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EL JUZGADO en el que oficiaba Olvido no desagradó en absoluto a Méndez. Todo su conjunto tenía el suficiente grado de desorden, suciedad archivada y hasta fetidez a papel amarillo que, al entrar Méndez allí, pensó en seguida que afortunadamente aún quedaban sitios dignos de ser conservados. Luego penetró en el despacho de Olvido, recordó que ella no dejaba de ser la autoridad constituida y se sentó ante la mesa recelosamente.
– Tengo mucho gusto en verla, juez. Qué ambiente tan agradable se respira ahí fuera.
– ¿Ambiente agradable?
– Sí. Yo, en su lugar, no tocaría nada. Antes estos juzgados tan nuevos daban asco, pero ahora empiezan a tener carácter.
– Lo tendrán aún más si vuelven a trasladarnos, como dicen, al viejo Palacio de justicia de ahí enfrente. Hay allí despachos que no deben haber sido barridos en diez años.
Los ojos de Méndez se iluminaron.
– No olvide invitarme al traslado -dijo.
– Sigo sin entenderle, policía. A veces me desconcierta. ¿Pero por qué ha venido a verme? ¿Ha ocurrido algo especial?
Méndez la miró con atención desde su apacible lado de la mesa. Olvido no le recordaba a la mujer de la playa -tetas fuera, nalgas madre abadesa, muslos a la Gran Ziegfleld -donde había estado tan provocativa, pero verdaderamente le gustaba ahora más. Su serio vestido de punto hacía pensar en ligueros tensos en sujetadores modelo danés y en braguitas hechas de papel de fumar. Méndez, que como se sabe era un hombre muy poco imaginativo en cuestiones eróticas, pensó que sólo le faltaba una toga que se abriese por detrás un poco.
Olvido no se dio cuenta de aquella observación -al fin y al cabo lo había aprendido todo en los libros- y musitó:
– Diga, ¿ha pasado algo?
– Estuve en el viejo estudio de Wenceslao Cortadas. Allí hay ahora una pensión. Tendría que verla.
– Mejor que no, Méndez.
– No crea. Fuera de un par de detalles, es bastante confortable y además tiene ambiente. Yo lamento que sitios así no gocen de una mayor protección municipal.
– Prefiero no opinar sobre eso, Méndez. ¿Descubrió allí algo?
– Sí. Que Wenceslao, Cortadas vive. Olvido se estremeció. Por un instante, sus manos siempre tan seguras vacilaron sobre la mesa.
– ¿Qué dice? -balbució.
– Bueno, no debe asombrarse tanto. Después de la muerte de aquella niña en la playa, partimos de la posibilidad muy cierta de que Wences pudiese estar vivo aún.
– ¿Y qué le ha hecho reafirmarse en esa creencia? Méndez le explicó con detalle su visita a la pensión y su arriesgada descubierta hasta el cuarto del terrado, donde podía haberse encontrado con cualquier cosa -, dijo-, incluso con dos moros dispuestos a hacer el amor con él, cuando todo el mundo sabía que Méndez sólo era capaz de hacerlo con uno. Le habló de los cuadros, el primero de los cuales representaba un paisaje y el segundo a Nuria Bassegoda. Le detalló por fin el hecho de que horas después, cuando él obtuvo el mandamiento judicial, sólo quedaba el paisaje.
Las manos de Olvido habían vuelto a vacilar sobre la mesa. Cada vez recordaba menos a la mujer de la playa, la mujer serena y digna que numeraba lunas y seleccionaba caracolas de mar. Ahora había en ella algo de funcionaria que tiene que llenar más papeles de los que puede atender en un día.
– ¿Ha avisado al juez de El Vendrell? -preguntó.
– Bueno, yo no soy el encargado del caso, o sea que oficialmente no puedo hacerlo. A mí me siguen asignando la vigilancia de los bares, el seguimiento de las putas y la disciplina de los urinarios, para que en ellos se hagan al menos las cosas con disimulo y respetando las normas de la buena conducta. Pero puedo informar al que lleva el caso y pedirle que se ocupe de telefonear al juez.
