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MÉNDEZ se lo había dicho:
– Los despachos de los detectives de misterio que salen en las novelas, Richard, no son tampoco como los que salen en las películas o en la tele, donde siempre ves un detalle sugestivo, aunque sólo sea una ventana que da a una ciudad remota, una de esas ciudades que tú no has visto nunca. Las ciudades remotas hacen soñar, ¿no te parece? Y también los diplomas desconocidos colgados de la pared. Y una botella de whisky en un rincón, junto a la foto de alguna tía buena y seguramente lesbiana a partir de las siete de la tarde. Yo me he hartado de ver películas y de leer novelas cuya principal virtud era saber poner en movimiento la máquina de los sueños.
Todo eso, nada menos, había dicho Méndez. Y había añadido, porque a veces Méndez se ponía en plan pensador, creyendo que aún estaba de madrugada en el balcón de la comisaría, sobre el río de la calle Nueva:
– La gran función del cine en los barrios pobres es ésa. En los barrios ricos la gente ya mira las películas de otra manera; se distancia, no se deja influir tanto, quizá porque no siente la absoluta necesidad de soñar para salvarse. Ocurre como con la censura franquista de libros: demonios, no te autorizaban un texto para una edición de treinta pesetas, pero te la autorizaban para una edición de mil cucas de las de entonces, mil cucas con las que se podía comprar la virtud de una hermana del obispo. Y no es que fueran tontos, no; al contrario; es que sabían que a la gente rica la inmoralidad impresa le influye menos porque sabe mantener las cosas a distancia: los libros, las películas y las personas. La psicología franquista era de órdago, puedes creerme; algún resultado tenían que sacar de la cantidad de gente que cobraba por pensar en un despacho sólo dos horas a la semana.
Mientras subían las escaleras hacia el piso principal -chaflán de casa vieja, rótulo negro en el balcón, olor a muerte antigua en el ángulo de la portería- Ricardo Arce pensó que Méndez había tenido razón. Aquel despacho no sugería películas vistas un sábado, ciudades remotas ni diplomas con una frase en inglés; sugería solamente informes comerciales metidos en un archivador gris; sugería correspondencia atrasada y albaranes medio rotos; hacía pensar en secretarias que de jóvenes se hicieron las desengañadas y que ahora, de viejas, había días en que se volvían repentinamente ansiosas. Todo eso y la luz enferma.
Blanca venía con él. Blanca era la única que daba vida a todos los años que habían ido muriendo en aquella casa. Subía delante, con su falda muy ajustada, muy corta, y movía deliciosamente la grupa, aunque ya se sabe que todas las mujeres adineradas y cultas la mueven en contra de su voluntad.
Le había dicho a Ricardo Arce:
– Ahora conocerás al tercer aspirante a la herencia de mi padre. Es Daniel Ponce, el detective privado. Un sobrino que se crió con nosotros y en el que papá tenía mucha confianza.
El despacho era pequeño, era mezquino; resultaba oscuro a causa del empapelado de las paredes y los muebles de otra época. Había en él un título de licenciado en Sociología por la Universidad de Madrid, o sea un título lejano y abstracto, un certificado académico de soñador, para decirlo claro; había otro relacionado con un curso de Master en una escuela de Barcelona especializada en buenas familias. Un armario castellano, un pájaro disecado, una ventana que no invitaba a soñar porque desde ella se veían todas las calles conocidas. Ese mundo era El primo Daniel Ponce. El detective se levantó y vino hacia ellos. Podía ser un hombre temible en una pelea porque tenía buenos músculos y buena estatura, pero resultaba casi insignificante al lado de Ricardo Arce, el viejo Richard del Price y de todos los buenos tiempos que se habían ido, los tiempos del sudor, de la gaseosa, de la entrada a cincuenta pesetas y del guantazo a la brava. Le tendió la mano y murmuró con una sonrisa de envidia:
– Me han dicho que eres el novio de mi prima.
– Claro que lo es -dijo ella, antes de que Arce respondiera-. Por eso he querido que lo conocieses. Ya te dije por teléfono hace tiempo que pensaba rehacer mi vida.
