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1. LA CELDA OUE OCUPABA el Gran Inquisidor un la casa del Santo Oficio, no correspondía, en sus proporciones, al poderío del inquilino, aunque sí a su persona: era grande, bien conformada, de paredes encaladas y vigamen oscuro, con muebles ennegrecidos por el tiempo, y una alcobita en que el Gran Inquisidor escondía su yacija, que no por llevar ese nombre era necesariamente incómoda. Detrás de la gran mesa guarnecida de terciopelo colgaba un cuadro en que se figuraba a María Magdalena penitente en una cueva; la gran cabellera increíble dejaba ver los resquicios de un cuerpo dorado; en las otras paredes, dispuestos según el principio de simetría más absoluto, dos series de cuadritos con la vida y las tentaciones de san Antonio, equilibrando el conjunto: la una, a la derecha, de mano flamenca, donde las mujeres desnudas eran feas, y la otra, a la izquierda, de mano italiana, donde las mujeres desnudas eran bellas. El tintero, de doce plumas, ocupaba una esquina de la mesa, y el brasero, de bronce y cuero, había sido repujado por artífices cordobeses, probablemente moriscos, pero estos orígenes dudosos no inquietaban la conciencia del Gran Inquisidor, templada en las tolerancias de la corte romana. En el rincón del fondo, con la luz y la ventana viniendo de la izquierda, tenía instalada la camilla, que usaba para comer y para calentarse las piernas en el invierno, desengañado de la utilidad, meramente decorativa y algo imponente, del gran brasero, que lucía en el centro de la habitación y echaba atrás al visitante con su imponencia. Los manteles simples, aunque dignos; la vajilla, de buena plata antigua; la comida, a lo que podía verse, abundante y sencilla, pero el Gran Inquisidor se servía con parquedad, y lo que no se comía el criado Diego, dotado de mejor diente y más manifiesta gula, regresaba a la cocina para festejo de pinches y otros subalternos. Hoy se había servido por todo plato una sopa y truchas a la navarra, y, para postre, uno de los confites de hojaldre y huevo que elaboraban para él y para otros magnates las madres de Santa Clara, la Antigua (las de Santa Clara, la Nueva, se habían especializado en escabeches, que no regalaban, vendían, porque, siendo más nuevas, eran más pobres. De todas suertes, el Gran Inquisidor no ignoraba los sabores de sus bacalaos, pura delicia para el paladar atribuida a la intervención directa de los ángeles, aunque no por el Gran Inquisidor, quien, al respecto, sabía a qué atenerse).
Había un pájaro en la celda, ejemplar quizá perdido de la tribu emigratoria, si no engañado por la tibieza del aire. Dio unas vueltas, tropezó aquí y allá, y salió al jardín por la misma ventana por la que había entrado. El Gran Inquisidor no hubiera podido explicar por qué siguió su vuelo con envidia.
El criado Diego, sentado en un escabel, había dejado aparte la escudilla de sopa, varía ya, y limpiaba de espinas la trucha con su navaja cachicuerna. Tenía también al lado, en el suelo, un gran vaso de peltre colmado de morapio. El Gran Inquisidor, jugueteando con la cruz pectoral, parecía haberse transido, después del vuelo del pájaro, de modo que el criado Diego masticaba ruidosamente sin miedo al rapapolvo. Pero el prelado despertó y le llamó al orden.
– Diego, me has interrumpido una posible siesta con los chasquidos de tu lengua y ese tornado que provocas al masticar. Te agradecería que comieras con más comedimiento.
– ¿Y qué más da, Excelencia, ahora que lo he despertado"? Por mucho cuidado que se ponga, señor, al comer siempre se emiten rumores.
El pájaro, en su vuelo, rozó el cristal de la ventana con rápido, efímero ruido.
– Y, a propósito de rumores, Diego, ¿qué se dice hoy por la corte?
El criado terminó de masticar el pedazo de trucha que sus dedos grasientos habían llevado a la boca. Las manos del criado eran grandes, y cuando hurgaban en el plato, lo cubrían.
– Un fraile capuchino, de los de Medinaceli, tocó a rebato, como si hubiera fuego, y a la gente que se juntó echó un sermón incendiario contra los pecados de los grandes que al pueblo le toca pagar, o, por lo menos, contrarrestar por medio de penitencias públicas por los daños que no ha cometido. Esto tenía también algo que ver con una serpiente boa y un bellísimo diablo. Le aseguro, Excelencia, que la gente habría puesto fuego al Alcázar si el fraile se lo hubiera ordenado, pero se limitó a organizar procesiones a deshora, una en un barrio, otra en otro, y así, con cantos penitenciales y él mismo al frente de alguna de ellas arrastrando una cruz. La gente está que arde y el que más y el que menos espera salir a la calle cargado de cadenas. Eso excita mucho a las mujeres, y cuando vuelven a casa, derrengados, se las encuentran cachondas, y tienen que hacer una segunda penitencia.
– ¿Y en el mentidero?
– En el mentidero, Excelencia, se trató de tres temas, digamos que por su orden: al principio todos hablaban de Marfisa, Vuesa Excelencia sabe a quién me refiero: que si es así, que si es andando, que si tiene las tetas derechas o empiezan a caérsele.
El pájaro que revoloteaba por el jardín, y que a veces gritaba, no podía sugerir la imagen de unas tetas, ni caídas ni derechas: Su Excelencia lo lamentó.
– Después, que si el Rey había pasado la noche con ella, por lo cual Su Majestad creció dos o tres puntos en la estimación de los presentes, aunque no hayan faltado maldicientes que rebajaron a nada la acometividad real; por último, señor, se siguió hablando del Rey, pero esta vez porque se dijo que había pedido a voces ver a la Reina desnuda. Y aquí, señor, las opiniones se dividieron, porque algunos, pocos, lo consideraban un mal ejemplo, y muchos, los más, como el ejemplo que había que seguir, y dejarse de gaitas y consideraciones. Como que un caballero bien portado, aunque con aire de perulero más que de hidalgo, profirió más o menos estas palabras: «Si el Rey consigue ver a la Reina desnuda, todos tendremos pretexto para desnudar a nuestras hembras, sean esposa o querida, y se desnudarán todas las de estos reinos, y las mujeres de las Indias, y acabarán desnudas las mujeres del mundo entero, si se pone de moda, lo cual va siendo hora de que suceda, porque de camisones largos y de disputas por levantarlo un poco más, estamos tan cansados nosotros como ellas. El único peligro, y éste meramente imaginario, estriba en que se determinen a salir desnudas a la calle, o con trajes tan transparentes que se les trasluzca todo, pues ya sabemos las ganas que tienen las mujeres de publicar sus secretos.» Puedo decir a Su Excelencia que en el corro donde esto se decía no había curas, y si había alguno, no vestía ropa talar, y no estuvo disconforme con la opinión del perulero.
