37617.fb2 Cr?nica de la ciudad de piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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VIII

La sirena de alarma antiárea no sonó. Tampoco sonaron los estampidos de la batería, como era habitual, ni tampoco el viejo antiaéreo. Sin embargo, el cielo retumbaba con los motores como si fuera a derrumbarse. La gente se escondió a todo correr en los refugios, en previsión de lo que pudiera suceder. El ruido de los aeroplanos crecía.

– ¿Qué pasa?

– ¿Por qué no bombardean?

La expectación se prolongó durante largo rato y quién sabe lo que hubiera durado si no se hubiera escuchado en lo alto de la escalera una voz, casi gozosa.

– Salid a ver, salid a ver.

Salimos. Lo que sucedía en el exterior era asombroso. El cielo estaba repleto de aviones. Sobrevolaban la ciudad como las cigüeñas y después, uno tras otro, se separaban y descendían sobre el nuevo campo del aeropuerto.

Subí corriendo a la segunda planta para verlo mejor. Me puse la lente en uno de los ojos y me asomé a la ventana. El espectáculo era maravilloso. La pista del aeropuerto se llenaba de aviones. Sus alas blancas y relucientes lanzaban destellos al moverse lentamente para ocupar su lugar uno detrás de otro. Cosa más fascinante no la había visto en toda mi vida. Era algo más hermoso que un sueño.

Me pasé toda la mañana observando con atención todo lo que sucedió aquel día en el campo del aeropuerto: el descenso de los aviones, su alineamiento, sus movimientos sobre la pista.

Por la tarde llegó Ilir.

– ¡Qué bien! -dijo-. Nuestra ciudad ya tiene aeroplanos.

– ¡Sí, qué bien! -le dije.

– Ahora somos temibles. Ahora podremos bombardear otras ciudades, como han hecho ellos con nosotros hasta hoy.

– ¡Ah, qué bien!

– ¡Qué temibles somos! -dijo Ilir. Hacía dos días que había aprendido aquella palabra y le gustaba mucho.

– Extraordinariamente temibles.

– Y tú decías que era preferible que no existiera el cielo. ¿Te das cuenta ahora de lo terrible que sería?

– Me doy cuenta.

Hablamos largamente del aeropuerto y de los aviones. Nuestra alegría se veía algo empañada por la indiferencia general. Para nuestra sorpresa, la mayor parte de la gente no sólo no se alegró con que el aeropuerto se llenara, sino que pareció desesperarse. Algunos maldecían incluso más ahora a Italia y a los italianos.

Las noches eran oscuras. Las tardes las pasábamos todos juntos en el salón, junto a las ventanas, con los ojos clavados en la oscuridad.

A veces, desde la cuesta de Zalli, la luz del proyector se alargaba como un gusano, buscando la ciudad en las tinieblas. Nosotros ocultábamos las cabezas tras los alféizares de las ventanas, esperando en silencio que la luz llegara hasta la fachada frontal de nuestra casa. Pero la mayor parte de las noches eran todo oscuridad y no veíamos nada, ni siquiera a nosotros mismos.

Alguna noche pasaban por la carretera camiones militares desde el norte hacia el sur, al parecer en dirección al frente. Papá contaba los faros de los camiones y a mí me vencía el sueño escuchando aquellas cifras monótonas: ciento veintidós, ciento veintitrés, ciento veinticuatro…

Durante los últimos días me había aburrido mucho, pues a causa de los bombardeos no nos dejaban jugar en la calle. Me pasaba la mañana junto a los grandes ventanales y observaba con detalle todo lo que sucedía sobre los tejados de las casas. Pero ya se sabe que encima de los tejados raramente suceden cosas. El vuelo de los grajos incrementaba la monotonía del panorama. Un cierto interés podían suscitar las formas de las columnas de humo que salían de las chimeneas, sobre todo en los días de viento. El incendio de alguna chimenea era casi un sueño irrealizable, mucho más en aquella época en que la gente acababa de encender el fuego en los hogares y ninguna chimenea había acumulado suficiente hollín para que ardiera.

La carretera de la orilla del río no tenía apenas movimiento durante el día. Sin embargo me atraía. El ajetreo que le faltaba, me lo inventaba yo, pues cuando una carretera tiene movimiento, lo tiene todo.