– Hágalo. Y a mí no me importaría llamarle también, puesto que al fin y al cabo me vi envuelta en el asunto. Pero dígame: ¿no estaremos partiendo de un error? ¿Los cuadros eran auténticamente de Wences?
– Mire, ahora hay expertos en Cézanne y en Watteau, y algún día habrá expertos en los dibujos de El Víbora, pero no existe todavía gente que se haya dedicado a estudiar la pintura de Wences. O sea que dictamen oficial sobre la autenticidad del estilo no lo hay, pero yo diría que es el mismo. Y he obtenido, eso sí, un dictamen sobre la antigüedad del cuadro del paisaje. Es de la época en que Nuria vivía, y si un cuadro es de la época, el otro, el retrato de la mujer, debe serlo también:
Olvido vaciló un momento. Luego preguntó con voz lejana:
– ¿Qué piensa de esto, Méndez?
– Debo de estar en baja forma, porque a pesar de haber hecho un triple recorrido por los bares de la calle Nueva, aún no me he decidido a pensar.
– Pues yo sí que saco una primera conclusión -dijo Olvido-. Wences le ha estado siguiendo.
– Eso está fuera de toda duda. Nos ha estado siguiendo, o al menos observando, a los dos.
– ¿A mí también? ¿Por qué a mí?
– No se asuste, Olvido.
– No me asusto. Sólo pregunto.
– Bueno, pues en ese caso le diré que el hecho de depositar en su casa el pecho cortado de la niña no ha obedecido a una casualidad.
– ¿Lo hizo porque aquélla era mi casa?
– Yo diría que sí.
– ¿Y cuál fue la razón? ¿Ha pensado usted en ello, Méndez?
– Sí que lo he pensado, porque últimamente ya no leo tantas revistas pornográficas y tengo algún rato libre. Pero la verdad es que no acierto a dar con el motivo. En apariencia, un asesino, por muy loco que esté, lo que menos quiere es llamar la atención de un juez o provocar la irritación de éste.
– Imagine que quiso desafiarme, Méndez. A algunos les gusta demostrar que se burlan de la ley.
– ¿Por qué había de hacerlo? ¿Usted era la Ley con mayúscula? No. Usted estaba de paso allí. Sólo durante el verano. Y además no iba a ocuparse del asunto, porque éste correspondería al juez de El Vendrell. Esa clase de locos no desafía a todos los policías y a todos los jueces; sólo a los que le están persiguiendo.
– Pero piense en esto, Méndez: yo ya estaba llevando en cierto modo el caso, porque de momento quedan bajo mi responsabilidad los bienes de Óscar Bassegoda, mientras se discute el reparto. Por lo tanto Wences me podía relacionar con la vieja familia.
Méndez hizo lentamente un gesto afirmativo.
– Eso es absolutamente cierto, juez, pero aun así no lo veo claro. Si hay una razón, la razón tiene que ser otra.
Se puso en pie, dio un corto paseo por el despacho, miró a través de la ventana los árboles del paseo, todavía cargados de verde, y se volvió para preguntar:
– ¿Qué es de Blanca Bassegoda, la hija de Óscar? Está separada del marido, ¿no? ¿Ha rehecho su vida?
– He sabido que tiene un novio, un tal Ricardo Arce si no recuerdo mal. No sé si va en serio o no, eso no me lo ha dicho nadie. Pero se deja ver en todas partes acompañada por él.
Méndez sonrió mientras preguntaba desde la puerta:
– Le falta saber lo más importante, juez.
– ¿Lo más importante? ¿Qué es?
– ¿Se la tira? Miró la expresión repentinamente tensa de Olvido, abrió la puerta y añadió:
– Perdone que emplee tantos circunloquios y que no utilice un lenguaje directo, juez. Es que usted me impresiona.