– Y piensas muy bien. El imbécil de Eduardo ya se ha pasado de rosca. No sé ni cómo has podido tener tanta paciencia y aguantar hasta hoy. Bueno, ¿por qué no os sentáis? A ver, acercaré las butacas… Nunca están en su sitio. Un día que vienes, Blanca, y lo encuentras todo hecho una mierda.
– ¿Crees que voy a hacer caso? Como si no supiese lo desordenado que eres, Dani. Siempre lo has tenido todo igual.
Y paseó una mirada vacía por los muebles oscuros, por el empapelado de la pared, por el pájaro disecado y los diplomas que medían oficialmente la capacidad de pasar por la vida soñando.
Daniel Ponce paseó también su mirada -pero ésta no estaba vacía- por las apretadas curvas de Blanca Bassegoda, por su falda muy corta, sus zapatos italianos y sus medias Christian Dior no profanadas por los hombres. Ricardo Arce había visto a suficiente gente ansiosa -o desengañada, o nostálgica- para saber, a través de aquella mirada, que Ponce había deseado a su prima, que la había soñado durante la adolescencia para situarla en cuartos de baño donde ella no fingía, en camas donde no paraba de gemir gambe en l'air y en butacas donde no le importaba enseñarlo todo, hasta el secreto del pubis. Pero también la había soñado en la madurez de una forma distinta y mucho menos sentimental después de todo: situándola ante ventanillas de bancos donde era envidiada y en oficinas de inversiones donde los jefes se excitaban con sólo oír su nombre. En resumen, se dijo Arce, concretando sus pensamientos estilo Méndez, Ponce había soñado con cepillársela cuando era ingenuo y en cierto modo puro, ya que no pedía más que una cosa que pasa, pero había soñado en casarse con ella cuando además tuvo memoria y recordó que era la hija única de Oscar Bassegoda, es decir cuando buscó en ella el dinero y todas esas cosas estables que no acostumbran a pasar. El Richard, que había aprendido tanto en las calles de Barcelona, lo adivinó todo con una sola mirada negra.
– Hacía mucho que no venía por aquí -estaba diciendo Blanca-, y ya que pasaba cerca he pensado, así de pronto, hacerte una visita. Pero no es para hablar de negocios, ¿eh? No creas que he venido aquí a meterme con la herencia.
En la memoria de Ricardo Arce se concretó en un instante lo que ella le había dicho más de una vez: para la inmensa fortuna que había dejado Óscar Bassegoda eran cuatro a repartir, aunque Blanca tenía una parte mayor que la de los otros, o la tendría si los abogados le daban la razón. Y uno de esos «otros» era el hombre que ahora tenían delante, aquel detective que no le sugería nada -ni clientes de la mafia, ni hoteles en Acapulco, ni libros anotados por la mano de un muerto, ni mujeres con medias negras reposando en un burdel- excepto facturas que él no pagaba y facturas que tampoco le serían pagadas nunca. Aquel hombre no le parecía digno de un silencioso bourbon sino de un carajillo en el bar de la esquina.
– Ya sabes que yo no me voy a pelear contigo, Blanca -estaba diciendo Dani Ponce.
– No, pero cuando murió papá hablaste de abogados en seguida.
– Hablar de abogados no es hablar de jueces. Lo que hemos estado buscando es un arreglo amistoso, y tú lo sabes. No me digas que el asunto te parece complicado por mi culpa, puñeta. Los que lo han complicado han sido tu marido, que para mí no tiene derecho a nada, y ese periodista que ha de repartir una parte de la herencia de tu padre. Porque no me digas que no tuvo huevos tu padre, oye. También lo podía haber repartido él, si tanta gracia le hacía. Un tanto a cada querida y en paz. Pero mira que meter a otra persona… ¡y encima a un periodista!
Blanca rió, echó el cuerpo para atrás y cruzó las piernas.
– ¿Ves? En eso tienes razón, Dani. Además, que conste que tú y yo seguimos siendo amigos y que no me quiero meter contigo.
– Ni yo contigo, Blanca. Ondia, si tuviese que elegir a alguien de la familia ya sabes a quién elegiría. Tú tienes todos los números, aunque mantener a una mujer como tú cuesta un huevo de la cara, como decían los antiguos millonarios del Círculo Ecuestre.
– No seas exagerado. ¿Cómo te va?