– Los viejos principios, Diego, están perdiendo vigencia, los tiempos cambian y la gente piensa distinto. No tengo nada contra el desnudo en privado, sobre todo a oscuras, pero sacarlo a la calle es como quitar la sal a la comida. No sé qué va a ser de nosotros.
– Como que se dice por ahí, y ya hace tiempo, que abundan los cabrones consentidos, y que qué va a suceder si la cosa cunde.
– Eso te digo, Diego. ¿Qué va a ser de nosotros? De ti y de mí, por ejemplo.
– Por lo que a mí respecta, Excelencia, me queda poco de vida, y, con tal de que haya vino…
Apuró el que quedaba en el vaso. El Gran Inquisidor cerró los ojos y recordó los viejos tiempos de Roma. El ave pasó rozando los vidrios de la ventana y se escondió en el alto ciprés que centraba el cuadrado del patio.
2. Primero fue un Te Deum, a cuatro voces mixtas, con reiterada intervención del órgano, que unas veces quedaba por debajo, como quien sirve de soporte a las piruetas melódicas, y otras, las perseguía en su complicada ascensión: laudamus, laudamus, laudamus, hasta chocar y reflejarse en las altas bóvedas; otras, por fin, las excluía del torrente sonoro, y era él solo en subir y colmar el ámbito con los resoplidos de su abundante tubería; una música de mucho mérito, traída de Roma, concebida para la inmensidad del Vaticano, que en aquella capilla de mediana holgura venía un poco grande: como que a veces vibraban las paredes y se estremecían las columnas. Luego, el sofoco del incienso y del calor, como que alguien se privó y hubo que sacarlo afuera y socorrerle con aguardiente y aire fresco: era un mercedario escueto, especialista en la cuestión De auxilüs, que no tenía nada que ver con el orden del día, pero a quien no se podía dejar fuera de una consulta general como aquélla. Cuando terminó el Te Deum, se formó en el claustro la procesión; dos filas de hábitos variados y el Gran Inquisidor al cabo: muy tieso, aunque un poco distraído, indiferente a los pajes que soportaban su cola. Cantaban el Veni Creator, según el canto llano, que les resultaba más accesible que aquellas polifonías romanas, aunque lo cantasen con voces desganadas y bastante ásperas. No salía muy bien, pero daba igual. No todos los de la procesión entraron, sino sólo los que tenían asientos en la Suprema, bien como miembros titulares bien como teólogos invitados; o sea, consultores, y entre éstos figuraba un jesuita portugués, el padre Almeida, bastante joven aún, pero de rostro tostado por los soles brasileiros. El padre Almeida estaba de paso en Madrid: lo habían destinado a capellán secreto de una gente en Inglaterra, porque al otro capellán lo habían ajusticiado, lo que era tanto como admitir que al padre Almeida le quedaba poca vida; pero no parecía apesadumbrado ni entristecido, tampoco entusiasmado con su futuro martirio: se portaba con naturalidad, mucha más que la de sus compañeros, a pesar de la reputación de teólogo sabio que su rector proclamaba en la carta de presentación al Gran Inquisidor, con la que justificaba su presencia. El padre Almeida chocaba un poco entre los demás clérigos, porque llevaba encima de la sotana un cuello a la francesa, y porque, al desabotonársela por el calor, se le habían visto medias negras y calzón. Pero, como a extranjero, no se le tomaba a mal.
Después de acomodados en la sala de reuniones, en razón de jerarquías siguiendo un criterio piramidal, todavía se rezaron más latines, éstos sin música, y la cosa quedó como en el escenario de un teatro: el Gran Inquisidor en lo más alto, aunque la cola de su hábito bajase hasta los rangos inferiores y extendiese encima de las losas el triple triángulo de su remate; después venían los jueces propietarios, el padre Pérez, el padre Gómez, el padre Fernández y Enríquez de Hinestrosa, así hasta seis, con hábitos blancos, hábitos negros y hábitos combinados; de ellos gordos, de ellos flacos, regordetes de cara o estirados, reservados o expresivos: todo lo que en el mundo se sabía de Dios y de todo lo que he concierne estaba almacenado en los caletres de aquellos seis, que votaban las decisiones, y, en caso de empate, desempataba el Gran Inquisidor; quien, además, tenía el privilegio de vetar los acuerdos colegiados y sustituirlos por su opinión propia, caso que se daba pocas veces, sobre todo por el qué dirán. Más abajo se sentaban los distintos peritos: aquella vez uno por cada orden, incluidos los mostenses, los premostratenses, y algunas órdenes nuevas, como la Societate Iesu, a la que pertenecía el padre Almeida. Entraban y salían con sigilo, soplones, esbirros y demás gentuza, a la que se prohibió la entrada un poco antes del juramento. A partir de éste, la gran sala del consejo quedó clausurada para el exterior: amplia y sombría, alumbrada de candelabros, la presidía un Cristo entre dos luces: poco Cristo y muchas velas para local tan amplio, donde lo que destacaba era el presidente. ¡Tan refinado, tan aburrido, allá arriba, en su sitial, casi nimbado, casi divino bajo el bonete de cuatro cuernos agudos! Solía echar un sueñecito después de tomar el juramento a los presentes y hacer el resumen de los temas, o los hechos que se iban a discutir; esta vez añadió la noticia de que la sospechosa Marfisa, que el Santo Tribunal había convocado y mandado prender, no había sido hallada. «Seguramente, alguien la previno, y huyó.» Y muchos lo lamentaron, sobre todo el padre Villaescusa, capellán de palacio, que sudaba en el rango de los peritos consultores. Pero aquella tarde no pudo dormitar el presidente, porque los frailes de a pie chillaban, quizá porque el tono elevado de las voces cargase de razón a las ideas. Por lo pronto, el padre Villaescusa manifestó su disconformidad con la exposición que se hizo de los hechos, de tal modo redactada que daba la impresión de que se habían reunido a causa de unos pecados veniales del monarca. No es que hubieran mentido, ¡él no decía eso!, sino que se habían contado sin intercalar censuras, comentarios o condenaciones. «¡Nada de pecadillos! ¡Un verdadero adulterio y una verdadera profanación del santo sacramento del matrimonio!) Y aquí fue cuando el padre Almeida, el jesuita transeúnte y destinado al martirio, se levantó y pidió la palabra.
