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12. LOS DOMINGOS ANTIGUOS

PRIMERO fue el rápido viaje a Venecia, una Venecia con otoño, con lluvia, con la bruma en los canales y con rostros de mujeres muertas tras las ventanas de los palacios. «Me acompañas. Nadie pensará mal, porque voy con tres amigas, y si piensan mal qué quieres que te diga, hijo. Que les den. Primero hemos de ir en avión hasta Milán, a ver las últimas presentaciones de la moda, porque aunque no lo creas yo trabajo mucho, yo tengo intereses en una gran casa de prét-á-porter. Desde Milán a Venecia hay un paso. Además he de hacer allí unas compras, he de ver unas pinturas y he de hacer también una cosa que te parecerá muy extraña, Richard: ver si encuentro mi rastro. Cuando estemos allí lo entenderás.»

Ricardo Arce, el Richard, no empezó a entenderlo hasta su primera tarde de soledad, tarde de domingo antiguo, hasta que se dio cuenta de que algún día lejano, una vez, en un tiempo remoto que había de llegar, él buscaría también allí su propio rastro. Fue al encontrarse con los canales hundidos en la bruma, con las torres perdidas en el silencio y los cafés vacíos, las mesas batidas por una fina lluvia. Venecia era aquella tarde una ciudad de ventanas con visillos, de veladores antiguos, de tiendas con dependientas que iban a morir. El Richard proletario del Pueblo Seco y de los vestuarios del Price se embarcó como una sombra más en el vaporetto que iba al Lido y vio desfilar los viejos palacios que se hundían, sintió el tiempo que se te iba como un fluido entre los dedos cerrados. Ricardo Arce tuvo allí por primera vez contacto con las mil vidas de su interior que él no había vivido y supo que alguna vez, algún día lejano, él volvería también allí para buscarlas una a una.

Lo segundo fue Cascais, el rápido viaje a Lisboa, el estuario del Tajo quemado por el sol, la gente formando corrillos desde los bajos del puerto hasta los altos del Sheraton, los pequeños restaurantes en el barrio viejo, amor mío, vis a vis, el vino púrpura en la copa, los ojos de la mujer colgados en un tiempo que se iba. «Me acompañarás como a Milán. No pensarán mal porque iré con dos socios, y si piensan mal, ¿qué quieres que te diga, hijo? Que les sigan dando. He dicho que eres mi consejero y en realidad puedes serlo. En Lisboa aún hay gente que te hace trabajos de bordado a mitad de precio que en España, y yo necesito comprar para la boutique. El viaje será corto, pero podremos ir a Cascais una mañana de domingo, ya lo verás; el Cascais de las calles estrechas, de los cafés de pueblo y de las tiendas de vinos con años de obispo.» Y ahora Cascais estaba aquí, en esta gran voz colectiva de la gente que va y viene de un tiempo a otro, en este ancho mediodía de la plaza. Ricardo Arce, el Richard hambriento de la calle de Tapiolas y los gimnasios del Paralelo, se sentó en el balconcito del viejo café, sobre la plaza, junto a dos comerciantes que hablaban a gritos de los políticos muertos y de las grandes virtudes que tendrían si volviesen a vivir. Probó el queso que viene de la tierra y el vino que viene del aire, vino verde, un poco picante, vino joven hecho con cuerdas de guitarra. Sintió el calor humano, la gran voz de la plaza, una voz que se iba haciendo suya como si él también perteneciese a aquel pueblo que a lo largo de los siglos había aprendido a esperar. Y supo, como había sabido en Venecia, que un día, algún día, él trataría de volver allí en busca no del silencio y de la bruma, sino de la voz y del vino, pero también con la misma inútil finalidad de recoger los pedazos de sí mismo.

Muchas veces, mientras andaba a lo largo del Paralelo y de las Rondas, que habían visto sus pasos de niño, tuvo que pensar en eso y en Blanca Bassegoda, la mujer que con sólo dos rápidos viajes le había abierto las ventanas de un nuevo mundo y le había mostrado que en el fondo del ser humano palpitan cien vidas que casi nunca llega a conocer y que sólo pueden serle insinuadas así, en forma de chispazos, por mujeres mágicas como ella. Ante este descubrimiento de su nueva dimensión el Richard llegaba a olvidarse de su sufrimiento (no comer hasta que ella coma, para ver qué cubierto usa. No beber hasta que ella beba, para ver cómo prende la copa. No hablar hasta que ella hable, para saber qué tono hay que dar a la conversación. No mirarte hasta que tú me mires a mí, querida profesora a la que sólo amaré en público, a la que insinuaré ante testigos caricias que no han existido y de la que ignoraré todo: tus piernas anchas tendidas en las camas de los hoteles, tu culo misterioso sobre los bidés, bajo la ducha tus pechos de niña). El Richard Arce de las calles olvidaba el sufrimiento de los salones por el solo hecho de que ese sufrimiento se lo daba ella.