– ¿De mujeres, de trabajo o de dinero?
– De mujeres. Por ejemplo, veo que ya no tienes a la secretaria.
– Está de baja.
– ¿Al fin la hiciste abortar? Ponce no lo negó. Pero hubo de repente en sus ojos una lucecita entre admirada y hostil, entre sorprendida y malévola, como si le molestase la inteligencia de una mujer que había conocido siempre la forma de desarmarle.
– Yo no recuerdo haberte dicho nada de eso, Blanca -susurró al fin.
– Bueno, pero yo lo adivino.
– Eres el diablo. Lo sabes todo.
– Tampoco era una chica que valiese mucho la pena, digo yo. No habrás perdido gran cosa.
– Puede, pero no sabes tú el lío en que me ha metido. A lo mejor se ha creído que era la primera mujer que quedaba embarazada encima de esa mesa.
Blanca hizo un mohín de disgusto ante la brutalidad de la frase, pero acabó encogiéndose de hombros. Y hasta, al fin, consiguió reír. La suya era una risa sólida y compacta, la risa de una mujer que se siente dueña de sí misma, que ha visto a su familia estar por encima del bien y del mal y sabe que pisa terreno seguro. En cierto modo aquella risa venía a ser una toma de posesión. Y el Richard se dio cuenta, como en un relampagueo, de que ésa era una de las cosas que más admiraba en ella: la sensación de seguridad y de poderío, aquella envidiable sensación de dominio que él no había tenido nunca. Cuando Blanca se levantó y dio una vuelta por el despacho, Arce se dio cuenta de que cada uno de sus pies tomaba posesión para siempre del terreno que pisaba.
Ponce le miró entonces directamente, inquisitivamente, aprovechando que Blanca estaba de espaldas. Y era como si le preguntara: «Vamos, descubre tu juego, pequeño piojo. ¿Qué buscas?»
Era como si conociese toda su vida, como si supiera lo de la cárcel y como si le hubiera visto, mucho antes aún, cayendo sobre la lona ante el Florindo Grande, el hermano del Florindo Chico, en las matinales del Price. Su mirada fue tan conmiserativa que al final Ponce debió de pensar que era inútil malgastar sus ojos en una figura tan insignificante, y dejó de clavarlos en él.
– ¿Qué? -preguntó sencillamente. El Richard no se había ofendido. A lo largo de los años había aprendido a morir con paciencia de la muerte más lenta que existe, que es la muerte por desprecio.
– Lo de Blanca ha llegado a ponerse muy mal -contestó en voz baja-. Su marido no la deja vivir.
– ¿Y tú la proteges? -Digamos que la acompaño. «¿Hasta la cama?», iba a preguntar Ponce. Pero en aquel momento Blanca se volvió. Y pareció adivinar la pregunta en el brillo de sus ojos.
– Me acompaña sólo hasta donde me puede acompañar -dijo-. Es una persona más discreta que tú.
– No lo he dudado nunca. Además, a mí no me has dejado que te acompañase a ninguna parte.
– Y he hecho bien.
– No me has dejado acompañarte desde que tenías miedo y subíamos juntos a los desvanes de la torre de la Vía Augusta, en las tardes de los veranos que no se terminaban nunca, ¿recuerdas? La gran torre de la Vía Augusta. El gran tiempo.
– Claro que me acuerdo. Yo subía delante. Tú detrás. Y tú te encargabas de demostrar que se me hacían carreras en las medias y que a una chica hay que sujetarla bien para que no se caiga.
– No hace falta que me lo agradezcas, nena, pero me he pasado la vida evitando que te rompieras una pierna.
– Y sujetándomela.
– Bueno, alguna vez.
– Los años me han demostrado que es mejor romperse la pierna una solita, Dani. Y en aquella época ya sabes lo que pasaba: era mejor eso que dejar que te rompieran otra cosa. Pero, a su modo, fueron unos años maravillosos, ¿sabes? Me divertía mucho más que ahora. Era el Tiempo con mayúscula. Tú lo has dicho: era el gran tiempo.