Había oído decir que mil años atrás había pasado por aquella carretera la «primera cruzada». Decían que el viejo Xivo Gavo lo había descrito en su crónica. Los cruzados avanzaban por aquel camino en hileras interminables; agitaban las armas y las cruces y preguntaban constantemente: «¿Dónde está el sepulcro de Cristo?». En busca de aquel sepulcro se habían alejado hacia el sur, sin entrar siquiera en nuestra ciudad. Se habían ido precisamente en la misma dirección en la que ahora se movían los camiones militares.

Mucho tiempo después de ellos había pasado por la calzada un hombre solitario. Era inglés, como el piloto cuyo brazo cortado fue expuesto durante una semana en el museo de la ciudad. Este hombre hacía versos y cojeaba. Lo llamaban lord Byron. Había abandonado su país y no cesaba de caminar. Cojeando siempre, devoraba caminos y calzadas. También él había vuelto la cabeza hacia la ciudad, la había visto, pero no se había detenido. Se alejó en la misma dirección que siguieron los cruzados. Decían que éste no buscaba la tumba de Cristo, sino la suya propia. Entre los cruzados y el hombre cojo y solitario yo forjaba muchos episodios y movimientos en la carretera. Hacía dar la vuelta a los cruzados, les confundía las espadas con las cruces, les enviaba de pronto a un hombre que les informaba que había encontrado el sepulcro de Cristo y ellos se abalanzaban con furia hacia adelante, para abrir aquella tumba. Y mientras ellos desalojaban la calzada, aparecía sobre ella el hombre cojo y solitario. Y se iba, se iba, siempre cojeando, sin detenerse jamás.

Torturando la carretera, a los cruzados y al inglés cojo, me pasaba horas enteras.

Todo aquello había terminado ya. Ahora yo tenía el aeropuerto. Era vivo, móvil, volátil, fatal. Desde el principio lo quise y sentí vergüenza de haber tenido nostalgia de las vacas.

Amaneció. Allí estaba, refulgente como ninguna otra cosa en el mundo, como si miles de doñas Pino lo hubiesen engalanado. Tomaba aliento profundamente, como cientos de leones a un tiempo, y una y otra vez su jadeo se elevaba hasta el cielo. Un girón de niebla permanecía sobre él, desconcertado.

– Italia enseña los dientes -decía la más joven de mis tías a papá. Miraba el campo y sus bonitos ojos se habían puesto serios.

Yo no era capaz de comprender por qué no le gustaba a la gente algo tan precioso como el aeropuerto. Pero en los últimos tiempos había llegado a la conclusión de que la gente era, por lo general, insoportable. Eran capaces de hablar con placer durante horas enteras de las estrecheces económicas, del pago de las deudas, del precio de los alimentos y otras cosas igualmente aburridas, y cuando salían a colación asuntos brillantes y divertidos, todos parecían volverse repentinamente sordos.

Me iba para no escuchar algún nuevo insulto contra el aeropuerto. Aquellos días los pasaba embelasado con él. Ya sabía todo lo que se hacía allí. Distinguía los bombarderos pesados de los ligeros y a estos últimos de los cazas. Cada mañana contaba los aeroplanos y los seguía con la mirada cuando despegaban y cuando aterrizaban. No fue difícil comprender que los bombarderos no despegaban nunca solos, sino siempre acompañados de los cazas. A algunos de los aeroplanos, que se diferenciaban a mi juicio de los demás, les había puesto nombre para mis adentros. De entre ellos unos me gustaban más y otros menos. Cuando algún bombardero despegaba y, escoltado por los cazas, desaparecía en el fondo del valle, en dirección sur, allá donde decían que se hacía la guerra, yo lo retenía en mi memoria y esperaba su regreso. Me inquietaba cuando tardaba alguno que me gustaba y me alegraba al escuchar el sonido de su regreso sobre el valle. A veces, alguno no volvía. Me inquietaba algún tiempo por él y luego lo olvidaba.

Así pasaban los días. Absorto en el aeropuerto, olvidaba cualquier otra cosa.

Una mañana, al asomarme al ventanal de la sala grande, algo nuevo me llamó de inmediato la atención. En medio de los aeroplanos que ya conocía bien había uno nuevo. Nunca había visto antes un bombardero pesado tan enorme. Grandioso, con sus alas desplegadas de color gris claro, se hallaba entre los demás como un invitado, llegado al parecer durante la noche. Me fascinó al instante. Olvidé el resto de los aviones, que se me antojaban tan insignificantes ante él, y le di la bienvenida. El cielo y la tierra juntos no podían haberme enviado nada más bonito que aquel aeroplano gigante. Él era mi gran camarada. Él era mi propio vuelo, mi estruendo, la muerte dirigida por mí.

