37618.fb2 Cr?nica De Un Iniciado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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PRIMERA PARTE. MAPA DE LA CIUDAD

I

graciela, te llamabas. Hoy he vuelto a Córdoba; caminé solo por recovas amarillas, bajo las cúpulas y las arcadas y los tordos. Creí reconocer un campanario, algún hastial de piedra inscripto con letras rígidas, el arco colonial de una fachada, la sombra de un balcón sobre una tapia. Entré en bares y salí de bares, llovió, y una vez más me pregunté cómo eras. Llueve. Es trivial, lo sé, pero esta tarde caminé bajo la lluvia junto a los largos paredones de piedra donde asoman esos árboles de los que habló Santiago. Más antiguos que la ciudad. "Árboles", dijo, "que si los ves de pronto a medianoche no sabes si ponerte a rezar o a pegar saltos desnudo bajo la luna, callejones ciegos, chango, árboles en avenidas titánicas, antiguos como el miedo, y al final de los árboles un monasterio donde se ahorcó un jesuíta." Y ahora recuerdo el perfil aindiado de Santiago, su traje gris que se borraba contra los paredones, y es misteriosamente lo que mejor recuerdo de aquel hombre: su perfil y su silueta delgada, brumosa, bajo su traje gris un poco grande que le daba un aspecto vago, huidizo, como si anduviera siempre caminando contra el viento. Era riojano, tal vez. O jujeño. O a lo mejor ninguna de las dos cosas, pero a mí, no sé por qué, me gustó que fuese jujeño, del mismo modo que elegí tu risa: un matiz sombrío de tu risa, que si no existió debiera haber existido. Literatura, supongo. Las palabras que hacen tan fácil una lluvia, que se meten en la vida (en mi vida) y la desplazan, desalojan tu cuerpo real y tus ojos -pardos, raros, parecidos a los de otra mujer y tal vez por eso te dije que te quería, o te quise- ojos que en algún momento de esa primera noche me hicieron decir una idiotez, salpicados como eran de puntitos negros, de gata, eso fue lo que dije. Y vos te burlaste. "Es fatal", dijiste sonriendo: "Los gatos, las brujas." Tenías la voz oscura, alargada en un canturreo. Cierto, dije molesto, la originalidad. Me mirabas. Que la originalidad se la regalo a los que no tienen otra cosa. Dijiste que no era para tanto y dejaste de sonreír. Después no sé. Una de esas conversaciones caóticas y disparatadas que son como tanteos o como señales luminosas emitidas en la oscuridad por dos que se buscan, cuando uno ya siente que se orienta hacia el otro, que se aproxima al centro de la otra incógnita. Una especie de juego en que la carta mágica puede aparecer en cualquier momento. Hay que estar muy alerta. Una palabra aparentemente casual o un gesto imperceptible: pequeños datos que luego se utilizarán para insistir en esa dirección o para cambiar de rumbo. Como cuando las fogatas de San Pedro y San Pablo, pensé esa noche, o pienso ahora, como perseguir un rostro en esas romerías de pueblo en las que me deslumbraba una muchacha desconocida y la buscaba guiándome por su vestido o el de sus compañeras, por alguien que va delante o detrás de ella hasta que en cualquiera de las vueltas el orden se desbarata y la muchacha ya no aparece detrás de quien debió aparecer. Se habla del sexo o de los sueños. Se habla del comunismo o de Bob Dylan o de Dios. Cada uno teme exagerar la importancia de esas pálidas señales y las palabras se dejan caer ambiguamente, de modo que al primer dato adverso un gesto o una pequeña aclaración puedan cambiar por completo el significado de lo que acabamos de decir, aunque es preciso demostrar que se tienen ciertas convicciones, para que el otro, que acaso piensa lo contrario, no diga sin querer algo que pueda estropearlo todo. Estábamos sentados en el bar del teatro Arlequín. Cartelitos, en las paredes amarillas, informaban provincianamente que en París también había teatros así, con bares incómodos y sombríos metidos en plena sala. Pentesilea, leí; y pensé que eso explicaba muchas cosas. Viva la patria, pensé, somos chicos jugando a las visitas, a estar en París, a estrenar a Von Kleist. Un grupo de gente entró desde la calle. Entre ellos reconocí a Santiago. Lo acompañaban dos mujeres, de una voy a acordarme siempre: de la señorita Cavarozzi, parecida a los pájaros, un absurdo pájaro mal hecho de una especie un poco cómica, pero que no puede dejar de ser un pájaro, la pobre señorita Etelvina que quería llamarse Ethel y que ahora, abriendo y cerrando su manito, me saludaba desde lejos. Simulé no verla. El gesto se le congeló en un ademán vago, aturdido; se rió y se tocó la boca. La otra era una mujer extraña. Verónica. Liviana como una muchacha nórdica pero con el rastro caliente de la Puna de Atacama en la piel. Verónica Solbaken. Nórdico el pelo, pero con un fantasma mestizo y violento galopándole la sangre, el de Laureano Zamudio, vencedor de Lamadrid, general improvisado del Ejército Grande, el abuelo Laureano que una madrugada de hace ciento cuarenta años, parapetando con la espalda a su gringuita rubia de nombre escandinavo, aguantó, a puñaladas y carajos, a cincuenta montoneros de Estanislao López. "Cuando lo acorralaron en los pantanos del sur", me contaste, "dicen que le disparó a la mujer la última bala del trabuco…" En la cabeza, entre lo más tupido del pelo, pensé yo. "En el corazón", dijiste. Un amanecer colorado, despavorido, en un país de leyenda muerto y sepultado para siempre. Agregaste algo, no recuerdo qué. He olvidado tus palabras y tu cara, no la acaso inexistente música sombría de tu risa y el sonido de tu voz. Entonces pensé, alguien dentro de mí pensó: Graciela, te llamabas. Una idea anacrónica e imperiosa. Lo sentí de golpe o quizá lo dije y me miraste con asombro, y supe, ya en aquella mesa, que todo iba a terminar así, escrito. Lo supe como si me viera abrir la puerta de esta habitación. Pienso esta noche si no he vuelto a Córdoba buscando una excusa para olvidar del todo, si no estoy forzando con palabras esta lluvia, esta ciudad y esta pieza de hotel sólo para acabar de una vez con este sueño. Nunca supe quién eras. Graciela, te llamabas. Eras alta. Me acuerdo de tus manos. Es casi todo.

II

Que esta vitrina esté abierta y yo pueda meter la mano y robar ese libro, pensé, no tiene nada del otro mundo. Lo que no pensé es por qué se me ocurrió que no tenía nada del otro mundo. La soledad de la biblioteca, su convencional misterio de biblioteca en penumbras, se había vuelto vagamente amenazante. Qué hago acá y dónde se habrán metido esas momias, dos preguntas que me hice mientras esperaba. Esperar me enferma. Una mujer de bronce, sin brazos, mutilada por su autor a la altura de las rodillas, me miraba con sus órbitas negras al pie de una escalera. Las estatuas de mujer son inquietantes: sus ojos de epilépticas. Di la vuelta y me coloqué detrás. Fue peor. Ahora no podía apartar la vista de sus glúteos de etíope, formidables, un culo como para sentarse a meditar en Dios sobre la cumbre del Aconcagua. Menos mal que en seguida oí pasos y voces y el lugar se llenó de manos, apretoncitos, caras con sonrisas y toda clase de buenas costumbres. La señorita Cavarozzi dijo: "Creíamos que ya no vendría a Córdoba" y agregó que no me imaginaba así, aunque, enigmática, no dijo cómo me imaginaba. Pensando vieja loca cara de pájaro le pregunté si me quedaba tiempo de ir al hotel y pegarme un baño. La señorita Etelvina dijo que sí, me quedaba tiempo, dos horas hasta las nueve de la noche para andar por la ciudad o bañarme. Y se rió, no sé de qué. Tenía un modo de reírse, de caminar alrededor de uno, de mover las alitas, que daban ganas de tirarle alpiste. Definitivamente, esa mujer tenía algo; quiero decir la escultura. Volví a examinarla con inquietud. ¿Dónde había visto algo parecido?, ¿y por qué era importante? La vieja señorita Cavarozzi, siguiendo a saltitos mi evolución alrededor de aquel esperpento, creyó oportuno informarme acerca de su autor, especie de Rodin cordobés, gran imaginación creadora. Me doy cuenta, dije yo. Ella me habló de solidez y equilibrio. Yo le pregunté si no le parecía demasiado culona. La vieja señorita me miró. Si no la han puesto demasiado cerca de la escalera, si ese macetón no le quita espacio. Saludé y me fui. En la puerta me crucé con Santiago. Santiago o algún otro que hacía versos y que venía del norte del país.

No sé muy bien qué hice durante esas dos horas, antes de verte por primera vez, Graciela. Me acuerdo de veredas muy angostas con olor a garrapiñadas y de una tempestad de pájaros negros cayendo sobre los plátanos y los robles azules de la Plaza San Martín. Me acuerdo de una librería en la que estoy comprando el horóscopo de Aries y John Barleycorn de Jack London. Al meterlos en el portafolio vi el otro libro. Un in-octavo encuadernado en rojo con una filigrana de oro en la tapa y, en uno de los tejuelos, un diminuto tridente entre llamitas del infierno. Muy bien, lo he robado de la biblioteca de la Dirección de Cultura de Córdoba: la señorita Etelvina Cavarozzi tendrá que dar cuenta algún día de la edición facsimilar de Das Volksbuch von Doktor Faust (Frankfurt, 1587) y yo acabo de completar la documentación para el capítulo central de este libro. En una farmacia compré Benzedrina. La noche anterior no había dormido. Ni tampoco la otra. Y tal vez por eso la noche siguiente me dormiré con brutalidad abandonando mi cabeza sobre tu vientre y sin haber llegado a mirar nunca tu cuerpo larguísimo, desnudo esa noche y extendido infinitamente a mi lado; noche que entonces era mañana y fue la última, con galerías como socavones y puertas golpeándose en la oscuridad y tu sabiduría de murciélago, tu nocturno magisterio de ir guiándome exacta en la tiniebla de la quinta de Verónica, en el Cerro de las Rosas. Dos noches en vela, pensé mordiendo la Benzedrina. Cincuenta horas sin dormir, pensando. Millones de segundos lúcidos. La famosa realidad, vista desde mi Benzedrina horriblemente amarga disolviéndose entre la saliva, no era más que eso. Esa tensión. Lo que uno entiende de lo que ve/ lo que pienso de las cosas mientras estoy despierto. El problema es no saber qué pensar de lo que veo. Si el mapa de la ciudad que me dieron en el hotel no miente, lo que ahora estoy viendo es la fachada del Seminario Mayor. Se lo pregunto al chico que me lustra los zapatos. Me dice que sí. Y esas mujeres furtivas, ¿qué son? Se deslizan junto a las paredes, como larvas: una de ellas lleva un vestido violeta ajustado como una vaina, con un cierre relámpago desde el escote hasta las rodillas. "Ah, ésas son las putas", dice el chico. Más veredas con graves iglesias coloniales y olor a garrapiñadas. Santerías y quioscos chinos. Un cine donde alguien trepado a un andamio termina de pintar la palabra mañana sobre un gran cartel. Hace un año en Marienbad. Después oigo mi nombre y estoy en un lugar llamado el Paraninfo. Vi otras caras, apreté nuevas manos y comprendí que habían expirado vertiginosamente mis dos primeras horas en Córdoba. Y todo, desde antes del principio, ya era de una tristeza impura, Graciela, porque una historia de amor puede empezar en cualquier parte, pero algunos lugares son peores que otros. Y esto es un acto académico, no un parque entre la ceniza del atardecer, esto es el paraninfo de una universidad no el boulevard de la barranca por las noches, el boulevard con su luna amarilla sobre los astilleros y enfrente el fulgor remoto de las islas, el estallido silencioso de las quemazones, esto es el acto de apertura de un debate sobre sabe Dios qué, en Córdoba, en la Argentina de los años sesenta. Viejas Rotary Club, profesores Suplemento Dominical, polígrafos Boletín de la Academia, chicas Blowin in the wind, muchachos Todo el Poder a los Soviets, subgerentes Lunario Sentimental, chicas Hiroshima mon Amour, chicas El Miedo a la Libertad. Busqué un apoyo entre las caras y los objetos. En las paredes, cuadros de gorditos tonsurados y caballeros con mostacho. Imposible la grandeza de ideas mirándolos. Tal vez, los tirantes del techo. Con un esfuerzo podía reemplazarlos por los de la casa vieja de los abuelos, en los veranos de San Pedro. O los del Don Bosco. Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles. San Esteban yo. Protomártir. Diez años, guardapolvo gris, de rodillas ante los cirios cuyo temblor infundía coraje al brazo armado de Miguel pues yo vi más de una vez cómo sé modificaba el ángulo terrible de su espada, cómo flameaba su divisa. ¿Quién como Dios? Me he puesto granos de maíz bajo las rodillas y te dedico mi agonía Santa Madre Auxiliadora porque te he mirado como a mujer, envuelta en esa túnica. La ceñida túnica celeste. Secreto de amor por el que iré al Infierno. Pero te amaba, yo, rival de Dios. Los tirantes del techo tampoco, esa gente va a pensar que tengo un aire en el pescuezo. Y en ese momento la vi.

– Quién es -pregunté en voz alta.

El acto de apertura, por lo visto, había comenzado hacía un buen rato y el rector de la Universidad, de pie a mí lado, acababa de nombrar a don Jerónimo Luis de Cabrera, ilustre fundador de Córdoba. Se interrumpió y me miró. Con una sonrisa yo le di a entender que mi pregunta no se refería al prócer y me zambullí detrás de un gran jarrón con flores y plantas que ornamentaba la mesa, buscando la oreja de la señorita Cavarozzi. No la encontré. Del otro lado de las flores estaba Santiago, el poeta jujeño. Noté que tenía una cara hermosa y patética. "Debemos parecer la Primavera de Botticelli", murmuró, y creo que era la primera vez que hablábamos, "te queda muy bien ese gladiolo en el ojo". La señorita Cavarozzi, apareciendo detrás de Santiago, también entre las flores, se llevó el dedo a los labios, aunque ya era para siempre nuestra cómplice. "¿Qué le pasa?", me dijo en un susurro. Señalé con la cabeza hacia la primera fila y repetí mi pregunta. Pero no me refería a vos. Vos llegaste en ese mismo momento, y años más tarde yo reflexionaré muchas veces sobre esto. Porque no hay casualidades, ahijadito, me dirá alguien en la quinta de Verónica la noche siguiente. Los anacronismos, las transposiciones de jugadas no existen. Hay un orden secreto: el demonio me lo dijo. Vistos desde la horqueta de la Vía Láctea ciertos encuentros y desencuentros, ciertas interpolaciones y hasta ciertas muertes, equivalen a sacrificar un peón en la apertura, perdonando la metáfora. Y cuando me lo dijo yo estaba sentado al pie de una escalera con una botella de whisky entre las piernas y afuera tronaba, pero antes habrá este Paraninfo donde aún resuenan ecos de cantos gregorianos y este ridículo congreso o seminario sobre la Simbólica del Mal o sobre la presencia o ausencia de algo en el arte contemporáneo o sobre la muerte de las ideologías o sobre todo eso junto, tan típico de intelectuales argentinos, mientras fuera del Paraninfo la realidad arde por los cuatro costados y el mundo está a punto de reventar como un tomate podrido y, dentro del Paraninfo, yo acabo de preguntar quién es esa muchacha (no vos), esa muchacha de ojos alarmantes que me había hecho recordar algo, una estampa, en un libro, esa muchacha que ahora sí sos vos, porque de pronto ya estabas allí, y las caras, los cuadros, los tirantes del techo, mis benzedrinas y hasta los gemidos y el crepitar del doliente mundo, todo se reorganizó a tu alrededor y yo escuché por primera vez tu nombre.

– Graciela Oribe.

El resto son voces e imágenes indistintas. El nítido recuerdo de un ladrido que llegó desde la calle, un relámpago amarillo que saltó sobre mí al abrirse una carpeta, el temor de que empezara a dolerme la cabeza, y como si la realidad se rearmara súbitamente desde otro centro, la presencia amenazadora de Bastían. Estaba ahí, en el otro extremo de la mesa, mirándome con el mentón apoyado en el revés de la mano. Recuerdo su cara fascinante y atormentada, sus gestos vagamente fetales, la fijeza irónica de sus ojos, y recuerdo que a partir de nuestra primera mirada me odió (y yo a él, sobre todo yo a él), como si me odiara desde mucho tiempo atrás. Pero tal vez esto sucederá al día siguiente, en el pabellón España, acaso esa misma noche, en cualquier otro lugar. Da lo mismo. La memoria impone un orden que excede las leyes del tiempo y su lógica. El atardecer en el puente de piedra, la muerte de Santiago, la mirada de Bastían, mi grotesca aventura en el alto recodo de la escalera desde donde se ve el cementerio de las Catalinas, la fiesta en el cerro, las Máquinas que Cantan, todo eso está ocurriendo ahora en una ciudad paralela a ésta, hecha de palabras, ciudad que también se llama Córdoba y en la que hay también un Paraninfo donde Bastián me está mirando como desde un espejo que me odiara. Por fin oí un estruendo, que resultó ser un aplauso, y nos pusimos de pie. Vi, casi a mi lado, a la muchacha que me había hecho recordar una estampa en un libro. En ese momento estuvo a punto de ocurrir algo, lo sé; pero una voz dijo "Inés", ella se dio vuelta y el dibujo que comenzaba a formarse se deshizo o se armó para siempre en otra figura. "Ahí la tiene", dijo a mi oído la señorita Cavarozzi. Miré hacia cualquier lado y ella me dio un tironcito de la manga. "Ahí", repitió. Te vi acercarte, lenta y sombría como un álamo. Tan hermosa que pensé caramba…

– Ya no llueve.

Rechonchos toneleros germánicos, en las paredes, bebían cerveza alegremente, tumbados bajo las pipas de los barriles. Cervecería Wittemberg. Dos de la mañana.

La voz funeral de Edmundo Rivero cantaba a Discépolo como si estuviera salmodiando Ego sum aba cucaniensis en el sótano del convento de Burana. Grandes salchichones colgaban del techo. Una fotografía de la puerta donde Lutero clavó en 1517 sus proposiciones contra el Papado, junto a la célebre instantánea de Leguizamo con Gardel. Todo esto a un paso de los aldabones españoles del Colegio Monserrat, de las cúpulas barrocas coloniales de la Catedral, de la estatua enana y patizamba de don Jerónimo. "Cambalache", dijiste en voz baja; pero tal vez te referías al tango. Igual te miré con desconfianza. Tenías el tipo justo de adolescente telepática que hace imaginar cosas a los varones de mí tipo. Sobre todo a las dos de la mañana y después de unos whiskies. Los ojos, tal vez: de egipcia. Algo separados. Más verdes que pardos, magnificados hasta el escándalo por la sombra de la pintura. O tal vez el pelo. Traté de imaginarte con la cara lavada y el pelo corto. No cambió nada, salvo la época. Una joven de los años veinte, vestido plateado muy suelto por encima de las rodillas, vincha, una estrellita en el pómulo y collar hasta el ombligo, bailando el shimmy con largas piernas indecorosas mientras adivina mis pensamientos y oculta sus propias ideas taciturnas de gata o de serpiente. Cambalache, habías dicho, arrastrando la segunda a. Tal vez era sólo eso, cierta cadencia en las palabras que le daba a tu voz un matiz burlón y un poco triste. Tal vez era yo. Mejor pido otro whisky, pensé, y le hice una seña al mozo. Dale nomás, decía Discépolo profetice y festivo, dale que va, que allá en el Horno nos vamo'a encontrar. Muy probable, sí. Lutero y Discépolo en el Horno, Gardel y Leguizamo en el Cielo, y yo a una cuadra de la Catedral de Córdoba con los pies empapados mirándote sobre un fondo de alegres bebedores de cerveza, perdiendo el tiempo en querer acostarme con vos como si fuéramos Cleopatra y Marco Antonio. Qué cambalache, realmente.

– Ya no llueve -dijiste, mirando hacia la calle.

– Estás aburrida.

– No. Seguí hablando.

O sea que he estado hablando. Seguramente ya te conté que mi madre me abandonó a los ocho años, seguramente ya te conté mis peores defectos transformándolos en patéticas o radiantes virtudes. Seguramente ya te hablé un poco de la locura y el suicidio.

– No me gusta hablar de mí -dije. Sonreías con aire burlón y adulto.

– Sí te gusta. -Pero de pronto, cambiando de opinión, me miraste a la cara con asombro. -No sé si te gusta.

Momento en el que por alguna razón me sentí perfectamente bien.

– Es lo único que me gusta -dije.

Y pedí el whisky y me encontré relatando a grandes rasgos uno de aquellos anticipados capítulos de mi biografía que, en vida, siempre me llenaban de melancólica ternura y hasta de cierto orgullo. Yo fui soldado de caballería. Lo cual, considerando mi figura, si bien armoniosa nada gigantesca, un metro setenta y tres, descalzo, dije exagerando tal vez dos centímetros), equivale, en escala argentina, al vindicatorio corte de manga de Cambronne ante los ingleses del duque de Wellington. ¡Mierda! Furriel, nada menos, del Escuadrón Comando del Regimiento 2 de Caballería Lanceros General Paz, Tercera División de Caballería, Guarnición Olavarría, clase 35. Tacatac tacatac tacatac. Para el soldado de caballería, princesa, no hay nada imposible. Su divisa es: El soldado de caballería no tiene problemas. Los causa. Mira el horizonte un metro por encima de la raza humana en general. Ahí está el detalle, el epos: lo heroico en su antigua acepción clásica. Un soldado de caballería, por otra parte, no puede desconocer el contradictorio corazón del hombre, puesto que trata a diario con toda clase de caballos. Sabe reír a grandes carcajadas, beber en grandes jarros, levantar grandes polvaredas, y no respeta más autoridad que la de quien monta el yeguarizo de mayor alzada, motivo por el cual le gustan las mujeres grandes. Como a Gauguin. Y sabe que cuanto más parecida a un buen caballo, más femenina será una mujer. Ejemplos. Como el caballo, deberá tener clinas sedosas; ancas anchas y firmes; manos y patas fuertes y largas, afinándose hacia los cascos o terminaciones. Cola ondulante y pecho alto. Y buenos dientes. Como Berenice.

Parecías reflexionar, concentrada en la tarea de ir quebrando escarbadientes, uno por uno, y armar minuciosas pagodas sobre el mantel. Un rito misteriosamente antiguo y familiar. Lo mismo que el mío ahora. Soplé.

Gran tifón en las costas de Borneo. Volviste a armar los aleros dispersos.

– Es raro -dijiste finalmente.

– ¿Raro? -Como si alguien o algo dispusiera de antemano ciertos gestos y palabras. Como si lo real estuviera ocurriendo en otro lado. -Se llama paramnesia.

– No. -Con un movimiento inesperadamente brusco deshiciste vos misma las pagodas. -No. No se llama de ningún modo. -No me mirabas a la cara: mirabas como si yo tuviera las entendederas a la altura del nudo de la corbata. -No hace ninguna falta que todas las cosas tengan nombre. -Te acercaste a la mesa; parecías a punto de agregar algo, una explicación sutilísima más allá del alcance de mi limitada inteligencia. -Clase 35. Qué quiere decir eso -preguntaste, sin la menor lógica.

Te lo expliqué. Me escuchabas, inquisitiva y neutral. No pude saber si mis casi veintiocho años te parecían demasiados o demasiado pocos. ¿Cuántos años tendrías? No más de veinte. Al menos en ese momento y con esa expresión.

– Miles -dijiste secamente-. Y también los que parezco.

Demasiada seriedad, para una réplica tan teatral. Ése era el tipo de respuesta que a ella no se le hubiera ocurrido nunca. Beatriz, pensé. Se pensó solo, con resentimiento y ferocidad.

– Graciela -dije-. Graciela Oribe. Paf, y Beatriz desapareció.

– Qué.

– Nada. Te nombro.

– Olavarría -dijiste de golpe, abriendo los ojos con incredulidad-. Yo pasé un día y una noche en Olavarría, ese mismo año. Volvíamos con Patricio de la casa del faro y paramos en Olavarría. Había unas calles anchísimas y una iglesia amarilla en una plaza. Enfrente de la plaza había un cine. Me acuerdo de un club, grande. Con un lago. Tenía una isla y una estatua.