Sólo entonces salió de allí para aspirar con deleite el olor de los papeles viejos. Méndez fue a su casa, situada en la calle de Lancaster, una travesía de la calle Nueva de la Rambla. Era un lugar bien digno de estudio y donde apenas había entrado nadie, quizá porque ya no quedan auténticos aficionados a la egiptología. Meterse allí, en efecto, requería un cierto entrenamiento y unos conocimientos básicos: había que atravesar un bar, descubrir una puerta junto a la del lavabo (con todas las graves implicaciones homosexuales que podía tener un error), ascender unos peldaños de bucanero, recorrer un pasillo donde se alquilaban habitaciones a los clientes y a las esposas de los clientes -por separado- y alcanzar al fin una última puerta, hundida en la pulcritud de las sombras. Por ella se accedía al apartamento de Méndez, con hermosas vistas a un patio vecinal lleno de gatos y en el que imperaban como piezas de respeto una cama y un bidé.
Ya que Méndez no comía en sus habitaciones, no había allí ni un simple infiernillo de alcohol. No había tampoco, por supuesto, teléfono, televisión ni reloj. En cuanto al calendario, no había sido cambiado en los últimos cinco años por la sencilla razón de que la chica reproducida en su foto excitaba a Méndez, del mismo modo que le excitaban los gritos y los insultos que de vez en cuando llegaban desde el fondo de las habitaciones alquiladas.
La dueña del bar, que era la que hacía la limpieza, le informó:
– Señor Méndez, han venido a preguntar por usted.
– ¿Aquí?
– Claro que si. No iban a preguntar en el Obispado, señor Méndez.
– Pues es extraño, porque apenas nadie sabe dónde vivo. Sería algún compañero, supongo.
– A sus dos o tres compañeros que aún viven los conozco de sobra, señor Méndez. No era ninguno de ellos.
– Pues más extraño aún. ¿Y qué le dijo?
– Que quería verle. Pero una ya tiene experiencia, y me olí en seguida que ya sabía que no estaba usted aquí. Seguro que quería solamente comprobar si vivía en esta casa. Naturalmente, le pregunté su nombre.
– ¿Y se lo dio?
– Sí, pero a lo mejor es falso. En fin, ya sabe usted, pero de todos modos se lo tomé. A ver, aquí está apuntado… Se llamaba Wenceslao Cortadas.
– ¿Qué?… Méndez, que estaba acariciando un vaso de vino peleón, casi lo tumbó sobre la barra.
– Eso es: Cortadas. ¿Lo conoce?
– No lo sé. ¿Cómo era?
– No me fijé bien. Alto… Iba vestido de una forma bastante anticuada y se le veía una persona mayor.
– ¿Muy mayor?
– Es difícil calcular eso, sobre todo si una no le ve bien la cara. Porque además llevaba sombrero, ¿sabe?, con el ala un poco así sobre los ojos, en plan película de los años 40. Y dígame: ¿qué persona joven lleva sombrero hoy día, sobre todo cuando el verano está aún ahí, como quien dice? Aunque, en fin, mayor lo parecía. No tanto como usted, pero lo parecía.
– Ya lo sé, hija, ya lo sé. A mí me hicieron prisionero los turcos en la batalla de Lepanto. Aún cobro una pensión por eso.
– ¿Qué fue lo que le estropearon? -quiso saber un cliente.
Méndez prefirió no contestar. Al fin y al cabo tampoco estaba demasiado seguro de lo que pasaría si un día se encontraba con un turco. Bebió el vaso de vino peleón y masculló:
– Además de su nombre, ¿dejó algún recado?
– Sí. Que quería devolverle una cosa.
– ¿Un cuadro? -Eso no lo dijo.
– Pero le diría dónde me iba a hacer la entrega, ¿no? Eso se lo diría.
– Claro que sí, señor Méndez -la patrona le sirvió otro vaso de vino, un Falset tinto con el que se hubiera podido pintar una pared-. A las tres de la madrugada, las tres en punto, en la Avenida del Tibidabo esquina Román Macaya.
– ¿En la parte de arriba de la ciudad?
– De lo más arriba, señor Méndez.
– ¿Con olor a árboles y todo eso?
– Seguro.
– Pues soy capaz de no ir.
– Usted verá lo que hace, señor Méndez. Claro que, bien mirado, puede ser una trampa. ¿Quién le conoce en la parte alta de la ciudad? ¿Eh? ¿Quién le ayudaría? Lo malo es que ni mi marido ni yo podemos acompañarle, señor Méndez. Ni nadie.