– Vas aprendiendo una barbaridad, Richard. En Venecia estuviste muy bien, y en Lisboa parecía como si hubieras hecho lo mismo toda la vida.

– Pues yo tengo la sensación de que lo hago muy mal. Estoy acartonado, ¿verdad? No me muevo hasta que tú me haces una seña indicando que puede empezar la función.

– Tampoco es una función, hombre. O lo es como todas las cosas de esta vida. Todo en la vida es una función, ¿sabes? ¿O es que crees que yo no tengo que fingir y representar en todas partes? ¿Crees que no tengo que fijarme en lo que hacen los demás? Sólo dejo de representar cuando estoy en el cuarto de baño, y a veces ni siquiera eso. Cuando en el cuarto de baño me veo en el espejo y me doy cuenta de que estoy fea, busco inmediatamente mi perfil más favorable y hago la comedia para un Público dispuesto a aplaudir: yo misma. De modo que hasta en eso estoy fingiendo.

– No es lo mismo. Uno puede hacer lo que quiera dentro de su mundo, cuando conoce las reglas del juego. Pero no está bien disfrazarse para entrar en el mundo de los otros.

– ¡Qué tonterías, Richard! Todo el mundo entra disfrazado en todas partes. Hasta para casarte te disfrazas. Te visten de blanco y así entras directamente en el reino de las mujeres justas. Y para morir te disfrazan. Te visten de negro y así entras directamente en el mundo de los hombres que fueron dignos. Todo el mundo engaña a todo el mundo, Ríchard. No sé dónde leí que hasta nuestra madre lo hace.

– ¿Nuestra propia madre? ¿Cuándo?

– Cuando nos da un chupete en lugar de sus tetas. Y se las levantó hasta el máximo ella misma. Las tenía pequeñas, erguidas, presumiblemente duras, es decir, los perfectos pechos de una niña. Ricardo Arce prefirió no mirarlas al darse cuenta de que brillaba en sus ojos el deseo de morderlas. Y eso le pareció indigno, le pareció algo tan bajo -y al mismo tiempo tan innecesario- como un sacrilegio.

– Tú has leído mucho, Blanca. Quizá te has repasado la mitad de la biblioteca de tu padre.

– Y lo que no era la biblioteca de mi padre. Pero tú también debes de haber leído una barbaridad, Richard. Se te nota en la forma de hablar con personas que se han pasado la vida entre libros.

– No sé si te has fijado en que me limito a repetir lo que dices tú, Blanca. Bueno, a veces le añado algunas cosas.

– ¿De dónde las sacas?

– De lo que leía en los libros baratos. El mercado de San Antonio y todo eso. La feria de la mañana del domingo, las revistas y los libros viejos. Montañas de pensamientos que ni siquiera tienen un precio fijo. Si tú tienes una hora y unas miserables pesetas puedes comprar todos los sueños de un hombre que ya está muerto. Y algo se te queda, después de eso.

En voz muy baja añadió:

– Algún día he de llevarte allí.

– ¿Y por qué no? Claro. ¿Y por qué no? Blanca Bassegoda aceptaba con naturalidad integrarse en el mundo de Richard, del mismo modo que Richard había aceptado integrarse en el suyo. Y fueron una mañana al mercado de libros viejos, una mañana otoñal de cielo gris, de ventanas que empezaban a cerrarse y de hombres solitarios que buscaban el último refugio en un libro. Anduvieron juntos bajo la estructura de hierro que no había cambiado en cien años, y fue entonces cuando Ricardo Arce descubrió como en un chispazo que volvía a ser feliz, que su vida tenía sentido y que ya no estaría solo nunca más, porque era ella la que había sabido dar un nuevo significado a su tiempo, la que le había acompañado hasta el fondo del domingo antiguo.

Méndez dijo:

– Seguro que Blanca Bassegoda también es feliz. Estaban los dos en el Missouri, en la parte más baja de las Ramblas, bar estrecho con nombre de río ancho, con unos palmos cuadrados para olvidarte de tu pasado mezquino, para soñar en la gran aventura del puerto, en los grandes viajes, las grandes mujeres y la vida que nunca llegarás a vivir. Unas cuantas putas de plantilla se ocupaban en la acera de la seguridad ciudadana, las últimas moscas iban en busca de Méndez, un chapero hacia precio con un jubilado animoso y todo en aquel lugar entrañable reflejaba la más absoluta normalidad. Todo menos la cara del Richard.