Con disgusto recordé el nombre de aquel club. No me atreví a pronunciarlo. Un nombre convencional, de club. Capaz de estropearme esta página algún día, pensé, lo pensé en aquel mismo instante, sólo que no era exactamente pensarlo porque no todo lo que llamamos pensar tiene que ver con el pensamiento, era como un susurro irónico, como si alguien con voz de falsete me soplara en la oreja ahijadito, alegre silbador, diablotín, te gusta mi violín, diablotón, dame tu corazón, y yo no pudiera pronunciar el nombre de ese club. Como si alguien me arrancara de la silla en aquella mesa y me sentara en esta otra, en este cuarto. Por cosas así, Graciela, se mató Santiago y yo cambié la vida por la literatura.

– Dónde estás -oigo ahora.

Oigo tus palabras y el sonido apagado de tu risa, pero en esta habitación, oigo tus palabras abriéndose paso desde las hojas de un cuaderno cuadriculado entre los ruidos de la calle y la lluvia y los Kindertotenlieder de Mahler horrorosamente deformados por la estática de la radio, veo los relámpagos en la ventana y el empapelado de luces de las paredes, oigo tu voz oscura y risueña y siento el leve golpecito de unos dedos sobre el dorso de la mano. "Dónde estás." Como si me tocara una alucinación o una muerta.

Retiré la mano con tanta brusquedad que volqué un vaso sobre el mantel.

– Lo importante era el puente -dije-. No el club. Tenés que haberlo visto. Un poco más allá de la estatua, entre los árboles. Largo, angosto. Sobre el brazo del arroyo.

– De madera, sí, largo. -Te entusiasmaste, (de noche se oía el agua, no se la veía)

– Me acuerdo, te juro que me acuerdo. (como el de Gunga-Din)

– Como el de Gunga-Din -dijiste-. La parte aquella del elefante.

– Era una elefanta -dije.

– Fue un sábado. No, espera. Un domingo. Había un soldado, solo, en la mitad del puente, mirando el agua. ¡Eras vos! (yo de garibaldina y vos entre los sauces, cabello lacio larguísimo, te agachaste a recoger algo, la pollera te rodeó como una campana y de pronto alzaste los ojos y me miraste)

– Yo iba peinada con dos trenzas. Acordate, por favor. Y me asomé a la ventanilla del coche al pasar.

– Me acuerdo perfectamente -dije.

Nos reímos.

El whisky empezaba por fin a emborracharme. Después de todo lo que había tomado en el bar del teatrito, ya era hora. Uno flota dentro de sí mismo y ve las cosas perfectamente aisladas, afuera. Las ve tal como son y conoce su sentido real. Las manchas en el mantel, los toneleros, un pie de mujer sin su zapato trepando por la pierna de un hombre, el dibujo que traza una gota en la ventana: todo parece tratar de decir algo. Lo dice. Oigo tu voz un poco grave y arrastrada, y sé de pronto que es tu verdadera voz, como sé que esa ráfaga sombría de tu risa no está sólo en tu risa sino en la inquietante belleza de tus manos, en el pelo sobre tu cara, en cierta manera de agachar la cabeza y alzarla repentinamente como un desafío. Hablábamos, no sé de qué. Y no creo que en ese momento importara mucho. Yo había repetido Gunga-Din, y vos decías que sí, que te acordabas, aunque para vos toda la historia se limitara a un elefante que toma una purga, derriba un calabozo de piedra e intenta cruzar un puente colgante. "El jorobado", dijiste después, "el jorobado o Enrique de Lagardére." Y el que se acordaba era yo. No era natural que tuviéramos recuerdos comunes, y en realidad no los teníamos, sólo elegíamos las coincidencias y hoy pienso que las elegíamos con cierta velada desesperación, como si de esos frágiles contactos, de esos puentes ilusorios, dependiera algo que los dos buscábamos a tientas, sin saber del todo que lo buscábamos. Vos recordabas el verdadero nombre de Robinson Crusoe (nacido en la ciudad de York, el año 1632, de una familia distinguida pero extranjera en el país…) y yo la palabra herretes, que eran las piedras por las que Ana mandó a D'Artagnan a Inglaterra, y vos, casi milagrosamente, recordabas a Charlie Chan. ¿En la colección Pequeños Grandes Libros? No, qué era eso. Te reías, parecías más chica, repentinamente infantil y de verdad adolescente. No era ningún libro, era una película donde todo el mundo tenía kimonos con dragones. Nombraste a alguien llamada lo y yo me vengué con Giro-Batol. Y mientras seguíamos hablando, riendo, buscando algo en esa mesa de la cervecería Wittemberg, en Córdoba, yo abrí sin querer una de las puertas-trampa de la memoria y, por alguna razón para mí incomprensible aquella noche, esa puerta se comunicaba con otra que te dejó a solas con tu propia memoria. Giro-Batol, había dicho yo, y vi un patio de baldosas ocres y negras: Sandokán, el primer libro sin ilustraciones que leí, un triunfo, un esplendor colmado de palabras. Es la hora de la siesta. Tengo ocho años y estoy sentado junto a mi prima Laura con el libro abierto sobre mis piernas. El dedo de Laura recorre los últimos renglones de la página y se detiene en la palabra kriss, la punta del dedo sobre la palabra kriss y el resto de la mano sobre mi pantalón. Laura tenía once años y no sabía qué era un kriss. Había otras palabras, al pie de otras páginas, que también desconocía. Después no haría falta Sandokán.

– Por lo visto te pasaron muchas cosas a los ocho años -dijiste.

– Y no sólo a mí. Ya hubo uno que a los siete había descubierto su alma negra. Pero no fue la mano de una prima, sino la de su hermana. Es una sospecha que tengo sobre la locura de Nietzsche.

– No me interesa -dijiste con brusquedad. Algo había pasado.

– Hay historias peores -dije-. Sin ir más lejos, Lagardére se acostó con la hija.

– No era la hija. -Habías agachado la cabeza y buscabas algo en la cartera. No pude verte la cara. -Pero es cierto, hay historias peores… -Te mirabas en un espejito de mano. Lo que veías no pareció gustarte. -Qué monstruo -dijiste inexpresivamente, pero no hablabas de tu cara, ni conmigo-. Voy a pintarme.

Te miré caminar.

Me causó gracia imaginarte unos años atrás. Vos y un primo, menor, naturalmente. Amparada en la impunidad del parentesco, de la inexperiencia de los dos, porque el secreto era ése, estar lo bastante cerca de la inocencia verdadera como para sentirse del todo angelical. No tenía ninguna gracia.

Le hice una seña con el vaso al mozo. No me vio. Mal augurio cuando los mozos enceguecen. Empezó a dolerme la cabeza, lo que me faltaba.

– Qué te pasa.

Ahí estabas. Sentada frente a mí como si nunca te hubieras movido de la mesa. Pintada como Nefertiti.

– Nada. Una especie de puntada en la nuca.

– Estás cansado. Vamos, si querés.

Lo que más detesto en el mundo es que me cuiden. Estuve a punto de decírtelo pero sentí que era absurdo. Iba a estropear estúpidamente la noche. No iba a estropearla: ya estaba estropeada. Hasta ese momento no había notado la repugnante cara del mozo que nos atendía. Cara de gestapo, pensé. Y esas pinturas en las paredes, por favor. Y yo acá jugando al alma atormentada con Graciela Oribe alta de manos bizantinas, a la que le gustaba caminar de noche descalza junto al mar, lectora de Teresa de Ávila y de la pequeña Lulú, devota de Bob Dylan y de Mozart, que quería ser yo, que quería ser Bernardette, y después Monelle y seguramente todas sus hermanas, las pequeñas rameras. Y mientras yo estoy acá, miles de chicos caquécticos en el norte del país, ahí nomás, cruzando Córdoba. Y el mozo de mierda ese, qué mira. Lo que pasó de inmediato estaba previsto. Detrás de mí comenzaron a levantar sillas y a apilarlas sobre las mesas. Nos estaban echando. Pero sobre todo a mí. Pedí un whisky, pedí la cuenta y pagué. Puesto que eran casi las tres de la mañana había que irse, y si eran casi las tres de la mañana no existía ninguna razón para que una niña de familia de veinte años, si es que tenías veinte años, anduviese fuera de su casa con un desconocido. A menos que esté bastante acostumbrada a llegar con cualquiera a cualquier hora. Sin contar, ahijadito, que habernos sentido Francisco de Asís lamedor de chancros gracias al inesperado bálsamo de la niñez caquéctica argentina, nos revelaría para nuestros adentros no carecer de cierto fangoso y más que regular cinismo.

– Vamos -habías repetido.

Y de nuevo aquello, esto, esta sensación más que física de dolor, un desgarramiento simultáneo y total que parece nacer en la cabeza, en la nuca, o a veces sólo en un costado, en el costado izquierdo de la cabeza y se expande como la onda de una explosión silenciosa dentro de mi cuerpo como si estuviera metido en una campana atmosférica y alguien me fuese quitando a bombazos el aire mientras el universo es un puro vacío y siento la dilaceración de cada centímetro de mi carne como si quisieran arrancarme el alma o como si algo pugnara por saltar libre, a lo mejor eso, libre hacia algún sitio que imagino lejos y alto e inalcanzable, o perdido voluntariamente para siempre, como aquel juguete roto por mí una mañana de Reyes cuando, acaso por primera vez, pensé esto no, esto no lo quiero, esto es demasiado hermoso y se me va a romper algún día y es necesario algo irrompible, diamantino, absoluto, no tristemente sujeto a la vejación del tiempo y a la inmundicia de la muerte, y entonces ya no lo quiero y tomo un martillo, pego, veo saltar los resortes y las pequeñas ruedas de lata, miro casi con felicidad la estación en ruinas, los rieles en pedazos. O como la paloma. Mi mejor paloma, paloma que regalé pero debí matarla, reventarle la cabeza contra las piedras porque un segundo antes yo la tenía en mi mano y en la otra mano estaba su pareja, hermoso macho azul de ojos color borravino que se quedó conmigo mientras ella saltaba el saledizo de la trampa del palomar, y otro macho cayó como una sombra desde el cielo y yo no podía moverme, fascinado por la excitación y por el asco, porque a unos centímetros de mi cara ella se agazapó como hacen las palomas y el otro hinchaba el buche arrogante, daba vueltas a su alrededor, murmuraba el terrible canto de amor de los palomos, y yo gritaba puta, puta porque ella se agazapó y el otro estaba encima, puta como mi madre, mientras al hermoso macho azul se le partía el corazón como una copa de sangre.

– ¿Cómo? -dijiste.

– Cansado -dije yo-. Que es cierto, estoy cansado. -Nos habíamos puesto de pie; salimos. -Viajar todo el día, y después las viejas. Y encima el doctor Camilo, calcula.

Cruzamos una avenida, lloviznaba.

III

– Qué le anda pasando, chango -dice Santiago. Habla sin detenerse ni mirarme, sonriendo con aquel gesto socarrón y algo distante. Nos hemos cruzado en el pasillo del hotel. Trae una toalla sobre los hombros y un mate en la mano.

– Vení -agrega, cuando ya entra en su pieza-. Préndetele a unas jodidas yerbas… Sí -dice después de escuchar un rato, sentado ahí en su cama-. Sí. Como nadar en un barrizal, pesadamente. -Se ríe y me alcanza un mate.

– Otros le llaman vivir. La vida no le sienta bien a todo el mundo.

Yo antes había dicho:

– Una laguna oleosa, y sobre todo el cansancio -y me pregunté por qué estaba hablando con el jujeño de estas cosas-, pero un cansancio como de abrirse paso en un pantano. Y siempre pienso lo mismo.

– Volverte a tu pueblo, pegarte un tiro o hacerte comunista.

– Algo así. Pero vos cómo lo sabes.

– Eh -dice Santiago.

Esto sucederá al día siguiente. Ahora todavía es de noche.

IV

Pulcro, agrónomo. Correctas rayitas jaspeadas. Cuarenta y tantos años. Roque Cantilo, esposo de Verónica. Especialista en algo que entendí como posturas intensivas, pero que resultó ser pasturas. Sin ningún esfuerzo imaginé que se sujetaba las medias con ligas. Gordura discreta, reloj y corbata discretos. Todo haciendo juego y en el lugar exacto. Anteojitos. Nada de marcos negros; color carey. En vez de saludarlo daban ganas de decirle qué limpio está usted. Mi primera impresión fue que se parecía a una farmacia o a un inodoro flamante.

Vos estabas diciendo:

– Y el mar, por supuesto. De noche. Caminar sola por la arena. Y, sobre todo, ser Monelle. -Hiciste un gesto como para borrar lo que acababas de decir. -Pero eso fue hace mucho. Y después, es ahora. -Miraste hacia la otra mesa. -No debí traerte acá -dijiste con voz dura.

Estamos en el bar del teatro Arlequín. Son las diez de la noche y el inodoro acaba de entrar con el jujeño y dos mujeres. El bar está casi metido en la sala, todavía a oscuras. Pentesilea, dice un cartel, también dice que uno puede ver la función desde allí mismo o trasladar su silla adonde guste. Hemos terminado con la noción de espacio, todo esto es sueño, y el sueño viste sombras de bulto bello en cualquier parte. No puedo evitar imaginarme a Pentesilea entre las mesas, rodeada de su jauría, chumbándolo a Oxo, despedazador de jabalíes, y a Melampo que no tiembla ante los leones (¿o ése era Halicaion, de dura pelambre?), clamando por las Furias, gritándole a Ananké que la siga y saliendo todas por el lado de la máquina de calentar salchichas con sus arreos de guerra y sus elefantes en medio del vivo retumbar de los truenos mientras los espectadores varones les deslizan unos pesos en el escote, como a las turcas. Vos me estás diciendo algo pero no consigo escucharte. Una de las mujeres de aquella mesa es la señorita Cavarozzi; la otra, una paradoja. Piel humahuaqueña y ojos de acantilado. Verónica. Se llama Verónica pero yo todavía no lo sé. Verónica Solbaken. Está sentada algo lejos; y sin embargo oigo su voz. No es que la oiga, ya que ni siquiera está hablando; oigo su voz del mismo modo que huelo el tenue perfume de su pelo. Una voz grave, algo apagada, que rivaliza con la cegadora claridad del flequillo escandinavo. Santiago tiene aspecto de desamparo. Todavía no es del todo Santiago ni jujeño pero sonríe al verme, como quien reconoce en el destierro a un compatriota. Nuestro agrónomo también ha sonreído. Usa grandes calzoncillos blancos siempre planchados. Trato de imaginar el ombligo de Cantilo pero no puedo. No tiene ombligo. Ni ombligo ni otras partes del cuerpo.

– Quién es.

La señorita Cavarozzi abrió y cerró varias veces su manito, saludándonos. Me hice el que no la vi. Algo le causó gracia y rió con pequeñas convulsiones. Un gorrión, pensé. Un gorrión mientras se baña.

– Quién es quién -preguntaste.

– El señor carón.

– Pero si ya te lo dije.

¿Cuándo me lo habías dicho? Me estás mirando con un poco de desconfianza. Tengo la curiosa impresión de que no sólo hemos terminado con la noción de espacio en Córdoba, también el tiempo tiene algo raro. Va y viene, como el vuelo de una mosca. Veo junto a mi vaso tres botellas de agua tónica: eso significa también tres ginebras. Bueno, por lo menos hace más de un minuto que nos conocemos. Hemos debido hablar de ciertas cosas.

– Por supuesto que sé quién es. Lo que te pido son detalles. No me mires así.

– Se llama Cantilo.

– Eso ya lo sé. Y qué más.

– Que me gustaría saber si vos escuchas algo de lo que se te dice. A ver, ¿cómo se llama?

– Cantilo. O pensás que no escucho lo que me dicen.

– El nombre de pila, cómo se llama de nombre.

– El nombre de pila, qué manera de hablar. Nombre de pila. ¡Roque! -dije de golpe-. Ahí tenés. Se llama Roque y es agrónomo. ¿Por qué está tan limpio?

– No sé. Pero sé que si no salimos de acá va a venir o va a hacer algo rarísimo para que vayamos.

– Viste que siempre hay más -dije sin dejar de mirar a la mujer rubia. No le faltaba más que el fiordo. Ilene, joven dama vikinga amada por el Príncipe Valiente. ¿O se llamaba Aleta? ¿O Valiente era bígamo? Pero ahora qué pasa. Ella le está pidiendo fuego a Santiago, tiene el cigarrillo en los labios, se le acerca. Los ojos un poco por debajo de los del jujeño. Lo mira, lo mira fijamente desde ahí con equívoca actitud de mujer que pide fuego, le habla sin dejar de mirarlo. Oigo en la piel de Santiago la voz apagada de Verónica. Gracias. La voz se abrió paso con lentitud, el humo del cigarrillo la retuvo un segundo en sus labios y luego turbiamente la dejó ir, el humo del cigarrillo que ahora, entreverándose en su pelo lacio caído sobre la cara, la rodea como si fuera el cuerpo de la voz, no el humo. -Esta vez sí que no te escuché -dije.

– Verónica. Que la persona que estás admirando se llama Verónica. Y de cerca no es tan joven, aunque es muy hermosa en todo sentido. Es la mujer de Cantilo. Pinta. Desciende de noruegos y de un caudillo puneño de la época de Rosas, es algo así como Civilización y barbarie ella sola. Pinta cuadros. No siempre, a veces duerme con poetas desesperados -decías esto en voz muy baja y sonreías hacia ellos. El dualismo me molestó. Los dos dualismos: también algo infantil en tu gesto unido a la minuciosa malignidad del verbo dormir. Verbo adulto y corrupto. -Tiene la manía de pensar en Perón.

– ¿Eh? ¿Quién?

– Por favor, él. Cantilo.

– Vamonos a cualquier otra parte. Este lugar es infecto y yo necesito hablar con vos.

Me miraste extrañada y murmuraste que desde hacía media hora me lo estabas pidiendo.

– Ya no podemos -dijiste después con naturalidad. Santiago venía hacia nosotros. Dijo que el caballero nos invitaba a compartir su mesa.

– Conoció a Arlt, le dice Roberto. En seguida te lo cuenta. Eso y lo de la cárcel. No le vayas a nombrar a Perón.

En ese momento sentí una especie de soledad repentina y al mismo tiempo antigua. Tenía que ver con vos, pero sobre todo con Santiago y conmigo. Un hueco de algo entre el jujeño y yo.

– De cualquier modo es un buen tipo -murmuró el jujeño cuando llegamos a la mesa-. Es como es.

– El doctor Cantilo quería conocerlo -casi gritó la señorita Cavarozzi-. íntimo de Roberto Arlt. Yo dije que me parecía notable. -Qué notable -dije.

Verónica y vos se besaron, cosa que en ciertas mujeres resulta inquietante. O a mí me inquieta. Ligeramente es pornográfico, pero así: como si a través de la mujer que está con uno, uno tuviera acceso a la del otro, el otro a la de uno, y ellas a su vez a cada uno de nosotros.

Cantilo dijo las veces que habremos hecho diabluras, de jóvenes. Diabluras con Roberto. Comportamiento diabólico que si no hubiera bastado para hundir en la melancolía la juventud de cualquier ser humano, a un hombre de genio lo habría sepultado en la más negra desesperación. Aventuras dantescas, ni bien se pensaba que cuando Arlt tenía veinte años el doctor Cantilo andaría por los tres. Tomé dos whiskies y soporté a pie firme la parte en que Roberto Godofredo, con sus planos bajo el brazo, requería la opinión del pequeño Roque sobre la fábrica de galvanizar medias o la Rosa de Cobre, y, al llegar el electrizante momento en que la vida se pone injusta y el narrador debe pagarle un café con leche a Aquel Idealista Incorregible, sentí, de golpe, que algo muy raro estaba pasando. Miré hacia el costado.

Y me vi.

Ahí estaba yo, sentado a otra mesa. La luz era difusa pero se me distinguía perfectamente. Y no sólo a mí. Corrí la silla, cosa de ver bien sin apartar mucho los ojos de Cantilo. Una adolescente, de espaldas a esta mesa, estaba allá sentada frente a mí. Tenía la cara redonda. Tenía el pelo castaño. Tenía una dulce y tenue cicatriz en la mejilla derecha. No necesitaba verla desde acá para saber todas estas cosas. Se llamaba Beatriz. Yo, sobrio, tomaba allá un café. El de acá interrumpió cortésmente a Cantilo y pidió un whisky, el tercero, o tal vez el sexto si se contaban las ginebras anteriores con la alta muchacha de pelo negro. ¿Graciela se llamaba? O sea que todo esto puede ser muy bien lo que la gente llama estar borracho. Pero whisky más ginebra no se suma, especies diferentes: falacias de la Lógica. Y además esto es otra cosa, bien real. Y hasta mucho más que real. Siempre lo supe: no hay el mundo, sino los mundos. Nada posible deja nunca de suceder, sólo que en otra secuencia de la realidad. Hay una historia humana en la que Cleopatra tenía, efectivamente, la nariz más larga. ¿Qué habrá hecho César al verla? Y hay una historia mía que está ocurriendo en aquella mesa; hay allá atrás una ventana que da a Plaza Irlanda, en Buenos Aires, a una calesita girando iluminada en la noche, al misterio de las verjas y los árboles y las hiedras del Colegio Santa Brígida. Uno podría deslizarse hasta allí, si quisiera. En momentos como éste debe poderse. Antes de que todo aquello desaparezca, antes de que Cantilo deje de hablar, yo sé que es posible encontrar el pasaje. Frente al otro, de espaldas a mí, Beatriz ha de estar preguntándole qué mira. Tiene la cara redonda, tiene una dulce y tenue y casi imperceptible cicatriz en la mejilla derecha. Tiene enormes ojos donde lentamente vuelan en círculo pájaros marinos. Pero mejor quedarse de este lado, mejor beberse con tranquilidad un whisky.

– Adiós y que sean felices. Me mirabas. Todos me miraron.

– ¿Cómo? -dijo Cantilo.

– Que me llama mucho la atención lo que ha dicho, doctor. Que estoy como conmovido. Que usted no se imagina lo que me pasó mientras lo oía. Casi que me tomaría alguna cosa.

– Lo comprendo, joven -dijo Cantilo-. No crea que no lo comprendo. Pida lo que quiera, por favor.

Luz de sala. Yo tengo que irme. En cualquier momento esto se llena de amazonas y elefantes.

V

Caminamos en silencio alejándonos del centro por veredas húmedas y cada vez peor iluminadas. Ya no lloviznaba. Viva Cristo Rey, leí. Frondizi Judas. Viva la Mazorca, comunistas y judíos a la horca. Después este boulevard arbolado, las agujas góticas de Santa Lucía, que esa noche era sólo una imponente y grave silueta innominada contra el ciclo negro, y en el centro de la calle un largo acueducto con sombrías parejas besándose, sentadas sobre el borde del parapeto. Gente apasionada a la que no afecta la humedad. ¿Y por qué me estás llevando por allí? La luz de un relámpago te sobresaltó y dejaste de hablar. Mamer, habías dicho. La Madre Superiora. Lo cual significaba ma mere, y sobre todo significaba que lo del paseo en silencio era más bien una impresión mía. ¿Has vuelto a oír el llamado del Señor, Oribe? No, madre. Ábrete a Él y escúchalo con el corazón, y sobre todo no vayas tanto al cine. Sí, madre, buenas noches y viva Jesús. Viva María, hija.

– Cómo se llama este lugar -pregunté.

– La Cañada.

Me asomé al parapeto. Un abismo bastante considerable, mucho más teniendo en cuenta que allá en el fondo no se percibía sino un tenue hilito de agua.

– Y eso, esa especie de pis de gato que corre ahí abajo, de qué torrente se trata.

Oí nacer un trueno lejano. Muy adecuado a la situación. Como provocado por mí, por mi hostilidad. Trece siglos y medio atrás me habrían dado cinco años de cárcel por causar tempestades. Líber Poenitentialis. Desde hacía un rato largo sentía la maligna necesidad de ser desagradable e hiriente. ¿Te darías cuenta?

– Un río -dijiste-. El Río Suquía.

