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14. EL HOMBRE DE LOS SIETE PASOS

– HOLA, bonita.

Siempre la saludaba así. Marta Estradé levantó la cabeza en la sombría mañana -lluvia sobre los pequeños comercios de la calle de Casanova, goteo monótono en los tenderetes del Ninot, lágrima sucia en las ventanas del Clínico- para encontrarse con la cara del doctor Domingo Albert, que se había detenido junto a su cama. Domingo Albert se sentó en un borde de ésta, dio unas suaves palmadas en las manos unidas de Marta y preguntó:

– ¿Qué? ¿Cómo vamos esta mañana, bonita? La había tratado siempre así desde el primer día en que la vio, desde que Marta Estradé entró en el Clínico y, a pesar de que casi no podía andar, consiguió llegar vacilando hasta una de las ventanas por la sencilla razón de que más allá, en alguna calle ignorada, bajo otras ventanas llenas de luz, desfilaba una banda de música. Domingo Albert siempre se lo decía: «Fue entonces cuando me di cuenta de que a la fuerza habías de salvarte, porque tú tenías unas inmensas ganas de vivir.»

Desde entonces habían pasado muchos meses, habían desfilado otras bandas de música que ella ni siquiera oyó, y Marta Estradé ya no estaba segura de que su salvación fuese tan cierta.

– ¿Qué tal hemos ido este fin de semana, Marta?

– Los lunes siempre son malos, ya lo sabes. Cuando llega el lunes y además llueve, una tiene que sentirse peor.

– Bonita, vamos a ponerle remedio a eso.

– ¿Ponerle remedio? ¿Cómo?

– Quiero que salgas. La cabeza femenina se irguió bruscamente sobre la almohada, mientras los ojos daban un salto en las órbitas, reflejando una ilusión de niña.

– ¿Salir? -balbució-. ¿Pero cómo? ¿De la forma que estoy?

– Estás mejor, bonita.

– ¿Eso lo dices tú o lo dice el jefe de sala?

– El jefe de sala me ha dejado tu caso como algo de interés especial. Como un asunto de Estado, vamos. Tú eres «mi» enferma. Puedo aceptar responsabilidades y quiero que tú las compartas conmigo.

– Albert… Yo siempre he querido eso… Ser una mujer libre y responsable. Tú lo sabes. Pero… pero ahora tengo miedo… No sé explicarlo… Un miedo inmenso a salir de aquí.

Como si éste fuese el único sitio donde no me pudiera pasar nada.

Domingo Albert le palmeó suavemente las manos otra vez.

– Tienes que hacerlo, bonita. Vas a ser la de antes: una chica que se comía las calles, una chica animada y llena de vida. Mira, te diré lo que vamos a hacer. A partir de mañana, si cambia un poco el tiempo, yo te llevaré en mi coche a dar una vuelta por lo alto del Tibidabo. Tendré que llevarte tan lejos porque en otros sitios es imposible aparcar, y además no quiero que pasees por entre los automóviles y los ruidos. Porque lo más importante es eso: vas a pasear cada día un poco, pero de momento no por las calles de la ciudad. Sin sobresaltos, ¿sabes? Ganando fuerzas. Y verás cómo dentro de unas semanas vuelves a vivir otra vez.

Vivir otra vez… Mientras caminaba como un autómata por las calles del Ensanche, bebiendo su seriedad, metiéndose bajo los coches, saltándose los semáforos sin fijarse en ellos, necesitando un perro lazarillo con el que poder hablar, Domingo Albert tenía estas sencillas palabras metidas en la cabeza: volver a vivir. Marta volvería a vivir. Marta no lo sabía, pero él la había conocido en otro tiempo; era un lejano tiempo, cuando Albert estaba de guardia y la trajeron herida tras una manifestación. Albert lo tenía clavado en la mente. Eran los tiempos en que todo parecía posible, en que toda España era una esperanza y detrás de cada balcón parecía estar aguardando una bandera roja. Marta Estradé ingresó sin conocimiento, fue curada de una forma provisional y con sus primeras fuerzas, necesitando apoyarse en las paredes para poder andar, fue en busca de sus compañeros mientras preguntaba con la ingenuidad de la que estrena ilusiones: «¿Hemos podido reagruparnos? ¿Quién llevaba la bandera? ¿La hemos perdido? ¿Verdad que no? ¡Camaradas, hay que continuar!»

