran parsimoniosos, casi mágicos. Comprendí en seguida que la visita iba a ser extraordinaria. Con la boca medio abierta observaba sus movimientos en silencio, temiendo que cada palabra mía pudiera quebrar aquella armonía callada de roces entre la ropa y las manos.

– ¿Dónde vas a ir? -pregunté con un hilo de voz, impresionado antes de tiempo. Ella me miró. Sus ojos eran apacibles, un poco distantes. Despegó lentamente los labios y dijo: «A casa de Dino Chicho». Casi lo sabía.

– Llévame también a mí -le pedí en tono suplicante. Ella me acarició el pelo.

– Vístete.

El empedrado de las calles estaba mojado. Caía una lluvia tenue. Una vieja canción sonaba en mi cabeza: «Llueve gota a gota; ¿a dónde vais, queridas comadres?» Yo era una comadre. Caminaba con mis ropas negras bajo la lluvia. Iba a tomar café. Estaría allí. Escucharía. Era feliz.

– Y el aeroplano, ¿vamos a verlo? -pregunté.

– Lo veremos -dijo la abuela-. Lo han puesto en medio del salón.

– ¿Y lo voy a ver de cerca?

– Lo vas a ver de cerca, con tal de que no hagas tonterías. No toques nada.

Miré mis manos. Estaban amedrentadas, más que yo mismo. Las metí en los bolsillos.

Llegamos. La abuela golpeó con la aldaba de hierro en el gran portón. El repiqueteo recorrió toda la casa. Era una edificación fuera de lo común, con infinidad de recovecos y los aleros sobresalientes fuera de toda medida. Me parecía que derramaban sueño.

La abuela volvió a llamar. No se escuchó ningún ruido de pasos por la escalera, sin embargo el portón se abrió. Alguien había tirado del pestillo con una cuerda desde la segunda planta. Quizás el mismo Dino Chicho. En nuestra casa había también una cuerda así. Subimos por la escalera de caracol de madera. Las tablas amarillentas crujían. Su crujido era diferente al de los peldaños de nuestra casa. Era un lenguaje casi desconocido.

Al entrar en el salón, al principio no vi nada, pues me oculté tras las faldas de la abuela. Después saqué un ojo y vi algunas viejas, vestidas de negro como la abuela, sentadas sobre los cojines distribuidos por el diván. El aeroplano estaba en medio de la estancia, grande como un hombre, con las alas extendidas y completamente blanco. Las alas, la cola y todo lo demás eran de madera cuidadosamente pulimentada, sobre la que se destacaban las cabezas relucientes de los tornillos.

Lo miré durante largo rato. Las voces de las viejas me llegaban de lejos, como acompañando el silbido del viento. Más tarde alcé la vista y vi al hombre pálido, con los ojos enrojecidos y medio extraviados, que miraban continuamente hacia el suelo.

– ¿Es éste? -le susurré a la abuela.

Ella me dijo que sí con la cabeza.

Las viejas charlaban de dos en dos mientras sorbían su café. Sus conversaciones se entrecruzaban a veces. Balanceaban continuamente la cabeza, se asombraban, hacían señas hacia el aeroplano y volvían a hablar de la guerra y los bombardeos. El hombre pálido permanecía constantemente en silencio. No apartaba sus ojos del aeroplano de madera.

– Estudia, hijo mío, para hacerte tan sabio como Dino y llenarnos a todos de orgullo -me dijo una de las viejas.

Me acurruqué aún más tras la abuela. ¿Por qué no sentía ninguna alegría? Como si respondiera a mi llamada, la alegría se filtró de pronto a través de innumerables orificios minúsculos. Pero no duró mucho tiempo. El espacio vacío que dejó en mi cuerpo vino a ocuparlo una avalancha que penetró a través de los mismos orificios invisibles. Era tristeza. El aeroplano blanco me pareció de pronto, en mitad de la sala, la cosa más frágil y miserable del mundo. ¿Cómo iba a hacer frente a los grandes aviones metálicos que volaban a diario sobre nuestras cabezas, aquellos tremendos aviones grises, cargados de bombas y de ruido ensordecedor? Harían trizas en un instante aquella cosa blanca, como las bestias salvajes despedazan un cordero.

Las viejas seguían hablando de toda clase de cosas y la anfitriona volvió a servir café. El hombre pálido no se había movido un centímetro. Yo continuaba azorado. El lugar de la tristeza era ocupado lentamente por una indiferencia enorme. Comencé a observar las arrugas de las viejas y poco a poco esto me absorbió por completo. Nunca me había fijado con tanta atención en las arrugas de las personas. Era sorprendente. Se alargaban formando curvas interminables en toda la cara, en el cuello, bajo la barbilla, en la nuca. Parecían hilachas cubriéndolo todo. Unas eran más finas. Otras más gruesas, como la lana que hilaba la abuela a comienzos de invierno. Quizá se puedan tejer calcetines con ellas, o incluso jerseys. Me vencía el sueño.