– Caudaloso. El ingeniero que proyectó este entubamiento tenía una idea algo febril de las cosas.

– Mamama Albertina te puede contar de las inundaciones.

– ¿Mamama?

El trueno se arrastró a lo largo de la noche de Córdoba como un vago bramido y se apagó al otro lado de las sierras. En el silencio, tu voz:

– Mamama. La grana mamam -en perfecto francés. Sí. Te dabas cuenta.

– Tu abuela -dije.

Oí tu risa en la oscuridad, como una absolución.

– La tuya.

Y ése hubiera sido quizá el momento de hacer algo natural y razonable. O de empezar a hacerlo. Darle alguna utilidad a ese parapeto. Besarte. Apoyar, con o sin consideración, alguna mano sobre algún lugar. Nadie se va a la cama por combustión espontánea. Y seguramente estuve por intentarlo; pero algo me lo impidió. Como brotado de la tierra apareció él. El perro. Un esquelético perrazo amarillo, intempestivo y sonriente. Los faros de un automóvil lo iluminaron a no más de medio metro de nosotros. Gritaste y te sentí pegada a mi cuerpo.

– No es para tanto -me oí decir mientras la bestia se alejaba con la cola entre las patas y yo me insultaba interiormente por lo que ibas a escuchar de inmediato. Ya no había fuerza en el mundo capaz de impedir que lo dijera-. No hacía falta este tipo de colaboración.

Te apartaste sin brusquedad, lo suficiente para mirarme. No vi tus ojos porque la luz me daba de frente. No me gusta imaginar tu mirada en ese momento. Y mucho menos mi cara. Tengo un talento especial para la ridiculez, eso no iba a poder negármelo nadie.

Después estamos ante una enorme puerta en arco y vos buscas las llaves en la cartera.

Entonces recordé que yo no conocía Córdoba. Empezaba a hacer frío y no tenía la menor idea de dónde estaba ni de cómo encontraría mi hotel. Ahora no podía preguntarte cómo me las arreglaba para volver ni pedirte que me dibujaras un mapita.

Me fui. Una solución razonable era rehacer todo nuestro trayecto al revés hasta llegar a alguna parte. Cuando pasé por la Cañada, el monstruo, babeante y sardónico, todavía estaba allí.

VI

Chango, oí a la mañana en el hotel, al despertar, y en ese mismo instante, pero en un lugar distinto, el otro sonido: la risita. La luz me embistió como un baldazo. Santiago estaba sentado en el borde de la cama y tenía un mate en la mano. Durante la noche me desperté tres veces. Recuerdo la palabra expósito, a las cuatro de la madrugada: un deslumbramiento o una revelación. Como si me hubiera fulminado el sonido. Un flash: expósito. También vi mi cuerpo caído sobre las piedras fabulosas del sueño. Me levanté y corrí. Corrí desnudo bajo el más rojo desorden planetario y llegué al sitio de siempre, a rastras sobre las afiladas piedras, deshollado y casi ciego bajo esos planetas de sangre, pero vivo. Galopes y ladridos detrás. Los perros, los perros. Y una mujer con una flor en la boca. Me despertó una risita muy suave sacudiéndome los hombros desde adentro: mi propia risa. Eran las cuatro y diez. Oigo pasos. Santiago se pasea en la habitación vecina; hace años, la habitación vecina era ésta. Un borracho pasa farfullando obscenidades por la vereda. Una mujer lejana grita que la dejen, o que la lleven: no entiendo las palabras, sólo oigo en la noche su remoto chillido de rata acosada. Las ciudades también duermen: la noche en sus calles son sus pesadillas. Una explosión. Un largo silencio. Los pasos insomnes de Santiago. Cosas que recuerdo o invento, Graciela, pero que de algún modo son como las digo. Cualquier hecho que imagine o crea recordar es real. La cláusula, el contrato es así, el insinuado contubernio que sacude los hombros al despertar. Bien, pensé, esto es Córdoba. Córdoba de la Nueva Andalucía. La única ciudad de la conquista española fundada en homenaje a una mujer. El centro exacto del país. Omphalos. El ombligo peligrosísimo de la tierra con su Catedral de frente neoclásico y cúpulas barroco portuguesas. Con su Pasaje de Santa Catalina. Que en iglesia comienza y en iglesia termina. Corredores, allá abajo, acaso donde ahora están los cimientos de este mismo hotel, vieron morir a brujas criollas condenadas según la irrefutable prueba del agua: si al ser sumergida en el río la bruja se ahoga, acaso es inocente. Si no se ahoga, es, sin lugar a dudas, bruja. Matarla sin dilación. Firmado: Inocencio. Papa. Y de pronto descubrí que la mujer del sueño, el rostro que tanto amo, se parecía a vos. Ella, la cortejada por los pájaros hasta que llegan, alevosas, las alimañas putas de la noche. Pesadilla tan repetida que hay un momento en el cual se torna previsible, no modificable pero sí previsible, y que reitera una imagen: siempre la misma mujer. Por lo tanto, había que pensar. Cuidado, fue lo primero, y esto va muy rápido. La mujer me señaló una puerta y al abrirla reparé en Santiago. ¿Qué papel podía estar jugando el jujeño, acá, con las piernas aplastadas por una viga?, él y yo ahora, los dos bajo la catástrofe, súbitamente juntos bajo el sordo cataclismo de esas lunas sangrientas. Me despertó un grito: el mío. Eran las cinco de la madrugada y me estaba quemando los dedos con el cigarrillo. Salí a la calle sin hacer el menor caso del señor Ripul, hotelero de grandiosos pantalones quien me persiguió hasta la vereda reclamándome las llaves. En una farmacia de turno pedí Dexamil; la Benzedrina idiotiza. Al volver amanecía tormentosamente y me fui derecho a la cama. Pero no tenía el menor deseo de dormir y era preferible inventar monstruitos. Eso es un murciélago, por ejemplo. Si estuviera un poco más así y no se le vieran los botones, qué espanto. Cuelga de la silla adoptando inútilmente la apariencia de un saco inofensivo. Monstrum horrendum, informe, ingens. Hocico de ratón, alas de trapo. ¿Echarás a volar? Oí la risita y en el mismo instante: "Chango". Un sonido en el entresueño y otro en la realidad, superpuestos, pero como si me tironeasen la conciencia desde dos regiones inconmensurables.

Santiago, sentado al borde de mi cama, alzó las cejas con curiosidad. Tenía un mate en la mano.

– Todo lo que puedo ofrecerte es mate -dijo-. O ginebra. O ginebra con mate.

– Qué fecha es -pregunté.

Un porroncito de ginebra pareció materializarse en la otra mano del jujeño. Con toda naturalidad bebió un trago. Después se cebó un mate.

– Me imagino que tratas de averiguar la hora. Admití que ésa había sido mi intención.

– Casi las ocho.

Yo no estaba muy seguro de haberme despertado nunca en mi vida antes de las dos de la tarde, y hasta algo peor, no estaba muy seguro de nada que hubiese ocurrido en el mundo antes de mi arribo a Córdoba. Una especie de amnesia, pero deliberada. O más bien consentida. Y ya era bastante esfuerzo saber que estaba realmente en Córdoba, como para seguir intentando en otra dirección. Suponiendo que hubiese podido. Porque lo que estoy viendo es un mamboretá. Del antepecho de la ventana saltó, verde y matemático, al barrote izquierdo de la cama y ahí se quedó, en actitud de rezo. Y ahora rota hacia mí su poliédrica cabecita de esmeralda y me mira fijamente con sus coriáceos y malignos ojitos de otro mundo. La espalda se me empapó de sudor. Aparte el asco que me inspira cualquier insecto que no sea la vaquita de San Antonio o ciertos escarabajos que son como gemas vivas, como pequeños planetas de oro, aparte el asco patológico que me producen esas infames pesadillas que en sus peores noches soñó la vida (hay que imaginarse una mosca del tamaño de un teléfono, una cucaracha que al pie de la cama pueda confundirse a primera vista con un zapato), yo tenía una cuestión personal con los mamboretá. O al menos con uno. Y el mayor inconveniente de éste es que fue absorbido ante mis ojos por el barrote de la cama.

– Carajo -dije sentándome de golpe contra el espaldar.

– Buen día -dijo Santiago.

¿Cuándo y por qué había entrado el jujeño en mi pieza? Vi a sus pies, en el suelo, un calentadorcito plateado. Un mechero en forma de budinera. Gran amigo despierta a otro con el mate, hondo sentimiento nacional. Será atado en el cielo. Dios los cría, pensé.

– No era un saludo -dije-. Es mi plegaria matutina. Dame un mate.

Traté de olvidar qué cosa desagradable había estado a punto de ocurrirme, y en qué esferas, y, por un procedimiento que me recuerdo usando desde la niñez, hice descender lentamente en algún sitio dentro de mi cabeza una compuerta pesadísima. Santiago entonces me preguntó algo y yo contesté cualquier disparate. La puntada de la noche anterior, alojada todavía en el centro de la nuca, se dilató espesamente. Un dolor familiar, un modo de tener cerebro.

– Beatriz, qué Beatriz -está diciendo el jujeño-. Graciela. La criatura divina de anoche.

Me está mirando.

– Y yo qué dije. -Me afirmé bien afirmado contra el espaldar de la cama. La puntada, yéndose de un momento a otro, iba a resultar como un mazazo. Fue un mazazo, pero al revés. Un golpe de bienestar tan súbito que casi me desmayo. Un segundo es mucho tiempo: no debo olvidarme de esto. -Estoy pensando macanas -le digo-. ¿Qué miras? Balzac lloraba cuando se le moría un personaje, a mí me pasa lo mismo. Es una cuestión de genio, en Jujuy no entienden de eso. -Y la compuerta acabó de caer pesadamente, plof, sin dejar una grieta.

– Anda a cagar a los yuyos -dijo Santiago.

– Eso sí que es poesía. Pensar que ustedes inventaron la inspiración. Si a la gente la dejaran escribir a lo que salga, el planeta estaría lleno de mierda. Es la primera palabra que se le ocurre al ser humano. Sin ánimo de ofenderte, ¿no te parece un poco temprano para la ginebra, y hasta para el mate? ¿No se te ocurrió pensar, es un decir, que yo podría estar durmiendo?

Con beatífica naturalidad bebió otro trago. Me aseguró que levantarme temprano me devolvería el amor a la vida:

– Te noto un color ceniciento que no presagia nada bueno.

– Sí -dije señalando el porrón-, se ve que vos tenés ideas muy rígidas acerca de la salud.

– Si lo decís por la ginebra, es medicinal. Verte tomar anoche era un espectáculo escalofriante. Imagino que si esta mañana no te asistía con un vasito de algo… ¿Nunca te dijeron que tenés un aire a Ray Milland en Días sin huella? Ya te lo van a decir.

– Alcánzame la camisa.

Se levantó, riendo. Dijo que él le cantaba a la luna porque alumbra y nada más, que era un guitarrero. Me tiró la camisa por la cabeza.

– ¿Siempre te despenas así?

– No, a veces vuelvo todo embarrado.

– Ya me parecía -dijo Santiago-. A otros les produce nada más que cirrosis.

– Un médico de Rosario me lo advirtió hace unos días. Parece que tengo un hígado diamantino y soy inmune a la diarrea. Pero puede afectarme los sesos. De cualquier modo, nunca me emborracho antes de las cinco de la tarde. Ni uso trajes marrones. Como el duque de Edimburgo. Y vos podrías hacer lo mismo. -Me puse la camisa. -En realidad, nunca me emborracho.

– Yo nunca uso trajes marrones -dijo Santiago. Echó delicadamente un chorrito de ginebra en la tapa del porrón, y lo bebió. -Tengo una curiosidad -dijo después-. ¿Viste una especie de langosta que estaba ahí y saltó por la ventana?

– No -dije-. Pero una vez vi un mamboretá. Un mamboretá comiéndose una mariposa. Verde y esquelético, parecía comulgar. Se la comía con una parsimonia que helaba la sangre. Era casi sagrado. Yo estaba más o menos a dos centímetros. Tienen la cabeza como una esmeralda muerta. De golpe giró sus ojitos de marciano en el extremo del pescuezo y me miró.

– Bueno -dijo Santiago-. Las langostas suelen comer de todo. Mientras uno esté sobrio y la cosa esté realmente ahí…

– Dame los pantalones. El delirio alcohólico debe ser algo así. O hasta un poco mejor.

– ¿No nos está saliendo una conversación algo descomunal, considerando la hora? -dijo Santiago.

Con el borde de la cobija entre los dientes, comencé a ponerme los pantalones debajo de las sábanas. Santiago seguía atentamente mis movimientos. Canturreó:

– Dominus vobiscum. Juntó muy rectas las manos.

– Et cum spitiru tuo -contesté.

– Jesuita.

– No, salesiano.

Durante un rato, tomando mate, evocamos la vida del internado. "Lo único que me quedó", diría él, "las tres cosas que se heredan de una buena educación religiosa, ponerme los pantalones como vos, debajo de la colcha, un latín pésimo, y esa forma rara de ateísmo que consiste paradojalmente en cagarse en Dios a cada rato." Con cuidado registré esa idea; me ofendió un poco que no fuera mía. Casi le confieso que yo había estado a punto de ingresar en el Seminario, pero me arrepentí y le propuse salir a la calle. Me habría resultado difícil explicar por qué Stefano, el Casto, renunció una noche al dulce lignum, dulce clavos, dulce pondus sustinet. Yo quería ser santo. Y antes, Papa. Hubo años salvajes en la espantosa jungla africana hasta que Roma me llamó e integré el Colegio de Cardenales. Mi celda de la meditación en los días temblorosos de la fumata, a la muerte del Santo Padre, se tiñó con lacerada sangre de mi cintura. Finalmente, yo, primer pontífice argentino y el nonagésimo nono de la Iglesia, el último, humildísim amenté me ceñía la diadema y heredaba la Tiara. Papa habemus, Satana!

El señor Ripul nos miraba. Santiago me miró a mí. Yo me acordaba ahora de mis funerales, de las campanas doblando a muerto en Rusia, de las tres iglesias congregadas el día de mi canonización. Santiago parecía reflexionar.

– Y ellos se juntan -dijo mientras salíamos Graciela, pensé. Un nombre pérfido. Dadora de Gracia. También pensé que llevaba tres noches sin dormir. Tener cuidado, ahijadito.

Salimos del hotel e ingresamos en la Historia. Nos recibieron cúpulas coloniales, fachadas veteadas de barroco, campanas fundidas hace tres siglos en Talavera de la Reina, veredas angostísimas sobre las que resonaron las botas y los pies descalzos de la Independencia, claro que había que seleccionar: saltearse el art nouveau de la Plaza España y la fórmica de las pizzerías. Nos quedaba algo más de una hora para la reunión en la Ciudad Universitaria. Santiago habló: su tonada era bella, musical. Yo pensaba en vos. No me cabía la menor duda de que estarías allá, y esta certeza, la sensación de libertad que me causaba ir postergando a mi antojo nuestro encuentro, me hizo sentir bien. Una especie de inmortalidad. Hasta el cielo había adquirido, de pronto, una discreta palidez otoñal. Odio el sol. Y muchas veces he pensado si esto del sol no es el símbolo un poco demasiado evidente de enemistad que se manifiesta en toda mi vinculación con la naturaleza, enemistad o ex amistad, ya irreconciliable, cada día más remota, entre ciertas cosas al estado puro y yo. Nunca he podido saber, por ejemplo, cómo se las arregla la gente para soportar el contacto de la arena en una playa, de las ramitas que se hunden en la piel, del aire, que los poetas llaman brisa pero que sólo una o dos veces en la vida normal de un ser humano sopla con tanta perfección como para no ser, o demasiado fuerte, o más bien tórrido, o francamente helado. Puedo entender y por decirlo de algún modo hasta gozar de una tormenta, de la furia que le recuerdo al río de mi infancia, su espanto de arrancar embalses e inundar las islas; hay algo salvaje y hermoso en todo eso; pero cómo es posible resignarse a la incomodidad de unas ortigas entre los pantalones, del polvo en los ojos, de las piedritas que se meten dentro de los zapatos. No sé si me explico. Y de cualquier modo no tiene nada que ver con lo que quería decir. Porque esa mañana, caminando con Santiago por las calles de Córdoba, el sol pálido, el aire, me hicieron el efecto de una ablución purificadora. Como de un campanario al que el día espanta (o posterga) sus murciélagos, se me volaron de la cabeza todas las ideas sombrías de la noche anterior. Traté de no pensar en la escena, que ahora juzgaba imbécil, de nuestra despedida. Necesitaba verte, hablar largamente con vos, confesarte unas cuantas cosas que, lo sentí de golpe, se me estaba haciendo muy tarde como para que volviera a confesarlas nunca. Lo sentí, pero por el momento no quise investigar qué significaba muy tarde, no, al menos, mientras me alegraran como entonces los hechos más triviales: un chico que pasó ululante, golpeándose el culo e inventando un vertiginoso aparato de correr que era un Centauro o un cacique. Me gustó una cúpula. Le agregué miriñaques y antiguas señoritas de un tranvía que pasaba, inmemorial y destartalado. Hoy: Hace un año en. Y comprendí que toda esa fiesta no era tanto la mañana en sí misma como la curiosa idea de que, con el tiempo, yo iba a recordar melancólicamente esa mañana.

– ¿Qué? -preguntó Santiago.

Y noté que acababa de interrumpirlo diciéndole, nada menos, que hay modos idénticos, formas de la mañana que se arquetipan para siempre. Santiago levantó las cejas. Como de cualquier manera ya no tenía remedio continué:

– Ésta, por ejemplo. Fíjate. Para mí, ésta es una mañana inédita y rara. Podrá repetirse, se me repetirá, seguramente. Siempre pasa. Volverá a darse en otro lugar -y al decirlo me recordé hacia adelante. Una calle de otoño, tal vez la callecita de una ciudad europea. Fue tan vivido que me di una especie de pena. -Y cada vez que me suceda una mañana así voy a sentirla fuera de lugar.

– Lo miré de reojo, el jujeño no tenía expresión irónica, al contrario, hubiera jurado que le pareció natural. -Hay mañanas de otra parte. Maneras de ser que tiene el aire, el frío.

El jujeño parecía pensativo.

Caminaba mirándose la punta de los botines, con las manos cruzadas en la espalda, su gran carpeta negra bajo el brazo y el diario de la mañana asomándole del bolsillo del saco. Misiles, leí. Cuba.

– Pasa con los domingos -dijo sencillamente, como a la media cuadra.

VII

Hoy, durante la tarde, pareció que definitivamente dejaría de llover. Lo temí. El silencio, no sé por qué -este silencio particular en el que no cuentan los gritos y rumores de la calle, los pasos y las voces en los pasillos, las puertas que se abren y se cierran, sino sólo el haber dejado de oír el golpeteo del agua en la persiana-, me desarraiga con brutalidad del pasado y me impide seguir escribiendo. Como si la lluvia, su fácil, su convencional tristeza de lluvia, presidiera de algún modo estas páginas o dotara a las palabras de un ritmo secreto que, al cesar, desbarata los rostros, las calles, los campanarios, los cafés, y, como en aquellas funciones de prestidigitación en mi pueblo cuando cambiaba la música, escamotea ante mis ojos lo que hasta hace un instante fue la ciudad y me instala con violencia en este cuarto de hotel y en una Córdoba desconocida con templos reales, veredas ciertas, plazas con árboles y tordos y parejas irrefutables, pero que es apenas una caricatura de la otra, mientras la verdadera ciudad se aleja de mí como esos sueños que nos abandonan al despertar. Releo entonces lo que llevo escrito y me pregunto si no es absurdo continuar esta crónica. Todo se magnifica o se deforma al escribirlo. Esta tarde entré en la biblioteca de la calle Colón y estuve a punto de acercarme a la señorita Etelvina, no sé por qué; nunca lo había intentado desde que he vuelto. Ella evitó mirarme. Firmé unos libros. Alguien preguntó por mí y me dieron un sobre. Acabo de saber que estás en Córdoba. Te espero. Un dibujo y una firma. Verónica. Fui. Llueve otra vez ahora y es de madrugada. Al regresar di un gran rodeo. Crucé por el puente de piedra. Lo imaginaba distinto: más ruinoso, más inolvidable. Verónica, en cambio, es idéntica a Verónica; pero tal vez sería mejor no haber ido. Un pórtico o unos pájaros negros, un puente de piedra, los leones de la Plazoleta del Marqués y hasta el derruido esqueleto de lo que fue una terminal de ómnibus son suficiente motivo de melancolía, no hace falta la gente. Melancolía o no sé, algo parecido al dolor, una vaga tristeza de sí mismos que caracteriza a ciertos hombres que tienen necesidad de regresar a lugares, pasar por antiguos zaguanes, sentarse en inmóviles plazas de ciudades o pueblos en los que quizá estuvieron sólo una vez, en los que pasaron una sola noche. Hombres para quienes una madreselva que todavía cuelga de un tapial es más importante que un rostro o que la mano retenida allí en otro tiempo, menos mortal que unos ojos cuyo color se olvida con más facilidad que el perfume nocturno por el cual, sin embargo, existen para siempre esos ojos, la mano, aquella cara. He vuelto a pueblos de espanto sólo por recobrar un ciclo aciago, que odié; he recorrido, siendo ya un hombre, las galerías de un internado sólo por tener otra vez miedo de las bóvedas, de los arcángeles amenazadores de la capilla y sus espadas del paraíso perdido. Como un criminal, me he apostado durante horas ante la puerta de una casa hoy deshabitada, esperando, casi ahogado de ansiedad, que ocurriese algo imposible y durante un segundo he llegado a sentir que aquella espera estaba sucediendo hacía años, y que justamente eso, ese cruce en el tiempo, era por fin lo imposible. Tal vez por cosas así no me reconozco en los vidrios de las ventanillas cuando viajo de noche: la cara transparente que me mira con cansancio no es la mía. Mi verdadera cara, mi antigua cara reflejada en vidrios de otros trenes, en tranvías desaparecidos, en aquel Ford destartalado y crujiente que una noche manejó mi padre por un camino de tierra, viaja por la sombra hacia lugares que sus ojos verán por primera vez, lugares donde sucederá algo terrible o hermoso, inacabado y siempre difícil de comprender, cuyo sentido necesito recuperar para encontrarme. Nadie busca a otro cuando recuerda, por más que lo haya amado; sólo intenta recobrar lo que tuvo cuando existía el otro. Creemos llorar a un muerto y lloramos por nosotros mismos. Creemos evocar a una mujer y sólo anhelamos sentir, ver, tocar, lo que sintió, vio y tocó nuestro propio cuerpo. La memoria es hermana de la muerte; hace vivir lo que fuimos a expensas de la verdadera vida, que sucede y se agota ahora. Sin embargo, para ciertos hombres no hay vida más intensa que ese perpetuo regresar, y tal vez algunos consiguen el milagro de instalar el pasado en el presente. Todo consiste en convivir ahora con los fantasmas de otros tiempos, traerlos de allá como se podría traer un objeto de un sueño, no dejarse seducir por sus sonrisas muertas y sus manos de niebla, arrancarlos de su ciclo a fuerza de palabras. Por eso al volver hoy de la casa de Verónica pasé por el puente de piedra y por eso me empecino en seguir escribiendo estas páginas, aunque a veces, al leer Graciela o Bastián o señorita Etelvina, tengo la impresión de estar ante un idioma cuyo significado profundo no sólo es imposible de transmitir a los demás, sino, incluso, imposible de ser descifrado por mí. De cualquier modo, he comprendido algo. Como ante una encrucijada, dos fuerzas antagónicas se disputaron hasta hoy el camino hacia el final de este libro: la necesidad de saber dónde estarías ahora, o con quien, y el opuesto e inexplicable deseo de no saberlo; el miedo de encontrarme con vos en cualquier esquina y tomar súbita conciencia de que pudieras existir fuera de mí, de aquellos dos días, y que tu cara real se interpusiera como una máscara a los rasgos que con tanto cuidado y amor han ido perfeccionando las palabras y los años. Esta noche supe que no vamos a encontrarnos, no al menos en estas calles ni bajo estas estrellas. También supe un desenlace. Verónica me contó hace unas horas un final para esta historia; uno, no importa cuál, porque ya no voy a escribirlo. Hay muchos más tan verdaderos como éste, y cualquiera da lo mismo. No importa si la realidad es más piadosa o más terrible, más verosímil o más grotesca de lo que yo quise imaginar en todos estos años. Hay una historia que será para siempre de Verónica, del mismo modo que existió una versión tan real como ésa, aunque más breve, que fue de Santiago. Inés supo una parte, aquella tarde, al pie de la escalera; la pobre señorita Etelvina, otra, sabe Dios cuál: quizá la que hoy le hizo bajar los ojos al verme. Y queda por fin ésta que sigo escribiendo ahora, la única que me está permitida y la única que algún día será verdadera, porque no está sujeta a las tristes leyes de la realidad ni sucede en el tiempo; la que empieza y acaba en aquellos dos días y de la que soy, infiel, el único testigo. Infiel, porque es condición de la palabra falsear lo que nombra, pero digno de fe porque a muy pocos se les ha puesto un precio tan alto para llegar a la verdad de su propia fábula. Sé cuánto hay de imaginario y falso en lo que llevo escrito; ni las palabras que se dijeron entonces ni las cosas que sucedieron corresponden a las situaciones y a los diálogos que recuerdo o invento y de cuyo origen real sólo queda un matiz, una sombra, un eco que acaso repito casualmente; ni hay sin embargo otro modo mejor de restaurar aquello. Como si debiera terminar un cuadro ajeno según el testimonio de alguien que habla otro idioma, o de un loco. Tengo junto a mí un viejo cuaderno Leviatán, escrito a lápiz, donde una parte de la historia ya sucedió de alguna manera: es como un mapa o una hoja de ruta que cada vez se parece menos al camino que siguen estas páginas. Tengo un mapa verdadero de la ciudad, con el nombre antiguo de sus calles y el recorrido de tranvías que ya no existen. Tengo, sobre todo, una libreta de notas que cabe en un bolsillo. La llevaba conmigo en ese viaje y es el único testimonio inapelable de aquellos dos días. Hay allí unos apuntes, marginales y de sentido casi secreto. Evocan una mancha en una pared; aluden a la forma equívoca y horrenda de un saco colgado en una silla. Hablan de Santiago, varias veces. Me recuerdan el título de una película que pasaban esa noche en el cine General Paz, un remolino de papeles y hojas secas en mi camino a la casa de Verónica. Hablan de Inés. Lo conmovedor en ella es su mirada, escribí: no los ojos, la mirada. Mira de un modo desolado y patético, como si estuviera reclamando de la gente actos grandiosos o perfectos. Las dos o tres veces que la he visto tuve la misma impresión, la de estar ante alguien que espera de mí o acaso de todo el mundo gestos heroicos o legendarios. Al comienzo de la tercera página dice: Graciela. Después, subrayada, la palabra marcas, en letras mayúsculas. En esa misma página hay un dibujo que representa la Plaza San Martín y las calles que la rodean; sólo que el Cabildo está donde debiera estar el Balcón del obispo Mercadillo y, junto al pasaje de las Catalinas, hay un signo de interrogación y la palabra verificar, lo que me hace pensar que lo dibujé en el hotel o quizá en Buenos Aires.