Pensaba a menudo en él. Me sentía orgulloso cuando se elevaba con su estruendo conmovedor, que sólo él podía producir, y se dirigía despacio hacia el sur, allá donde, según decían, se hacía la guerra. Por ningún otro avión me había inquietado tanto cuando tardaba. Siempre me parecía que se retrasaba demasiado allí, en el sur. Y al volver tenía la respiración más pesada y parecía cansado, muy cansado. Sería preferible, pensaba en aquellos momentos, que dejara de ir allá, donde se hacía la guerra, y se quedara en el aeropuerto. Que fueran los otros, que eran más pequeños. Él debía descansar un poco.

Pero el enorme aeroplano no sabía descansar. Despegaba casi todos los días, con su majestad y corpulencia, y partía hacia la guerra. Y me daba pena que no estuviéramos nosotros también allá, en el sur, y que volara sobre nuestras cabezas con sus alas enormes.

– Ya despegan los malditos -dijo un día la abuela mirando desde la ventana tres aviones que se elevaban, entre los que se encontraba mi gran aeroplano.

– ¿Por qué insultas a los aviones? -le dije.

– Los maldigo porque van a quemar y a matar.

– Pero nunca bombardean nuestra ciudad.

– Bombardean otras, da lo mismo.

– ¿Cuáles? ¿Dónde?

– Allá lejos, tras las nubes.

Dirigí los ojos hacia donde señalaba la abuela y no dije nada más. Allá lejos, tras las nubes, hay otras ciudades donde se hace la guerra, pensé. ¿Cómo serán las otras ciudades? ¿Cómo será la guerra allí?

Soplaba el viento del norte. Los grandes cristales de las ventanas sufrían escalofríos. Había nubes en el cielo. Del aeropuerto llegaba un ruido sordo y monótono. ¡Zzzz! Llenaba el valle entero, de modo fluctuante, pero sin cesar. ¡Zzzz-sss! Eran sonidos que se prolongaban incesantemente. ¡Susana! ¿Cuál sería su secreto sutil? Libélula. Tú no sabes nada del aeropuerto. Allá donde vives, el desierto es ahora dueño y señor. Sopla el viento. Avión-libélula, ¿adonde vas volando así? En el cielo planean aviones.

Me despertó la mano de la abuela sobre mi hombro.

– Te vas a enfriar -dijo.

Me había dormido con la cabeza apoyada en el alféizar de la ventana.

– Estás embobado con ellos.

Estaba verdaderamente embobado. Y además tenía frío.

– Ya despegan los malditos.

No repliqué esta vez a la abuela. Ya sabía que los iba a insultar y ahora lo sentía, no por los demás, sino tan sólo por el aeroplano grande. Es posible que respecto a los demás la abuela tuviera razón. ¡A saber qué hacían por allá, tras las nubes, cuando ya no se los podía ver! También nosotros robábamos mazorcas de maíz y cuando íbamos a los sembrados fuera de la ciudad, hacíamos muchas cosas que no nos hubiéramos atrevido a hacer dentro de ella.

Una cosa resultaba inexplicable. La apertura del aeropuerto no dificultó en lo más mínimo los bombardeos. Por el contrario, se intensificaron. Cuando venían los aeroplanos ingleses a bombardear, los pequeños cazas se elevaban de inmediato, pero el gran avión permanecía inmóvil en la pista. ¿Por qué no despegaba? Esta pregunta me atormentaba continuamente. Intentaba justificar a toda costa su inmovilidad y alejaba de mi mente la idea de que pudiera tener miedo. Miedo era lo último que podía tener aquel avión. Y cuando nosotros nos ocultábamos en la bodega durante el tiempo del bombardeo, mientras él permanecía fuera, en el campo abierto, yo soñaba que despegaba por fin, aunque sólo fuera una vez. ¡Cómo pondrían tierra por medio los bombarderos ingleses…!

Pero el gran aeroplano no despegaba nunca cuando venían los ingleses. Al parecer, nunca volaría sobre nuestra ciudad. Él conocía sólo una dirección, la del sur, allá donde, según decían, se hacía la guerra.

Estaba un día en casa de Ilir. Jugábamos con el globo terráqueo, haciéndolo girar con el dedo en una u otra dirección, cuando llegaron Javer e Isa. Estaban enfadados y lo maldecían todo: a los italianos, al aeropuerto, a Mussolini, de quien se decía que vendría pronto a nuestra ciudad. Esto era normal. A los italianos los maldecía todo el mundo. Hacía tiempo que sabíamos que los italianos eran malos, aunque llevaban ropas bonitas y toda suerte de adornos y botones relucientes. Pero aún no sabíamos bien qué sucedía con los aeroplanos italianos.