– ¡Qué años aquéllos! -Dijo Ponce, perdiendo por unos instantes la mirada en el vacío-. La torre de la Vía Augusta, los árboles, el silencio… Sobre todo el silencio, ¿sabes? A mí me parece mentira que el silencio sea una cosa que se pueda recordar. Parece que una persona sólo tenga que recordar las palabras, las voces… Yo recuerdo las ausencias. Me harto de recordar ausencias, habitaciones enormes y vacías, árboles entre los que soplaba el viento y una calle muy ancha por la que no pasaba nadie. Si me gustaría llegar a tener la torre de la Vía Augusta es por eso, Blanca, aunque aquella zona resulte tan distinta ahora. Es por lo que significó. No me importa el resto de la herencia, ésa es la pura verdad.
– Mejor que no te importe. ¿Tú sabes lo que vale la torre ella solita?
– No sé, no lo he calculado.
– No me digas que no lo has calculado, Dani, hombre, no empecemos ahora con chorradas, que tú ya te afeitas y yo soy tan vieja que incluso he gastado un marido. Claro que sabes lo que vale, puñeta. Y por eso te la venderías a los diez minutos.
– ¿Por qué había de hacerlo?
– Pues primero porque no podrías mantenerla. Menuda casa es aquélla: sólo para reparar la fontanería ya tendrías que pedir un préstamo como para deslomarte. Y segundo porque necesitas dinero; a mí no me engañas, Dani. Te gusta vivir bien, muy bien, y estás cargado de deudas. Mi padre decía que los grandes hombres nunca han sabido vivir con moneda pequeña.
Luego se encogió de hombros, logró sonreír elegantemente y añadió:
– Ya ves que te he llamado gran hombre.
– Gracias.
– Pero no había venido a hablar de esto, ¿sabes? Había venido sólo a presentarte a Richard, bueno, a Ricardo Arce. Ya imaginas por qué, pero ahora te lo digo oficialmente: es posible que, si se arregla lo de mi divorcio de Eduardo, rehagamos nuestra vida los dos.
– Esto es como presentar el novio a la familia, ¿no?
– ¿Me estás llamando anticuada, Dani? ¿O burguesiíta?
– Ninguna burguesa quiere que la llamen burguesa, no sé qué pasa ahora. Pero, en fin, no voy por ahí. Lo que quiero decirte es que esas cosas me las tomo en serio. Es estupendo que haya venido aquí y que nos conozcamos todos. ¿Qué quieres beber, Richard? Aún me queda una botella que fue todo lo que le pude sacar al único cliente que tuve la semana pasada. Ya ves que mi negocio va viento en popa.
– Nunca tuviste sentido para la vida práctica, Dani -dijo ella-. Fue un error de mil padre. Mientras viviste con nosotros, él te lo solucionó todo.
– ¿Y a ti? ¿Es que a ti no, Blanca?
– Yo también he sufrido el mismo error, lo reconozco. Quizá por eso no he sabido luego ser feliz.
Pero bebieron los tres. Bebieron en silencio mientras el despacho iba quedando oscuro, mientras el teléfono permanecía mudo, mientras los clientes no llegaban, mientras se mascaba el fracaso, mientras más allá de la ventana la ciudad de los que triunfan rugía y rugía. Richard pensó, mirando al vacío, que había mucha gente tan frustrada como él, hundida en la soledad de sus despachos, sin más testigos que un reloj y una pared demasiado conocida; eso le produjo un miserable alivio.
Y cuando descendieron a pie por los peldaños, él estaba allí.
– «No he sabido ser feliz -había susurrado Blanca en el momento de abandonar el despacho-. La capacidad para ser feliz es también algo que te tienen que enseñar. Cuando te lo enseña la vida, la lección ya no te sirve.» Y ya junto al portal se dieron cuenta de que él estaba allí: bien vestido, pero con un cierto abandono desdeñoso en sus ropas, bien afeitado y perfumado con Yacht Man, luciendo un corte de pelo Iranzo riguroso, exhibiendo un reloj deportivo, un pañuelo veneciano y un llavero con el emblema del Porsche, tuviera un Porsche o no. Modelo del Play Boy International que algún día descenderá a la revista del Corte Inglés para amos de casa unisex llenos de ansiedades. Sonrisa de desafío y de suficiencia ante una vida que no le comprende lo bastante. Él estaba allí.