– ¿Y eso -pregunté. Bruscamente has escondido las manos. -Son marcas -dije.

– Sí. -Mirabas hacia un lugar situado un centímetro sobre mis ojos. -Me quise matar.

– Matar, estúpido. Inferirme grave ofensa física. Abrí la navaja de Patricio, cerré los ojos y olvídenme, Graciela Oribe al suelo, totalmente muerta. No -dijiste de inmediato-. Fue con un vidrio, en una ventana, en la casa del faro. Ya te hablé de la casa del faro. Me apoyé en el vidrio y se quebró. La fábula diurna y la nocturna, pase y elija.

– Déjate de hacer la Esfinge.

– Tarzán furioso emplear el terrorismo -dijiste-. Ujiií, Tantor. Graciela ahora contar verdadera historia.

Y hablaste un rato en la jerga de los monos.

– Nadie se mata por eso.

– Por supuesto. -Te reías, moviendo lentamente la cabeza, con una mirada incrédula y húmeda. -Ya ves, lo real es que me corté con un vidrio miserable y sin grandeza. -Tenías unidas las palmas de las manos, con la punta de las uñas rozando los dientes y me mirabas con súbita malignidad. -O quizá otra cosa. Graciela llamarse Electra y vos ser mi instrumento para matar a Orestes. -Y yo pensé: A Egisto, debió decir a Egisto y oí a mi espalda voces confusas de mujeres entre las cuales distinguí la de Verónica y la risa de la señorita Etelvina Cavarozzi, quien ahora está junto a nuestra mesa y dice algo sobre un paseo al Observatorio. -Creo que de veras te necesito -murmuraste y, sonriendo hacia Verónica, agitaste levemente la mano diciendo que no, y a mí me hubiera gustado saber, entre otras cosas, no a qué, cuando la señorita Cavarozzi dice de corrido: "Véanlo al pícaro no pierde el tiempo Gracielita qué linda estás de qué hablaban"; y se sienta. -Del infierno -dijiste vos.

– Eso no es una conversación -dice la Cavarozzi.)

Hay entre los apuntes una prolija descripción de la quinta de Verónica, en el Cerro de las Rosas, y sólo dos palabras acerca de la casa de la ciudad. Las palabras son: La escalera. El resto se refiere a la fachada del Seminario Mayor, al Museo Histórico que fue la casa del virrey Sobremonte (la casa del marqués, dice) y a la Capilla Doméstica, construida en 1643, a su bóveda y su techo de madera sin un solo clavo. En total, doce carillas.

Tu nombre aparece cuatro veces.

VIII

La espadaña del monasterio de Las Teresas, de una hermosura casi sobrenatural esa mañana, al menos vista de golpe desde mi festivo corazón manierista. Palomas. Las torres de la Compañía de Jesús y, de perfil, la encumbrada silueta de Fray Fernando, escribiendo alguna cosa en el aire pálido de octubre, de pie junto a su alto pupitre invisible. Todo bajo un sol casi demasiado benévolo. ¿Cómo puede causar inquietud sentirse alegre? Me estaba haciendo esta pregunta cuando vi una librería de viejo junto al inesperado cartel de un club nocturno. La cueva de la Sibila. Night Club. El nombre de la librería también resultaba un pequeño anticlímax. Fausto. Librería y papelería. Textos usados y religiosos. Menos mal que debajo de la palabra Fausto se veían dos paisanos jetones de Molina Campos, compartiendo un porrón a la sombra de un arbolito. Bueno, pensé, por lo menos se trata del Fausto Criollo, pero por qué usados y religiosos. Y tan cerca de la cueva.

– No entremos -dije.

Santiago se detuvo en seco y me miró.

– De ningún modo. -Su tono era desconcertante; al principio no entendí. Me había quedado pensando en la señorita Sibila, quien fuera. La Sibila de Cumas. La gruta sibilante de la Sibila de Cumas. -Te juro que nunca pensé entrar -dijo.

O sea que únicamente a mí se me podía ocurrir el disparate de meterme en una librería a las nueve menos cuarto de la mañana. O en un night-club. Duerma bien, pensé, coma bien camine mucho lo que usted tiene es hambre. Dije que en el fondo era una pena, pero qué le íbamos a hacer. Lo de las unidades Angstrom, lo de las combustiones químicas. Y el jujeño me rogó que me explicara mejor. El color de unos ojos o la calidez del cuerpo de una muchacha, o lo que pasa esta mañana con el aire, que todo eso pueda medirse o descomponerse en unidades Angstrom, que sea el resultado de algo que se intercambia entre unas moléculas. La famosa angustia es una cuestión orgánica, te comes un buen especial de mortadela o te tratan del hígado y adiós tristeza.

El jujeño hizo un ruidito seco, un aborto de risa entre melancólica y doctor Caligari.

– Es cierto. En los últimos años han disminuido mucho las enfermedades microbianas. Lo que sigue aumentando es la locura. Me gustas -dijo después. Lo dijo de un modo extraño, como si en realidad estuviera pensando: Aunque no me gustes nada, creo que me gustas un poco. -¿Cuántos años tenés?

Era fatal. Volví a espiarlo de reojo. De perfil, tenía el aire de un halcón cansado. Arruguitas en las sienes. Tres largas rayas como grietas le cruzaban la frente. Me sentí liviano y nítido (pero qué era eso, qué era lo que se avecinaba, eso que se había desencadenado en algún lugar de la ciudad y se avecinaba como una informe mole sombría, por qué esta inquietud y, para decirlo de una vez, este miedo) y quise ser generoso o continuar sintiéndome generoso, porque, de un modo oscuro y difícil de precisar, lo de la desesperación que se cura como la hepatitis había sido un arrebato de alegría o de flor secreta, un homenaje, no del todo humorístico, no sabía por qué ni a quién.

Me agregué dos años, fue todo lo que pude hacer.

Vi, allá enfrente, la cúpula de mosaicos de la basílica de Santo Domingo. Estábamos a punto de cruzar la calle.

– Sos muy pichón -dijo él.

Hice un último esfuerzo. Me aferré al campanario y sus palomas, a los quioscos chinos, al aire que realmente olía a garrapiñadas.

– No te hagas el senil. En este país todo el mundo tiene el complejo de la edad.

Este país, como decir: esta pensión.

– No, chango; es algo mucho más profundo.

Y si esperaba que prosiguiera, me equivoqué. Pero qué país cachivache, realmente. Más profundo. Me irritó esa vaguedad, la sentí como un fraude, un argentinismo sencillo y astuto para fingir sabe Dios qué honduras de pensamiento, qué ideas abismales. Hoy, sin embargo, sentado frente a la ventana en el mismo cuarto de hotel que hace años ocupó Santiago, a unas pocas cuadras de aquella esquina, de aquel mismo campanario, pero separado de la ciudad por un infranqueable territorio que no miden la distancia ni las horas, sino la muerte, la ruina de los sueños, el olvido, sé que aquel lejano "más profundo" era el mejor modo de expresarlo. El jujeño cambió de brazo su carpeta negra y se echó hacia atrás el pelo con la mano. Un lindo gesto. Como un nadador que sale del agua.

Habíamos llegado a Velez Sarsfield. Eran exactamente las nueve de la mañana. Cruzar una calle no es siempre lo mismo que cruzar una calle, pensé.

– Oíme -me oí preguntar de pronto-, ¿alguna vez te sentiste…?

(…¿solo?, ¿único en el mundo?, ¿separado del resto de los hijos de puta que habitan este cementerio y te miran como a un peligroso ejemplar contra natura?, ¿jodido pero contento?, ¿como fraguado en un metal purísimo?…)

Pero mejor me callaba.

– Sí, chango -dijo entonces el jujeño-. Yo también, hace mucho, fui más joven que nadie.

Me hubiera gustado saber de qué se reía pero no tuve tiempo de preguntárselo, porque aquello, lo que fuera aquella cosa que se había desencadenado en alguna parte y avanzaba por la calle como un trueno negro ya estaba casi sobre mí, una masa sombría que patinó largamente sobre el empedrado con un vagido de animal mítico, una especie de brama o de relincho -… el de la Muerte, ahijadito, grandísima yegua que impide llegar con salud a la otra vereda, porque lo que estaba avecinándose ya llega, porque venimos avanzando vertiginosos, desgolletados, dejando el culerío- mientras el jujeño me toma del brazo y con brutalidad me aparta, y una hoja, volando de su carpeta, planea un instante en el aire y va a dar a mis manos -¡Cuidado! -y yo alcanzo a ver en la cúpula la oscilación de la campana mayor a punto de tañer la primera llamada del Oficio de las nueve y a una de las palomas que, sobresaltada, anticipándose al tañido, inicia el movimiento del vuelo en el arco del campanario, imagen que bien pudo ser… -¡Póstuma! Imagen que bien pudo ser póstuma, dulce asfódelo, porque ya hemos soltado amarras y llegamos raudos, cacofónicos, pedorreicos, tocando a la manera antigua y a los cuatro vientos una dantesca trompeta con el culo.

– ¡Cuidado! -dijo Santiago.

La hoja manuscrita voló de la carpeta y quedó en mis manos, hoja de la que sólo alcancé a ver el título (escrito con nítidas letras mayúsculas en el centro de la página), y que por la disposición de su escritura, como si fueran versículos, me pareció un poema, pero, según comprobé mucho más tarde al encontrármela en el bolsillo, era, para darle algún nombre, un compendio de la Historia del Mundo en los últimos dos milenios, o al menos de una zona de esa historia, enfocada desde el punto de vista de cierta actividad del Espíritu, dicho sea con mayúscula y sin ironía alguna.

Pero todo esto lo supe mucho después. Lo que ahora está pasando puede resumirse diciendo que casi me atropella un automóvil. Oí la frenada, el grito de Santiago y un portazo. Una ráfaga o un ala me rozó la frente, algo glacial y en cierto modo repugnante. Entonces, descendiendo, llegó junto a mí, apareció en Córdoba, querido lector, un personaje desacostumbrado.

EL DIABLO

En el siglo I, en el siglo II y en el III, toma partido por el paganismo e incita a los Césares en su defensa. Resultado: las Diez Persecuciones.

Siglo IV. Juliano el Apóstata. El pacto del monje Teófilo. Mientras tanto, la poderosa herejía de Arrio.

Siglo V. El Imperio se había hecho cristiano; corrijo: los cristianos, imperialistas. El que Canta en las Tinieblas movió contra el Imperio a los bárbaros y los hizo desaparecer.

En el siglo VII, los bárbaros eran cristianos y católicos. Don Patillas soliviantó a Mahoma, puso a medio mundo en manos de sus prosélitos, arrasó con estruendo los Santos Lugares, se metió en España. De donde nunca saldría, por decirlo así.

En el siglo IX, la Ciudad de Dios se había organizado nuevamente en Imperio (mierda de tipos, realmente); pero Él sopló (!) en los corazones la rebeldía y el orgullo, y el Imperio fue desbaratado.

Roma, en el siglo X, es el circo donde prosigue esta singular contienda. Borrado el Imperio es necesario abolir el Papado. Los violinistas del subsuelo lo sumieron en la opresión, la vergüenza y el escándalo. Mala suerte, no se logró gran cosa.

Los siglos siguientes, mejor ni acordarse. San Anselmo, las Cruzadas, la Escolástica, las Órdenes Mendicantes, la Divina Comedia, el Románico, el Gótico, la mística de la Ascética. Sobrevivir, en este clima, fue realmente heroico. En cuanto a la Comedia, no estoy muy convencido de que Él no haya estado en singular contubernio con el ñato florentino de los laureles.

El décimo cuarto termina mejor. Salvajismo, prevaricación y desenfreno. Gran repunte.

Siglo XV. A desnudarse. Los alegres dioses paganos se vienen como glaciación sin su sibónido. Lástima el nacimiento de Lutero. Gran muchacho en el fondo, algo serio a veces, para mi gusto.

Yla Gran Alborada, la edad de oro, el asado con cuero de los Magos, mucha gente excesiva no obstante, pero en agua revuelta cuchillo de palo, íncubos, súcubos, posesos, monjitas como mariposas a las que el amor hace trepar por las paredes, pactos a rajabonete, embrujamientos al paso, maleficios, filtros, insurrección simbólica y ritual, pócimas. Bebe, bebe este nepente. Rabelais. Ya asoma en el horizonte la filosofía, entre las carcajadas de Gargantúa y Pantagruel, y aquí no descubro mi secreto.

Siglo XVIII La Razón.

Siglo XIX, Friedrich Zarathustra tiene una buena noticia. La pagó con la cabeza, pero quién le quita lo bailado.

Últimas semanas. Guarda en secreto estas palabras, dijo el Profeta.

El campanario y el vuelo de la primera paloma, la página que se materializó un segundo ante mis ojos como una epifanía, mi gesto automático y vagamente clandestino de guardármela en el bolsillo, mezclados al portazo, a la voz de Santiago entre las campanas. Todo un poco mal sincronizado. Y este sonriente personaje que ahora descendía del coche, el astrólogo, un señor bajito de cejas revueltas al que hubiera jurado haber visto antes en alguna parte: el profesor Urba. Todo a destiempo, abalanzándose en cualquier orden como para llenar decorosamente un hueco de la realidad. Un enjambre, ésa es la idea: abejas que convergían atropelladísimas en el agujerito de un panal. El profesor Urba dijo que había sido un buen susto, sí señor. El hombre del taxi me preguntó a gritos de qué me reía. Yo, que había vuelto a levantar los ojos, vi en el cielo la imagen inversa del panal: un abanico. Un fulgurante abanico de palomas. Yo de azogue refractando en dos direcciones la mañana. La primera paloma no había alcanzado a sobrevolar el techo del convento; cuando repicaron a pleno las campanas, el resto de la bandada se echó a volar, abriéndose en abanico, como palomas causadas por campanas. Volví a bajar los ojos y vi, o mejor, choqué con el rostro congestionado e itálico del taxista, quien, con locura creciente, agitaba mucho las manos. "Un buen susto", oí a mi espalda, "hay que estar más atento, muy atento." El taxista se tomó la cabeza, inesperada culminación de otros dos gestos, ya que antes, como desviándose del propósito de ahorcarme, una de sus manos le pegó una terrorífica palmada a su propia frente. Con precaución, me aparté. Epa, dije al tropezar con Santiago. El jujeño (muy pálido, según alcancé a notar) tenía cerrados los ojos en ese momento, como quien descansa, motivo por el cual perdió el equilibrio y el astrólogo le tendió la mano. Santiago abrió los ojos y se la estrechó. "¡Si es nada menos que el amigo Santiago de fuijuí!", dijo el astrólogo. "No digo yo que el mundo es un pañuelo. Pero con qué otra cosa", agregó, "podríamos secar las lágrimas de este Valle que me han dado, sino con un pañuelo…", y se rio con el mismo sonido que había empleado para nombrar a Jujuy: juí juí. Yo oía ahora palabras sueltas, después creí reconocer mi propio nombre pronunciado por Santiago y entendí que debía estrecharle la mano al profesor Urba: gesto que él ni remotamente esperaba, lo cual me impulsó con ridiculez a darle unas amistosas palmaditas en el hombro al chofer del taxi. Afortunadamente el hombre no lo tomó a mal, sino más bien como un gesto conciliador. Sonreímos.

Todo, lentamente, se reorganizaba.

El señor Urba ya entraba en el coche cuando se dio vuelta hacia mí. Imaginé que iba a decirme algo; pero él sólo arqueó las cejas y movió la cabeza. Tiene un aire a Einstein, se me ocurrió. Llevaba puestos unos guantes de pécari, amarillos, costaba hacerlo armonizar con el correctísimo gabán de corte europeo, y, a ambas cosas, con la estación del año en nuestro hemisferio. El astrólogo seguía observándome, ahora desde su asiento. Yo, un poco cortado, levanté a medias la mano izquierda con una tímida y automática digitación tipo saludito, y él sorpresivamente dijo:

– ¡Momentito!

El taxista detuvo el motor. El astrólogo tenía la cara al nivel del borde inferior de la ventanilla, junto a la palma de mi mano. Levantó los ojos, me miró de allá abajo con mucha fijeza, volvió a bajarlos. Sujetándome la muñeca, sacó de alguna parte una lupa descomunal.

Todo esto ocurría en Córdoba, a las nueve de la mañana. En plena calle Vélez Sarsfield, supongo.

Santiago ha reiniciado el regreso a la vereda, y el astrólogo, achicando los ojitos, lo mira fríamente por encima de la lupa. Puedo haber alterado muchos hechos, puedo recordar mal o inventar cada una de las cosas que llevo escritas, pero no que Santiago, de espaldas, fue mirado de ese modo.

El astrólogo dejó de examinarme la mano dijo que era interesante, sumamente interesante. "Y en especial", dijo, "el dedo lúdico." Agregó que naturalmente ya volveríamos a encontrarnos. Y a hablar. Había una línea rara, además, y hasta inquietante: demasiado orientada hacia el centro abisma. Abisma. Se interrumpió pestañeando; abrió los ojos como quien está a punto de estornudar. "¡Abismático!", dijo al fin. "Hacia el abismático centro de la mano… ¡A la Ciudad Universitaria, postillón!", le ordenó al hombre del taxi, y yo no me asombré de que, cada cual por su lado, fuéramos todos en el mismo rumbo. "Ah, otra cosa", alcanzó a decir, dándose leves y repetidos golpecitos con el dedo meñique en mitad de la frente. Él, de ser yo, de tener esa singularísima línea (que ahora, para mi ilustración, situaba en su guante de pécari), él se cuidaría del alcohol y de los golpes. De ciertos golpes. El coche ya arrancaba; Santiago, tomándome del brazo, me arrastró hacia la vereda; dijo que mejor huyéramos de esa zona. Zona de tráfico, la llamó. Yo miraba alejarse el coche. En la cabeza: de los golpes en la cabeza. Y esto no lo escuché porque el señor Urba no lo dijo; lo deduje de su gesto. Había sacado su propia cabeza por la ventanilla, de espaldas, es decir, con la nuca hacia nosotros, y como un comediante que está seguro del efecto que ha causado, sin requerir nuestra atención pero dando por hecho que la tiene, iba señalándose con un dedo la coronilla.

IX

Te reías divertida.

– Yo, Juana.

– ¿Juana de Arco? -pregunté con disgusto.

– No, zonzo. Juana, la señora de Tarzán.

X

Mientras cruzaba bajo las alamedas los jardines de la Ciudad Universitaria me pareció oír, cóncavo y horrendo, el rugido de un león. Cosa bastante extraña, ya que ni Hemingway debió de oír un rugido auténtico. Nada más raro que ese bramido sobrenatural que enmudece a los pájaros, paraliza hasta a los elefantes y hace que los monos se abracen con las monas en las altas ramas. Por alguna razón, Santiago ya no venía conmigo. Podía haberme equivocado de camino, pero no tanto como para estar en África. A menos que esta fuera la famosa selva oscura. Idea que aunque estúpida me desagradó profundamente. Lo más probable es que por ahí cerca hubiera un zoológico, si es que el zoológico no era esto, muchachos con aire de futuros boticarios y viejas gallinetas que pasaban a mi lado cacareando sobre el Amadís. Pregunté por el Pabellón España. Allá estaba. Una especie de pórtico; detrás, un patio andaluz, donde todo el mundo estaría sintiendo al mismo tiempo la obligación de hablar con inteligencia y casi a gritos. Me fue fácil imaginar, Graciela, con inexplicable ternura al principio, que vos estarías allí, hastiada y tal vez algo ausente mirando hacia el sitio por el que yo debía llegar, e imaginé cómo, al verme, adoptarías un gesto ostensiblemente atento en cualquier gran mono culto de los que sin duda te están rodeando mientras yo vengo a tu encuentro por las alamedas y siento un repentino deseo de volverme. Porque ahora ya no te pensé con ternura sino con irritación. Te imaginé entre todos esos cretinos: adoptabas ese aire típico de mujer que ha leído tres libros, esa actitud asexuada de híbrido intelectual, sin advertir que los grandes monos cultos que te escuchan con atención, asintiendo, preguntándote qué pensás del psicoanálisis o de la revolución cubana o del concilio ecuménico, están, desde hace un buen rato, imaginándote en la cama.

Lo que de ningún modo imaginé es lo que ocurrió: no estabas.

Y si fuera útil señalar en qué momento exacto empiezan realmente a existir las cosas, mi entrada en aquel pabellón sería la metáfora. No estabas, y era como un hueco. Un modo mucho más rotundo de probarme tu existencia que si, apareciendo de pronto, te hubieras arrojado desnuda a mis brazos. Supe al mismo tiempo que durante toda la mañana yo había estado luchando contra una infantil sensación de angustia, de soledad, muy anterior a mi llegada a Córdoba, huyendo de algo o no queriendo enfrentarme con algo que ya me había alcanzado, y me di cuenta de que sin saberlo te había atribuido estúpidamente una importancia decisiva en mi vida. ¿Era ridículo? Y hasta algo peor que ridículo. Lo único que había entre nosotros eran unas cuántas palabras la noche anterior, la mitad de las cuales no significaban nada, algún roce casual, tu cara en un sueño. Yo lo había magnificado todo con mi insensata manía de atribuir el sentido más grandioso a los hechos más vulgares. Por lo tanto, ahí estabas: esa nada, esa natural prescindencia de mí, eso eras vos. No había ninguna razón para que estuvieras y, sencillamente, no estabas. Me sentí humillado y absurdo. Mi contrición, los miriñaques que le inventé al tranvía, el centauro, la necesidad de ser o de creerme generoso con Santiago, todo se volvía grotesco y estudiantil. Por fortuna no tuve mucho tiempo para pensar en esto último.

