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10. LA MUJER DEL PASILLO GRIS

CARLOS BEY entró en el Clínico por la primera puerta de su fachada, según se sube por la calle de Casanova y se deja atrás las pequeñas tiendas de una sola dependienta, las peluquerías de mujer de sábado y el abigarrado mercado del Ninot. Dobló a la izquierda para entrar en el pabellón que hay a aquel lado y ascendió hasta el segundo piso, hasta la sala del doctor Piulachs, que por tradición oral conserva el nombre como homenaje al gran médico, aunque el doctor Piulachs lleva ya muchos años muerto. Allí se detuvo mientras sus labios se despegaban en una ancha sonrisa, porque acababa de ver a Marta Estradé.

Marta Estradé ya le estaba esperando. Sabía que él venía todos los martes y viernes, y desde dos horas antes se situaba en el pasillo ancho y hostil, envuelta en su bata azul y apoyada en sus dos bastones, haciendo esfuerzos para mantener una dignidad imposible. Marta Estradé se quedaba junto a una ventana, miraba el vacío y parecía flotar en el tiempo hasta que oía los pasos de Carlos Bey. Solamente entonces volvía a la vida del pasillo hostil, a la realidad de las cosas oficiales y concretas.

Aquella tarde debía estar tan ansiosa por verle que quiso avanzar hacia él, apoyada en los bastones, y al fallar sus piernas estuvo a punto de derrumbarse sobre las losas. Carlos Bey dio un salto y la pudo sujetar en el último instante, mientras los bastones caían a tierra y algunos de los visitantes que iban por el pasillo lanzaban a la vez un grito.

Pero no pasó nada. O sí que pasó. Una mujer vestida de negro recogió los bastones del suelo y se los entregó a Bey, porque Marta no podía sostenerlos. Todo el mundo siguió su camino y el ancho pasillo volvió a recobrar su aspecto habitual de sala de los pasos perdidos y de ruta sin tiempo. No había pasado nada. O sí que había pasado. Marta Estradé estaba en los brazos de Carlos Bey, respirando ansiosamente, con un fondo de llanto en los ojos, y eso era la primera vez que ocurría.

– Perdona -musitó Marta Estradé-. ¡Qué idiota soy! Debes de pensar que soy el trasto más inútil de todo el Clínico… No sé cómo tienes tanta paciencia conmigo.

Él casi la levantó en brazos -había que ver lo poco que pesaba Marta Estradé, antes una mujer de línea opulenta-, la ayudó a recuperar del todo la vertical y, mientras le sostenía la espalda con una mano, le fue devolviendo los bastones con la otra. Marta recobró así su aspecto habitual-cuerpo encogido, bata azul claro, mirada fija- de mujer que aún aspira a vivir.

– No necesito paciencia, Marta. No es ningún trabajo, ¿sabes? Pero podrías hacerme algo más de caso, me parece. Sabes perfectamente que mientras estés así no puedes correr.

No corría. Tenía los ojos humedecidos por las lágrimas, como una niña que se rebela ante una acusación injusta.

La luz gris del pasillo penetraba hasta el fondo de aquellos ojos.

– Cuando una se apoya en dos bastones, cualquier movimiento brusco significa correr. Sabes que la que ha de tener paciencia eres tú, sabes que todo llegará poco a poco, pero que no se puede forzar. ¿Qué te han dicho los médicos?

– Que todo marcha mejor, pero no sé si fiarme de ellos. A veces, durante las visitas, se paran en el centro de la sala y cuchichean. Y estoy segura de que miran hacia mi cama.

– Quizá discuten quién te lleva a bailar primero -susurró Carlos Bey.

Ella logró sonreír mientras, por contraste, aún se hacía más intenso el brillo de sus lágrimas.

– Sí, eso tiene que ser -Dijo-. Claro que sí. Se me rifan cada día.

– Bueno, yo también tengo algún número, ¿no?

– Si quieres te los doy todos, Carlos. Todos. Volvió a colgarse de él. No estaba pasando nada realmente. O sí que estaba pasando. Las paredes grises habían adquirido un calor humano, la luz de las ventanas era más limpia, las gentes que pasaban junto a ellos habían dejado de existir y el pasillo se iba haciendo inconcreto y remoto, un mundo nacido repentinamente para los dos.

Fue sólo un minuto. Carlos Bey susurró:

– ¿Por qué no vamos a dar un paseo? Te conviene ir practicando hasta que andes normalmente. Pero agárrate a mí, ¿eh? Agárrate a mí y no hagas tonterías.

Marta obedeció. De esa forma ella sólo necesitaba emplear un bastón; el otro lo dejó junto a la puerta de la sala, y con la mano libre se colgó de Carlos Bey. Así anduvieron por el pasillo que volvía a ser concreto, por entre las personas que de pronto se habían puesto a existir y que les miraban fugazmente al pasar junto a ellos.