– Es para manifestar mis dudas de que se haya cometido adulterio.
– ¿Va a negar Su Paternidad que el Rey pasó la última noche en brazos de una prostituta? -le preguntó el padre Villaescusa, extrañado al mismo tiempo que irritado, y con el mismo tono de voz que si el padre Almeida viniese de otro planeta y se hubiera expresado en lengua desconocida-. ¿O es que niega Su Merced la verdad de lo que acaba de sernos leído? Claramente se dice que el Rey pasó la noche en brazos de esa tal Marfisa.
– ¡Dios me libre semejante atrevimiento!
– ¿Entonces? ¿Cuál es la opinión del padre Almeida?
– Sencillamente, dudo de que Sus Majestades estén casados, al menos delante del Señor.
Todo el mundo volvió la mirada hacia el jesuita portugués, y algo así como una ráfaga de incomprensión colectiva sacudió aquellas mentes esclarecidas. Hasta que el Gran Inquisidor, desde su altura indiferente, se dignó a examinarle con curiosidad, y fue él precisamente quien preguntó.
– ¿Qué está diciendo, padre Almeida?
El jesuita seguía de pie, y aquella concurrencia de miradas reprobadoras no parecía afectarle. A la pregunta del Gran Inquisidor siguieron varias voces.
– Explíquese, explíquese.
Y el padre Villaescusa añadió:
– Lo que acaba de decir incurre en una doble sanción, de la Iglesia y del Estado, porque está usted atribuyendo a los Reyes nada menos que un concubinato.
– Sí, aunque ellos lo ignoren; pero la Iglesia no puede ignorarlo.
– Insisto, padre Almeida, en que sea más explícito -rogó, con voz apaciguadora, el del asiento eminente.
Cuando el padre Almeida pidió que le permitiesen quitar la sotana, porque hacía mucho calor, más que con hostilidad, la mayor parte de los miembros de la Suprema le miraban atentamente, ya no iracundos, sino estupefactos, y aunque casi todos pensasen que a aquel desconocido convendría examinarle a conciencia de ortodoxia, la mayor parte de ellos había admitido, sin graves dificultades mentales, que no sería necesario el tormento, y que un hábil interrogatorio bastaría. Y entre ellos figuraban bastantes con reputación de hábiles interrogadores. El padre Almeida dobló cuidadosamente la sotana, y la dejó encima de su asiento, con el sombrero.
– Reverendos señores, no voy a citar a los santos padres ni a los sagrados textos. Sólo me permitiré recordarles la unanimidad de todos los moralistas y todos los teólogos en requerir, como condición básica del matrimonio, la libertad de los cónyuges. Ahora bien, nuestros amados Reyes, ¿eran libres al casarse?
Dirigió una mirada alrededor. Le escuchaban, pero no parecían dispuestos a contestarle, salvo el padre Villaescusa.
– ¿Quién lo duda? Fueron interrogados según los trámites del ceremonial, y ambos dijeron que sí.
– ¿Y podrían decir que no? Ruego a su paternidad que medite la respuesta.
El padre Villaescusa pareció dudar un momento. Luego, respondió.
– No entiendo la cuestión. El padre Almeida es demasiado sutil. No parece jesuita.
– ¿Sutil, dice Vuestra Reverencia? Pues yo lo veo bien claro: se trata de dos príncipes imbuidos de esta condición; se trata de dos adolescentes, a los cuales se les ha enseñado la obediencia a sus padres, que, además, son Reyes. ¿Cómo podrían decir que no? Sin embargo, sus síes estaban condicionados por el doble carácter de príncipes y adolescentes. No fueron afirmaciones libres.
De entre la masa de expertos salió una voz cascada.
– Acaso el padre Almeida no se dé cuenta de que está poniendo en tela de juicio la más antigua de nuestras costumbres, la de que los padres acuerden el matrimonio de tos hijos, así como la de recabar la anuencia de la Iglesia.
El padre Almeida se volvió al hablante, que era un fraile viejo de una orden secundaria.
– Yo no pongo nada en tela de juicio. Yo ni siquiera juzgo. Me limito a presentar a vuestras paternidades unos hechos indiscutibles, de los cuales, para este caso, y sólo este caso, me permito sacar consecuencias. Lo demás es de la incumbencia de este Santo Tribunal, no de la mía.
– Aun suponiendo que el padre Almeida tuviera razón, la ulterior consumación del matrimonio lo legaliza y santifica.
El padre Almeida no tuvo que cambiar de postura, ni siquiera mover la cabeza: su interlocutor se hallaba ante él, bien visible en su cólera contenida, pero evidente.
– Le ruego al reverendo padre Villaescusa que imagine por unos momentos que a un adolescente le dicen: esta noche tienes que entrar en la cámara de la Reina, y hacer esto y aquello. Y a la Reina le dicen: esta noche, el Rey entrará en tu cámara: déjate hacer, porque es tu obligación.
– Efectivamente, padre: era ésa su obligación. ¿Quién se atreve a dudarlo? La obligación de la esposa es recibir a su esposo en el lecho, y, como Su Paternidad dice, dejarle hacer.
– Admito que también fuese la obligación del Rey; pero, quien va obligado no va libre. -De seguir su doctrina, la mayor parte de los matrimonios serían ilegales.
– Eso, reverendo padre, no soy yo el que tiene que concluirlo. Me limito a mostrar a vuestras reverencias que los sucesivos accesos del Rey al cuerpo de la Reina fueron fruto del deber, no de la libertad.
– ¿Olvida Vuesa Merced la obligatoriedad del débito conyugal?
– ¿Visto desde el Rey o desde la Reina? -arguyó rápidamente el jesuita.
– Yo lo entiendo como recíproco -intervino desde su altura un dominico de la Suprema-; aunque, naturalmente, en la mayor parte de los casos sea una servidumbre de la esposa, que no siempre está dispuesta y, sin embargo, debe acceder, en evitación de males mayores.
– Ése no es nuestro caso -respondió el padre Villaescusa-. El Rey no fue de putas porque la Reina le haya rechazado. Lo he investigado todo: el Rey hace varias semanas que no acude al dormitorio de la Reina. No ha habido, pues, rechazo que explique, sin justificarla, una infidelidad.
Fue en este momento cuando el Gran Inquisidor interrumpió la discusión con un bostezo: tan grande que casi se le desencaja la mandíbula; tan sonoro que apagó la respuesta del padre Almeida.