Blanca Bassegoda demostró ser una chica fina a toda prueba cuando preguntó:
– ¿Que coño quieres, Eduardo?
– Podrías guardar las apariencias. Aún soy tu marido.
– Estoy harta de fantoches. Dime qué haces aquí. Eduardo Contreras no contestó. Miró a Ricardo Arce de arriba abajo y se limitó a preguntar desdeñosamente:
– ¿Es ése?
– ¿Ese qué? -Bueno, no sé cómo los llaman ahora. Pon el nombre tú misma.
– Si te refieres al hombre con el que pienso rehacer mi vida, es éste, sí. Ricardo Arce. ¿Quieres algo con él?
– No tengo el gusto. Ni ganas. Mis asuntos contigo no necesitan intermediarios, y mucho menos mirones.
Blanca se volvió hacia Richard. Éste no necesitó hacer ningún esfuerzo para dar la completa sensación de un campeón que tiene a su contrario acorralado en las cuerdas. Su mirada se hizo glacial. Mientras se cubría maquinalmente con un puño, el otro subió poco a poco.
Eduardo Contreras retrocedió un paso. Blanca gritó: ¡No lo toques, Richard! Déjalo. No vale la pena que te manches los puños con él.
– Puede que sí que valga la pena.
– ¡He dicho que lo dejes! Era una orden seca y tajante. Ricardo Arce la obedeció. No hubo la menor resistencia en él; fue un reflejo automático. Quedó clavado junto a la pared mientras Eduardo Contreras, al verle quieto, se envalentonaba.
– ¿Qué? ¿No avanza tu gorila? -preguntó-. ¿No sabe pegar? ¿No muerde?
– Ése que tú llamas «gorila» es mucho más hombre que tú.
– ¿Lo has probado?
– ¡Mal nacido! ¡Cabrón! ¡Fuera de aquí! ¡He dicho fuera!
– ¿Por qué? ¿Estás en tu casa? ¿En nuestra casa? Blanca Bassegoda se iba crispando por momentos. Gritó:
– ¡Puedo estar donde me dé la gana! ¡En el sitio en el que pongo los pies no tienes que ponerlos tú! ¡Y basta!
– ¿Basta? ¿Basta qué? -preguntó Eduardo, avanzando del todo el paso que antes había retrocedido-. Tú me has tomado mal las medidas, nena. Si piensas que porque naciste rica voy a estar besándote el culo hasta que me muera, vas lista. Cuando yo tengo una mujer, tengo una mujer. Y es mi mujer, no la de otro. Y menos la de todo el mundo, como me da en la nariz que está pasando contigo. Y me has oído muy bien.
Blanca se puso lívida. Su boca se abrió y cerró espasmódicamente un par de veces, pero no pudo hablar. Ríchard volvió a avanzar mientras, de una forma instintiva, tendía el brazo izquierdo para el directo a distancia, un directo que podía dejar sin mandíbula a un rival no preparado.
Eduardo masculló:
– ¡Si ese tío cabrón se atreve a tocarme un hilo del traje, aviso a la policía!
Ricardo Arce frenó el movimiento de su brazo. Estando en libertad provisional, no le convenía meterse en líos con la bofia, aunque pudiese contar con la muy relativa ayuda de Méndez. Pero de todos modos su voz fue seca y cortante al decir:
– Siga en ese tono y van a tener que contar los pedazos de sus dientes con una calculadora. Pero esté tranquilo, porque la calculadora se la puedo pagar yo.
– ¿Ah, sí? ¿Es esto lo que te has buscado, Blanca? ¿Un macarra? ¿Un chulo de taberna? ¿Un matón? La verdad, yo creí que una chica de tu clase daba para más.
– Eduardo… Vamos a ver, Eduardo…-dijo ella con una rabiosa tensión contenida-, ya hemos dado bastantes espectáculos, no demos uno más. Dime qué quieres y tengamos la fiesta en paz. Ya ves que sólo te pido eso.
Él volvió a avanzar un poco. Flotaba en su boca una sonrisa entre desdeñosa y sardónica. -Entonces vienes conmigo y hablamos en paz. Pero donde yo te diga.
– ¿En tu guarida?
– Donde yo te diga.
– Por favor, Eduardo, hablemos en serio de una vez.