Cuando salimos de casa de Dino Chicho, la lluvia había cesado. El empedrado relucía con aire sardónico. Algo sabía. Dos mujeres hablaban desde las ventanas de su casa. Más allá lo hacían otras tres. Las ventanas estaban bastante alejadas unas de otras, lo que las obligaba a alzar mucho la voz. Mientras llegábamos a casa, me enteré de la noticia: había llegado la batería antiaérea.

Aquel domingo por la tarde, las campanas de las dos iglesias repicaron más que de costumbre. Había mucha gente por las calles. Harilla Lluka llamaba de puerta en puerta gritando:

– ¡Ya ha llegado! ¡Ya ha llegado!

– ¡A ver si revientas! -le gritó una vieja-. Ya lo hemos oído.

– ¡Se van a joder ahora esos aeroplanos! -declaró Bido Sherif en el café. Tomaba café con Avdo Babaramo, mientras este último le explicaba cosas de la artillería. La mitad de los hombres que estaban allí los escuchaban con la boca abierta.

– ¡Ay, la artillería! -suspiró Avdo Babaramo-. Tu cabeza no está hecha para la artillería, Bido; pero ¿qué le voy a hacer yo, si no tengo con quien hablar?

Durante toda la tarde la gente se asomó a las ventanas y balcones a ver si aparecía la batería antiaérea. La mayoría alzaba la cabeza hacia la fortaleza porque estaban seguros de que los cañones de la batería serían instalados allí, lo mismo que el viejo antiaéreo. Pero cayó la noche y los cañones no aparecieron por ningún lado. Algunos decían que la batería había sido instalada fuera de la ciudad y camuflada. Esto decepcionó a la gente. Esperaban ver el cañón gigante de largos tubos, instalado como el viejo antiaéreo en medio de la ciudad, tal como merece una batería antiaérea a quien la ciudad confía su defensa; y resulta que la esperada batería se escondía tras las colinas y los matorrales.

– Artillería, la de mis tiempos -dijo Avdo Babaramo alzando el último vaso en el café.

Pero, junto con la decepción inicial, la ocultación de la batería incrementó en cierto modo la confianza que algunos tenían en ella.

Todos esperaban ahora su primera confrontación con los aeroplanos. Parecía que la gente no pudiera soportar la espera, aguardar a que clareara el día y llegara la hora del bombardeo.

Amaneció el lunes. Para decepción de todos, los ingleses no vinieron ese día a bombardear.

– Los muy granujas se han enterado del asunto de la batería -gritaba Harilla Lluka por las calles-. Se han enterado esos malditos cobardes…

– ¡Así revientes, que nos vas a dejar sordos con esa voz como la del burro de Kicho!

– … los ignorantes.

Pero el martes vinieron. La sirena, como siempre, elevó hasta el cielo su alarido. La gente pareció olvidar la impaciencia que había mostrado un día antes y se lanzó escaleras abajo a la bodega. Harilla Lluka tenía el rostro lívido. El ruido de los motores llegaba apagado, como una amenaza contenida. A Harilla le parecía que los aviones lo buscaban a él, por haberlos insultado tanto el día anterior. El ruido se aproximaba. La gente aguardaba con la boca abierta.

– Ya empieza, ya empieza, ¿lo oís? -gritó alguien.

– Calla.

– Escucha, está disparando.

– Es verdad, está disparando.

De lejos llegaba un estruendo incesante.

– La batería.

– ¿Por qué suena tan flojo?

– Ha parado.

– Ya empieza otra vez.

– ¿Por qué suena tan flojo?

– Vete a saber. Las armas de hoy.

– Cuando disparaba, nuestro antiaéreo hacía temblar la tierra.

– ¿Cuándo?

– Entonces.

– ¡Callaos!

El estampido de los disparos de la batería ahogó por un instante el estruendo de los motores, pero poco después volvió a dejarse sentir aún más amenazante. Estaba enfurecido. En la bodega, el silencio se hizo absoluto. No se oían los cañones. Los motores aullaban con toda su furia. Como grandes cuñas, los silbidos se clavaban en la tierra sin piedad. Ésta tembló. Una vez. Dos veces. Tres. Como de costumbre.

– Se van.

Los cañones de la batería, que no habían cesado de disparar en ningún momento, volvieron a oírse. Y de pronto, abriéndose paso entre la tristeza causada por la idea de que la batería había perdido el duelo y que nada iba a cambiar, desde arriba se oyó en la calle un grito salvaje.