– ¿Por qué? -Aquel hombre dijo que tenía que ir usted sólo o que no había trato.
– Si me conoce un poco sabrá que lo haré así -murmuró Méndez-. Siempre he trabajado solo. Pero lo raro es que no hay motivo para que me conozca.
Dijo esto en voz muy baja, sólo para que lo oyese la dueña del bar. Luego añadió:
– De todos modos, esas cosas son normales. Siempre que un reclamado te quiere ver, exige hacerlo sin testigos.
– ¿Es que ese hombre es un reclamado? Méndez gruñó:
– ¿He tratado alguna vez con alguno que no lo fuera? Y subió a la habitación. La cama y el bidé entronizados allí significaban que, si alguna vez la patrona echaba a Méndez y alquilaba la habitación a una pareja, ésta tendría todo lo necesario para llevar una vida digna y honesta. Méndez sospechaba que, en bien del fomento de la virtud, le acabarían echando.
Apartó las revistas que llenaban una de las sillas (La Rambla, Playboy, El Víbora, El Papus y El Funcionario Español) y se sentó en plan miserere mei. Empezaba a no caberle duda de que Cortadas pertenecía a esa clase de maniáticos que gozan desafiando a la policía y que justifican sus crímenes en virtud de ese desafío. Eso explicaba el siniestro detalle del pecho cortado puesto en casa de Olvido, explicaba la desaparición del cuadro poco después de haberlo visto Méndez y explicaba también, por supuesto, el hecho de que Cortadas le hubiese dado una cita. Méndez estaba seguro de que el otro acudiría, y en consecuencia decidió hacerlo él también.
No prestó la más mínima atención a la idea -aunque la tuvo- de que aquélla pudiese ser una trampa mortal. La hora y el sitio -una esquina despoblada y apta solamente, durante la noche, para empitonar al prójimo- resultaban ideales si se quería quitar de en medio a un hombre, pero no había motivo para que Cortadas hiciera eso. En primer lugar, él no era el encargado de la investigación; en segundo, tampoco había adelantado demasiado en sus pesquisas; en tercero, matar a un policía siempre ha sido un mal negocio; y en cuarto y último, ningún asesino que planea un nuevo crimen empieza por dar su nombre en un bar, como había hecho Cortadas. Méndez podía estar seguro de que el hombre a quien buscaba se limitaría a observarle y a dirigirle algún insulto desde las sombras, detalle este último para el que Méndez tenía una larga preparación profesional.
También desechó la idea -pese a valorarla- de montar un tinglado para detener a Wenceslao Cortadas. Estaba convencido de que éste vigilaría el lugar desde bastantes horas antes, y si notaba el más mínimo movimiento sospechoso se largaría con viento fresco. Eso significaría perder un contacto que al menos era una oportunidad, mientras que una frustrada operación de caza equivaldría simplemente a perder el tiempo. Dos factores, por supuesto, influyeron también en esta toma de decisión de Méndez: su inveterada costumbre de actuar solo y su temor de que, si pedía ayuda al jefe, éste decidiera enviarle de nuevo en comisión de servicio a las playas de Tarragona, donde, además, a estas alturas, ya no quedaba suelto más que algún marica.
La Avenida del Tibidabo, a las tres de la madrugada de un día laborable, era un túnel silencioso por donde sólo circulaba de vez en cuando algún coche llevando a bordo un tío con un par de billetes de menos y una tía con la boca todavía suda. Durante el día era aquélla una zona de colegios caros, de niños sin bozal, de poetas bajo vigilancia siquiátrica, de familias adictas al Gotha y de clínicas de lujo donde excepcionalmente podías confiar más en el médico que en el espíritu santo. De noche, cuando Méndez se presentó allí andando cautelosamente, se oía el susurro del viento en los árboles, ladraba algún perro bien mantenido y no se veía a diez metros de distancia.