Por la boca de Marta Estradé hablaba la voz de hombres que habían muerto el año 39 y a los que ella nunca había conocido. Pero Albert lo había adivinado: vivían en su boca y vivirían siempre en la boca de mujeres como ella.

Domingo Albert nunca se lo había dicho, pero fue él quien la ayudó a salir del hospital, quien le pidió que tuviera cuidado y no se expusiera a más golpes. «Mujer, maldita sea, ninguna revolución te va a pagar una segunda cabeza. ¡Ninguna!» Ahora Marta Estradé quizá seguía creyendo en la revolución, pero ya no hablaba de ella. Hablaba de cosas tan sencillas como la luz de las ventanas, los ruidos de la calle y el color de los días cuando pasan. En definitiva, hablaba de cosas que ya no le pertenecían y que ella nunca podría modificar, pero Albert siempre la recordaría como la mujer que quiso seguir luchando, como una mujer símbolo de la fuerza del ser humano, de la vida que debe seguir. Marta Estradé era indomable, y por eso podía ser eterna.

Dejó atrás el Ensanche de los comerciantes muertos y descendió hasta las Ramblas, hasta la tierra de todos, donde los nostálgicos dicen que nunca se acaba de morir. Allí había cosas increíbles: una vieja que bailaba arrastrando los pies, que transformaba, para pedir unas monedas, la última miseria en la última mueca de placer. Una joven pintada como un clown hacía ejercicios gimnásticos en mitad del paseo, cortándolo, con la indiferencia de un autómata. Ésta no pedía nada, ésta respondía al desprecio del mundo con el desprecio de una pirueta. Más allá el músico que rompía el aire de todos, el pintor que, a falta de otra cosa, pintaba en el suelo de todos. Domingo Albert se negaba a pensar. ¡Dios santo! ¿Cuántos mendigos había ahora bajo los árboles de Barcelona? ¿Cuánta gente había perdido su última esperanza? A Domingo Albert, mientras andaba hacia la profundidad de las calles, le parecía un milagro el ansia de vivir de Marta Estradé: un milagro consolador y que él y la ciudad estaban necesitando, sobre todo él, para así poder seguir creyendo.

Llegó a su casa, en un callejón del barrio viejo, para tener acceso al cual había que abrir primero una verja. Se detuvo ante ella y la abrió. Desde allí había siete pasos hasta la primera ventana. Siete pasos exactos. Los recorrió. Siempre el mismo camino y el mismo ritmo: siete pasos. Desde la ventana hasta la puerta de entrada, siete más. Aquellos pasos resonaron en el silencio de la tarde que caía.

Detrás de la ventana, un hombre y una mujer los oyeron. Y el pene del hombre se arrugó, y la vagina de la mujer se contrajo, haciéndose inhabitable, y los dos dejaron de hacer el amor y se quedaron quietos ominosamente.

La mujer no hacía un solo gesto. Estaba erguida junto a la ventana, muy quieta.

Se respiraba en la calle, a esa hora, un inalterable y profundo silencio, una extraña quietud casi enferma. El cielo iba adquiriendo tonos sombríos, pero muy lentamente. Y ella advertía hoy en las cosas una desconocida simplicidad -la simplicidad de lo inmóvil, de lo pequeño y lo idéntico-. Eso parecía dar sentido a sus horas.