– ¡Estoy hablando en serio, coño! ¡Eres mi mujer! El grito llenó la escalera. Por fortuna no había portera en aquel momento ni bajaba nadie por los peldaños. Pero la cara de la mujer se puso tan roja que pareció iba a estallar. De pronto su boca se crispó y escupió de lleno a la cara de su marido.
Él gritó al recibir el salivazo:
– ¡Puta! El rugido había vuelto a llenar la escalera. Eduardo Contreras, mientras estaba lanzando el insulto, disparó su puño derecho, pensando que alcanzaría la cara de Blanca, pero lo hizo mal y la alcanzó en el pecho izquierdo. El grito de dolor de Blanca Bassegoda fue tan instantáneo, tan patético que hasta el movimiento de agresión de Richard se paralizó en el aire. Sostuvo a medias a la mujer, evitando que ésta cayera de rodillas, pero captando tan de cerca sus ojos en blanco y su respiración ansiosa que estuvo a punto de perder el equilibrio él también. Le rodeó un sentimiento de vacío.
Pero eso duró sólo un momento, unos segundos que pasaron como un soplo. Inmediatamente saltó sobre Contreras. Un solo directo de izquierda lo envió contra la pared con la mandíbula bailando. Richard levantó entonces su puño derecho, dispuesto a dejarle sin cara de un solo golpe. Sus dientes chirriaron de rabia.
Pero el grito de Blanca atravesó el aire.
– ¡No! El tiempo pareció detenerse, la voz pareció flotar. Ricardo Arce vio bajar su mano como si esa mano perteneciera a otro hombre. Vio abrirse la puerta como si esa puerta perteneciera a una casa remota. Vio a Contreras dar la espalda y huir.
Sólo entonces regresó junto a la mujer. La levantó poco a poco, como el que levanta a una niña herida. Sus ojos estaban turbios y sus dedos temblaban. Ni siquiera se dio cuenta de que Ponce, atraído por el ruido, estaba bajando las escaleras.
– ¿Pero qué es esto? ¿Qué te pasa, Blanca? Ella tuvo que apoyarse un momento en la pared, a pesar de la ayuda de los brazos de Richard. Miró a su primo como si lo viera desde muy lejos.
– No pasa nada -musitó-. Nada que no tenga remedio. Volvamos a tu despacho.
Cuando estuvieron de nuevo dentro, cerró la puerta con gesto desmayado y preguntó:
– Dani, si yo te lo pagara bien, si yo te pagara tal como el asunto merece, y si además te lo pidiese como el favor más importante de mi vida, ¿serías capaz de matar a un hombre?
Daniel Ponce necesitó sentarse. Por un momento pareció absolutamente desconcertado y sin fuerzas, pero en seguida se levantó como si lo hubiera impulsado un resorte y fue a la puerta del despacho para asegurarse de que estaba bien cerrada. Al fin volvió a sentarse, miró a su prima y musitó:
– ¿Es absolutamente necesario que él esté aquí?
– ¿Ricardo?
– Sí, Ricardo.
– Claro que es absolutamente necesario. Él ha sido testigo de todo. Y además hablemos claro, sin tapujos: te he dicho que quiero rehacer mi vida con él. Sería el absurdo más terrible que intentara fundar esa vida sobre una mentira. Él tiene derecho a saberlo todo. Si le interesa seguir conmigo, bien; si no, nadie le obliga.
Daniel Ponce volvió a sentarse, echó un poco la cabeza para atrás y musitó:
– ¿Qué mentira?
– La mentira que surgiría si él no se enterase de lo que hablamos tú y yo.
– ¿Y de qué vamos a hablar, querida?
– Menos «querida» y menos plan tope detective Humphrey Bogart, Dani. Tú y yo no nos conocemos de hoy, de modo que vamos a tratar este asunto con la máxima franqueza. Aunque sólo sea aquí dentro. Pero vamos a hacerlo así. Y con todas las consecuencias.
– Estás nerviosa, Blanca.
– ¡Claro que estoy nerviosa! Daniel Ponce se puso de nuevo en pie, fue en busca de un vaso y, de lo que quedaba del licor, le sirvió un chorro a su prima y musitó:
– Toma, bebe.