El viejo policía se situó en el punto exacto que le habían indicado, o sea en la esquina, relativamente cerca de una farola, lo justo para que se vislumbrase que estaba allí. Si Cortadas quería verle bien, tendría que acercarse.
Llegó a las tres de la madrugada en punto, pero a las tres y veinte aún no había ocurrido nada absolutamente. El silencio era casi total, no pasaba ya ningún coche, los perros con pedigrí ya no ladraban, y un par de peatones que parecían ir perdidos, de una sombra a otra, cambiaron inmediatamente de acera al ver a Méndez, pues le tomaron por un exhibicionista o un atracador. Con lo de Méndez en plan exhibicionista no supieron nunca lo que se habían perdido, peor para ellos.
Las tres y veinticinco. El viejo policía ya empezaba a hartarse de estar allí. Le dolían los pies, pues él sólo aguantaba la posición vertical junto a las barras de los bares. Y hasta empezó a pensar que todo aquello había sido una burla y que resultaría mejor irse; pero le detuvo el mundo fósil de los coches aparcados, el misterio de los setos vegetales, el ángulo muerto que iban dejando los árboles y desde el cual unos ojos le podían estar acechando. Realmente Méndez tuvo la sensación de que le acechaban, de que a pesar de todo Wenceslao Cortadas estaba allí. Lo que ocurría era que Wences tenía su propia lógica, y sobre todo su propio tiempo; para él no existían los relojes de los hombres que contratan sus horas y dejan que sean otros los que se las cuenten hasta el día de morir.
Y fue entonces, de repente, a las tres y media en punto, cuando sucedió. Méndez no se dio cuenta, a pesar de su larga experiencia y de sus numerosísimos -y altamente elogiados servicios de esquina. Percibió entre dos coches el fogonazo y al mismo tiempo oyó el silbido de la bala. Todo eso se mezcló con el «chask» del proyectil al empotrarse en la parte baja de una pared. Méndez se dio cuenta, con auténtico rigor profesional, de que le habían disparado con un nueve corto y de que la bala acababa de pasar a menos de un metro de distancia. No podía decirse que Cortadas fuera un prodigio de puntería sobre blanco fijo, pero de todos modos Méndez se dejó caer a tierra; si no lo hizo con la velocidad del rayo, sí lo hizo en cambio con las debidas precauciones higiénicas. Primero las rodillas en un sitio liso, luego las palmas de las manos y por fin todo el tronco, intentando no rozar con la cara unos cercanos excrementos de can que por lo menos había cenado foie-gras. Entonces llegó la segunda bala.
Pudo ver el fogonazo con perfecta claridad. Le disparaban desde un punto situado entre dos coches, a unos veinte metros de distancia. También oyó el chasquido del proyectil al empotrarse en la misma pared, a muy poca distancia del primero. E inmediatamente unos pasos y luego la silueta confusa de un hombre que corría.
Méndez se puso nuevamente de rodillas y sacó su pistola. Era un mastodonte más apto para acojonar al detenido que para descojonar al fugitivo, según decían los superiores en las largas noches del Distrito Quinto. Se trataba de una auténtica arma de guerra, una Colt modelo 1912, efectiva pero lenta, capaz de cambiar de sitio un árbol pero no de cazar al vuelo a un hijo de viuda. Méndez no la usaba nunca excepto para dejarla sobre la mesa en los interrogatorios de la comisaría, en un plan de clases pasivas que sin embargo hacía mover todas las lenguas y resultaba de una demoledora eficacia. Después de ver aquel petardo, hasta las mecheras de la calle de las Arrepentidas reconocían haber tomado parte en la muerte de Calvo Sotelo el año 36, según las normas de eficacia y de acusación preferente que le habían enseñado a Méndez en la vieja policía española. (Muchas veces, siglos antes, cuando aún no era un veterano, Méndez había recordado entre carcajadas un chiste que hizo fortuna en su época, según el cual, al finalizar la guerra mundial el año 45, los americanos quisieron interrogar al emperador Hiro Hito sobre sus posibles responsabilidades en la iniciación del conflicto, y para eso enviaron al Japón a sus más acreditados jerifaltes de la CIA, los más broncos agentes del FBI y hasta algún sheriff de Texas. Pero sin lograr sacarle una palabra al flemático hijo del sol. Al fin, desalentado, el presidente Truman llamaba a una pareja de la guardia civil española, y ésta procedía al hábil interrogatorio. Apenas media hora después, los dos números ya salían con cara satisfecha. El propio director del FBI les preguntaba si Hiro Hito había confesado algún crimen de guerra, y el más veterano de la pareja le contestaba: «No, eso aún no, pero ya ha reconocido ser uno de los que fusilaron a José Antonio.» Siempre que Méndez se reía, sus jefes le advertían con toda gravedad que no tomase a broma una cosa tan seria y que además reflejaba tanta aptitud para el servicio.)