– Reverencias -dijo-, ¿no les parece que el primer punto de la discusión está suficientemente debatido? Nos consta que el Rey fue de putas, pero el padre Almeida, con su enorme sentido común, ha sembrado la duda de que los Reyes nuestros señores estén efectivamente casados. He dicho la duda, no la certeza. Se nombrará una comisión que lo estudie y dictamine. Queda en pie un pecado, en el aire otro, pero el que queda seguro es de la incumbencia del confesor, no de este alto Tribunal. Observo que Vuestras Mercedes están acaloradas. Yo también. Propongo un descanso mientras nos refrescamos con unas bebidas frías que he mandado apercibir. Se suspende, pues, la sesión por media hora.
Los asistentes que habían estado sentados, se pusieron de pie, con revuelo de hábitos de diversos cortes y colores. Los contendientes de aquella batalla dialéctica esperaron a que el Gran Inquisidor saliese, después de haber recogido (el Gran Inquisidor) las largas colas de la vestimenta. En la salida guardaron un riguroso turno de jerarquías, de modo, que sin mirarse, el padre Villaescusa y el de Almeida salieron emparejados. En el claustro les esperaban los refrescos.
3. Se distribuyeron por afinidades teológicas y por la afición a determinadas bebidas: quiénes al agua de cebada, quiénes a la zarzaparrilla, quiénes a la popular horchata, salvo el Gran Inquisidor, que prefirió un vaso de frío clarete bebido en su copa etrusca, una joya que había traído de Italia, adquirida tras misteriosos y arriesgados tratos en los que había intervenido un cardenal de la Santa Curia y una prostituta de claro linaje, muy afecta a los intereses de la Santa Sede, de la que había recibido un título de princesa que arrastraba por lechos ilustres, o al menos ricos: acariciaba Su Excelencia el exquisito cristal mientras paladeaba el vino, y tanto sus dedos como su lengua se estremecían de recuerdos gloriosos. Miraba, desde su altura, a sus colegas, y salvo el padre Enríquez, que era hermano de un grande de España, metido a fraile por un fracaso amoroso, y el padre Almeida, evidentemente distinguido, consideraba a los demás como patanes atiborrados de textos en latín, malolientes algunos, toscos de modales los demás, venidos de la gleba, fugitivos del arado. Alguno de ellos sería pronto obispo. ¡Dios mío, ojalá lo fuera de tierras lueñes, donde tantos indios quedaban por convertir aunque fuera a latigazos! Cualquier cosa menos recibirlos en audiencia un mes y otro, a aquellos frailes, a plantearle cuestiones de herejías rurales, listas de sospechosos judaizantes y moriscos, o de gentes ignaras de extrañas prácticas sexuales. «¿Quién no será judío en este país?» Y recordó a su tatarabuela, conversa de Zaragoza, que en tiempo del rey Fernando había apuntalado con sus doblones una antiquísima casa de godos que se venía abajo. Se había quitado el guante de la mano izquierda, guante morado de arzobispo in partibus, para catar mejor el frescor del refrigerio y la delicada talla del cristal.
Dos dominicos y dos franciscanos se habían metido a discutir sobre los pecados del Rey, a la luz de los informes llegados, a unos y otros, por caminos populares. Las posibilidades eran tres, según dichos informes: cuatro copulaciones y un fracaso a la quinta, las cuatro copulaciones sin fracaso, y el fracaso como única realidad pecaminosa. Lo que se discutía no dejaba de ser complicado: si las cuatro copulaciones debían considerarse como un solo pecado, o como cuatro; si el fracaso, aislado o en conjunto unitario, debería considerarse también como falta mortal en grado de intención, o si ciertas circunstancias bastante inciertas y difíciles de dilucidar, como si la intención hubiera sido provocada por la cómplice o si había obedecido a un impulso real, podía entenderse como meramente venial; finalmente, si la cómplice, sabedora sin duda alguna de con quién compartía el lecho y a quién ofrecía su colaboración para el pecado, debía o no ser considerada reo de un delito contra el Estado, no sólo de habitual pecadora contra Dios, y, por lo tanto, transferirla a la jurisdicción ordinaria para que la juzgasen según las leyes civiles. Metían tanto barullo en latín y en romance, que la mayor parte de los presentes habían acabado por formar corro y los escuchaban con muestras de aprobación o de repulsa, salvo el padre Rivadesella, que se reía de ellos francamente. El padre Almeida no figuraba entre los vociferantes: se había arrimado a una pilastra y contemplaba cómo la luz doraba las ramas de los árboles, y cómo más abajo iba muriendo en las flores. Se le acercó el Gran Inquisidor, sonriente.
– No es imposible, padre Almeida, que un día de éstos tenga usted que acudir, en coche cerrado y escoltado, para responder a las preguntas que este Santo Tribunal quiera hacerle acerca de la ortodoxia y de su doctrina particular; pero, entretanto, quiero manifestarle que me es usted simpático, que me gustaría que almorzásemos a solas antes de que tenga que detenerlo, y que lamento que su destino a Inglaterra ponga su vida en peligro. No conozco las costumbres y los métodos de la justicia inglesa, pero de lo que sí estoy seguro es de que mi mano no podrá llegar hasta aquellas tierras para aliviarle los tormentos. Aquí sería otra cosa.
El padre Almeida le hizo una reverencia muy gentil, más francesa que española.
– Excelencia, le agradezco esa muestra de deferencia que acaba de comunicarme, y le manifiesto a mi vez tanto mi disposición para escucharle como para compartir su mesa, si bien le advierto que, después de tantos años de ausencia del mundo civilizado, acaso mis modales no sean todo lo exquisitos que vuestra presencia requiere.
– Eso no importa, padre. Por muchos que hayan sido sus años de apartamiento del mundo, lo que se mama no desaparece jamás. Pero a mi vez le advierto que mi mesa es frugal. La Santa Inquisición es rica, pero su jefe es medianamente pobre. Le ofrezco una sopa juliana, bien condimentada, es lo cierto, y un lomo de cerdo adobado que mi cocinero, un hombre del norte, prepara con ejemplar sabiduría -y al decir esto, miró de reojo al padre Almeida, quien respondió tranquilamente:
– No le hago ascos a ese lomo de cerdo, Excelencia. Va para siete años que no lo cato.
– Entonces, ¿le parece a usted mañana al mediodía?
– ¿Y no tendrá Vuestra Excelencia que mandarme prender antes?
– Procuraré evitarlo.
Un fámulo se abría paso entre el grupo de frailes en dirección al Gran Inquisidor. Con la debida licencia se aproximó a él y le dijo algo al oído. El Gran Inquisidor le respondió: «Tráelo inmediatamente», y muy cortés, aclaró al padre Almeida:
– Es un propio del Valido. Dios sabe lo que le habrá ocurrido a Su Excelencia.