– ¿Y sus aeroplanos cómo son? -pregunté.

– Tan canallas como ellos -dijo Javer.

– ¿Y los aeroplanos ingleses?

– Vosotros no entendéis de estas cosas; sois pequeños aún -respondió Isa-. Mejor será que no preguntéis.

Se dijeron algo entre ellos en lengua extranjera. Siempre lo hacían para evitar que pudiéramos entender de qué hablaban.

Javer me miró durante un rato, apenas con una sonrisa.

– Me ha dicho tu abuela que te gusta mucho el aeropuerto.

Enrojecí.

– ¿Te gustan los aeroplanos? -me preguntó poco después.

– Me gustan -le respondí al borde del enojo.

– También a mí me gustan -añadió él.

Volvieron a hablar entre ellos en lengua extranjera. Ya no estaban enfadados. Javer suspiró.

– Pobres niños -dijo entre dientes-. Se están enamorando de la guerra. Es terrible.

– Son los tiempos -sentenció Isa-. Es tiempo de aviones.

Cogieron algo y se fueron.

– ¿Has oído? -dijo Ilir-. Somos temibles.

– Extraordinariamente temibles -dije yo; saqué la lente y me la puse en el ojo.

– ¿Por qué no me buscas un cristal de ésos? -me pidió Ilir.

Me pasé toda la tarde pensando en las palabras de Javer. Aunque Ilir y yo, una vez solos, calificamos de «calumnias temibles y extraordinarias» las cosas que dijeron de los aeroplanos, una sombra de duda cayó de todos modos sobre el aeropuerto. Tan sólo el gran aeroplano se libró de ella. Aunque los demás fueran malos, mi aeroplano no lo era. Yo lo quería igual que antes. Y efectivamente continuaba queriéndolo casi igual que antes. Se me llenaba el corazón de orgullo cuando se elevaba sobre la pista, inundando el valle con su sonido majestuoso. Lo adoraba sobre todo cuando, cansado y maltrecho, regresaba de allá, del sur, donde decían que se hacía la guerra.

Las noches se habían vuelto a llenar de oscuridad temerosa. Volvimos al salón de la segunda planta y papá contaba con voz monótona las luces de los vehículos militares, que esta vez se movían en dirección contraria, desde el sur hacia el norte. Yo, igual que antes, hurgaba con los ojos la lejanía, pero ahora sabía que allí, en algún lugar del campo, cubierto por la noche, el gran aeroplano dormía bajo la lluvia con las alas desplegadas. Me esforzaba por adivinar en qué dirección se encontraba el aeropuerto, pero la oscuridad era tan impenetrable que me desorientaba y no lograba ver nada, ni siquiera a mí mismo.

Los camiones militares avanzaban siempre hacia el norte. El estruendo de los cañones se oía más cerca cada noche. Las calles y las ventanas de las casas rebosaban de noticias.

Una mañana vimos cómo las largas columnas del ejército italiano se replegaban. Los soldados caminaban despacio por la carretera, hacia el norte, en la dirección en que no se habían movido nunca ni los cruzados ni el hombre cojo. Llevaban las armas a cuestas y las mantas cubriéndolos a modo de capote. Entre los soldados se veían a veces largas recuas de mulas cargadas con pertrechos y municiones.

Hacia el norte. Todo se movía hacia el norte, como si el mundo hubiera cambiado de dirección (cuando yo hacía girar con el dedo el globo de Isa en una dirección, Ilir lo empujaba en la contraria para fastidiarme). Había sucedido poco más o menos lo mismo. Los italianos retrocedían derrotados. Se esperaba la llegada de los griegos.

Aplastando la nariz contra el cristal de la ventana, observaba con profunda atención lo que sucedía en la carretera. Las finas gotas de lluvia, que el viento arrojaba contra el cristal, hacían la escena aún más triste. Esto duró toda la mañana. A mediodía, las columnas seguían avanzando. Por la tarde, cuando la última de ellas desapareció tras la cuesta de Zalli y la carretera quedó solitaria (el hombre cojo se disponía a salir en aquel instante), el espacio se llenó de pronto de un ruido sordo de motores. Me estremecí como si despertara de una pesadilla. ¿Qué sucedía? ¿Por qué? Mi adormecimiento se esfumó en un instante. Sucedía algo inadmisible: estaban despegando. De dos en dos, de tres en tres, acompañados por los cazas, los aviones abandonaban el aeropuerto y se alejaban en aquella dirección odiosa: hacia el norte. En cuanto se alejaba un grupo de tres, despegaba otro y así sucesivamente, sucesivamente. Las nubes los devoraban uno tras otro. El aeropuerto se vaciaba. Después escuché el sonido poderoso del gran aeroplano y mi corazón disminuyó el ritmo de sus latidos. Ya era tarde. Ya nada tenía remedio. Se elevó pesadamente, volvió las alas hacia el norte y se fue. Se fue para siempre. Desde más allá del horizonte, cubierto por la niebla asfixiante que se lo había tragado, llegó una vez más su jadeo hasta entonces familiar, ahora lejano y extraño, y después todo acabó. El mundo enmudeció de repente.