Se volvió lentamente, cerrando la ventana. No dejó de advertir que hubiera deseado caminar poco a poco, hundiéndose entre las calles. Hoy -se dijo- parecían a lo lejos más cerradas, más compactas y estrechas. Se veía el amontonamiento de las casonas bajo el cielo de la tarde. Y se adivinaba la penumbra de sus interiores, con la profusión de sus detalles y el cansancio de sus formas. Todo tiempo dormía en los contornos de sus piedras. Mirando así, hacia lo lejos, tuvo una extraña autoconciencia del día de hoy. Y es que hoy sentía vivir como nunca algo en el fondo de sí misma, en esa zona del olvido operante y de la niebla interior. Fue a sentarse en el diván y supuso que él, Marcos Gil, vendría por detrás para besarla en la nuca. Sus treinta y cinco años de femineidad parecían estar hoy allí para esperar nada más esto: un beso furtivo en la nuca y unas manos apretadas en sus senos. Pero Marcos Gil pasó por detrás del diván, sin rozarla, y vino a colocarse frente a ella.

Hubo una larga unión de sus miradas distintas. Y de improviso la mujer comprendió -no, desde luego, por primera vez- que este hombre era demasiado joven para estar allí, frente a ella, con su silueta recortada en la penumbra y la mano derecha hundida entre sus cabellos. ¡Quién sabe lo que él iba a pensar dos años más tarde, cuando se cansase. Por un momento desvió la mirada y fue a posarla en la ventana que acababa de cerrar. Abajo, en la calzada, se oían los pasos regulares de un caminante, y ella se estremeció. Conocía muy bien esos pasos; eran los de siempre, los de todas las tardes. Siete pasos muy claros bajo la ventana cerrada. Luego otros siete más cercanos; por último nada. Marcos Gil, como todas las tardes, le apretó las manos para que no se intranquilizase. Hoy, además, puso una rodilla entre sus piernas, sin apoyarse en ella. La mujer la comprimió, apretándola entre sus muslos, al tiempo que se estremecía.

– No me iría nunca de aquí. No te dejaría libre -musitó. Le arañó en el dorso de la mano, atrayéndolo hacia sí. Marcos Gil la besó con fuerza. Luego hundió ambas manos en su mata de pelo y le hizo volver la cabeza; besó así su garganta, su barbilla torneada y su sien izquierda. Luego sus cabellos, sus ojos, su frente. Ella, sin moverse, lo apretaba junto a sí; tenía la sensación de que estaba haciéndole daño, de que sus uñas largas se clavaban en la piel de Marcos Gil, pero se enardecía con esto y le apretaba más y más. Su vista, como extraviada, iba resbalando sobre el pavimento de mil diminutas variaciones de color. Y extraños aspectos de aquella habitación tan conocida tomaban un significado profundo y vital. Los pies del diván, allí mismo, bajo sus ojos, la obsesionaban como si hablase con ellos. Y más lejos el tapiz de una butaca, donde se marcaban aún las huellas de su cuerpo, parecía tener órganos visuales que retratasen su figura abandonada sobre el largo diván. La pared, muy cerca, parecía devolver el rumor sordo de sus besos. Alzó la cabeza y quiso reír. Marcos Gil, riendo también, la besó en uno de los párpados. Entonces ella le apretó la cara contra la suya haciéndosela volver. Poco a poco hundía sus manos en el cuello joven. Le dijo:

– Fíjate bien qué aspecto tan raro tiene tu habitación vista desde aquí. Fíjate bien, Marcos. Baja más la cabeza, no me haces daño. ¿Ves aquel piano? Estoy segura de que nunca te habías fijado en lo bonito que resulta visto desde aquí.

Él la miró atentamente, sonriendo. Veía los pies del diván, el tapiz de la butaca y la pared, muy próxima. Y aunque, desde luego, no encontraba nada especial en esto, seguía apretando la cabeza de la mujer y sonriendo para ella. Luego ésta, bruscamente, le tiró del pelo y quiso besarle en una mejilla. Marcos tuvo que dejarse caer del diván para impedir que lo hiciera; estaba decidido, no sabía bien por qué, a evitar ese capricho. Fue hasta el piano, indicándole que estuviera quieta, y empezó a teclear.