– ¿Qué tal las últimas radiografías, Marta?

– No sé, no me las enseñan. Debe de ser porque ya entiendo demasiado, ¿sabes? No me engañarían.

– Siempre piensas que van a engañarte. No seas desconfiada.

– Es que ya me lo han hecho otras veces. Piensan que soy tonta. Y a mí me pueden fallar las piernas, pero la cabeza no.

Carlos Bey cerró un momento los ojos. Lo recordaba muy bien. Le parecía estar viendo de nuevo a Marta Estradé en las manifestaciones pro-amnistía del año 76, siendo poco más que una niña. Le parecía verla mientras sostenía la primera bandera de la primera fila, mientras se enfrentaba a la primera oleada de los grises, a sus porras y a sus insultos («cabrona, ya te daremos amnistía, puta») mientras rodaba sobre el asfalto y se volvía a levantar otra vez, con una llama en los ojos y una canción en la boca. Entonces no le fallaban los huesos. Era una chica elástica, endurecida por la lucha, era un cuerpo flexible, una cintura milagrosa y un culo creado por un artista. Era la mujer que todos los hombres como Carlos Bey habían soñado alguna vez en las esquinas secretas del domingo.

Siguieron andando a pasitos cortos hasta el fondo del pasillo. La recordaba detenida no sólo el año 76, el de la esperanza, sino también en el 75, el de los fusilamientos de Hoyo de Manzanares, cuando las cosas eran verdad. La recordaba conducida a Madrid en furgones herméticos, entre parejas de la guardia civil que admiraban sus piernas, odiaban sus canciones y envidiaban su fe. Le parecía verla de nuevo ante el Tribunal de Orden Público, el famoso TOP, contestando con voz serena, sin un atisbo de miedo, que ella sólo quería la libertad para todos los pueblos de España, aun a costa de la suya propia. Marta Estradé era entonces una muchacha llena de libertad interior, y por eso regalaba su libertad; era entonces una muchacha llena de vida y por eso regalaba su vida. Las calles de Madrid habían sido testigo de su última rebelión y de su primer grito de victoria, habían oído el «arriba, parias de la tierra» y el «negras tormentas agitan los aires» cuando las manos aún estaban dobladas por el contacto de las rejas. Desde entonces había ido cayendo sobre la espalda de Marta Estradé el polvo urbano, se habían ido sucediendo los ministerios formados por aspirantes a profesores de instituto, y los hermosos ideales abstractos se habían ido transformando en escalafón de funcionario. Marta Estradé -a veces se lo contaba a Carlos Bey- recordaba haber aprendido en ese tiempo muchas cosas, como por ejemplo que cuando estaba ante el TOP no sabía bien en qué consistían sus ideales, mientras que ahora había funcionarios que sí que lo sabían por ella. Pero esos funcionarios estaban allí para decir que los ideales no podían cumplirse.

Eso sí, te dejaban tenerlos.

Marta Estradé giró desde el fondo del pasillo, disimuló un gesto de dolor porque se había movido demasiado aprisa y preguntó:

– ¿Has vuelto por mi casa? ¿Cómo está aquello, Carlos? Hace tres meses que no voy.

– Irás en seguida, Marta.

– Sí, pero ¿cómo está aquello? La vieja casa de la Plaza de las Navas donde antes hubo tiovivos audaces, niños que soñaban y un quiosco donde vendían El Aventurero y las novelas de Bill Barness, con sus portadas de aviones volando sobre el remoto Sahara. La casa con su estructura antigua, los techos altos, el milagro de un balcón sobre los árboles de la plaza y la fantasía de los niños.

– Todo está muy bien. Hablé con el dueño para que te la conservase. Y no te preocupes por el alquiler.

Bey también la había conocido allí, en los años de la lucha y de la esperanza, cuando parecía que todo iba a ser distinto; la había conocido entre las habitaciones llenas de libros, bajo las bombillas de sesenta vatios y los diplomas de joven licenciada que aún no ha encontrado trabajo y empieza a pensar que no lo encontrará. Bey la había tratado igualmente en oficinas de encuestas donde daban empleos eventuales, la había visitado en almacenes donde necesitaban una dependienta de paso y en sombríos despachos de cinco por cuatro donde ella hacía horas sin esperanza. La cara de María Estradé, la curva de sus hombros y de sus pechos había ido variando durante todo ese tiempo, pero nadie se lo decía.

– Repito que no tienes por qué pensar en el alquiler, Marta.

– ¿De verdad?

– Pues claro… Era mentira. Casi todo lo que se dice a los enfermos a lo largo de los pasillos grises es mentira. Marta Estradé ya no podía pagar el piso cuando vivía en él, y además estaban agotadas las prórrogas legales, puesto que el piso había sido alquilado por un hermano de sus abuelos. Demasiadas cosas para que aquello no reventara por algún sitio.