Cuando levanté los ojos de nuevo y miré más allá del río, vi que no había quedado nada. Era un campo común y corriente bajo la lluvia de otoño. Ya no había aeropuerto. El sueño había terminado.

– ¿Qué te ha pasado, hijo? -preguntó la abuela al encontrarme con la cabeza caída sobre el alféizar. No contesté.

Papá y mamá acudieron inquietos a la habitación y me hicieron la misma pregunta. Quise decirles algo, pero la boca y los labios no me obedecieron y, en vez de hablar, emitieron un llanto acongojado, inhumano. Sus caras se descompusieron de terror.

– Llora por el aerp…, por esa maldición de la que no consigo decir ni el nombre -dijo la abuela señalando con la mano hacia el llano que ahora se llenaba seguramente de charcos semejantes a heridas.

– ¿Lloras por el aeropuerto? -me preguntó papá enfurecido.

Yo dije que sí con la cabeza. Su cara se desencajó. -¡Desgracia de niño! -dijo mamá-. Creí que estabas enfermo.

Se quedaron un rato en el salón torturándome con su silencio. Papá estaba ceñudo y mamá desconcertada. Únicamente la abuela se movía a mis espaldas, murmurando continuamente.

– ¡Dios mío!; ¡qué tiempos tan horribles! ¡Los niños llorando por los aeroplanos! ¡Dios mío! ¡qué presagios tan funestos!

¿Qué era aquella nostalgia dispersa de un extremo a otro del espacio repleto de lluvia? El campo desértico estaba allí lleno de pequeños charcos. A veces creía oír su ruido. Corría hacia la ventana, pero en el horizonte no había más que nubes inútiles.

¿No lo habrán derribado y agoniza ahora en alguna ladera con el esqueleto de las alas encogido bajo la panza? Había visto una vez en el campo las largas extremidades de un pájaro muerto. Los huesos eran finos, lavados por la lluvia. Una parte estaba cubierta de barro.

¿Dónde estaría?

Sobre el campo, que antes mantenía vínculos con el cielo, erraba ahora algún girón de niebla.

Un día volvieron a soltar las vacas. Se movían lentamente, como manchas calladas de color café, rebuscando las últimas briznas de hierba en los márgenes de la pista de asfalto. Por primera vez sentí odio contra las vacas.

La ciudad cansada y sombría había pasado varias veces de las manos de los italianos a las de los griegos, y viceversa. Bajo la indiferencia general se cambiaban las banderas y el dinero. Nada más.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… el cambio de moneda. El leke albanés y la moneda italiana, la lira, quedan fuera de circulación. La única moneda de curso legal será de ahora en adelante el dracma griego. El plazo para el cambio es sólo de una semana. Ayer se abrió la prisión. Los encarcelados, tras mostrar su agradecimiento a las autoridades griegas, se marcharon cada uno por su cuenta. Ordeno la supresión de la oscuridad obligatoria desde el día de hoy. Ordeno la imposición del toque de queda desde las 6 de la tarde hasta las 6 de la mañana. El comandante de la plaza: Katantzakis. Nacimientos. Casamientos. Defunciones. D. Kasoruho e I. Grapshi han tenido un varón. Th…

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… ir: el restablecimiento de la oscuridad obligatoria para toda la ciudad. Ordeno la suspensión del toque de queda. Ordeno la reapertura de la prisión y el regreso de los condenados para el cumplimiento de las penas. El comandante de la plaza, Bruno Archivocale. Apresúrense a realizar el cambio de moneda. La moneda griega, el dracma, queda fuera de circulación. Las únicas monedas de curso legal son el leke albanés y la lira italiana. Lista de los muertos en el bombardeo de ayer: B. Dobi, L. Maksut, S. Kalivopulli. Z. Zazan, L.