El fámulo venía ya con el mensajero, un caballero respetabilísimo, de mediana edad, cruzado de alguna orden, al que el fámulo abrió paso hasta dejarlo frente al Prelado. El mensajero se hincó de rodillas, besó la mano que se le tendía, o, más bien, el anillo de amatista, y dejó en ella un pliego sellado. El Gran Inquisidor lo abrió, lo leyó y pidió al fámulo recado de escribir. Mientras esperaba, mandó alzarse al mensajero, y dijo confidencialmente al jesuita:
– La gente anda alborotada pidiendo a Dios clemencia por los pecados de los grandes, y al frente de cada grupo va un fraile exaltado. Pero lo que parece haberles asustado es la presencia de una enorme culebra que muchos dicen haber visto. Unos piensan que va a derribar las murallas de la villa; otros el Alcázar real, y, los más, su propia casa, porque todos se saben pecadores.
– Es lo que tiene la opinión popular, Excelencia, que siempre hay alguien que la crea y la dirige, pero luego cada cual piensa por su cuenta.
El fámulo se acercaba ya con un bufete portátil que ofrecía al Gran Inquisidor. Éste escribió en el papel: «Palos a diestro y siniestro. No importaría que alguno de esos frailes, con una pierna quebrada, tuviera tres meses de cama para meditar», y pasó el escrito al padre Almeida.
– No me gustaría estar en el pellejo de los predicadores.
– Ni a mí tampoco.
El Gran Inquisidor cerró el pliego, lo selló y lo entregó al mensajero, al tiempo que ofrecía la mano en señal de despedida. El mensajero se escurrió entre los frailes disputantes y desapareció.
– La culpa de todo ese alboroto la tiene el padre Villaescusa. La fe ardiente, a veces, resulta incómoda para mantener el orden público.
– ¿Se refiere Vuestra Excelencia a la fe del padre Villaescusa?
– No hay más que verle.
– Que Dios me castigue si me equivoco, pero ese fraile no cree en Dios.
– ¿Qué dice usted, padre Almeida?
– Es de esos hombres que hablan, gritan, agitan, amenazan, todo en nombre de la doctrina más pura, pero jamás se atreven a mirarse al interior. ¿Le ha escuchado alguna vez referirse al Evangelio? ¿Cree Vuestra Excelencia que tiene la menor noción de la caridad? El padre Villaescusa cree en todo lo que cree la Santa Madre Iglesia, pero, sobre todo, cree en la Iglesia, a la cual pertenece y a la cual encarga de que crea por él; dentro de la cual espera medrar y, sobre todo, mandar. Sospecha que nunca llegará a ser Papa, pero no descarta ocupar alguna vez ese sitial que Vuestra Excelencia ocupa, aunque sólo sea para ordenar un auto de fe y morirse después. Es casi seguro que, entonces, la muerte no le asustaría y que la recibiría con el placer de quien alcanzó en el mundo todo lo deseado.
El Gran Inquisidor no le respondió inmediatamente.
– Padre Almeida, para quien ha vivido tanto tiempo en medio de salvajes, manifiesta usted un buen conocimiento de los hombres civilizados.
– Precisamente porque alcancé ese conocimiento fue por lo que preferí vivir entre los indios. No creerían en nuestro Dios, pero creían de verdad en los suyos.
Sonó una campanilla de plata anunciando que el descanso había terminado. Ingresaron en la sala por el mismo orden en que habían salido, y ocuparon sus sitiales. El Gran Inquisidor concedió la palabra al padre Villaescusa.
– Reverendos padres, tres son las cuestiones que nos han congregado en esta sesión solemne: descartada _ya la primera, cuya solución acato por obediencia, aunque convencido de que, en esa comisión encargada de resolverla, habrá ocasión de oír mi voz, paso a plantear la segunda: Su Majestad el Rey ha manifestado, dando con ello pruebas de una desvergüenza que sólo puede tolerarse por ser regia, su deseo de ver a la Reina desnuda. Las leyes de Dios se oponen: las del reino también, o, al menos, nuestras inveteradas costumbres y protocolos que tienen fuerza de ley. ¿Cuál es la opinión de Vuestras Paternidades?
Le respondió un silencio, roto finalmente por el padre Almeida, alguien admitió en su conciencia que inevitablemente.
– Pienso que por tratarse de una cuestión personal, excede a nuestra incumbencia, a no ser que el padre Villaescusa demuestre lo contrario.
– Para demostrarlo -respondió el capuchino, con un punto de exaltación templada por la seguridad con que hablaba- no tengo más que enunciar la tercera cuestión, hondamente relacionada con la segunda y también con la primera: el Señor que todo lo puede, premiador de buenos y castigador de malos, hace extensiva a los reinos de España su indignación por los pecados del Rey. El pueblo lo sabe, y anda temeroso de sufrir un castigo por los males que no hizo. En este momento, se espera una gran batalla en los Países Bajos, decisiva para nuestras armas, y la Flota de Indias se acerca a nuestras costas. Es lógico que Dios nos castigue haciéndonos perder la batalla y dejando que la flota la asalten y roben los corsarios ingleses.
– No veo la lógica por ninguna parte.
Un frío medular sacudió los huesos de los presentes, salvo los del Gran Inquisidor, que atendía al debate con disimulado regocijo.
– Entonces, padre, ¿usted no cree que Dios castiga a los pueblos por los pecados de los Reyes?
– Más bien creo que Dios castiga a los pueblos por su estupidez y la de sus gobernantes, y les ayuda cuando éstos no son estúpidos. Ruego a Vuesa Paternidad que considere el estado de los grandes países nuestros vecinos. Inglaterra es ya una gran potencia, dueña del mar; lo es también, aunque sólo de la tierra, Francia; no lo es ya el Gran Turco, modelo de desgobierno. De la difunta reina de Inglaterra, que llevó a su país a la prosperidad, no tenemos informes muy favorables acerca de sus costumbres, menos aún de su fe. El cardenal que gobierna en Francia tampoco es un ejemplo de virtudes personales, pero parece inteligente y enérgico. De modo que su teoría hay que aplicarla únicamente a España.
– No tengo inconveniente, padre, en aceptar su respuesta, a condición de que sustituya a Dios por el Diablo.
– ¿Una protección más fuerte que la de Dios, o una inhibición de Dios en beneficio del Diablo?
– No estoy en los secretos de Dios, no puedo decir cómo llevará a término su castigo. Lo único que sé es que la presencia del Diablo es clara, como lo es en toda ocasión en que los designios de Dios son desbaratados por los hombres.
– ¿Por un mal gobierno, por ejemplo?