Al principio divagaba, pero luego fue concretando los sonidos. Ella le miró intensamente; esa música le sugería algo. No era nada, ni siquiera un sentimiento; pero la abatía. Igual que los siete pasos bajo la ventana, por ejemplo. Sin embargo Marcos Gil cambió inmediatamente de tono, y la música se hizo más profunda. Ella pensó que aquí, sentada en el diván, debía parecer una muñeca que se conserva porque fue cara, pero a la que ya todo el mundo mira como una muñeca antigua. Fue hasta la ventana y la abrió, aunque sabía que era una imprudencia. Abajo, en la calle, se recortaba una extraña procesión de sombras: alargadas, escuetas, inmóviles en su rigidez.

Luego se dirigió al piano y apretó los dedos de Marcos; él dejó de tocar y la abrazó por el talle. Desde allí veían los pies del diván, y la butaca, y la pared, tan ancha, pero era muy distinto. Ella se levantó y fue hacia la puerta. Depositó un beso en la hoja de madera, como si fuese algo vivo, y luego hizo un mohín al hombre que ahora, de repente, la contemplaba con una expresión grave. Antes de abrir la puerta, la visitante se terminó de vestir. Era muy tarde; mientras descendía por las escaleras, con instintiva lentitud, iba acariciándose el pelo.

Salió un poco más a la izquierda de la ventana de Marcos Gil. Dio siete pasos a partir de esa ventana. Después nada; ya había llegado. Era un portal estrecho, donde se distinguía la placa de un médico. Utilizó el llavín y se franqueó la entrada del hogar, donde ya debía aguardarla su marido.

Domingo Albert acababa de volver la cabeza para ver entrar a su mujer cuando sonó el teléfono. Necesitó ir a la habitación contigua para descolgarlo, y por lo tanto el timbre sonó unas cinco veces. Lo primero que oyó desde el otro lado de la línea fue:

– Joder, ahora contesta.

– Diga, señor Méndez.

– ¿Cómo sabe que soy Méndez?

– Le explicaré una cosa -dijo Albert con un gesto de paciencia-. Yo fui una vez a ver a Ibáñez Escofet cuando él era redactor jefe de El Correo Catalán, en una redacción que era una especie de cueva en las Ramblas. Apenas me había sentado ante su mesa cuando sonó el teléfono, Ibáñez descolgó y yo pude oír la voz del que hablaba: «Oooooooiga, que estoy en iiiiimprenta y hay que caaaaambiar una página.» «Muy bien, Llanas, empieza a cambiarla que ahora bajo», contestó Ibáñez. Y el otro contestó: «¿Cóoooooomo saaaaabe que soy Llanas?» Lo que dijo Ibáñez no puede repetirse.

– Pero yo nunca he sido tartamudo -se defendió Méndez. Y añadió cautelosamente: -Al contrario… Se lo diré bien claro. Tengo testimonios muy serios de que fui un maestro en cuestiones de lengua.

Domingo Albert volvió a hacer un gesto de paciencia.

– Me gustaría comprobarlo. Traiga esos testimonios, señor Méndez -,dijo.

Hubo una vacilación al otro lado del hilo.

– No va a ser fácil -acabó susurrando Méndez-. Todas esas mujeres tuvieron una santa muerte. Cosas de la edad, señor Méndez. El último asalto lo dio usted en la guerra de Cuba. Bueno, ¿qué quiere?

– Ante todo diga cómo ha sabido que soy Méndez.

– En principio por el «joder». Es una palabra que usted usa mucho.

– La usa España entera, empezando por la Conferencia Episcopal. Es la palabra más castiza que conozco.

– Pero usted la usa más. Y después le he reconocido por la voz. Es inconfundible.

– Pues hace una porrada de años que no la oye, señor Albert. Desde…

– Desde 1974, no hace falta que me lo diga. Yo era entonces un médico aprendiz. Y usted me detuvo toda una noche porque dijo que había curado a un atracador herido de bala.

– Eso es verdad. Pero también recordará que cenamos juntos. Y que yo pagué la cuenta.

– ¿Me llama para recordarme que, al cabo de tantos años, aún le debo una cena, señor Méndez? Por cierto, yo no le di ninguna pista, pero ¿pescaron a aquel atracador?