– No puedo ahora. Me cuesta respirar, ¿sabes? Me hace mucho daño el pecho.
– Te ha pegado ahí? Richard intervino roncamente:
– Ese hijo de puta… Yo tenía que…
– Por favor, déjalo, Richard. Todo llegará. Estamos aquí precisamente para solucionar eso.
Ponce había cerrado los ojos, y de repente preguntó, como si no hablara con nadie:
– ¿Qué solución?
– Te lo he dicho, Dani
– Me has dicho una cosa que no tiene sentido.
– Pues entonces olvídalo. Y fue a levantarse bruscamente. Pero Daniel Ponce la detuvo con un gesto suave, un gesto lleno de reticencias episcopales que no parecía propio de él.
– Blanca… Siéntate. Ella lo hizo, doblándose ligeramente, como si así quisiera tener más protegidos los pechos. Sonó un reloj en algún despacho contiguo, sonó con él la vieja garganta de un inquilino muerto; les estremeció un portazo, les alcanzó el chirrido de los frenos en la calle que nunca cesa.
– Ya me he sentado, Dani.
– Bueno, pues charlemos. Tú me has hablado de dos cosas: de dinero y de un favor.
– Sí.
– Me interesa el favor.
– Gracias, Dani, pero no hace falta que seamos hipócritas. También te he hablado de dinero.
– Está bien; eres tú quien lo menciona, no yo.
– ¡Poco me importa quién lo mencione! El favor existe; el dinero, por descontado, existe. Entonces hablemos de ello. Yo no puedo seguir así, Dani… Estoy harta. Lo de hoy ha sido el colmo. No pienso seguir así…
En el fondo de los ojos femeninos, siempre tan altivos, palpitaba ahora un brillo de lágrimas. Daniel Ponce musitó:
– Por lo poco que he visto, lo entiendo muy bien.
– Voy a ser sincera, Dani; muy sincera. Ricardo ha estado en la cárcel.
– Pues vaya…
– Se va a la cárcel por muchos motivos, y no todos deshonrosos. Pero dejemos eso. Lo que te quiero decir es que él podría encontrar a cualquiera que hiciese ese trabajo que te he pedido. Y por poco dinero. Pero yo no quiero entrar en ese terreno. No puedo tratar con según quién ni desnudarme ante según quién, tú ya me entiendes.
– Eso lo entiendo perfectamente.
– Por lo tanto…
– aquí se produjo una vacilación. Blanca Bassegoda miró a un lado y a otro, pareció tragar aire, susurró-: Por lo tanto necesito una persona que sea profesional y que sepa lo que se trae entre manos en todos los sentidos, una persona capaz de hacer un buen trabajo.
– No hables como en las películas, Blanca. No encaja.
– Bueno, lo diré de otro modo: un profesional a secas. Es lo que necesito.
– Yo no soy un profesional de la muerte, Blanca.
– Pero conoces los terrenos en que te has de mover para eso. Tienes licencia de armas, aunque yo sé muy bien que un arma registrada a tu nombre no te serviría. Pero puedes encontrar otra; tú sabes muy bien dónde. Conoces las técnicas para seguir a una persona y que no se te escape. La puedes acorralar. Y a la hora de hacer las cosas, puedes arreglarlas para que no quede ninguna prueba.
Tuvo un leve estremecimiento y añadió:
– Comprendo que es una forma un poco brutal de hablar, Dani.
– No se trata de eso ahora; cuando las cosas hay que decirlas, hay que decirlas.
Hubo un largo silencio, un silencio tenso, que esta vez no rompía el tañido del reloj ni alteraba el ruido del tráfico.
Daniel Ponce lo cortó un instante al decir:
– Con todos los respetos, pero Ricardo Arce no debería haber estado aquí, Blanca. Y no lo digo sólo por mí; lo digo también por ti.
– Era indispensable; acabo de decirte que a estas alturas ya no quiero mentir, Dani.
– Entonces exijo que también hable él.
– ¿Es una garantía?
– Sí. Que se moje. Los dos rostros se volvieron hacia el Richard. Eran unos rostros un poco sudorosos, un poco crispados, unos rostros que de pronto -quizá era el efecto de la luz- se habían hecho violáceos. Reflejaban la ansiedad del miedo, la ansiedad del hambre. Otra puerta se cerró en el edificio y retumbó en las paredes como una amenaza.