– O por un buen gobierno, ¿qué más da?
– ¿Y dispone Su Reverencia de algún indicio que delate la presencia, o la intervención, del Diablo en el caso que nos ocupa?
El padre Villaescusa, que hablaba desde su asiento, se levantó solemnemente.
– Esta reunión en que nos hallamos es más que un indicio. El Diablo la provocó, el Diablo la mantiene, el Diablo suscita muchas de las palabras que aquí se han pronunciado y se pronunciarán.
Y el padre Rivadesella, apenas sin moverse, pero con tono claramente irónico, intervino.
– Por la razón que todos sabemos, esta noche pasada, Lucifer voló por nuestros cielos en figura de un bellísimo mancebo cuyo vuelo dejaba en los aires un reguero de plata. Hay testigos.
– Si esto es así -habló el padre Villaescusa, sin perder la solemnidad- propongo que se exorcice esta sala inmediatamente.
– ¿Se refiere Vuesa Paternidad al ámbito en que nos encontramos, o a los que componen la reunión?
Aquella inesperada y a todas luces impertinente pregunta del Gran Inquisidor sorprendió a casi todos los presentes, y, más que a nadie, al padre Villaescusa.
– Yo no me refería a nadie en concreto, Excelencia.
– En ese caso, es de pensar que la presencia del Diablo no constituye ninguna novedad. El Señor está en todas partes, pero el Diablo anda siempre detrás.
– Pero, a veces, el Señor se distrae.
– Que viene a ser más o menos lo que dije antes: que el Señor se inhibe; pero a mí me cuesta caro creerlo.
Volvió a escucharse la voz eminente del Gran Inquisidor.
– Me permito recordar a Vuestras Paternidades que nos estamos alejando del asunto que nos trajo aquí. Habíamos quedado en si el Rey tiene o no derecho a ver desnuda a la Reina, y en que si esto es o no pecado. Ruego a Vuestras Paternidades que se definan al respecto.
– Afirmo que tiene derecho y que no es pecado -respondió con voz segura el padre Almeida-, afirmo no sólo esto, sino la conveniencia de que suceda para que en el matrimonio de los Reyes, no como tales sino como cristianos, se realice la Gracia del Señor.
El padre Villaescusa saltó como picado por una avispa.
– ¿Dice Vuesa Merced la Gracia del Señor? ¿Encuentra que la Gracia del Señor se manifiesta en el coito? ¿O bien en la contemplación de esos horribles colgajos de las hembras que se llaman mamas? ¿O prefiere que la contemplación se verifique por la espalda, evidentemente contra natura? Me refiero, como es obvio, a la contemplación de las nalgas.
El padre Enríquez, O.S.D., se había dormido alguna vez; otras, había agudizado la oreja, y, muchas, sonreído. En esta ocasión alzó la mano cortésmente.
– Me permito rogar al sabio y virtuoso padre Villaescusa que, toda vez que este debate se desarrolla en lengua romance, llame a las cosas por su nombre. Quiero decir, tetas en vez de mamas; culo en lugar de nalgas. Si no recuerdo mal, el ilustre poeta padre León, en su versión del Cantar de los Cantares, traduce limpiamente: «Nuestra hermana es pequeña y tetas no tiene. ¿Qué se hará de nuestra hermana cuando se empiece a hablar de ella?»
Lo había recitado con evidente complacencia, y todos parecían haberle escuchado con placer, menos el padre Villaescusa, que tronó:
– ¿Y se atreve Vuestra Paternidad a hacer esa cita, siendo como es dominico? Aunque conviene recordar que en manos de dominicos estuvieron la vida y la muerte de ese repugnante marrano, y que fueron dominicos los que hurtaron al Señor el olor de su carne chamuscada.
– Pues nosotros, los agustinos, estamos muy orgullosos de él -le respondió, con voz segura, el representante de la más vieja de las órdenes presentes.
– Cosa que no me extraña -adujo el padre Villaescusa- porque todos ustedes son sospechosos.
Acaeció una serie de murmurios en los diversos grados de la Suprema, ante la osadía de aquel capuchino enfebrecido y colérico. El Gran Inquisidor cortó la trifulca que se avecinaba.
– Dejemos en paz a los muertos. Insisto en que el debate no se aparte de su tema.
– Pues yo sostengo que el Rey no puede ver a la Reina desnuda sin pecado; e insisto también en que los pecados de los Reyes los paga el pueblo inocente.
– Observo por la cara y los cuchicheos, que hay disidentes de su opinión tan respetable, padre Villaescusa, de modo que se nombrarán otras dos comisiones para examinar la complejidad del caso. Una, que determine si el Rey puede o no contemplar a la Reina sin vestidos que oculten, o al menos velen, su desnudez; otra, que examine a la luz de la Escritura y de los Padres, si el pueblo paga o no paga los pecados del Rey, aunque entendiendo que no se trata de sus errores de gobernante, sino de sus pecados personales, ¿no es así? Porque que del desgobierno se deriven daños para las monarquías, no es necesario discutirlo.
– A saber lo que se entiende por desgobierno -dijo el padre Villaescusa.
– Quemar judíos, brujas y moriscos; quemar herejes; atentar contra la libertad de los pueblos; hacer esclavos a los hombres; explotar su trabajo con impuestos que no pueden pagar; pensar que los hombres son distintos cuando Dios los hizo iguales… ¿Quieren vuestras paternidades que prosiga en la enumeración?
Habían escuchado estupefactos al padre Almeida: todos, incluido el Gran Inquisidor. Y, como un susurro, se corría de boca en boca: «A este jesuita hay que meterlo en cintura.» Y se iba a levantar la primera vez de protesta cuando entró el fámulo conocido y habló al oído del presidente.
– Un momento, señores. Tenemos una comparecencia inesperada. -Y dijo al fámulo-: Que pase ese caballero.
Salió hecho una pura zalema, cortesía va, cortesía viene, a diestro y a siniestro; y, poco después de salir, volvió a abrirse la puerta y en su vano apareció el conde de la Peña Andrada. Quedó quieto en el umbral, se destocó y dedicó a los presentes una inclinación de cabeza de lo más ortodoxo.
– Adelante, conde.
No lo hizo el conde sin antes repetir el saludo, esta vez triple, como si fueran reyes los presentes: rozando la alfombra escarlata con la pluma del sombrero; y al avanzar y cruzar ante el Cristo iluminado, lo repitió con más rendido ademán. Se irguió y encaró al Gran Inquisidor:
– Seguramente que con el fragor de las disputas, no se ha dado cuenta Vuecencia de que estos pabilos han crecido demasiado, y de que tiemblan las luces de los cirios. Al recaer su parpadeo sobre la cara del Señor, ésta parece que se oscurece más. Si Vuecencia me lo permite, me gustaría despabilarlos.