– ¿Dónde te perdí? -dijo Santiago a mi lado-. Oíste el rugido del león.

– No.

– Uno de los dos necesita con urgencia un vasito de algo -dijo Santiago.

La señorita Cavarozzi se acercó. Agitaba su dedito ante la nariz del jujeño. "Impuntuales, impuntuales", gorjeó. "Ay, estos poetas." Después, percibiendo tal vez algún desequilibrio en el universo, pareció a punto de tocarme la nariz a mí. Algo en mi cara se lo impidió.

– Pío -me pareció que dijo.

– Pasen al aula -quiso decir.

Entramos. Mi primer impulso fue preguntarle por vos; sin embargo, tuve dos poderosos motivos para no hacerlo. El primero fue que realizar este tipo de averiguaciones siempre me resultó levemente repulsivo. Soy incapaz de ciertos esfuerzos sencillos como el de preguntar, fingiendo naturalidad: "¿Así que la señorita Oribe no ha venido?" Descarté por supuesto la indecencia de "su amiga" y, cosa curiosa, no me sentí con derecho de imaginarme preguntando simplemente por Graciela. El giro "señorita Oribe", aunque algo arcaico, contraponía su esencial decoro a la impresión sospechosa, o de idiotez, que siempre causa un ser humano en estos casos. Pero, aunque me hubiese animado, cómo preguntarle si no habías venido, cuando (como era indudable) no habías venido. Por supuesto que había otras fórmulas, pero sonaban por el estilo. Y además qué iba a sacar con que medio Córdoba sospechara que yo te andaba persiguiendo, o vinculara, y esto sí ya era catastrófico, tu ausencia con esta persecución y en pocas horas me atribuyeran los propósitos, los actos incluso, más aberrantes y vergonzosos. El segundo motivo fue la presencia del doctor Urba. Estaba allá, en el fondo del aula, sentado junto a un gordo y sonriente cura de nariz colorada que lo doblaba en tamaño. El doctor Urba, mirándome, le susurró algo al oído, y el gordo abrió mucho los ojos, sin dejar de sonreír. "Cazzo di Dio!", me pareció leer en su labios, "cosa fabla queste piccolo dotore infernale? Vade retro!" Y con un gran pañuelo a cuadros se sonó estruendosamente la nariz.

Nos sentamos frente a la clase. La cátedra, un escritorio de color totalmente inadecuado, brillante, era demasiado pequeña para que nos ordenáramos cinco personas a su alrededor, a saber: la señorita Cavarozzi, Santiago y yo, un bigotudo poeta místico que había conocido la noche anterior y una persona de sexo indefinido que por algún motivo comenzó a hablar sobre el Libro de Job y la palabra hebrea Behemot. Desde el jardín, un rayo de luz caía exactamente sobre un gran tintero y de allí a mis ojos. Behemot, maestro y copero mayor al que la Escritura describe como un monstruo fabuloso, símbolo de la glotonería, y al que algunos científicos identifican con el mastodonte, hoy extinguido. "Extinguido un cazzo", leí en los labios sonrientes del cura que estaba junto al doctor Urba. Volvió a sonarse y yo aproveché para pedirle al jujeño que me dejara sentar en su sitio. Hicimos, me parece, bastante ruido. Entonces me di cuenta de que aquello ya estaba en el aire: es decir, la clara relación entre tu ausencia y yo. Santiago no podía dejar de haberla advertido. Una o dos horas antes, ¿no me había preguntado por vos en el hotel? A qué venía esta repentina discreción. O yo era muy imbécil o carecía por completo de sentido que todavía no me hubiese dicho, irónicamente o incluso de buena fe, cómo era que vos no estabas. En algún momento -en el preciso momento en que nos cambiábamos de lugar- creí ver cierta chispita suspicaz en la mirada de la señorita Cavarozzi; ella también se había dado cuenta de algo. Y esto ya era demasiado. Un malestar violento y creciente fue apoderándose poco a poco de mi ánimo, sobre todo cuando comprendí que si yo estaba en aquella mesa era porque en cualquier momento iba a tocarme intervenir, y no tenía ni la más remota idea de qué era lo que se estaba discutiendo, si es que se estaba discutiendo algo. La voz había cambiado. El que hablaba ahora era el poeta místico de grandes bigotes. Mientras yo metía disimuladamente la mano en el portafolio, buscando el frasquito de Dexamil, oí no sé que cosa acerca de la misión redentora del artista, de su pureza esencial. Vi allá al fondo la mirada tártara y socarrona del doctor Urba; vi, o me pareció ver, la gorda manaza del goliardo cayendo amistosamente sobre el muslo del astrólogo. "Profesore", leí en sus labios, "aquesta mesa redonda e un reverendo sorete, me escabuyo a la cantina." Aplaudió, obligó a que todo el mundo aplaudiera, se levantó sonriente e, inclinando su cabeza de león hacia nosotros, se fue. El Poeta Místico, con redoblado fervor, hablaba ahora del Paráclito y de sí mismo, y para colmo el frasquito no aparecía por ningún lado. Miserable intermediario, oí, miserable intermediario entre Dios y los hombres. La idea me puso frenético, las dos ideas: la de Que Dios pudiera realmente hablar por boca de aquel bigotudo, y la idea de que me hubiese olvidado las anfetaminas en el hotel. De pronto las encontré. Él decía que la belleza sólo puede ser insuflada por el Ordenador de toda belleza, y yo, maniobrando con el pulgar y el índice dentro del portafolio, destapé por fin el frasquito, pero las pastillas se desparramaron cuando quité el algodón. Porque el artista verdadero no tiene nada que ver con la anormalidad y cómo no pensar, oí, a qué alturas hubiera llegado una pobre alma como la de aquel gran desdichado (¿cuál?) de haber sido no recuerdo qué, porque, al llevarme dos cápsulas a la boca, vi que la mirada astral del profesor Urba no había perdido uno solo de mis movimientos. Traté de correr hacia mí la carpeta con el temario y, sin ninguna razón, describiendo un semicírculo, el gran tintero rodó sobre el escritorio.

– Pero, cómo ponen tinteros -dije en voz alta, y el Poeta Místico enmudeció de golpe.

Tratando de evitar la salpicadura nos habíamos puesto de pie. Durante un momento la confusión fue enorme. Vino una alumna y trajo secantes, cosa que me maravilló. Así que los universitarios usan secantes. La señorita Etelvina hacía toda clase de evoluciones sin sentido aconsejando cómo limpiar y diciendo cuidado, cuidado con la ¡…Tinta! ¡Cuidadito con la tinta! Pues Él tenía un plan para el gobierno de los Mundos y de la historia de Esteban, según Su pensamiento que era la Verdad, la Belleza y el Bien, pero yo he torcido el curso de la naturaleza e introduje la confusión en todas las cosas, yo, que he levantado mi voluntad libre en contra de la Santa y he enmarañado los caminos de modo que ahora hay tantas sendas como hombres y días llegará en que haya tantas como estrellas…

– Cuidado, porque la tinta no sale.

Cuando se restableció el orden, el Poeta Místico no pudo retomar el hilo de sus ideas. Y poco a poco comencé a ver con asombrosa claridad todas las cosas. En los secantes, las manchas eran indistintamente estallidos de novas, flores de otro mundo y peces terribles, parecidos a tiburones, aunque no eran tiburones porque yo sabía perfectamente que tenían otro nombre mientras Santiago hablaba con su hermosa y grave voz de la grave y hermosa Edad Media, de la vieja edad en que todo era posible porque el tiempo fluía como un manso río y se podía visitar, aunque con pavura, el sótano helicoidal donde vuelan como palomas Paolo y Francesca, sumirse en redondo y bajar al círculo de Ugolino, que se comió a sus tres hijos y muerde desde hace siete siglos la cabeza tonsurada de un cura. Bajar y volver a subir, y contemplar de nuevo las estrellas.

– A usted -dijo la señorita Cavarozzi.

– A mí qué -pregunté en voz baja.

– Hablar -dijo Santiago-. Te toca hablar.

– De qué…

…de lo que quieras, ahijadito. Con ellos, de lo que quieras. Y mientras tanto, escuchar. Hablar con ellos y escucharme a mí.

¿Que es esto?

Esto es esto. Una interpolación intempestiva. Una charla conmigo debajo de tu charla con ellos. O mejor, un pequeño fragmento, previo a las Operaciones Brillantes, al luminoso contrato que aunque te hagas el loco, o justamente por eso, te fascina.

¿Quién es usted?

Te fascina, querido, pero no se verificará, no al menos hasta que depongas esa cautelosa retórica argentina que desde antiguo impide la familiaridad entre mis compatriotas y los tuyos, y que taimadamente te hace hablar de usted, para referirte a mí. ¿Por qué? Por falta de orgullo, y de país. Pero a Mí, ya se sabe, o se me tutea o nada. Sólo que en "este" país cómo tutearme, en qué idioma tutearse con ciertas personalidades, ¿no es cierto? Conmigo pongamos, y con Dios. ¡Silencio, cretino!: Dios y yo por el momento somos meras hipótesis de trabajo o un resto de tu excelente educación salesiana. O una alusión a cierto chispazo del amigo Santiago. Sin contar con que acá, dentro de los límites de la ciudad, todo es posible, hasta los Misterios Teologales. Estamos en Córdoba de la Nueva Andalucía, la ciudad de las siete iglesias que miran hacia el este y del escudo de armas con un castillo sobre el que flamean siete banderas misteriosas, no muy lejos de las formidables piedras de la Compañía de Jesús donde hay siete altares con las mismas indulgencias que las siete capillas apocalípticas de San Pedro en Roma, y en cuyo presbiterio hubo una trampa con siete escalones que bajaba a laberintos donde algún pasadizo aún hoy remata en una puerta que (si llega a abrirse) desemboca en Dios. O no desemboca. O da a un jardín recoleto donde una novicia corta un asfódelo y te lo tira, y nuestro forastero regresa esta noche a su hotelucho con una flor que una novicia, en un sueño, cortó y le dio a un desconocido, hace unos siglos. Hermoso, lo reconozco. Cuento fantástico lo llamarías vos. Cuidado, ahijadito, diría yo. En Córdoba todo es posible porque es la ciudad imposible. Fue trazada una medianoche de 1577, mirando al sur, por don Lorenzo Suárez de Figueroa sobre un plano irreal de siete manzanas de base por diez de altura, lo que obligó a nuestro hermético vasco a diseminar en el papel parcelas ilusorias sobre la vieja Cañada, sólo para cumplir con la armonía preestablecida de los números y el dibujo de los astros. Hay una ciudad fantasma en la base misma de la ciudad real, te lo advierto. Pero volviendo a mi asunto: falta de orgullo, dije. Miedo a trabar ciertas perturbadoras relaciones. Cosa natural y perdonable pero, te seré franco, que únicamente he advertido en los santos y en los otros: en los, de algún modo, propensos. Hecho nada curioso si se reflexiona que, como diría el precipicio, dejad que los alpinistas y los que padecen vértigo se acerquen a mí. En principio, el miedo habitual a ciertos escalamientos; en segundo lugar, y luego de haber provocado este vinculum o Alianza con el Gran Ascensorista -conmigo-, en segundo lugar el pudor de las palabras. El pudor, no el Poder como lo llamó nuestro predilecto cosmonauta Eddie. El pudor, no la voz prometeica que al ser articulada pone en movimiento ondas incalculables que se desplazan, se expanden, tiran locamente hacia arriba y se abren en vastas ondas nuevas que convocan tempestades mientras transcurren los siglos y aquel movimiento inicial, la Palabra, sigue arreando nebulosas, ampliándose, arrastrando a su paso abanicos de arcángeles, hasta que por fin una noche hay un estallido deslumbrante y los astrónomos se lanzan sobre los telescopios. Y las niñas temen el Fin del Mundo. Y un poeta, en el Infierno, sonríe con esa cruza de melancolía triunfal y de ternura de Giuseppe el zapatero que mira desde la oscuridad a su hijo el doctor evocando los buenos viejos sufridos tiempos del tuque tuque taca, sonríe y dice: "A esa estrella, atorrantes, a esa estrella la hice nacer yo." Pero no. Nada de locura; viva el emotivo nudo en la garganta y trae para acá la guitarra, viejita, que voy a llorarte de tú. Porque en "este" país los Grandiosos Sentimientos se cantan en román carantoño. Por un lado, la esfera realista y telúrica de tomar mate con Santiago, y, acullá, la dorada comarca de los astros nacidos en hermosa lengua española. Pandemónium que el expósito quiere solucionar puerilmente tratándome de usted, y que en ciertos Meta-Encuentros como éste obligará a nuestro habilidoso mulato a bordar arcoíris de palabras cosa de postergar hasta último momento la deforme, la confianzuda, la bárbara y revolucionaria conjugación patria. ¡Revolucionaria, he dicho! Y no sólo en la esfera estética, sino en el bruto territorio de lo humano, en el capítulo batifondero de destroncar la mierdosa sociedad burguesa y cambiarlo todo y construir la Gran loa humanista. Tal como suena. Que en el fondo todo es una cuestión de lenguaje. Ejemplo diabólico: ¡Proletarios del mundo, unios! Díganme un poco, por favor, si con semejante andaluzada van a hacer una revolución nacional, no digo ya una obra de arte. Silencio tovarich. Kung-Fú-Tsé, vulgo Confucio, al ser preguntado sobre qué es lo primero que haría si fuera gobierno, respondió: Corregir el lenguaje, porque si el lenguaje no es correcto lo que se dice no es lo que significa; si lo que se dice no es lo que significa, lo que debe ser hecho queda sin hacer; si lo que debe ser hecho queda sin hacer, la moral se deteriora, si la moral se deteriora, la Justicia andará extraviada; si la Justicia anda extraviada la gente quedará en una tremenda confusión. Y eso es el caos, dijo Confucio. Lenin hablando como los tres mosqueteros, uníos u os derribará el empellón de un pájaro, voto a Bríos, es el caos. Y, por si te preocupa, sí: en el momento mismo de gritar Non Serviam!, la divertida gente del subsuelo eligió la Historia. Diantre, dijo Tartini. El violín se empuña con la izquierda. Pero volviendo a la raíz del verbo: lo único que pretendemos por ahora es que des el primer salto. A mí, se me tutea o nada. Y en estas latitudes se me tutea de vos. En cuanto a quién soy, por el momento sería más adecuado decir qué soy. Nada, por ahora no soy nada. Dos noches sin dormir, la Benzedrina, o cualquier otra cosa. ¿Te lo recito? En las márgenes del río Amarillo, el cielo; en las del Ganges, el sonido gutural de una sílaba. En Escandinavia, un hombre que monta un caballo tordo, en la remota Ibernia, un enano. Por ahí, un hombre con dos caras; en Ascalón y Gaza media persona y medio pez. En Menfis, un toro; un carnero en Tebas. Y un ibis y un ave de rapiña y. un cocodrilo, en Hermópolis, en Edfú y en Cocodrilópolis, respectivamente. A veces no tengo cabeza, en el Asia Menor la tuve de burro, pero sobre todo (oh, sobre todo) soy todavía una reminiscencia literaria, noble, no lo niego, pero ese "algo, glacial" de hace un momento, por ejemplo, "algo glacial y en cierto modo repugnante", ¿eh, Iván Karamazov?…Lo demás será tratado en la próxima entrevista.

– Realmente una preciosidad -dijo la Cavarozzi, conmovida-. Una hermosura.

Todos aplaudían.

El profesor Urba ya no estaba en el aula.

XI

Ignacio Bastián. Treinta y tantos años, lúcidos ojos afiebrados y pelo muy negro. Mucho pelo. Por lo menos, mucho más que yo. Había en su aspecto algo levemente repulsivo, pero también fascinante. Era pálido y al mismo tiempo moreno, combinación que le daba un verde matiz de alga. Cara de gitano. Para algunas mujeres debía de ser una especie de imán. Murió en Barcelona algunos años más tarde, casi sordo, tartamudo y medio loco, pero aquella mañana no lo sabía y estaba bastante vivo. Todos lo estábamos. Me odia. Lo sentí la noche anterior y vuelvo a sentirlo mientras salimos del Pabellón España a una especie de rosedal o de patio andaluz. La señorita Etelvina Cavarozzi acaba de pregúntame si creo en la Astrología y yo le estoy diciendo por supuesto, también en la Quiromancia y hasta en la Magia Negra. El tártaro profesor Urba, allá lejos, me espiaba silente. Debo acordarme de describirlo. Esto lo pienso ahora, no aquella mañana: aquella mañana vi de reojo que Bastián se acercaba al grupo, es decir a mí, e instintivamente quise apartarme, pero Verónica me preguntó si ya conocía al fantástico padre Cherubini, y Bastián llegó casi a mi lado. Hago descender compuertas, rejones defensivos, alzo puentes levadizos y me oigo decir que sí, conocía al padre Cherubini desde mi más tierna infancia, es mi ángel guardián, cómo no iba a conocerlo. Y, ya en pleno disparate, estaba por llevarme a Verónica al amparo de alguna enramada cuando Bastián se me puso delante y dijo:

– Vos sos autodidacta.

Lo dijo a quemarropa. Como si preguntara si yo era comunista o ex presidiario, pero sin preguntarlo. Me detestaba, muy cierto. No respondí de inmediato. Saqué los Particulares y le ofrecí. Él aceptó.

– Sí -dije-. ¿Por?

– Se nota -sonreía. Se rascó la mejilla con un gesto, rápido, una especie de tamborileo. -Por tu modo de hablar ahí adentro. Los autodidactas son tipos curiosos, ¿no? Quiero decir, raros. Saben cosas, muchísimas. Hablan y hablan. Como si necesitaran demostrar, no sé, algo. Me parece.

Lo decía siempre sonriente, con voz acariciante. Si calculé que mi cigarrillo lo había apaciguado o sorprendido, no tenía la menor idea de la clase de tipo que era. A nuestro alrededor se había hecho una especie de vacío de campana de vidrio. La señorita Cavarozzi pareció volatilizarse en el aire balsámico del parque, perdiendo alguna pluma. Hubiera jurado que la vi allá arriba, espulgándose con su piquito en la rama de un árbol.

– Cierto -dije-. Nunca había pensado en eso.

Me di vuelta y busqué con la mirada a Santiago. Lo vi junto a Verónica, ella lo había tomado de la mano y parecía querer llevarlo hacia algún sitio. Lo llamé, el jujeño miró hacia acá y Verónica dejó de sonreír.

– Qué -dijo Santiago.

– Dónde almorzás -pregunté.

El jujeño me miró y miró a Bastián.

– Ahí voy -dijo-. Ya estoy yendo. Ya llegué. Almuerzo en un bodegón tan lúgubre que el único modo de no impresionarse es tomar vino: te invito. Hola, Bastián. De allá entre los arbustos creí percibir que no todo es amor y recuerdos en los parques…

– Hola -dijo Bastián.

– Hablábamos de los autodidactas -dije sorpresivamente, retornando de golpe una cuestión que parecía terminada, como quien finge atarse los zapatos y levanta del suelo un adoquín, y lo muestra-. Este hombre, fíjate, adivinó que no soy universitario. Me dio justo en el complejo. Tomemos un café en el barcito.

Me reí con repugnante cordialidad.

– Así como me ves -dijo el jujeño-, yo estudié astronomía. Y no me desacomplejé. No sé si es Jujuy o el país, pero no me acostumbro a la Gravitación Universal. Más que nada yo me tomaría una ginebra.

Entramos en el bar o lo que fuera. Algo así como una cocina de campaña. Una mesa grande, sillas de paja y un banco largo de madera. Un fogón o un mostrador en algún lugar.

Bastián se sentó frente a mí. Yo dije:

– Vos estudiaste Filosofía y Letras, ¿no?

– No.

– ¿No?

Verónica y los demás, en el patio andaluz, rodeaban al doctor Urba y al padre Cherubini. Vi a Inés, muy cerca de la puerta. Me miraba con más alarma que de costumbre.

– No -dijo Bastián-. Son dos carreras distintas. Inés desapareció.

– Es lo mismo. Dan un método. Por eso, cuando me preguntan si se debe seguir o no una carrera, yo digo que sí. No hay cosa más importante que un método. Vos qué opinas, Santiago.

– Déjame de joder a mí con los métodos.

Habló sin violencia. Se levantó y trajo tres vasos. Sacó del bolsillo trasero del pantalón una cantimplorita de viaje, se sirvió él solo, y oí que si hay cuatro o cinco cosas como la gente en este país de opereta, cuatro o cinco cosas que nos salvan de que nos recojan con una pala de juntar bosta y nos tiren a la basura, ni apilando a todos los analfabetos que las hicieron alcanza para armar, con método o no, un alumno de escuela diferencial.

– Y por supuesto vos estás convencido de eso -dijo Bastián.

Me lo dijo a mí. ¿Estaba loco?

Hice un gesto ambiguo, yo, limpio y ecuánime flotando entre los eucaliptus. Y ahora reparaba verdaderamente en el doctor Urba, en sus ojitos. Dorados, pensé. Lo que pasa es que ese hombre tiene los iris dorados. Bastián sonreía, pero levemente de otro modo. Un tic colérico le deformaba el costado izquierdo de la cara; se mordía el labio.

– No sean ridículos -estaba diciendo, sin levantar la voz-. Eso es mirar el culo de los hechos, de la realidad. Si es cierto que hay apenas cuatro o cinco cosas importantes no es justamente por eso, sino a pesar de eso.

Y qué era eso, por favor. Cuál eso.

– La falta de una cultura seria, la falta de una verdadera formación universitaria.

¿Ah sí? Y quién le había hecho creer que ser universitario y serio, y además culto, eran la misma cosa. Mejor nos íbamos a almorzar nomás al bodegón de Santiago. Entonces advertí con una especie de horror que quien había estado hablando en el último minuto era yo.

– Callate, chango -me interrumpió Santiago-. Voy a confesarte que este hombre acá es mejor de lo que parece.

Hablo de Bastián. Y larga la cantimplora o te va a pasar lo de anoche. Aunque no lo creas les tengo una especie de cariño, a los dos, pero sobre todo a él, que no es ningún pelotudo como te gustaría pensar. Es algo peor, sí; pero a lo mejor vos también… Capaz que uno de nosotros se muere dentro de un rato y ve que discusión al cuete. Si el negro Bastián y yo hubiéramos sido una sola persona, en este país habría un genio. Somos una tierra de despedazados: mira a Roberto, como dice el doctor Cantilo, mira si Arlt no es un pedazo de algo inmenso, la tajada de un dios. Sí, a lo mejor tiene razón Ignacio y es cierto que nos faltó escuela; pero yo les juro que el día en que aparezca un argentino completo va a dar lo mismo que sea doctor en algo, buzo o criador de chanchos. Esos novelones de Arlt, esas escenas truculentas donde un tipo se clava con un cuchillo la mano a una mesa, o la lame, se trepa a un árbol para ver a la gente desde arriba o mira a una mujer desnuda como si fuera una mosca, igual que en París sólo que antes, ¿cómo se aprende a hacer eso?, ¿dónde se aprende? Déjenme hablar que tengo poco tiempo, dame la cantimplorita, Bastián. Lo que veo es que se van a mamar los dos y después van a querer pelearme a mí; y lo que ustedes deberían hacer es romperse bien el alma a patadas, sin poner ninguna excusa. Hay gente que se mira y se odia, así anda el mundo. Decía que comer caca, lo que se dice caca, aquello desgarrador y atroz que hay en el alma de un desgraciado que hace algo grande o hermoso mientras busca la felicidad y come caca, eso a lo mejor se aprende. Pero dónde se aprende, Ignacio, cómo se aprende. Yo te digo cómo. Metiendo bien metida la cabeza en el agujero del excusado, pero sin dejar que la mierda se te gane en los sesos o en el corazón. Corazón dije, qué hay. O regalándole una oreja a una puta como quien corta una flor. Locura, eso es lo que nos hace falta, o una gran pureza. ¿Sabes por qué somos mediocres, chango? Justamente porque aspiramos a la cordura, al equilibrio. Somos medio roñosos, medio inocentes, medio argentinos, medio borrachos, medio universitarios, medio putos, medio escritores, medio comunistas, medio fracasados. Yo soy un fracasado, lo admito, pero soy un fracasado con grandeza. Todos estos tipos -agregó en voz alta y se puso de pie y algunas caras se dieron vuelta hacia nosotros mientras el ademán del jujeño, ampliándose, parecía abarcar no sólo los claustros y los profesores y las cátedras sino las siluetas que deambulaban entre los jardines, y mucho más allá, entonces tuve un presentimiento y me dio miedo porque el gesto de Santiago ya no tenía nada que ver con sus palabras-, todos estos tipos, chango, aspiran a ser fracasados, pero con sello y firma.