Y había reventado. Ella no pudo pagar tampoco cuando la internaron en el Clínico. En el largo verano, mientras los terrados de Pueblo Seco se iban pudriendo al sol, mientras Marta se descomponía en su cama del hospital, hombres vestidos de negro habían dictado sentencia. Y aunque Bey había evitado, con sus amistades y con su dinero particular, dos desahucios, sabía que el tercero ya no había quien lo evitase. Además, ¿valía la pena hacerlo?

Carlos Bey sabía muy bien que ella ya no iba a salir de allí. Por eso, al hablar de ayudarla, cuando se encontraba en el despacho del capitalista de Armando, había hablado de que quería ayudar a una muerta. Y lo haría a pesar de todo, claro que sí. Vaya si lo haría. Él podría disponer de una parte del dinero de Oscar Bassegoda para emplearlo según su criterio, y cuando la disputa de los abogados terminase -ya faltaba muy poco, si es que las disputas de los abogados terminan alguna vez- trasladaría a Marta a la mejor clínica de la ciudad. Pediría que la animasen aunque fuera con drogas. La metería en el mejor barco que encontrara. Le haría ver, aunque fuese desde cubierta, la abigarrada Sicilia, la medieval Rodas, las pequeñas islas del Egeo donde una mujer descubre el silencio y el vacío y donde por lo tanto puede morir con dignidad, sin tubos y sin máquinas aspiradoras, sin frenadas de coche más allá de la ventana, sin polvo urbano colgando de la luz cuando esa mujer traza el círculo de su última mirada. Más lejos no iba a poder llevarla, porque la tuberculosis ósea de Marta Estradé no lo permitiría, pero al menos eso sí que iba a hacerlo. Y un día, ante una isla con sólo unas casas blancas colgadas de un acantilado, harían los dos juntos esa cosa tan sencilla y quizá tan ridícula de deshojar sobre el agua los pétalos de una flor. Porque las cosas que nos parecen ridículas -pensaba Bey- bajo la lógica de los relojes y de los semáforos, pasan a ser sublimes en los momentos definitivos. Y no necesitarían ni una palabra.

Y él la miraría a los ojos, y esperaría que el viento, que el silencio de la isla se llevara la última imagen de Marta Estradé, una muchacha que un día había existido.

Carlos Bey pensaba todo eso. Quizá no hubiese debido pensarlo. Tenía la mirada perdida, y ella lo notó.

– ¿Qué te pasa?

– Nada. Vamos a la sala. No quiero que te canses. La cama estaba justamente al lado de una ventana, de modo que recibía de lleno la luz de la tarde. Si diez personas habían muerto ya en aquella cama a lo largo de su historia, sus almas tenían que estar allí, acechando a Marta Estradé y marcándole las horas. Ella se sentó junto a la mesilla donde había libros, apuntes y todo lo que la ayudaba a pensar que su vida continuaría. Carlos Bey sabía que todas las mujeres de las camas vecinas le consideraban el novio de Marta, pero esa mentira no le importaba. Le apoyó una mano acariciante en la espalda mientras susurraba:

– Muy pronto te sacaré de aquí, ya lo verás. Y para la próxima primavera harás un viaje.

– No tengo dinero, Carlos. Qué cosas dices…

– Lo del dinero es lo de menos. Ya lo habrá. Todo está arreglado, porque tú aún no lo sabes, pero yo soy un mago de las finanzas.

Cuando intentó reír le contuvo la mirada de Marta, una mirada vacía, cargada de sombras, justo la que él se había habituado a llamar «la mirada del pasado». La voz de la mujer apenas fue audible cuando dijo:

– ¿Sabes? Me acuerdo mucho de cuando iba a verte al periódico, a llevarte notas de los del Partido del Trabajo por si podías hacerlas publicar. Me parece como si hubieran pasado ya siglos desde aquello. Y como si yo fuera otra mujer casi desconocida.

Eso mismo pensaba Bey momentos después, mientras iniciaba su largo camino a pie por Muntaner y luego por Enrique Granados, hasta el silencio del seminario y los jardines de la Universidad. Cada vez le costaba más mentir a Marta, hasta el extremo de que decidió no ir a verla en algún tiempo, junto a la Universidad tuvo que detenerse a respirar con ansia.

También Marta respiraba con ansia en su soledad, rodeada de miradas lejanas y de silencios que iban y venían. Estuvo así no supo cuántos minutos, con la espalda dolorosamente erguida, hasta que aquel hombre surgió de la penumbra. Aquel hombre la acarició también con una mano, exactamente como había hecho Bey, y susurró:

– Hola, bonita.