Apenas le respondió el prelado, con voz un tanto sorprendida, «Hágalo si le acomoda», el conde sacó la espada y de una cuchillada como un relámpago despabiló el cirio de la derecha. Los presentes no habían tenido tiempo de manifestar el estupor, pero una voz se oyó que susurraba: «¡Se ha atrevido a desenvainar delante del Crucificado!», pero ya entonces, el conde, de otra cuchillada igual, había despabilado el cirio de la izquierda: quedó simétrico al de la derecha, ambos de la misma altura, y con luces de resplandor idéntico, sin más temblor que el necesario. Después, depositó la espada a los pies del crucifijo.
– Estoy a su disposición, señores.
Y permaneció plantado delante de la concurrencia, en el lugar exacto en que se situaban los testigos cuando venían a deponer.
El Gran Inquisidor le preguntó:
– ¿Por qué ha venido Su Excelencia?
– En toda la ciudad se habla de lo que se trata aquí, y creí cortés ofrecerles mi testimonio, y lo haré gustoso, si bien antes me gustaría saludar a un viejo amigo aquí presente.
Y, sin esperar anuencia, se acercó al rango de los consultores y tendió la mano el padre Almeida.
– Hace mucho tiempo que no nos vemos, padre.
– Sí, efectivamente, mucho tiempo.
Mientras se estrechaban la mano, el padre Rivadesella los contempló, y le pareció que en algo se asemejaban, si bien en algo mucho mayor diferían. Buscó una referencia en su memoria, y lo único que se le recordó fue un gallo, no gigantesco, sin embargo, sino sólo mucho mayor que los corrientes, incluidos los capones; un gallo con algo raro, quizá en la cresta. A todos esto, el Gran Inquisidor había preguntado que de dónde se conocían.
– El padre Almeida tiene socorrido alguna vez de agua fresca y comestibles los buques de mi escuadra, allá, en las costas del Brasil, cuando por allí ejercía su ministerio.
– Y, Vuecencia, ¿qué hacía por lugares tan lueñes?
– Servía al Rey con mis barcos, señor. Un servicio peligroso en el que a veces no queda otra salida que la heroicidad. Pero le aseguro que en mis informes únicamente me he referido a la de mis marineros, que no están obligados a ser héroes, pero que suelen serlo como la cosa más natural del mundo. En lugar de regocijarse de su bravura, descansan de ella.
– Entonces, ¿es usted un pirata? -preguntó sin poder contenerse el padre Villaescusa.
– No exactamente, padre. Soy un corsario y navego con patente del Rey.
– Si es así, ¿por qué no está usted protegiendo esa armada que navega hacia Cádiz, amenazada por los ingleses?
– No fui informado, ni invitado a hacerlo. Mi escuadra descansa estos días en su base, allá, en un puerto del norte que seguramente Sus Paternidades no habrán oído nombrar. Aunque sí el padre Almeida. El padre Almeida es portugués, y sabe de las cosas de la mar más que Vuesas Mercedes.
– Yo nací en Rivadesella, mi padre fue mareante; alguna vez navegué, cuando era niño. Claro que no en un barco de gran porte, sino en botes de remos.
– Y no ha podido olvidarlo, ¿verdad? La mar es como una novia esquiva e inalcanzable, que permanece siempre en el corazón. Yo podría contarles la historia de una mujer así, una morena de Honolulú, que se negó a compartir el mando de mi nave.
El padre Villaescusa, visiblemente inquieto, adelantó un paso hacia el conde.
– Espero que Su Señoría comprenda la incongruencia de ese símil y de semejante historia en este lugar, donde todos somos célibes y probablemente castos. Y espero con fundamento que su presencia en este Santo Tribunal no tendrá como fin contarnos las excelencias de la mar y de la vida marinera. Como puede ver Su Señoría, aquí somos gente seria.
Al mentar la castidad, varias cabezas se habían movido hacia el padre capuchino: unas enfurruñadas; otras, visiblemente irónicas. El conde sólo sonrió, aunque comedidamente.
– ¿Y piensa Su Merced que en la mar no somos serios? ¿Sabe Vuesa Merced qué es un tornado, y cómo puede defenderse un barco de su furia incontenible?
El Gran Inquisidor se decidió a imponer cierto orden.
– Confieso que me gustaría escuchar de labios del señor conde cómo los barcos escapan al peligro del viento y de la mar, porque también soy hombre de tierra adentro, y el viaje que hice a Italia en mi juventud no fue en galera, sino a lomos de mula, pero convengo con el padre Villaescusa en que éste no es el lugar adecuado. Y estoy también de acuerdo en que el señor conde no habrá venido aquí a contarnos sus aventuras.
– Por supuesto, Excelencia, he venido para ser interrogado, pero, hasta ahora, nadie me ha hecho ciertas preguntas que esperaba. Me tiene dispuesto a contestarlas.
– ¿Tengo venia para empezar, Excelencia? -preguntó el padre Villaescusa al Gran Inquisidor. Y éste se la dio.
Al padre Villaescusa le corría el sudor por las mejillas, le hacía brillar la frente y la tonsura ya casi calva. Se limpió con el conocido pañuelo de color, que desde el primer momento había parecido basto al padre Enríquez, O.S.D., le habría parecido ordinario, digno de un cristiano viejo tan ostentoso como el padre Villaescusa. El conde le miraba expectante, al capuchino, y su rostro aparecía seco. El pañuelo del capuchino hedía; el conde se sacó de la manga el suyo, blanco y bien encajado, y se lo ofreció. El padre Villaescusa, después de enjugarse con él, y al devolvérselo, le preguntó:
– Y, Su Señoría, ¿por qué no suda?
El conde se echó a reír.
– Eso va en humores, padre. Se conoce que los nuestros son diferentes. Aunque le conviene no olvidar que los aires marinos secan la tez y la curten. Quizá sea por eso.
– Sea por lo que sea, me da igual. Sobre lo que yo quería interrogarle es sobre otra cuestión más delicada. ¿Es cierto que, como dice la voz del pueblo, Su Señoría acompañó al Rey, la noche última, en cierta escapatoria?