No volvió a sentarse.

Bastián había recuperado su sonrisa irónica. Apoyaba el mentón sobre el dorso de los dedos en una actitud contraída, fetal. Su mano me recordó vagamente la pata de una gallina a la que se le han cortado los tendones.

– Y vos, qué sos -me dijo.

Me levanté. Verónica, de allá lejos, nos hacía señas con la mano.

– Dentro de cien años volvé -dije yo-. Alguno, ahí adentro, te lo va a explicar.

Bastián seguía sentado. Me miraba torciendo la cara. Santiago le puso entre las manos la cantimplorita y fue hacia la puerta. Bastián no hizo un gesto. Sin dejar de mirarme, dijo:

– Sos un personaje muy desagradable, sabes.

– Sí. Vos también. La mayoría de nosotros.

– Y tenés un miedo bárbaro, vos sí que le tenés un miedo bárbaro al fracaso.

– Conmigo acertás siempre. Sólo que yo le llamo ganas de justificar la vida.

Santiago estaba saliendo. Bastián se rió.

– Anótalo, jujeño. Dice frases para la historia. Se puso de pie y fue hacia el mostrador. Me daba la espalda. Lo llamé despacio.

– Bastián.

Se dio vuelta a medias, sin mover el cuerpo; girando sólo la cabeza. El jujeño había salido. Estábamos solos.

– Qué.

– Para qué todo esto.

Volvió a darme la espalda, después me miró de frente.

– Ándate a la puta que te parió -dijo.

XII

Sentado, alrededor de mediodía, en un café de calle San Jerónimo, esperando verte pasar. No hay ninguna razón para que pases por allí, pero tampoco hay ninguna razón para que no pases. Enfrente, una alta puerta devastada, hundida en la pared entre contrafuertes dobles y medias columnas rematadas en lo que alguna vez fue un gran penacho elevado sobre el ático, intenta, desde hace un buen rato, parecerse a otra, vista por mí desde una ventana de café como ésta. La imagen se hizo casi sonora; revoloteó un segundo a mi alrededor y estuvo a punto de atraparme con su red de música trivial, de altoparlante fragoroso sobre una calle arbolada de plátanos. Una calle que desembocaba en una plaza.

Entonces te vi. Llamé al mozo, pagué y crucé casi corriendo.

Te diste vuelta con demasiada naturalidad.

– Hola -dijiste-. Te hacía rodeado de señoras.

De cerca, la puerta diluyó su ambigua amenaza de sirena. Sin embargo, aquello había estado ahí y acaso aún estaba, acechándome, y supe que al correr hacia vos lo hacía también en otra dirección, pero, ¿en qué dirección?

– Por qué no estabas.

– ¿Dónde?

– Cómo dónde. -Era un disparate, con el mismo derecho podría haber atajado al primer obispo que pasara por la calle, recriminándole que esa mañana no hubiese viajado a Marte. -No será en Marte -dije.

– No estaba porque no fui. -Me mirabas, sonriendo. -¿Había que ir?

Mejor me callaba. Doblamos por Ituzaingó, hacia el norte. Sé que era el norte porque tengo un mapa de la ciudad sobre la mesa. Caminamos en silencio una cuadra. En la esquina, doblamos a la izquierda. Vi una pequeña terraza salediza rodeada por una baranda de hierro forjado y, en el centro, un mirador.

– La casa del marqués -dijiste.

Me hubiera gustado saber quién era el marqués. Caminamos otra cuadra y llegamos a la esquina de la plaza San Martín. Sin decir una palabra, señalaste una casa colonial de la vereda de enfrente. Sólo quedaban el gran balcón y la desolación de la portada; lo demás había que imaginarlo, o quizá soñarlo, pero era de una belleza angustiosa. Y, sin embargo, no es la casa del balcón lo que me estás mostrando. No es la casa sino lo que han hecho con ella. Un negocio de souvenirs, suponiendo que ésa sea la palabra adecuada. Un cambalache. Entonces creí comprender algo: me habías llevado allí para que lo viera. Tu gesto en silencio, al mostrármelo, era como un puente entre la noche anterior y este encuentro. La casa del marqués, eso también había sido un puente. Una broma a costa mía, pero al fin de cuentas conmigo. Y el obispo o la marquesa desconocidos no reaccionan así cuando el energúmeno les pregunta por qué no han viajado a Marte, lástima que ahora se hacía cada vez más difícil iniciar un diálogo razonable y el silencio amenazaba separarnos con la consistencia de un vidrio blindado.

Cruzamos hacia el negocio. Visto de cerca, aquello no era simplemente feo: era casi malvado. Ponchitos. Mates con virolas de plata. Rebenques liliputienses con la inscripción recuerdo de córdoba en la lonja. Una basílica con un tintero en el atrio, en forma de aljibe, al que no hacía falta llenar con tinta pues se trataba de una doble ilusión: era el mero sostén o receptáculo de un bolígrafo forrado en cáñamo de la India. Varios modelos de la difunta Correa para turistas que no pudieran viajar más hacia el poniente; diversas aves y felinos momificados, bolas de cristal dentro de las que se desataban ínfimas tormentas de nieve, sólo que no se desataban sobre una casita del Tirol, sino sobre el general Paz al cruzar Colonia Abrojo; radios a pila, hábilmente ornamentadas para que parecieran loros. Un pie. Un considerable pie izquierdo de terracota con una ranurita en el empeine y el lema la pata llama a la plata. Y, sobre un terciopelo púrpura, una colección que no entendí del todo: un anillo sin piedra, una flor de jade, y un ojo de vidrio que, según informaba una tarjeta amarillenta, perteneció a la ilustre familia Rivarola.

– Adonde ibas -pregunté.

– A almorzar -dijiste-. Me están esperando.

Te miré.

Agregaste:

– En casa. La sospecha de un segundo atrás se transformó en una certeza absoluta. ¿Por qué se te ocurría que una cosa tan natural necesitara explicaciones? ¿Qué derecho tenía yo? Nuestro encuentro ya ni siquiera me pareció una casualidad. Yo había estado esperando verte pasar por ese café de la calle San Jerónimo, y no por cualquier otro, lo que tal vez significa que algo me llevó a elegirlo: un comentario de la noche anterior, una palabra, un ademán inconsciente mientras caminábamos hacia el teatro o a la salida del teatro, algo que vos podías recordar y te hizo buscarme. Pero aunque todo este razonamiento fuera una locura, ya que tu ausencia de la Ciudad Universitaria era una prueba algo sólida contra la hipótesis de esa búsqueda, siempre quedaba la casa del marqués, tu gesto de silenciosa complicidad al mostrarme la vidriera de este cambalache. Vidriera en la que ahora estoy viendo algo indescriptible. Una catacumba. Una catacumba de cartón pintado en la que unos soldados romanos de yeso flagelan y martirizan a un hombre casi desnudo. Del techo, suspendido por un hilo demasiado delgado, baja, volando, un ángel que trae una espada rutilante en la mano derecha. Ese hilo está a punto de cortarse. Claro que, si se cortara, el universo entero podría estar contrayéndose, simultánea y catastróficamente, con todos nosotros dentro. La resistencia de un hilo no es proporcional a su sección. El hilo se cortó y el ángel se descabezó contra el piso de la catacumba, y San Esteban, ya que el flagelado no era otro, quedó a merced de esas bestias, ante la mirada hipnótica del ojo de los Rivarola.

– Mejor crucemos -dije.

Vos, ajena al ángel caído, al ojo, al corte de un hilo que era quizá la prueba de que los mundos se estaban precipitando por fin unos sobre otros, volviste a decir que te esperaban en tu casa.

– En serio -dijiste. ¿Por qué decías en serio?

– Porque me están esperando.

Sí, de acuerdo, pero yo no te preguntaba eso.

Sonreías.

– No entiendo la sutileza -dijiste con tranquilidad. Es casi mediodía, va a llover y además tengo hambre. No razono con astucia cuando tengo hambre.

Las mujeres siempre tienen hambre, pensé. Eso debe significar algo.

– Lo que te pregunto -dije- es quién insinuó que podía no ser cierto. Ya no sonreías.

– Sí, supongo que sí -dijiste-. Quiero irme -agregaste, con injustificada rapidez-. Es tarde.

Fue como si el aire se enrareciera de golpe. Era algo que podía sentirse en la piel y hasta olerse en la mañana, lo sentí como dicen que los animales presienten y olfatean un peligro. Estaba en la ciudad. Era algo que desde la noche anterior parecía modificar la consistencia de la realidad y las relaciones entre las cosas y yo, algo que tenía que ver con el tiempo y que ahora instalaba de otro modo tu cuerpo en esa calle, le daba un color distinto al balcón en ruinas, a los árboles de la plaza, a la casa del marqués. Un vago e impreciso color sepia de vieja fotografía. Como si de algún modo misterioso, la ciudad, mucho antes de mi llegada, ya hubiera dado forma para siempre a cualquier cosa que pudiera suceder con nosotros y yo no tuviese más remedio que acatar ciegamente su desenlace. O tal vez no se trataba de la ciudad y de nosotros, sino del mundo, de nuestro florido y buen planeta viejo, como había dicho sonriendo el jujeño esa mañana en el Pabellón España, de nuestro florido manicomio que cualquier día, zacate, se queda sin resto y sin vino riojano y se nos vienen por esas pampas del cielo los Cuatro Jujeños del Apocalipsis. No se me rían, había dicho Santiago, que es para llorar a gritos viendo cómo se nos puso inútil el futuro; porque cómo escribir, con qué cara sentarse esta noche a escribir nuestro libro sereno y antiguo si a lo mejor mañana no nos va a quedar tiempo ni para santiguarnos; antes uno podía dejar tranquilo que los vándalos invadieran Europa y siempre le quedaba una parva de siglos llenos de arte gótico, silogismos, catedrales, para ir ordenando las cosas del cielo y el infierno como un largo poema bien medido; pero si la otra tarde, en Jujuy, me acosté a dormir la siesta en los Tiempos Modernos, y cuando mi mujer me recordó con el mate ya habíamos dejado atrás la Era Atómica y entrábamos en la Edad Interplanetaria. Ustedes se ríen, muchachas, y hacen bien, pero yo cómo hago para ponerlo en verso, había dicho Santiago.

– No te vas a ninguna parte -dije yo-. Necesito hablar ahora mismo con vos.

No me importó tu asombro, fingido o no. Tampoco me importó tu exasperante gesto de inmediato aplomo.

– Hablar de qué.

Enfrente, otra vez la centenaria puerta del penacho en escombros. Habíamos caminado dando vueltas a la manzana.

– Todavía no sé de qué, y abandona por favor ese aire de ir de compras. Hablar. Hablar de cualquier cosa. Qué importancia tiene.

Delphine Seyring: Hace un año en Marienbad. Y, sin transición, el paredón de la Cañada. Como si la ciudad se desplazara a su antojo alrededor de nosotros.

– Todo esto es muy raro -dijiste. Te pregunté por qué lo decías.

– ¿Por qué digo que es raro? -Me mirabas, divertida. Tu volubilidad era un poco desconcertante, suponiendo que se tratara de un rasgo de carácter y no de que hubiésemos caminado lo suficiente como para que todo volviera a ser normal. -Vamos a ver. ¿Por qué puedo decir que algo raro es raro?

No contesté. Me ponen nervioso ciertas respuestas de las mujeres. Me hacen pensar de qué hombre las habrán aprendido.

– Empecemos otra vez -dijiste-. Te escucho.

– No entiendo.

Dejaste de caminar, tan bruscamente que fue como si hubieras desaparecido.

– Que te escucho -dijiste-, que hace un minuto casi gritaste que yo no me iba a ninguna parte porque teníamos que hablar, que yo te pregunté de qué, y me contestaste que de cualquier cosa. Y que ahora te escucho. Estás a punto de hablarme de cualquier cosa. Pero si vos no hablas de cualquier cosa, yo voy a hablar de cualquier cosa. Esta noche hay una fiesta, en el Cerro. Podemos vernos ahí.

– Cómo una fiesta, en qué Cerro.

– En el Cerro de las Rosas. Y no es una fiesta, es una reunión, de esas con intelectuales y empanadas. De ésas -y tu voz cambió, casi imperceptiblemente-, de esas a las que mejor no ir. Donde todo el mundo se entera de todo y están los amantes y las amantes de todo el mundo. Vino de La Caroya, música vernácula y del siglo dieciséis. Mujeres elegantísimas. Vos le llamarías puterío.

Me sobresalté. Era como si te oyera hablar por primera vez en mi vida. Como si de pronto, en tu lugar, se hubiera instalado otra mujer con tu cara y tu voz.

– Puterío -dije.

– Es la palabra que usaste anoche, cuando hablamos de esto mismo. Sólo que anoche me molestó a mí.

– No sé de qué estás hablando.

– Me lo imaginaba. A veces pienso que te conozco desde que naciste. Estoy hablando de esta noche, de la quinta.

– Necesito verte antes.

Entonces hiciste algo realmente extraño, sólo que para que haya sucedido es necesario que no estuviéramos caminando por la calle sino sentados frente a la ventana de un café.

Apoyaste los codos en la mesa, pusiste las manos abiertas una a cada lado de mi cara, y me obligaste a mirarte a los ojos.

– Me estás viendo antes -dijiste-. Me estás viendo ahora, aunque no sé si vos te das cuenta.

Vi de tan cerca tus grandes ojos pardos que casi pude contemplar la trama del iris, su tejido traslúcido, los diminutos pigmentos que se constelaban alrededor de la pupila, dilatada hasta causar vértigo, como una luna negra o como un espejo circular en el que, de pronto, vi mi propia cara.

XIII

Cruzar una calle puede ser algo más que cruzar una calle. La segunda vez que lo pensaba esa mañana. Tener cuidado, pensé, obrar con mucho cuidado. Tocar apenas tu cintura al cruzar esta calle. Contacto tan imperiosamente leve que no podías dejar de sentirlo más allá de la piel. Un cuerpo ahí, otro cuerpo acá. Y entre esas dos islas, la casi inexistente complicidad del tacto. Volvíamos de algún lugar de La Cañada, del fantasma de un murallón español que, hace tres siglos, protegía a la ciudad de las inundaciones y hoy es un nombre y un montón de piedras. El Calicanto, dijiste, la ruina de la ruina de lo que fue un dique. Cruzamos. En dirección opuesta a la nuestra, venía caminando un muchacho. Un adolescente delgado, alto, de ojos oscuros y grandes. Sonreía con familiaridad; es decir: te sonreía. Había un ligero matiz de burla en su cara. Lo vi un segundo más tarde de lo necesario, pero fue suficiente.

– El Calicanto -habías dicho-. Lo construyeron hace tres siglos. Era el muro de contención de La Cañada.

Y hablabas todavía de las inundaciones, del puente viejo, de las historias de mamama Albertina, cuando sentí en la punta de los dedos la rigidez de tu cuerpo, y aparté instintivamente la mano.

El muchacho pasó a nuestro lado. Saludó. Y yo tuve la certeza de que aquel encuentro, aquella sonrisa, aquel saludo, eran como un alfabeto cifrado, un mensaje cuya clave era muy anterior a mí, pero ya no podía prescindir de mí.

– Quién es -pregunté. Tardaste demasiado en contestar.

– No, nadie -dijiste-. Mariano.

XIV

Lo comprendo, joven, no crea que no lo comprendo, había dicho la noche anterior el doctor Cantilo, llamado Roque, odontólogo y catedrático de la especialidad pasturas intensivas en la universidad experimental de Ascochinga, interesante distancia, no la que mediaba entre estas dos disciplinas sino la que había hasta aquella localidad, suponiendo que fuera Ascochinga y no Fraile Muerto o Laboulaye, distancia en kilómetros que por alguna razón o, para decirlo mejor, por si acaso, fiché mentalmente mientras miraba a su mujer, Verónica, quien, en el otro extremo de la mesa, hablaba con vos de alguna cosa que era como una telaraña que avanzaba amenazadoramente sobre nosotros. Sobre Santiago y yo. Entonces supe qué era lo que me había molestado al llegar a la mesa, porque Santiago, aquella primera noche, no era todavía Santiago sino apenas el poeta jujeño. Sonó un timbrazo, comenzaron a bajar las luces y debí postergar mi conferencia destinada al doctor Cantilo, sobre la cuestión del peronismo. Cuestión en la que nunca había pensado hasta ese momento de mi vida, pero que aquella noche, aclarada en mi alma súbitamente y para siempre por algún whisky, dos benzedrinas y el anisete de la señorita Cavarozzi, que me tomé al pasar mientras nos poníamos de pie, sentí que era un deber moral exponer ante Cantilo, Estábamos entrando en la sala del teatrito y yo, ahora, escuchaba a mi lado la voz apagada de Verónica. Tenía, en efecto, la voz apagada, bella y casi grave. Había en ella, no sólo en la voz, en toda la mujer y hasta en sus gestos, algo impúdico pero casual, inquietante, de sereno estilo clásico. Cuando habló de la fiesta, por ejemplo, no habló conmigo: se dirigió a vos. La artesanía era meticulosa y sutilmente provocativa: no me hablaba a mí, hablaba de mí. Como contar un secreto para que sea transmitido en el acto, sólo que aquí se sumaba el refinamiento de que por más que vos no me lo transmitieras yo no podía dejar de escucharlo. Candilejas, spots. Detrás del torreón el mar está agitado: un centinela monta guardia junto a las baterías con su hermoso casco bávaro, y por lo tanto esto es el segundo acto de La Danza Macabra , de Strindberg, y no Pentesilea de von Kleist como imaginé o recordé hasta hoy. Mar de tormenta y ruido de olas, sea. Y Verónica. Verónica que en voz muy baja te está diciendo algo de una fiesta en el Cerro de las Rosas. Una fiesta a la que debías invitar al pescadito de color, a mí, la noche siguiente. El Capitán, delirando durante el sueño, pretendía haber resuelto el enigma del Universo; ya amanecido, descubrió la inmortalidad del alma. "Cállate", murmuró el doctor Cantilo a Verónica, suavemente, con el acento en la primera a.

Je, je, ríe Kurt en la costa bávara. Je, je, sarcástico, haciendo cuchufletas y aun chilindrinas, zumbón, cállate quieres, a costa de la persona del Capitán, ¡ja, ja! Y me tenté. No porque el Capitán se haya figurado un igual de Dios sino porque ahora era cuestión de vida o muerte: yo tenía que hablar de cualquier cosa con aquel inodoro.

La señorita Cavarozzi me está preguntando al oído de qué me río. Le susurro que no, que es una mera sonrisa. Siempre me río. Y menos mal que estoy sentado en punta de banco y vos has quedado algo lejos porque debo taparme la boca con el pañuelo; y morderlo, y trato de recuperar la seriedad pensando en la locura de Strindberg, en el terror con que debió escribir estos disparates, método que misteriosamente dio resultado inmediato. "No serás tan imbécil", dice inquieto el Capitán, "como para creer en… ciertas cosas"; quiere hacerse el agresivo pero se ve que está asustado. La cara que pone Kurt no me gusta nada, le va a contestar alguna porquería. "¿No crees en el infierno y estás metido en él?" ¿No te dije? Y ahora hace mutis, o sea que es. Pero este diálogo es del primer acto, no del segundo, esta obra marcha en sentido contrario y además por qué Kurt vase, si falta que el Capitán grite que no quiere morirse. Es una adaptación, me explica la Cavarozzi, una adaptación libre del instituto. ¿Qué instituto? De lenguas germánicas, ella misma les ayudó a los alumnos del elenco, ahora venía la parte del ventarrón, yo iba a ver en seguida qué lindo el efecto del cuervo contra la ventana y el barómetro fluorescente. "Chisstt, Ethel", murmuró Cantilo, y el Capitán, que ya se barruntaba lo del viento, dice: "Ya me lo barruntaba". Y yo siento que me voy a morir, lo barrunto. Cierro los ojos y trato de recordar cosas tristes. Una vez me mataron un conejo y me hicieron comerlo, yo no sabía que era mi conejo, hijos de puta, lo del conejo nunca me pasó pero surte efecto. Estoy llorando. La señorita Etelvina a mi lado, también llora. El cielo truena, el mar brama, el cuervo de Poe aletea contra el frágil vidrio de la ventana del mundo Y yo lloro con los ojos cerrados junto a la señorita Etelvina que medio me palmea la mano, aunque también llora, a ella seguramente sí le han hecho comer engañada el muslo de su pollo favorito, la pechuga de su ave del paraíso, el ala de su ángel guardián, tiene todo el tipo.

Fin del acto.

Aplausos. Larga oscuridad para que nos calmemos. Luz de sala.

– Perdón -dije en la mesa, mirando de golpe a Cantilo-. ¿Cómo es?

La pregunta no estaba formulada para ser comprendida. Se hizo un silencio.

– Me distraje -agregué.

Verónica y vos juntas en un ángulo del bar. Vos hablabas por teléfono. La Cavarozzi en el baño, llorando quizá por el barómetro fluorescente. Santiago, frente a mí pero como si estuviera muy lejos, fumaba y bebía. Hay que aprovechar esta especie de soledad para hacer algo con Cantilo.

– De puño y letra -volvió a explicar él-. Son mi pequeña vanidad. -Cartas, eran. Quería decir que eran cartas. Cartitas, dedicatorias, esquelas, servilletitas de papel, autógrafos, facsímiles, menús donde el valeroso militar o el concertista, el político o la danzarina moderna, el obispo o Mongo Aurelio expresaban, de puño y letra, la simpatía que les había despertado nuestro agrónomo coleccionista. -Y hasta el abanico de tía Teresita, con una cuarteta de Rubén.

Yo extraje del fondo de mi alma mi cara más impenetrablemente idiota y pregunté con fría brutalidad:

– ¿Rubén? Cuál Rubén. Él dijo con sencillez:

– Darío.

Y agregó alguna cosa acerca de alguien, pero yo sólo retuve la palabra generosidad.