El caso fue que ahora Méndez no empleó aquella auténtica pieza del acorazado Missouri para interrogar a nadie, sino para hacer fuego. Las dos detonaciones debieron despertar hasta a las palomas de la Plaza de Cataluña. Claro que antes, para cumplir los reglamentos, Méndez lanzó el grito de guerra que tantas veces le había dado grandes éxitos:
– ¡Alto! ¡Policía! ¡Policía! ¡Policía! ¡Policía! ¡La madre que te parió!
Normalmente todos los sospechosos -y los que no lo eran se detenían, pero esta vez el fugitivo siguió hundiéndose en las sombras. Méndez no lo pudo alcanzar con sus disparos, y además supo desde el primer momento que iba a ser inútil perseguirle. Su récord olímpico de los cien metros lisos rozaba el cuarto de hora. Lo intentó de todos modos, por puro amor al servicio, poniendo sus cinco sentidos en la carrera y consiguiendo llegar sano y salvo, pero sin aliento, al Paseo de San Gervasio, que está dos esquinas más allá. En el paseo casi lo arrolló el patrullero del 091 que llegaba lanzado después de recibir el aviso del tiroteo.
Méndez escondió la pistola y sacó su insignia. Fue la única vez que se atrevió a mostrarla en la palma de la mano. En su distrito no podía hacer eso, porque del primer golpe de abajo arriba se la enviaban al segundo piso. Gritó:
– ¡Pronto! déjenme subir! ¡Vamos a dar una batida! La batida no arrojó resultado alguno, cosa lógica porque si Cortadas había llegado en coche podía estar agazapado entre dos asientos, y si había llegado a pie podía haberse dirigido hacia los descampados que llevan a la montaña. Después de un cuarto de hora, y pese a la ayuda de otro patrullero, tuvieron que desistir. Pero para entonces Méndez ya había llamado por radio a los expertos en balística.
Demostró ser un perfecto profesional. Incluso en la oscuridad señaló el sitio en que tenían que estar empotradas las balas, y en efecto allí estaban. Y también los dos casquillos entre los coches, a unos veinte metros de la esquina. Todo completo. Ni que Méndez lo hubiese medido con un compás.
Él mismo acompañó a los expertos al laboratorio a la mañana siguiente, sin haber dormido, y aguardó el resultado del examen. Al estudio microscópico de las estrías en los proyectiles aplastados por el rebote y del impacto del percutor en los casquillos, siguió una exhaustiva revisión de los ficheros, hasta dar con el resultado preciso. Eran ya para entonces las doce del mediodía.
El propio jefe del laboratorio, que había dado preferencia absoluta a aquella labor, le dijo a Méndez:
– Menos mal que era un arma fichada y con licencia, porque si llega a ser de las que van por libre no la identificamos nunca. Es una Star nueve corto para la que se extendió permiso hace una porrada de años. Desde entonces no había dado que hablar, y se le había perdido la pista.
– ¿A nombre de quién está la licencia? -preguntó el viejo policía con un hilo de voz.
– A nombre de un tal Wenceslao Cortadas. Le será fácil detenerlo, claro, porque en la documentación figura el domicilio.
Méndez se limitó a susurrar:
– Y una leche. Salió de allí y se dirigió a la comisaría, no porque tuviese ganas de trabajar, sino porque era día de cobro.
A la Administración Pública no hay que darle demasiadas oportunidades.