– Sí lo es, padre. Le acompañé a casa de Marfisa, la famosa cortesana de la cual los presentes acaso hayan oído hablar. Dicen que es la mujer más bella de la corte, y que cuenta entre su clientela grandes señores de mucho viso. Si no estuviera donde estoy, me atrevería a decir que también se le atribuyen ciertas relaciones con purpurados, pero ya se sabe lo mala que es la gente. Es una mujer cara: diez ducados de oro por noche, y no suele hacer rebajas, aunque es de suponer que, de vez en cuando, tendrá algún capricho. Es frecuente en mujeres de esa profesión, aunque poco recomendable. Si Su Paternidad desea saber por qué, puedo explicárselo.
El capuchino hizo un gesto de asco.
– Me basta con mi ciencia, caballero.
– Sin embargo, conviene saber de todo.
– ¿Fue lo del Rey uno de esos caprichos?
– Le aseguro que no, padre. Los diez ducados tuve que pagarlos yo. El Rey no llevaba numerario suficiente. ¡Medio ducado de oro en una faltriquera que suele estar vacía! Por cierto que debería pensarse en modificar algunos detalles del protocolo: medio ducado para esa clase de servicios quizá estuviese bien en tiempos del Gran Duque de Borgoña; pero, desde aquellas calendas, han cambiado mucho los precios.
– ¡Por lo que el Rey no debería pagar un solo maravedí! -dijo una voz apasionada y lejana, mientras el Gran Inquisidor sonreía.
El padre Villaescusa pidió que no se apartasen del tema.
– Reverencias, nos hallamos ante un caso confeso de alcahuetería, cuyo juicio a nosotros no nos corresponde sino al brazo secular. Remitamos a él al señor conde, que tendrá que pechar con unos años de galeras.
– Lo haría de buena gana, si hubiera delinquido, pues se pasa mejor amarrado al duro banco que en una mazmorra de las cárceles corrientes. Pero me niego a aceptar eso de la alcahuetería.
– Yo creo que está claro -dijo el padre Villaescusa- y, además, Su Señoría ha confesado.
– No, padre. Yo no confesé, conté, y no conté todo. Porque lo que sucedió fue lo siguiente: me hallaba yo en un salón de la corte…
– ¿Y qué hacía Su Excelencia en un salón de la corte, siendo como parece ser el comandante de una armada?
– Había venido a entregar al fisco el quinto de mis presas, que corresponde al Rey. Un saco de ducados, en este caso, o, más exactamente, de libras esterlinas, que así se llama la moneda inglesa. Y el Rey me descubrió, se acercó a mí, me preguntó quién era, y qué hacía allí tan solo, y yo se lo dije. «Entonces, si no eres de aquí, no sabrás dónde vive una tal Marfisa, con la que me gustaría pasar la noche.» «Yo no lo sé, señor, pero puedo averiguarlo.» El Rey, entonces, dirigió una mirada a los grandes, a los nobles, a todos los cortesanos que, en grupos, hablaban y reían, los que no se quejaban o se aburrían, en el salón. «Todos ésos lo saben.» «Pues yo no tardaré en saberlo.» Me aparté del Rey, brujuleé y volví con las señas exactas. ¿Hay en esto delito? «Te agradezco el informe.» «Pero, ¿va a ir sola Vuestra Majestad a un lugar tan conocido? Tengo entendido que las noches de la corte son especialmente peligrosas.» «Si alguno de ésos me acompañara, mañana lo sabría todo el mundo.» «A mí no me conoce nadie, Señor, y tengo carroza y una espada bien probada en lides más difíciles que un asalto nocturno. Me ofrezco a acompañarle.» «Entonces, espérame esta noche, con tu carroza, en la esquina sureste del Alcázar. Iré de negro, y estoy seguro de que me reconocerás en las sombras.» «No lo dude, Majestad. Le reconocería en el mismísimo infierno.» Y eso fue todo, señores, lo que yo considero un servicio de protección a la persona del Rey.
– Y mientras el Rey fornicaba, ¿qué hacía Vuesa Señoría?
– Dormir, padre, no le quepa duda. Dormir en un sillón incómodo, con el cuello despechugado, la cintura floja y las botas al lado de mis pies. Así hasta que el Rey me despertó, ya vestido, y me dijo que nos fuéramos. Por cierto que traía la cara pasmada. Le pregunté si le sucedía algo. Me respondió que, por primera vez, había visto una mujer desnuda y que no sospechaba que pudiera ser así, tan distinta y tan bella, lo cual no deja de ser raro en un hombre de veinte años que, además, está casado.
– No olvide Su Señoría que lo está con una reina.
– Sí, eso tengo entendido, aunque yo no la conozco. De su padre tengo algunos informes. No era muy escrupuloso en eso de mujeres, de modo que a la Reina no debe sorprenderle que su marido busque solaz en otros lechos.
– ¿Está Su Señoría justificándolo?
– No, Reverendo Padre. Me limito a explicarlo.
– Hay explicaciones que implican un razonamiento a favor.
– La mía no aspira a tanto.
El padre Enríquez, a quien el debate comenzaba a aburrir, pidió la palabra. Y cuando se la dieron, espetó al conde de la Peña Andrada:
– ¿Y Vuesa Señoría cree que esa ocurrencia del Rey de ver a la Reina desnuda tiene alguna relación con lo que acaba de contarnos?
– Creo, reverencia, que es efecto de esta causa. Un efecto lógico. Y necesario, además. Los jóvenes que andan por el mundo no deben ser inocentes, sino experimentados. ¿Y qué menos que pedir un esposo que saber cómo es el cuerpo de su esposa?
Metió baza el padre Villaescusa, temeroso de que el padre Enríquez, reputado de tolerante, le arrebatase el protagonismo.
– Su Señoría, ¿vio muchas mujeres desnudas? ¿Las vio con complacencia?
– Reverendo padre, más de la mitad de las mujeres que hay en el inundo andan sin ropa. No sólo en los mares del Sur, que no se sabe si son mujeres o sirenas, sino también en otros lares. Pregunte al padre Almeida.
El padre Almeida recogió el envite con seriedad.
– Tiene razón el conde. Las mujeres de las tribus que yo cristianicé también andaban desnudas, y supongo que seguirán así.
El padre Villaescusa se volvió hacia él con furia.
– ¿Y no las obligó Vuesa Paternidad a vestirse? ¿No era ésa la primera misión de su ministerio?
– Yo, padre, les enseñé que el Hijo de Dios había muerto por todos los hombres, también por ellos, y que les esperaba en el paraíso.
– ¿Un paraíso para gente desnuda?
– No sabemos cómo está en el paraíso la gente que lo ha merecido, pero sospecho que no se habrán llevado sus ropas consigo.
Había oscurecido, y a la luz escasa de los cirios, todas aquellas caras parecían fantasmas. Pero en los fantasmas ya no creía nadie. Menos que nadie, el jesuita y el conde.