XV

No, nadie. De acuerdo. Pero a qué grado de desinterés debí llegar con los años para no vivir aplastado o idiotizado por respuestas como ésa. No, nadie. Qué significa responder no cuando uno ha preguntado quién. Qué significa esa incoherencia en boca de una mujer; qué es, en realidad, lo que está contestando; qué está negando. ¿Y por qué? Dejo el interrogante abierto a todos los adolescentes tardíos, cornudos y almas poéticas que repoblarán el florido y buen planeta viejo de Santiago; yo cultivo mi viña y crío mis abejas. Hace rato resolví estas cuestiones. ¿Nadie? Como en una placa fotográfica me quedó grabada para siempre aquella cara. Mariano. Un adolescente delgado, alto, de ojos oscuros y grandes. Pelo muy corto, como de conscripto. Esta conjetura, la de que pudiera tener veintiún años, en vez de tranquilizarme me causó un malestar parecido al miedo. Vos también eras muy joven. Y quizá menor que ese chico. La misteriosa antigüedad que yo atribuía a tu risa, la sabiduría lenta de tu paso, tu voz un poco ronca, la gota de Eleusis o de Babilonia a través de la que yo te veía, eran al fin y al cabo mi contribución mitopéyica a la realidad. Una forma de locura como cualquier otra, que me permitía escribir novelas sin necesidad de papel ni lápiz más o menos desde los cinco años. Que la gente fuera como le gustara, yo la vestía o la emplumaba, la recortaba contra un fondo de violines, le ponía un halo sobre la cabeza, la rescataba de los caníbales, la sacaba en brazos de casas incendiadas y me iba a dormir la siesta con mi perro. El problema es cuando se nos muere el perro. Y ese adolescente y vos tenían cara de tener perro. Se movían por la ciudad en el mismo espacio. La distancia, el perro muerto, estaba en mí. Yo había llegado casi a las puertas de mi inminente treintena, y en cuanto me descuidara: In mezzo del cammin di nostra vita. Ya me faltaban tres muelas. Pero no se trataba de eso (o sí, sobre todo se trata de muelas y pelos perdidos, de perros fantasmas, de baldíos en los que hubo una casa, de vías muertas donde se herrumbran trenes, pero no todavía, no entonces), sino de aquella sensación múltiple y contradictoria que recupero intacta y en la que confusamente se mezclaban no sé qué premonición de cosa maligna, cuyo símbolo era aquel saludo, y de pronto el disparate de una asociación de ideas que, debo confesarlo, todavía hoy me divierte bastante. Ese chico se parecía a Snoopy. Ignoro de qué perverso mecanismo se vale la mente -la mía, al menos- para defenderse de ciertas ideas peligrosas, para conjurar un dolor cualquiera o para racionalizar impulsos, tan poco naturales, como la irritación o el temor que me produjo esa cara. Ignoro el mecanismo, pero sé que existe. Es el mismo que nos obliga a hacer una broma en un cementerio, a contar una anécdota blasfema en un lugar santo. En fin, algo así como una manifestación de salud. Y aquel adolescente se parecía a Snoopy. Quiero ser ecuánime. No era en absoluto un rostro desagradable, al contrario, es verosímil suponer que resultara interesante. Conmovedor. Eso fue lo que pensé conmovedor. Nada del otro mundo, es cierto, pero tampoco se le podía exigir a Dios Todopoderoso que distribuyera cabezas como, en su caso, lo hubiese hecho Donatello. Sólo que esto lo pensé después; antes sentí simplemente que mi sombrío malestar daba paso a otro sentimiento, casi angelical, tan cómico que por un momento me sentí feliz. Todo lo que se quiera, pero este muchacho se parecía a Snoopy. De cualquier modo, atención. Hay algo más, reflexioné de inmediato; por alguna causa, algo me irritaba en aquel simpático conglomerado facial. Cierto ligero matiz de desamparo. Muy poético, en efecto, pero yo no me irrito sin razones. Esa cara ocultaba algo: nunca me engaño en estos casos. Vamos a ver, pensé, admitido lo de Snoopy no hay tanto que temer. Sólo que no tanto es algo más que nada. Para empezar, vos habías tardado un segundo en responder; y para empezar del todo, ustedes dos se conocían en un grado tal como para que al verte conmigo él se sorprendiera (su sorpresa no alcancé a comprobarla, la deduje), ¿pero cómo puede ser que alguien se sorprenda viendo a un conocido? Dos comechingones que se cruzan casualmente por la calle en Bielorrusia pueden quizá sorprenderse, pero no se miran con misterio. Arman sencillamente un escándalo y corren a festejar el notable acontecimiento, así se hubieran odiado antes toda la vida. No hacía falta ser un genio, le dije más tarde a Santiago, para darse cuenta de que ésa no era la situación y Santiago, chupando pensativamente la bombilla del mate, decía que sí con la cabeza. Lo único sorprendente de la situación, ¿qué era? Vos, dijo Santiago, te juro que lo único sorprendente eras vos. Yo, muy bien. Por lo tanto a ese chico lo molesté yo, se sintió herido y, viéndonos juntos por la calle, sonrió de un modo equívoco y anormal. Ese mediodía, cuando volvíamos del Calicanto, pensé: Qué me hubiera llevado a mí, a los veinte años, a dar lástima a una mujer de una manera tan impúdica y ostensible. Respuesta: Querer dar lástima. Conclusión: Snoopy te amaba. Se sentía lastimado, celoso, herido hasta la muerte por vos, y ocultando su candor bajo sombrías pestañas de muchacho, te lo demostraba al pasar.

– Te pasa algo.

Una pregunta artera: no hay otra palabra. Era una afirmación, no una pregunta, pero hecha con una voz tan casual e inocente que se mantuvo flotando en una zona de pálida ambigüedad. Trémula mariposa verbal. Es increíble la mala fe de las mujeres cuando saben que sí, que pasa algo.

Y me quedé petrificado.

El Vesubio, leí. Un cartel de latón con el dibujo en colores de un volcán. El corazón de Nápoles en el centro de Córdoba. Eso, en la vereda enfrente, ante lo que parecía ser una cantina o una trattoria; en esta vereda, el Colegio Monserrat, su portalón cribado de remaches, sus paredes amarillas y sus rejas. Y, aferrado a las rejas, el fantasma de Monteagudo buscando eludir la vigilancia del todavía más remoto fantasma del obispo Duarte para cruzar hasta El Vesubio y comerse una porción de muzzarella. Alrededor del volcán, y sobre su cráter, el Mediterráneo y el cielo eran azules como los ojos de Julia Felice; del cráter brotaba una suerte de humito alegórico. Fue tan inesperado que me ofendí.

– Sí, me pasa algo. Me pasa que te están esperando. En tu casa. Y que dentro de diez o doce horas nos veremos en el Cerro de las Rosas. Suponiendo que no me atropelle un auto. O el tílburi de la familia Rivarola. Si es que ahora mismo no estoy muerto, porque sospecho que tengo cierto tipo de percepciones que no pertenecen del todo a este mundo. Y en el Cerro de las Rosas tal vez te encuentre siempre que te reconozca entre dos o tres mil fantasmones doctísimos y elegantísimos, amigos tuyos. Y, si te encuentro, razonaremos a cuatro metros de distancia sobre el hibridaje del ser nacional, que es un buen tema.

– No entiendo. Es…

– ¿Absurdo? O injusto. Tenés cara de pensar que es injusto, lo que significa que sí entendés. O a lo mejor no entendés, cosa que no tendría nada de anormal. Me voy a almorzar con Santiago.

– Hace un minuto dijiste que necesitabas hablarme.

– Pero no así, no trotando por la calle como un turista. Y menos por esta calle de ciencia ficción. Parece un Banco de empeños, no una calle. Parece un Monte Pío. Parece la vidriera de La piel de zapa. Me querés explicar, antes de irte, qué significa eso del corazón de Nápoles frente al Monserrat. Lo pregunto en serio. Significa algo. Es una metáfora, o una clave, da una especie de miedo.

Sentí que me estabas mirando; pero no ahora: no mirándome en ese momento o desde hacía unos segundos, no Graciela Oribe en esta calle de Córdoba, que fue algo así como mi Piedra de Rosetta de la ciudad y desde donde se veía frente a la Universidad Mayor una placita que se llamaba Obispo Trejo y muchos años después, durante una semana, se llamó Camilo Torres, y hoy podría llamarse la Ruina de los Sueños; no vos desde tus ojos, sino un genero, una raza, una especie entera, dejándome hablar como a un chiflado inofensivo y mirándome desde hacía varios milenios. La mirada antiquísima y sosegada, los ojos inmemoriales de la Bona Dea. Momento en que me oí decir que tenía sacado el pasaje a Buenos Aires y que me iba al día siguiente.

– Tengo sacado el pasaje -dije-. Me voy mañana.

Mentí, con absoluta impremeditación. Cuando terminé de hablar, era cierto.

Muchas veces, a lo largo de estos años, me he oído pronunciar palabras casi idénticas y he sentido sobre mi esa misma mirada, su apenas perceptible fulgor de ironía, esa grave ternura, parecida a la resignación, de la mujer que mira a su hijo practicar esgrima con la nada; he aprendido a reconocer los menores gestos, las mínimas crispaciones de cejas o de labios que significan que soy yo quien está fuera del natural y armónico y respetable sistema donde, al ritmo de la zampona universal, gira el buen planeta viejo del jujeño, parque de diversiones tan bien pensado que no olvidó incluir, para los sujetos de cierta calaña, el manicomio, la cárcel o esta pieza de hotel, según se decidan a seguir adelante, a hacer las del amigo Filiberto Toriano, de quien no sé si ya hablé, o a interrumpir con un balazo el sueño de los vecinos. Porque tampoco sé si ya dije que Santiago se mató esa noche, en esta misma habitación. Se pegó un tiro mientras yo estaba en el Cerro de las Rosas, en mi Walpurgis, conversando con el astrólogo de cosas como éstas en un pasillo de la quinta de Verónica.

Ya no me mirabas.

– Quiero decir -dije- que no conozco la ciudad ni tengo la menor idea de donde queda tu casa ni pienso averiguar tu número de teléfono, y es probable que nunca vaya al Cerro. Eso es lo que me pasa. Quería caminar, hablar con vos, no irme mañana, tal vez meterte en una cama y cantarte un aria de Puccini, Che gélida manina. en búlgaro.

Di media vuelta y me fui.

XVI

Doblé por cualquier parte. Tomé un taxi y a las tres cuadras me salió al paso el edificio de la vieja Terminal. Me recuerdo discutiendo por un pasaje que no quería utilizar y volviendo al hotel por una vereda junto a la que se alzaba un paredón de piedra en el que vi una puerta con la siguiente inscripción: Casa de Dios y Puerta del Cielo. Hoy sé que era el paredón de la Compañía de Jesús, entonces no lo sabía. ¿Qué pasará si entro?, me limité a pensar. Antes hay como una laguna, una zona imprecisa y ambigua donde, estoy seguro, ocurrieron las cosas definitivas. Una moneda que se me cayó de las manos. O la aparición de la sirenita. Hechos pequeñísimos de los que recuerdo la forma, pero cuyo significado real se me escapa como si mi memoria fuese exactamente una laguna, como si todo lo ocurrido aquellos dos días fuera eso, un agua caótica donde yo trato inútilmente de recoger matices, cifras, sombras, con una red demasiado tosca por donde se escurre lo que de veras importa. La señorita mayor, por ejemplo, o el color del cielo, un cielo que repentinamente se vuelve plomizo y hostil y que en aquel momento me pareció un signo anunciador de algo. Una palabra oída al pasar, que influyó quizá en mi ánimo, que tuvo sentido, que tal vez fue la verdadera causa de mi decisión de comprar aquel pasaje. Iba hacia la terminal y era como si la ciudad se borrara y en su lugar comenzara a construirse el fantasma de otra, otra que ahora es ésta, en la que no siempre las calles corren en la dirección exacta ni los monumentos o las plazas están en el punto que marcan los planos, mi ciudad, donde las paralelas se cortan y una misma ochava española puede estar en dos esquinas distintas. Era poco más de mediodía; pero parecía el atardecer. Cine General Paz, leí desde el taxi, Hace un año, en Marienbad, y pensé que si fuera de verdad el atardecer me habría gustado dar una vuelta por la Plaza Martín para ver la llegada de los tordos. Negros, cayendo como la tormenta sobre los robles y los plátanos, si no chillasen tanto serían un espectáculo alucinante, pensé. El último sombrío cuadro de van Gogh, claro que allá son cuervos. Y además no fue el último.

– De dónde salen los tordos, los de la plaza -le pregunté al hombre del taxi. Hubo una pausa extraña.

– Los tordos -dijo-. Para mí no son tordos.

– Pero de dónde salen.

– Y vaya uno a saber.

Fue todo lo que hablamos, o quizá yo no le presté atención. Mientras le pagaba, se me ocurrió la fantástica idea de que ese hombre podría haber estado tratando de insinuarme algo. Lo miré fijamente. No alzó los ojos al darme el vuelto. Tenía la cara justa de no haber querido decir nada. Pero nunca se puede estar seguro. Entonces sucedió lo de la moneda. Una moneda que el hombre acababa de darme se me escapó de las manos y cayó al suelo. Si sale ceca, pensé, va a ocurrir algo extraordinario. El automóvil arrancó y yo me quedé al borde de la vereda. No quise mirar.

Esto es la Terminal. Esto debería estar sucediendo mañana. El llamado violento de los altoparlantes anunciando coche número tanto sale con destino a tal parte. Mujeres nerviosas, hablando en voz alta. Mujeres con pañuelos en la cabeza y sus muchos colores de mujer que viaja. Hombres con valijas interplanetarias y camisas fuera de los pantalones. Chicos disfrazados de enanitos esquimales. La trepidación de los motores. El viento entrando por las dos bocas de la galería. Todo un poco estruendoso e innoble. O sea que desde este lugar infecto me voy a ir para siempre al día siguiente. ¿Y adonde me voy a ir, si se puede saber? Ahora discuto a gritos junto a una ventanilla, discuto absurda y empecinadamente para conseguir un asiento que no tengo el menor interés de ocupar. Sobre la rueda, no; jamás sobre la rueda. Imposible leer. Vea, señor, yo le pago para viajar en el asiento que a mí se me antoja, y además quiero dos, detesto que la gente se apoltrone a mi lado y converse. Una voz dijo entonces la palabra amor casi junto a mi oído, y me sobresalté. Después vi una chiquita de ocho o nueve años corriendo hacia su madre, quien acababa de llamarla con la palabra amor. Tenía un pie descalzo y en el otro llevaba un zapatito de bailarina, dorado. Sus grandes ojos de niña y su boca embadurnada de chocolate y su pie de oro. Llevaba bajo el brazo uno de esos enormes libros infantiles que leen las niñas que luego crecerán y amarán a un escritor atormentado y adulto. Si yo hubiera tenido diez años me habría puesto a caminar cabeza abajo, o por lo menos habría dicho una chanchada, para llamar su atención. Mire, le dije al tipo de la ventanilla, déme el asiento que quiera, usted no tiene la menor idea de lo que puede dejar de suceder, si no viajo.

Salí a la calle. El cielo sucio no podía estar más de acuerdo con mi alma. Siempre pasa. Un mundo que se maneja con imágenes convencionales, dioses groseros y sin fantasía. Volví a quedarme detenido en el borde de la vereda, oyendo a mi espalda el ruido de los motores y las voces en el pabellón de la Terminal. Después me agaché para buscar la moneda que había dejado caer antes de entrar. No pude encontrarla por ninguna parte. Una moneda, sin embargo, no desaparece porque sí. Nadie llega a una estación de ómnibus con tiempo para mirar el suelo y ver monedas, pero, aunque alguien la hubiese visto por casualidad, nadie se toma el trabajo de recoger diez centavos cuando está por viajar setecientos kilómetros.

– ¿Perdió algo?

Unos botincitos negros, de señorita mayor, se detuvieron muy juntos a mi lado. Yo estaba en cuclillas. Los botincitos eran redondos en la punta. No tuve más remedio que recordar tus propias palabras frente a El Vesubio. Te pasa algo. La gente ve a un hombre descalabrado en el medio de la calle y lo único que se le ocurre preguntar es si se cayó. Hablan por teléfono, la comunicación se corta, vuelven a marcar el número y lo primero que dicen es: se cortó. A esta clase de cosas se le llama lenguaje humano. Alguien nos hizo creer que es un modo de comunicación muy superior al canto de los pájaros o al fanalito intermitente de las luciérnagas.

La dama de los botincitos pensaba seguramente que no había hablado lo bastante alto.

– ¿Perdió algo, joven?

La miré oblicuamente, desde allá abajo.

– No. Estoy haciendo gimnasia.

La mujer, al principio, pareció sonreír. Después, su cara se contrajo. Cuando se alejó vi que iba vestida totalmente de azul y tenía puesta una gorrita estrafalaria, como de vigilante; en la cinta, grabado en letras doradas que ahora yo no podía ver, decía, por supuesto, Ejército de Salvación. Renuncié a encontrar mi moneda. Iba a ponerme de pie cuando, a unos centímetros de mis ojos, vi el dibujo a todo color de una joven de largo pelo rubio y hermosa cola de pez. El libro de la nena del pie de oro. La dueña del libro tenía la mano extendida con la palma hacia arriba. Mi moneda.

– Una señorita preguntó por usted -oí, en el hotel.

XVII

Había llegado instantáneamente, como a través de un sueño. Un sueño exasperado y barroco, uno de esos sueños poblados de imágenes indescifrables que se olvidan súbitamente al despertar. "Una señorita preguntó por usted." Como un perro que al salir del agua se sacude frenéticamente en todas direcciones, al ver la cara regordeta del hotelero traté de organizar este nuevo aspecto del mundo a mi alrededor. Este hombre se llamaba Ripul. Era bajito y tenía manos de bebé enorme. Usaba unos pantalones extraordinarios, muy anchos en la cintura. Lo que unido al hecho de sujetárselos con tiradores causaba la molesta impresión de imaginarlo colgado. O de que alguien lo hiciera flotar tironeándolo desde arriba con un mecanismo sujeto a la entrepierna. Daba un poco de miedo. Como si Humpty Dumpty estuviera a punto do transformarse en Peter Lorre. Susurraba. "Una señorita preguntó por usted", dijo. Como si acabara de almorzar algodón. Una señorita, por mí. Hacía unos minutos que nos habíamos separado en la esquina del Colegio Monserrat. Era imposible, o por lo menos bastante improbable, que hubieras venido a buscarme a un hotel que no conocías.

– Una señorita. ¿Cómo una señorita?

La forma de mi pregunta no sólo era ilógica, sino agresiva. El hombre me miró con timidez, como si se disculpara. Dijo:

– Me pareció una señorita.

Recuperé el buen humor de golpe. Aquella respuesta era tan fantástica y el señor Ripul parecía tan abrumado por haber supuesto, sin la menor prueba ni derecho, que fue una señorita y no una morsa lo que vino a buscarme, que si le hubiese dicho por esta vez está perdonado, pero que no se repita, él habría respondido cualquier otro disparate, y si le hubiese gritado que, en efecto, quien estuvo a buscarme no era ninguna señorita, sino una morsa, él, antes de huir despavorido, habría alcanzado a murmurar que sí.

– Lo que quiero saber, excelente señor Ripul, es cómo era esa señorita.

Pensó un buen rato, y no se lo reprocho. ¿Cómo eras, realmente? Cómo hacer para describirte, sin mentir demasiado. Tu pelo, tus manos, tu sombría esbeltez de álamo, la exagerada pintura de tus ojos: nada de eso era verdad. Tal vez el señor Ripul veía a la adolescente real que ocultaba su cara con el pelo y agachaba la cabeza cuando se reía. Esperé. Tal vez este hombre había sido puesto detrás de ese mostrador para ayudarme. Terminó de pensar y dijo:

– Alta.

Habías venido.

Era casi imposible pero habías venido y todo encajaba a las mil maravillas en aquel rompecabezas de manicomio. Cuando volví a verte, casi dos horas más tarde, ni siquiera me asombró comprender que durante el tiempo que permanecí en el hotel hablando con el señor Ripul o mirando el cielo raso de mi cuarto, vos estabas enfrente, en un café, a menos de diez metros de mi cama. ¿Cuánto tiempo es casi dos horas en una historia de amor que abarca poco más de un día? Ulises viajó por el mar menos de lo que yo estuve solo en esa cama. ¿Y por qué no me viste entrar en el hotel? Tal vez has ido hasta el baño; tal vez en las paredes del baño hay inscripciones inmundas. Estás leyendo las atrocidades que escriben o dibujan las mujeres en los baños y yo vengo de negarme a entrar en la casa de Dios por la Puerta del Cielo. Hay otras posibilidades, naturalmente. Hablando en general son peores. El mundo real no me gusta, nunca me gustó.

– Pero, ¿no dejó dicho nada? -pregunté-. ¿No dejó un papelito, algo?

El señor Ripul pensó.

– No, señor.

Y ahora qué hago, imaginé decir para mis adentros, pero debí de hablar en voz bastante alta porque el hotelero dijo:

– No sé, señor.

Lo miré de cierto modo.

– Gracias -dije secamente.

El señor Ripul pareció sumergirse con lentitud dentro de sus pantalones. Desde ahí, muy abajo, emergió una mano semejante a un molusco, a un pulpito, y me alcanzó la llave. Me produjo un vago horror y desvié los ojos.

En el pasillo apareció Santiago.

– Qué le anda pasando, chango -dijo.

Traía una toalla anudada en el cuello y un mate en la mano. Habló sin detenerse ni mirarme. Creo que en aquel momento comprendí por qué ese hombre me gustaba. Vagamente el jujeño me recordó a mi padre. El parecido residía en su sonrisa. Una sonrisa, o mejor una especie de sonrisa, apenas dibujada. Una sombra o un eco de sonrisa que no tiene nada que ver con la alegría y hasta puede nacer en algún rincón de lo vivido donde siempre estuvieron excluidos sentimientos como la alegría, la felicidad, la dicha. En muy pocos hombres la he visto y siempre me ha dado no sé qué idea de madurez, de adultez serena y en algún sentido protectora. Un gesto que no tiene acaso equivalente en una mujer. Ninguna mujer sonríe así. Con piedad, puede ser; hasta con caridad y con secreta ironía, en el mejor de los casos. Pero en ellas se adivina casi sin remedio el lugar común de las hormonas, el famoso sentido maternal. Órgano enigmático que debe de estar situado por la zona del ombligo, como si tuvieran allí una oreja o un ojo, algo raro, que se manifiesta en cada momento de su relación con el varón, y sobre todo en la cama, de tal modo que mientras más lo aman con más fuerza tratan de volverlo al origen, como si intentaran parirlo al revés. La sonrisa que digo, en cambio, no nace en el cuerpo, ni siquiera en los sentimientos. Es menos generosa, más dura. Nos deja lejos, solos ante nuestra propia libertad, pero hay en ella una sabiduría esencial y condescendiente, un poco socarrona, ya de vuelta de todas las cosas, que tal vez por eso nos autoriza y nos confirma. Como si en cierta manera todo estuviese hecho o prefigurado desde mucho antes en el destino de otro hombre, y por lo tanto fuera más fácil conseguirlo, o intentarlo.

– Yo que vos dormiría una siestita -dijo Santiago. Estábamos sentados en su cama. Me dio otro mate. -Pero por qué te acordaste de eso.

– De qué.

– De tu pueblo.

Casi le confieso que su sonrisa se parecía a la de mi padre cuando recordé la otra sonrisa, junto al Calicanto.

Entonces le conté nuestro encuentro, embellecí a mi favor dos o tres cosas y, al llegar a la parte de Snoopy, él se reía.

– No hace falta ser un genio -dije- para darse cuenta de que ahí lo único raro de la situación era yo.

– Debe ser un gran tipo.

– Quién -pregunté.

– Tu padre. Únicamente un gran tipo puede tener hijos tan jodidos. Veme a mí. El viejo era un animal grandote, colorado, en la puta vida de Dios lo vi triste. Pero qué casualidad lo de tu pueblo… Larga el mate, la bombilla se chupa, no se muerde. Fijate el viejo: nunca me animé a mostrarle un verso porque de la carcajada que pega nos da vuelta el rancho… Qué casualidad que tu pueblo también se llame San Pedro. Después que murió encontré un cuadernito suyo en el ropero. Había copiado a mano mis poemas. Y con qué letra. Parecía un petroglifo… Toma, ginebra no te doy porque no son las cinco de la tarde. Tuvo que atropellarlo un tren para matarlo. Y ni así. Aguantó dos días y dos noches casi partido por la mitad. Con un brazo en Tinogasta y una pata en Fronteritas. Yo gritaba mátenlo de una vez, denle una inyección, hijos de puta. Trae. Cuando no queda nada de un hombre, ¿no es cierto?, hay que matarlo.

Dijo esto y volvió a reírse. Después dijo:

– Hasta mi mujer es buena. Y tengo dos changos. Velos.

Sacó de la billetera una fotografía de bordes ondulados. Y yo sentí que todo aquello, sus palabras arrastradas y el tono intrascendente, sus gestos lerdos, su risa, por algún motivo que yo no podía comprender formaba parte de una gran broma secreta, una travesura colosal de la que el jujeño me hacía su cómplice al mismo tiempo que me excluía. O quizá no lo sentí ni podía sentirlo y lo imagino ahora. Miré la fotografía e hice un gesto afirmativo con la cabeza, como quien da el visto bueno o aprecia la cicatriz que el otro tiene en el brazo.

Él murmuró:

– Así es la cosa.

No volvió a ofrecerme mate ni habló más.