Ricardo Arce habló solamente para decir:
– Eso es algo que debo hacer yo. El asunto lo puedo arreglar a mi manera.
– No, Richard, tú no entiendes de eso.
– Y tú qué sabes.
– Sé lo suficiente para estar convencida de que serías el primer sospechoso. Imagínate.
Era un argumento que no admitía réplica. Claro que iba a ser el primer sospechoso. Nada menos que el amigo de la desconsolada viuda. Ricardo Arce trató de buscar una salida por cualquier parte mientras se mordía los labios nerviosamente. Al fin se tuvo que limitar a decir:
– Pero…
Era igual que no decir nada, y él lo sabía. Era como buscar argumentos en el aire, aunque le impidieron seguir haciéndolo, porque Blanca susurró:
– Éste es un asunto para tratarlo con frialdad, Richard, con mucha frialdad. Déjaselo a Dani.
– Será si él lo quiere hacer. Daniel Ponce no dijo ni que sí ni que no.
– Estamos hablando de dos cosas, Blanca -musitó ambiguamente.
– Sí. De un favor y de un dinero.
– Entonces hablemos de las dos cosas.
– El favor nunca te lo podré pagar, Dani. No hace falta hablar de él. Hablemos del dinero.
El rostro de Dani era perfectamente opaco cuando dijo:
– Okey, hablemos del dinero.
– Te hace falta, ¿verdad?
– Eso sería una tontería discutirlo ahora.
– De acuerdo, no lo discutiré. Dime cuánto quieres.
– ¿Para que no oigas hablar nunca más de Eduardo?
– ¿Con desaparición del cadáver? -balbució ella.
– Por supuesto. Estamos hablando de un trabajo bien hecho. Con desaparición del cadáver.
El diálogo era suave, pero al mismo tiempo seco y cortante, como los que suelen producirse en las partidas de póquer cuando los contrarios se lo juegan todo. Daba la sensación de que estaban los dos en una isla desierta, una isla que Richard no pisaría jamás, una isla que en verdad no pisaría nadie y donde ellos sólo daban como buena su propia lógica. Si aquél era un juego, era un juego donde no les podía acompañar nadie, pero donde todo lo podían perder y todo lo podían ganar. Y los dos lo sabían en aquel momento, como la verdad más importante de sus vidas.
– Dame una cifra, Dani.
– Eso es muy arriesgado.
– Dame una cifra, te he dicho.
– Te daré dos.
– Vengan.
– Dos millones de pesetas y la torre de la Vía Augusta.
– ¿La torre de la Vía Augusta? ¿Sabes lo que vale?
– He mencionado la torre, no he hablado de lo que vale. Supongo que es mucho, pero es el precio que pongo. Ahora tú tienes que decir sí o no.
– Pero es que ni siquiera sé sí me va a corresponder a mí. Podría corresponderle a mi marido, por ejemplo.
Dani preguntó con una sonrisa:
– ¿A tu marido? Era una sonrisa perfectamente helada, la sonrisa que se dedica a los muertos lejanos, olvidados y seguramente ridículos. Ricardo Arce, hombre que se había enfrentado a muy pocas caras profesionales, no recordaba haber visto jamás una sonrisa tan glacial como aquélla.
Blanca musitó:
– Eso significa que aceptas, Dani. Eso significa que Eduardo nunca tendrá la casa de la Vía Augusta.
– Supongamos que he aceptado. Ahora acepta tú. Blanca Bassegoda hundió la cabeza.
– Acepto -dijo sencillamente.
– Te convendrá cumplirlo, Blanca.
– Lo cumpliré.
Daniel Ponce alzó la botella, vio que ya estaba vacía y murmuró:
– Lástima.
– ¿Lástima por qué?
– No nos queda nada para brindar por el muerto.
– Vas demasiado al cine, Dani.
– Te equivocas. Hace mucho que no voy. Al menos desde hace un año, desde que se me sentó un marica al lado.
– Eso le puede pasar a cualquiera -murmuró Blanca.
– Bueno -contestó Dani-, pero es que yo estuve a punto de decirle que sí.