– Coño, yo diría que ya no te gusta esto.

– Es que ahora vengo poco por aquí, Méndez.

– Ya lo noto, ya… Este ha dejado de ser tu mundo. Y oye lo que te digo: si te metes en otros sitios vas a acabar perdiendo la salud. ¿Dónde vives ahora? ¿Te has trasladado a la calle de San Pablo, un poco más arriba? Lo digo porque en ese caso has hecho bien, porque allí hay unos cuantos hoteles de un plan tope príncipe de Gales, que al menos tienen dos estrellas. El España, donde iban los toreros de la buena época y pagaban repartiendo entradas a los chiqueros. O el Aragonés, donde una vez tuve que levantar un cadáver y me hice amigo de una mujer de la limpieza a la que sólo le gustaba darle al asunto estando de rodillas en el suelo, ya ves si llevaba en la sangre el espíritu del trabajo. O sea sitios de buen servicio, sitios donde la gente se desvive por ti. Puestos a buscar lujo asiático, hasta te puedes haber ido al hotel Gaudí, donde antes estaban las mujeres de Casa la Emilia. Pero peor para ti si no sabes elegir los sitios que valen la pena.

– Estoy en el hotel Avenida Palace. Méndez arrugó la nariz.

– ¿Dónde para eso? -preguntó.

– No me diga que no lo sabe, siendo uno de los mejores hoteles de la ciudad. Claro que lo sabe. Si hasta me jugaría las manos a que tiene usted la ficha de mi habitación.

– No, hijo -reconoció Méndez-, esa clase de hoteles no los hago yo. La ficha que dices me la sacó un amigo.

– Maldita sea, Méndez, si le conoceré yo.

– Es un sitio demasiado lujoso, Richard. Tocas un timbre, viene una camarera y te lava el pito. Nunca creí que el trabajo que te dio el abogado Llor te llevase tan lejos.

– Ni siquiera sé dónde me ha llevado. El hotel lo eligió Blanca Bassegoda.

– ¿Por qué tan arriba?

– En eso tiene razón. ¿Por qué tan arriba? Yo, al principio, me asusté, se lo confieso. Nunca, ni cuando me llevaron a París una vez, para un combate, había estado en un hotel así. Pero Blanca Bassegoda me dijo que necesitaba acostumbrarme a ese ambiente, que lo del hotel era un poco como ir a la escuela; iba allí a aprender. Me dijo que hay mucha gente que no sabe en la vida más que moverse por los hoteles, y que a esa gente le va bastante bien.

– Tu has conseguido aprender, Richard?

– No sé qué decirle… El lujo me molesta. Hemos quedado con Blanca en que dentro de poco cambiaré de lugar. Pero en cambio me maravilla ir con Blanca a las librerías, a las exposiciones, a los conciertos… No necesito ni hablar con la gente. Sólo oírla hablar a ella. No necesito comer en un buen restaurante, porque los buenos restaurantes me cohíben y me hacen sufrir. Vamos, que me quitan el apetito. Sobre todo cuando estamos con gente, ¿entiende? Lo que me gusta es estar con ella, leer los libros que ella me recomienda. Es como estar en otro mundo. No sé explicarlo, Méndez, diablos, no lo sé… No se trata de vivir bien, se trata de vivir de otra manera.

Méndez hizo un gesto de asentimiento. Y con sus delicados matices de hombre fino preguntó:

– Te la tiras?

– No. Nunca se me ha ocurrido. Además, el pacto no es ése.

– ¿La besas al menos?

– Sólo en público. Cuando estamos con gente, somos novios. Cuando estamos solos, somos amigos, y eso es lo auténticamente maravilloso. No aspiro a nada más.

– ¿Y si ahora eso se terminara, Richard?

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, pues eso. Se trata de un trabajo, ¿no? Pues que el trabajo se terminara, eso quiero decir. Que ella ya no te necesitase, por ejemplo. Ése sería un final lógico.

Ricardo Arce cerró un momento los ojos. No contestó. Méndez apartó el vaso que tenía delante, mientras susurraba:

– No quieres pensarlo, ¿verdad?

– No.

– Y el marido, ¿qué dice?

– No sé, yo no lo he visto aún.

– ¿Pero la amenaza?

– Sí, por teléfono.

– ¿Y tú qué haces?

– Yo he de hacer simplemente lo que ella me dice. De momento, callar.

– ¿El marido ha tratado alguna vez de ver a Blanca?

– Si la ha visto, yo no me he enterado. Pero estoy casi seguro de que no, de que no han vuelto a encontrarse. Ella va siempre a sitios donde sabe que no van a coincidir, y además usa la barrera de la gente. Quiero decir que siempre está acompañada, y en esas condiciones, aunque el pájaro quisiese armar un escándalo, no podría.