Entonces me sucedió algo. Al meter la mano en el bolsillo superior del saco, toqué los anillos. No sé qué buscaba, ni si buscaba alguna cosa. Tal vez fue uno de esos gestos mecánicos y sin sentido con los que simulamos tener algún propósito en la vida, aunque sea mínimo. Y ahí estaban los anillos. Dos anillos lisos y otro con una perla. Fue como si una descarga eléctrica me recorriera de la punta de los dedos a la conciencia: aquello había estado ahí, al acecho, esperando cualquier distracción para saltar sobre mí. La grava de la Plaza Irlanda, sus altos faroles que alumbraban las copas de los robles y los terebintos; las verjas del Colegio Santa Brígida; una calesita girando en la noche como un astro errante que agoniza. Y una lápida, algo como una lápida inmensa. Eso era Buenos Aires y era yo. Existo desde antes de este viaje a Córdoba. Soy anterior a este dolor de cabeza y a esta resaca de borrachera. Me llamo Esteban Espósito. Santiago seguía tomando mate, solo, a mil kilómetros de distancia, su perfil silencioso y contemplativo superpuesto con la fuerza de un grito a esa revelación de mí mismo. De haber sabido entonces lo que hoy sé, habría comprendido la razón. Había algo religioso y casi sagrado en aquel abstraído tomar mate del jujeño, como si ese cuarto fuera un templo donde un sacerdote (¿pero de qué liturgia?) estuviera celebrando ante mis ojos mi rito de iniciación. Dónde vas, ha preguntado el jujeño al ver que me pongo de pie. Necesito pensar en mí, le digo, y la frase suena tan grandiosa que me siento ridículo y sonrío, y él quiere saber si me pasa algo.

Salí de su pieza y entré en la mía. Una hora después, salté de la cama pensando: Tengo que verla. No estaba dormido, sin embargo cuando oí el tumulto y el último galope formidable fue como despertar.

XVIII

Me llamo Esteban Espósito. El cielo raso, los muebles, el empapelado de luces de las paredes, todo absolutamente inocuo. Ni manchas ni rajaduras. Leonardo da Vinci, ante un espectáculo así, hubiera sentido una fuerte desolación. Leonardo da Vinci es una excusa, las frases son una excusa; no hay público, ser sincero, cabrón. Esto es Córdoba de la Nueva Andalucía, en Sudamérica, el ombligo, el mándala, o tal vez el culo del mundo, y yo soy Esteban Espósito, argentino, estado civil soltero, un grandísimo hijo de puta en el más cabal y nada metafórico sentido del concepto, profesión: escritor. Soñé toda mi vida con llegar a un hotel y en el registro de pasajeros del señor Ripul gusano gelatinoso zambulléndose con lentitud dentro de sus pantalones, estampar junto a mi nombre la palabra Escritor. Qué portento, qué rareza, oh. Niñas nubiles de vestidos vaporosos rodeándome y cantando Sanctus, sanctus Stephanos qui erat, et qui est, et qui venturus est, algo así. Me dejaba crecer el pelo, por ejemplo, larga melena heroica primero; más tarde, los versos vienen solos. El mayor peligro que se corre jugando a ser un genio, llegar a serlo. Es fatal, es Ibsen. No. Todo otra vez, payaso. Hundirse usted, meterse bien adentro hasta el límite cloacal de tu podrida almita, bello espíritu llamado Esteban Espósito, no olvidarlo: se acabó el juego, voi chentrate lasciate ogni speranza, arder y comer caca, nadie prueba en joda los famosos y nada románticos y más bien con un siniestro sabor a acumulado sufrimiento ajeno, hermanos míos, los mundialmente conocidos Elixires del Diablo.

Cortina musical de Sibelius; cuento hasta diez y empiezo, lo juro. No, querido, ya, sobre la marcha dirás vine a Córdoba huyéndole a dos cosas que son la misma, a la espantosa angustia de no ser ya adolescente, nunca más serlo, jamás volver a serlo ni cantar O solé mío por las galerías del Colegio Nacional de San Pedro, pase Espósito, no estudié, y Julieta Capuleto mirándote entre orgullosa y seguramente alarmada pensando él no estudió porque sufre. Voy a matarme ahora mismo, ahí está. Lo único que me falta es el gato de Pavese. Pero nunca voy a matarme, capaz que allá no hay nada. La cara torcida, además, toda llena de sangre; los sesos amarillos contra las paredes. La fealdad es innoble. ¿Cómo?, ¿qué? Lo otro, querido alfeñique de cuarenta y cinco kilos convertido para siempre en Charles Atlas, lo otro, la otra parte de las dos cosas que son una, la parte donde se narra por fin la decisión impostergable de quien huyendo a Córdoba se encontró con la sorpresa de no ser ya adolescente y va a tener que aceptarlo. ¿Conforme, ahora? Me llamo Esteban Espósito. Ni nombre de escritor tengo.

Glup.

Nací en el año de la Nova Hércules, el 27 de marzo de 1935. Aries. Eran las ocho de la noche. Escorpio. Signo de fuego y sexo, nuevamente oh, incurable. Cuidado con los golpes en la cabeza. No le falta más que la túnica, el zodíaco atrás y esa especie de juguete enorme, el universo, con planetas y círculos. Urba. Doctor Urba. ¿Usted se golpeaba a menudo, mijito?, no lo dijo pero lo oí, y él ponía ojillos con elle, rendijas o ranuras de alcancía, muy tipo Doktor Urba Herr Proffesor und Privatdocent Urba. Y el otro, ¿quién será? Cherubini. Padre Custodio Cherubini. ¿y por qué habla de esa manera? Pero el hecho es que sí me golpeaba a menudo y que la cabeza cada día me duele más, como si me barrenaran el cráneo o como si quisieran arrancarme algo con una gran pinza de dentista, tirando hacia abajo para desarraigar una muela gigantesca y podrida. Quizá los fórceps. Salí todo machucado, mamá, resistiendo heroicamente hasta último momento, conmigo no podrán hijos de puta. Al menos te habrá dolido bastante, grandísima atorranta. Llámame tía y cuidadito con decirle nada a tu padre. Y creo que me daba cuenta, por supuesto que me daba cuenta, si ahora me doy cuenta es porque entonces ya me daba cuenta. Nadie recuerda lo que no recuerda. Complicidad infantil, protoalcahuetería. Estebancito Celestina de siete años traidor a la causa del gran Sandokán, su padre, con quien sin embargo navegaba de noche por la Rada de Batavia, recuerdo su voz profunda leyendo al abordaje mis tigres, voto a bríos, entre el tronar de los arcabuces y las espingardas, sin saber él que yo la llamaba tía y que el avión aquel me lo regaló un señor. Perdón, papá. ¿Quién será Bríos? Hace unos días soñé con ella, venía caminando de espaldas desde el fondo de un pabellón. De espaldas pero con la cabeza vuelta hacia mí. No fue un buen sueño. Tenía un guardapolvo con un número o una letra, que yo veía claramente pero que no podía leer. Un alfabeto de manicomio. Sus ojos, sobre todo. El lago del corazón del que hablaba Dante no está en el corazón, está en los ojos. Yo creo que la locura se hereda. En el fondo me gusta la idea. No seré noble pero vivan las taras familiares. Blasón no, ley de herencia. El menor peligro que se corre jugando a ser loco, llegar a serlo. Fiksler también jugaba, algún día ir a visitarlo al Neuropsiquiátrico y escribir sobre la cordura de don Jacobo. Sólo que por qué jugaba. El famoso demonio de la perversión, chueco jorobadito ladino que hace leer a Artaud, al viejo Poeta, a Nerval: hacete el loco que te queda lindo. Mi madre con sus enormes ojos opacos, como cuando de noche se sentaba de golpe en la cama y me decía Esteban, tuve un presagio. ¿Qué es presagio? Una premonición, un anuncio: ellos están cerca, vienen hacia acá, me van a llevar. Y yo pensaba quién va a hacerme el café con leche por la mañana, mamá. Pensar eso era el miedo. De mañana era buena, madre-diurna, hacía caricias, contaba historias, decía que las soñaba. Y una mañana no estaba más, zas, pensé, se la llevaron, pero mi primo Julio dijo se piante con un tipo y empezamos a rodar por el patio de baldosas, caí de cabeza pero igual le gritaba retirá lo dicho. Laura estaba mirando. Sucia carroña, gritaba yo. Me parece que uno ya viene con la literatura puesta. Anankee. Las estrellas inclinan pero no determinan. Como el materialismo histórico. Santo Tomás pensaba algo parecido, el futuro de los pecadores está bajo el dominio de los astros, sólo los pecadores tienen destino. Idea rara. Algo puede haber, sin embargo. Como la influencia de la Luna sobre las mareas, algo así; o sobre las cosechas. ¿Las mujeres? Por ejemplo. Lógico: astro lógico. Mira a van Gogh, multicolor imbécil, loco ariano desorejado babeándose gritando imposible imposible. O Baudelaire. He cultivado mi histeria con regocijo y terror, ¿cómo seguía?, y hoy nosecuánto de nosequemés de nosequéaño he sentido pasar sobre mí el viento del ala de la imbecilidad. Ahí tenés lo que se llama un presagio. Bach también de Aries, pero manso. De todas maneras uno se tiene que ir dando cuenta. Al principio debe ser algún tartamudeo. O enojarse por cualquier estupidez. O ver algo que no está. Las voces, eso es lo raro. Hace unas noches, en Rosario, en esa casa de Fisherton. Pero fue de dormir poco, y del botellón de whisky que tomamos en esa casa. Había un médico pelirrojo, pelitieso y peligroso. Parecía un fósforo recién encendido. Su apellido era fácil, significaba algo que se parecía a él, raro que no me acuerde. Nunca vi a nadie tomar tanto, creo que tenía una cuestión personal conmigo. Cantaba bien. No tan raro, ya que cuando salí de esa casa yo no sabía ni mi propio nombre. Como esta mañana. La cuestión es que lo oí claríto. Pactemos. Y me desperté, en la bañadera. Además no estaba dormido ni eran voces. Era como pensar con fuerza, como si ahora pienso: Pactemos. ¿Qué? El asunto de los pájaros ya es un poco más divertido, el cansancio hace oír pájaros. Trinos. Pajaritos en la cabeza. Signo, señal. Indicio y dato. Humo y fuego.

Pactemos.

¡Fuego!

Un tiempo de roja locura se avecina, ahijadito, galoparás, galoparás delante y te dirán maestro. Also sprach Esteban. Abandonó su patria y el río de su patria, se retiró a la montaña, una mañana se levantó con el crepúsculo del alba, increpó al Sol, se despidió de su águila y de su víbora y comenzó su Untergehen, cuesta abajo, dando gritos como un sátiro adolescente, no, nunca más adolescente, lo sé, se acabó el efebo brillante a quien rondan protectoras matronas Cavarozzis deslumbradas ah llorando su antigua nubilidad en andrajos, pensando quizá lo hubiera amado tanto, snif, el tiempo, el Tiempo. Para mí, también. Tengo tres pelitos blancos en la barba, los vi, tres níveos pelitos de un lado y cuatro del otro, que se multiplicarán como las frutas en las cumbres del Líbano, como la hierba en los prados. Motivo por el cual, caput, Jodón dios Pan de pueblo chico, basta. Cabeza de ratón ha muerto. Ecce Homo. La gran quiebra adentro, el límite aquel de la lectura: un punto del que es imposible regresar, nadie regresa. Sí, firme aquí con sangre. No, nadie regresa entero, sólo el consuelo de la letra escrita y yo con ella hasta donde aguante, reventaremos juntos, amada mía, aunque no sea lo mismo, aunque el agujero aquí, corazón de trapo. Pero y por qué. No por nada llegué huyendo, Beatriz, y te encontré Graciela Oribe alta de manos balsámicas, matadora de la serpiente. Y Esteban da siete pasos de león y mirando a su alrededor dice: Homo fuge. La cosa está que arde. Volver adonde. San Pedro ya no existe. Buenos Aires nunca existió, Buenos Aires es una plaza en Flores, una plaza con robles y terebintos junto al gran colegio irlandés de tejados rojos. Y su pelo. Buenos Aires era el resplandor de su pelo tan raro por las noches, tan no sé. No parecía real visto contra la brillazón de los focos. Una calesita a lo lejos. Y, siete años después, la triste despedida, ella y yo junto al sobrerrelieve de Los Amantes, en la Plaza Irlanda, lindo lugar para la patética ceremonia. Despidiéndonos como dos enanos junto a la titánica pareja de mármol. La formidable amada de dos metros de alto mostrando el culo, y el amado descomunal, portador de una hoja de parra en el pito. No sé por qué la Municipalidad imagina qué las nalgas de una señora son menos ofensivas que su bajo vientre. Francamente. Tampoco sé cómo hacían los antiguos para taparse la pistola con una hojita deleznable sin que se les viera, no digo las pelotas, pero aunque más no sea algo de las pelotas. Me mirabas, Beatriz. Te estás sonriendo, dijiste, siempre estás sonriendo, hasta hoy. No, es que. Pero cómo explicar. Cómo explicar, mientras me dabas los anillos y me decías guárdalos vos y si dentro de un año, cómo, en qué lenguaje de este mundo explicar lo de los glúteos y la hojita. Un año, qué coraje el mío. Un año de plazo pedido por mí. Un año de ardiente soledad creadora, doce meses de libre libertad febril, trescientos sesenta y cinco domingos áureos poblados de millones de minutos fulgurantes para redactar mi Zepher Yetzirah, porque al parecer la marcada tendencia de Esteban Espósito, en esos últimos tiempos, a rodar borracho por la escalera o despertarse en camas ajenas, no era la fresca viruta sino desesperación poética. Déjame que te explique, hermana paloma: una especie de autodestrucción simbólica, de autovejación, como de santo que macera su triste carne para purificar el alma inmortal, sólo que un poco al revés. O de rebelión. Combatir la impotencia del espíritu a rudos golpes de bragueta. Me engañabas, Esteban, eso es lo único que yo sé. Cómo explicar, cómo decir que no. Que realmente era otra cosa. Y además para qué, vengan el cintillo y las alianzas y adelante con el Amor Fati. Comprometerse, cajita azul, anillos. Bien mirado hay que ser cursi. Yo, quiero decir, porque la idea se me ocurrió a mí, poeta colosal. Gran sorpresa en el Pasaje de la Piedad: Te voy a inventar un sitio, vení. El pasaje colonial engastado súbitamente como un camafeo en plena Bartolomé Mitre al 1600, a tres cuadras del siglo XX, laberinto dormido en el tiempo frente a la iglesia de la Piedad, con su letrero ruinoso entrada para carruajes y su empedrado recoleto que pisan fantasmas de enlutadas. Mira si no es de otro siglo, de otro mundo; hace abstracción de esa rata y de los tachos de basura y decíme si no es Poe. Mira esa casa. Y ahora dame la mano. No, la otra; el dedo, afloja el dedo. Ego vos conjugo. Consummatum est. Aunque declaro que su helado brillo lunar, el de las sortijas, no significa que sean de oro blanco ni mucho menos platino, en cambio la perla del solitario es auténtica y no me salgas con que trae mala suerte porque mi abuela Ramona la usó sesentitrés años y tuvo nueve hijos, sólo uno epiléptico.

Ite, missa est.

Meses más tarde: el sobrerrelieve, la giganta culo al aire, el titán atrofiado por las paperas. Y cualquier día de estos se cumplirá el año atroz y me morderé pa'no llamarte. Cuándo se cumplirá el año, dicho sea entre paréntesis. De cualquier modo, no pienso aparecer, a ver si no va. O si va. Eneas y Dido. Kierkegaard y Regina Olsen. Odi et amo. Tania y Discépolo. Esteban y. Viaje a Córdoba en los veloces y confortables trenes Flecha de Plata y toque allá la mandolina durante treinta y seis horas. Me quedan veinte.

Hay otros planes de excursión. Firme aquí.

Me llamo Esteban Espósito, no es un buen nombre.

En efecto, no es ningún nombre. Somos mil. Él es mil. Legiones de argentinos se frustran sistemáticamente alrededor de los treinta años, dejarlo que reviente. Viva el fracaso. Veinte millones de malogrados, deslucidos, abortados y fracasados te saludan, viejo Discepolín. Adelante, cabrón. Hundirse usted. Confesar me llamo expósito que no sólo no es un nombre estupendo sino siquiera un nombre de ninguna especie.

Trataré.

Ficha históricogenealógicaprenatal de Esteban Espósito, única protobiografía completa de un argentino, desde el zanjón ignoto hasta los fórceps, desde el estado espermático hasta su casi fatal naufragio fetal en el líquido amniótico, sus muchas diversas metamorfosis, y sus correspondencias con otros ensayos de la Naturaleza, análogos y monstruosos, que precedieron a la aparición del hombre sobre la Tierra.

Bien. Algún antepasado mío fue arrojado a la alcantarilla y de allí lo recogieron; aunque, si se lo mira con calma, ésta también es una idea narcisista. Dejemos la alcantarilla. El hecho es que un hombre remoto cumplió la mayoría de edad y, al salir del orfelinato, el Señor del Escritorio dijo: Atención, guachito, vamos a darte un apellido. Te llamarás Expósito. Con equis. Y él, que seguramente tenía el humor siniestro de casi toda mi familia, pensó gracias, Spicciafuocco es peor. Sin contar con que si uno se llama Gambastorda o Roncaforte puede jurar por Dios que no pertenece a la casa de Alba. Yo, en cambio, soy mi propio origen, me celebro y me fundo a mí mismo. Que vengan a probarme que no desciendo de Alfonso el Sabio o de Bernal Díaz del Castillo, gran prosista. Y él salió a la calle, miró en torno y dijo: Todos los argentinos somos expósitos. Guacho: gaucho. Un orfanato planetario de 3694 kilómetros de largo por 1460 en su anchura máxima, limitado al norte y al poniente con otros asilos de desolación, al este con el exilio y al sur con la Nada. Lo cual explica muchas cosas; entre otras, nuestra falta de orgullo nacional, nuestro sensiblero amor a la madre y nuestra moral de carpe diem. Veamos, reflexionó. Ontología patria. Expósito Ixpiacoc, el abuelo primordial, intenta echar raíces. Oye una fanfarria, ve a distancias telescópicas un árbol copudo, observa a unos niños rotosos y gambeteadores disputándose con pasión una pelota. ¿Qué ha percibido? Himno nacional que celebra de los rudos campeones los rostros, Marte mismo parece animar. No es un himno, es una payasada. Para no hablar de la Marcha de San Lorenzo, con Febo, que asoma, y un sordo ruido que oír se deja. De corceles. Ñatos matungos petisos y unos paisanos chuecos que vienen a ser las Huestes. Cero en historia. El árbol es un ombú, que ni es árbol ni pertenece al paisaje. Es una planta, un yuyo, un arbusto a escala de dinosaurios. Solo y anacrónico como los leones de don Quijote. Algo lo desarraigó de la selva y lo empujó hacia el sur, Dios, o el azar, o su propia voluntad de gigante loco que se puso a caminar contra el pampero por contrariar a la naturaleza. No sirve ni para leña ni para empalizada ni para muñirse de garrote. Fofo como una madre, sólo da sombra. Y asilo. Una planta desarraigada para el descanso de la huida de un huérfano trasplantado. Deporte típico: foot ball. Balompié es peor. Boca juniors. Algo así como un concubinato monstruoso entre Garibaldi y la Reina Victoria. Qué país, manes de Atahualpa. Si hasta él, zorzal criollo, el bronce que sonríe. Viejo Garlitos, cómo nos hiciste la porquería de nacer en Francia. Habría que fundar todo otra vez, dijo. Y creció y se multiplicó y perdió la equis. Hasta que, en la conmoción oscura y violenta de una siesta pueblerina: el Gran Misterio del Galpón. Jodienda y cachondeo sobre las tibias amarillas pajas. Ellos, los microzoos metafísicos. Conmigo a la cabeza. Eran miles, somos miles, cientos de miles arremetiendo juntos. Nunca imaginó nadie jornada más gloriosa. Un batifondo de epopeya conmoviendo los valles de la uretra, Falopio que soplaba su trompeta; los hocicos resollantes de las tencas. Y él, Güemes bicrobiano, Estebanzoide, dando feroces alaridos épicos. Y él era yo. Los otros rodearon suicidas los últimos reductos, de cabeza locamente se lanzaban hasta que las resistencias cayeron con fragor, y yo, que entonces era él, advertí de pronto la Puerta Estrecha, la grieta franca y enigmática. ¡Ábranse!, debí de gritar mientras pensaba para mis adentros: Y ahora, qué. Me derrumbó la noche. Oremus. Esbebanzoide ha muerto. Te llamarás Estebanfeto. Bien. Y él fue como los pólipos. Y él durmió, y al despertar fue como el pez de pupila alucinada. Y soñó. Y al despertar fue como los renacuajos. Entonces, meditó. Encogido sapo, filósofo uterino, reflexionó acerca de profundos misterios. Quién, qué soy, se interrogó clamando en la honda noche húmeda, de dónde vengo, para qué. Y cantó en las tinieblas su canción acuática: Oh lejana irrecuperable infancia, yo era el alegre delfín cola de pez, había sitio en el universo para mí y ahora todo tan remoto y sumergido. Porque se encontraba a punto de tomar una resolución, y Esteban, como la Naturaleza, cuando está triste o desorientado canta. Pero a veces sus cantos son espantosos. Y la resolución que él debía tomar era crecer. Y creció. Y él mismo fue en sí mismo y dentro del claustro materno todo el origen de todas las especies, y la naturaleza evocó y repitió en él sus primeros repugnantes tanteos, sus horrorizadas vueltas atrás y sus deformidades. Un día le borró la cuerda dorsal como ya otra vez había diezmado los peces de enormes caparazones. Y, delirante, al día siguiente, le inventó riñones gigantescos, esponjas bestiales que poblaron hasta casi reinar en ella, la bóveda del peritoneo. Y tuve un hígado titánico, un hígado prometeico. que combatió por su mundo visceral: un hígado como para mil buitres. Y tuve una cabeza de pesadilla, fantástica en su pavorosa degeneración, una cabeza del tamaño del vientre de mi madre, que reinó y mandó sobre mi triste cuerpo. Cosa que aún me pasa y que es algo molesta para vivir, hablando en general. Pero no quemar etapas. Natura non faecit saltum. Estamos aún en el planeta húmedo, en el fangoso y demencial período de agigantamientos, época incoherente y monstruosa que, en la panza usada por mis equinodermos y moluscos y medusas para dar una forma nueva y un alma inmortal, corresponde a las noches ciegas y horrorosas en que la vida planetaria borroneaba histéricamente bestias descabelladas, reptiles con plumas, quimeras fuera de toda lógica, bichos heteróclitos, abortando sin amor sueños infames que eran simultáneamente pájaros y caimanes y algas devoradoras y mamíferos y reyes del agua. Entonces, y no antes, comenzó la Creación: la equilibrada música, el ordenador principio masculino del arte frío y de la naturaleza diurna. Los peces de enormes caparazones, los gusanos altos como árboles de gelatina y miedo, los pobres seres gigantescos con cerebros de pollo que aprendieron a mamar de madres como montañas, fueron descartados como capítulos de borrachera y locura, y yo, que entonces era todos ellos, sentí disolverse el riñón primitivo, la vesícula umbilical, los apéndices teratológicos e irrumpió en mí o yo irrumpí en la forma, el más inexplicable secreto del universo: cayó como una magia en el centro de mi repulsión y operó fría, cautelosa, corrigiendo errores y brutalidades. Y él creció y envejeció en sus pantanos. Y una mañana, al crepúsculo del alba, fue el Diluvio microcósmico, el estallido de las bóvedas fetales, el líquido amniótico desbordado a torrentes de los ríos del cielo. Y todo era otra vez como siempre había sido. Él pensó: Voy a morir, lo sé. Lo último que sintió fue una presión formidable en la cabeza y un relámpago que lo dejó ciego. Edades glaciales se precipitaron sobre el caliente mundo. Lo deslumbró la blancura de la muerte mientras pensaba: ¿Y ahora, qué? Nací el 27 de marzo de 1935. rip. Te llamarás Esteban Espósito. Y ahora qué.

Los caballos últimos, la alta yeguada espléndida, huerfanito, el huir para siempre de los perros vengativos que vienen con la repetida muerte: no hay más que esto, esta disparada vertiginosa hacia el Estebanfuego. Inexorable y solo. Expósito.