– ¡Está ardiendo! ¡Está ardiendo!

Era la primera vez que la gente corría a la calle antes de que finalizara la alarma. Las calles, las ventanas y los patios se llenaron de cabezas que se agitaban como enajenadas para ver, para ver, sólo para ver.

– ¡Allí!

Blanco, dejando atrás una madeja larga y negruzca de humo que se expandía majestuosamente por el aire, el avión caía. Rasgando el cielo, el aeroplano, junto con el hombre que iba a morir pocos segundos después, caía y caía sin remedio, hasta perderse en el horizonte. Se oyó una explosión.

Sobre la ciudad quedó la cinta negruzca de humo. Mientras la gente gritaba, aullaba, maldecía, el viento suave del sur deformó la cinta en dos o tres puntos. Más tarde, el viento del norte, más agresivo que su compañero, la cortó y por fin la destrozó. Los pedazos quedaron suspendidos durante largo rato sobre la ciudad.

Entretanto, los grupos de gente que abarrotaban ya las calles y las plazas se pusieron en movimiento. Una multitud partió casi a la carrera hacia el norte de la ciudad, hacia el lugar donde debía de haber caído el avión. Los que quedaron se asomaron a las ventanas o se auparon a los muros hasta que resonaron los gritos: «Ya vienen, ya vienen». Era verdad que venían, al comienzo por la entrada de la calle de Zalli, después por los solares y finalmente por la calle de Varosh. La multitud se había convertido ya en una horda que avanzaba como ebria. Por delante de ella y a sus flancos corrían los chiquillos que portaban las primeras noticias…

– ¡Ya lo traen, ya lo traen! -gritaban.

– ¿Qué es lo que traen? -preguntaba la gente.

– El brazo. Ya traen el brazo.

– ¿Eh? ¡Habla más alto!

– Ya traen el brazo.

– ¿Qué brazo?

– ¿Habéis oído? Traen algo. No se entiende qué es.

– Un brazo.

– ¿Del avión?

Las ventanas, los balcones, las tapias, las chimeneas, los tejados estaban repletos de gente que se inclinaba para ver mejor. Ya se sentía el bramido de la multitud. Se aproximaba. La algarabía lo inundaba todo.

Por fin la horda se acercó. La visión era terrorífica. Al frente de ella, sudoroso, con los cabellos lacios en forma de mechas y los ojos desencajados, caminaba Aqif Kaxahu. En la mano que llevaba alzada sostenía algo pálido, blanco y tieso.

La calle atronó de extremo a extremo.

– Un brazo de hombre.

– El brazo del piloto.

– El brazo del inglés. No ha quedado más que el brazo.

– La mano que tiraba las bombas.

– ¡Ah, perro!

– ¡Pobre inglés!

– ¡Desgraciadas, cerrad los ojos!

Aqif Kaxahu agitaba sin cesar el brazo amputado para que todos lo vieran. El brazo tenía la mano abierta.

– Tiene un anillo.

– ¡Mirad, lleva un anillo en el dedo!

– ¡Ah, un anillo! Un anillo en el dedo.

Aqif Kaxahu lanzaba intermitentemente alaridos aterradores. Algunas personas que caminaban junto a él pugnaban por arrebatarle el brazo, pero no lo soltaba.

La mujer de Aqif Kaxahu comenzó a tirarse de los pelos y a gritar desde la ventana.

– Aqif, querido, tira esa mano. Tírala, anda. Es la mano del demonio. ¡Tírala!

– Alguien se desmayó.

– Apartad a los niños -gritaba alguien.

– ¡Dios, apiádate de nosotros!

– Desdichado inglés.

La multitud se alejaba hacia el centro. La mano amputada del piloto, la mano que había castigado a la ciudad, se agitaba temerosa sobre la turba.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

– … cia. Propiedad. El viejo pleito de los Angoni contra los Karllashe, interrumpido temporalmente a causa de los bombardeos, se reinició ayer. Derribado el primer avión sobre nuestra ciudad. Se encontró un brazo del piloto. Nuestra ciudad no había presenciado nunca una visión apocalíptica semejante. La multitud enarbolaba el brazo cortado del piloto inglés. Había logrado apresar lo inaprensible, la encarnación del mal, la misma mano del destino fatal, que lleva tantos días castigándonos sin piedad. Reportaje pormenorizado en el próximo número. Sección lingüística. Los señores destructores de la lengua se exceden en su audacia. Después de haber tenido la desvergüenza de sustituir el hermoso vocablo albanés «kredharak» por «submarino», utilizan ahora la palabra extranjera «avión» en lugar del hermoso término albanés «ajror». Vergonzoso. Lista de fallecidos en el último bombardeo: L. Tash., L. Kadaré, M. Chiku, K. Drami, E.