– Tu le gustas, Richard? Richard casi se sonrojó

– Bueno… ¡qué tontería! Blanca Bassegoda es una mujer que está por encima de esas cosas.

– ¿Por encima de que le guste un hombre?

– Por encima de que le guste un plebeyo.

– Corrige eso, Richard. El plebeyo era un personaje de las obras teatrales de principios de siglo, de cuando yo ya estaba a punto de jubilarme en la Brigada Criminal. Es un personaje que ya no existe en el teatro porque ha desaparecido de la vida real: ahora sólo existe el que tiene dinero y está en posición de dante y el que no lo tiene y está en posición de tomante. Pero sé muy bien lo que quieres decir. Y te contestaré que no deberías extrañarte tanto, porque los grandes hombres se distraen con las putas, mientras que las grandes mujeres se distraen con los plebeyos. El gran hombre y la gran zorra, extrañamente coinciden, suelen formar una combinación aburridísima en la cama. Para ser feliz en el matrimonio, hay que tener una razonable dosis de pequeñez.

– Nosotros no somos un matrimonio, Méndez. Ni ella tiene por qué haberse fijado en mí, ¿sabe? Solamente me ha contratado para un trabajo.

– Muy bien. Esa es la parte de ella. Pero hay otra: la tuya.

– ¿Qué trata de decir?

– ¿Tú la quieres? Ricardo Arce cerró los ojos otra vez. Más allá de los cristales de la puerta, más allá de la noche estaba la Rambla y estaba toda su vida anterior, pero su vida anterior ya no significaba nada. Ya no encontraba fuerza en ella. Volvió a abrir los ojos y de pronto le pareció que aquel mundo del Missouri, de las Ramblas bajas, de la acera con trotona en buen uso, del bar con hombre dormido y el árbol con pájaro muerto, aquel mundo que había sido tan suyo ya no le pertenecía. Necesitó apoyar las manos en la barra, con una brusca sensación de vacío y de vértigo, mientras musitaba:

– No tengo derecho a quererla.

– ¿Por qué?'¿Es que la autorización para eso te la ha de dar un juez?

– Usted no lo entiende, Méndez.

– Claro que lo entiendo, maldita sea. Y de la forma que te conozco, Richard, lo entiendo más aún, pero voy a decirte dos cosas: la primera, que tengas cuidado con el marido. Si es un vividor, no querrá dejar escapar tan fácilmente un mirlo blanco como esa chica. La segunda, que si te dedicas a una mujer no harás nada más en la vida. El hombre pequeño se refugia en la mujer porque no necesita llegar a otra cosa; el hombre que tiene las espaldas anchas y que puede soportar un poco del peso del mundo acaba dando de lado a la mujer. Y oye bien esto: las mujeres nunca lo perdonan. Se sienten frustradas. En el fondo de sus sentimientos saben que necesitan hombres pequeños pero que vivan para ellas. Y acaban buscándolos.

Richard musitó:

– Coño, qué forma de hablar. Ni que yo necesitara esos consejos por ser un gran hombre, Méndez.

Méndez no le miró siquiera mientras gruñía:

– He dicho. Y atisbó a la Susan, que se acercaba sinuosamente por la barra. Lo primero que hizo Méndez fue beberse con toda urgencia su gin-lizz, porque de lo contrario la Susan se lo hubiese zampado ella. Luego fue a batirse en retirada estratégica, porque cada vez que la Susan le veía se le llevaba media mensualidad, pero se acordó de pronto de que no había pagado aún. Le preguntó al camarero con voz meliflua:

– ¿Qué se le debe, joven?

– Son ochocientas, señor Méndez.

– ¿Ochocientas? ¿No es un poco caro? ¿O es que ahora a la madam, o sea a la poli, se le cobra más?

– Al contrario. Le hacemos rebaja como siempre, señor Méndez, pero la Susan a cargado unas cuantas cosas. Y eso que estaba ocupada con un cliente y no ha tenido apenas tiempo.

El viejo policía susurró:

– Mierda. Y yo que creí que me había librado esta vez. La mujer pasó por su lado mientras susurraba:

– Adiós, amor.

– Adiós, vida. Recuerdos a tu mamá. Richard miró de soslayo cómo ella se alejaba hacia la acera, hacia el bullicio de los hombres que al fin y al cabo eran su seguridad social. Luego se volvió hacia Méndez para murmurar:

– No sabía que la conociera.

– Claro que la conozco. Soy su padrino de bautismo. Me comprometí a educarla en la virtud.

Luego añadió:

– Hala, larguémonos de aquí. La noche se está poniendo fría. Lo que faltaba.