– Sí. Lo pesqué a la noche siguiente.

– ¿Y qué?…

– Resultó que nos conocíamos desde niños. Otra cena.

– Pues la próxima vez que nazca seleccione las amistades desde la cuna, señor Méndez. Y ahora voy a decirle una cosa: yo me gano mal la vida, pero si llama por eso, le aseguro que aquí tiene un plato en la mesa. En aquellos días ya observé que, hacia la segunda quincena de mes, usted pasaba hambre.

– No llamo por eso, no… -La voz de Méndez se hizo meliflua y llena de sugerencias-. Oiga, hijo, he estado mirando los archivos. Algunos de ellos le juro que parecen el museo de El Cairo. No sabe usted la de cosas que uno puede encontrar allí. Por eso cada ministro nuevo da urgentemente la orden de destruirlos.

– Jamás tuve antecedentes políticos serios -musitó Domingo Albert-. En eso me parezco a los miembros del actual gobierno, que sufrieron por la libertad desde un cine-club.

– No le llamo por eso, hijo, no… Es que he estado buscando en los archivos, como le digo, y no he encontrado gran cosa a pesar de todo. He estado buscando en mi cabeza y he encontrado algo más. He recordado que usted atendió a un borracho ocasional, un hombre que sufría una enorme crisis y se autolesionó. Quizá a usted le diga algo el nombre, incluso al cabo de tantos años. Se llamaba Wenceslao Cortadas.

– Ni idea, vie… Ni idea, señor Méndez.

– Ya puede llamarme «viejo poli», ya… No se preocupe. Lo único que no me han llamado aún es viejo marica.

– ¿Por qué?

– No se atreven. Saben que lo de «viejo» me caería mal. Hágase cargo, hijo.

Domingo Albert tragó saliva.

– El caso es que ese nombre no me suena, se lo juro… -musitó-. Y ahora podría dejarme en paz, ¿no?

– Era pintor. Tenía un estudio bastante acreditado en la Plaza Real-dijo sin inmutarse la voz de Méndez-, y hasta creo que en un plan de semilujo. Agua corriente y todo.

Domingo Albert hizo una mueca mientras dirigía una seña a su mujer para que esperase.

– Ese detalle sí que lo recuerdo -dijo-. Haber empezado por ahí. Wenceslao Cortadas, claro que sí. El Wences.

– No conocía esa especie de apodo -mintió Méndez-. A ver, deje que lo apunte. ¡Voy tan despistado en este asunto y tiene tan poca importancia! Pijadas que le encargan a uno. De modo que el Wences… ¿Lo ha visto alguna vez?

– Hace una porrada de años.

– ¿Dónde?

– Le digo que hace una porrada de años, Méndez.

– Bueno, es igual, hombre. Usted me da el dato, yo cumplo con el servicio y el jefe me deja en paz. Pura rutina.

– Está bien, le diré lo que sé. Fue en uno de los restaurantes económicos de la calle de Aribau, no recuerdo su nombre, pero está subiendo a mano derecha, y lo reconocerá usted en seguida por su luz mortífera, un neón de sala de autopsias. No lo han cambiado desde aquella época.

– Gracias, hijo -suspiró Méndez-, lo encontraré, aunque los restaurantes que yo frecuento no tienen esas características.

– ¿Pues qué características tienen?

– A todos les han acabado cortando la luz. Méndez colgó sigilosamente el teléfono, que estaba junto a la barra, apuró la copa de anís Machaco, movió simultáneamente las dos manos y obtuvo un doble éxito, pues con la derecha inmovilizó la muñeca del que le estaba robando la cartera, y con la izquierda apartó de su bragueta la mano de un marica que quería pedirle un favor. Restablecida así la normalidad constitucional, salió del elegante local de la calle de San Ramón, aplastó en la puerta una cucaracha semental, llevó al carterista a la comisaría y al marica lo dejó libre en la esquina, amenazando con afeitarle el capullo si le veía otra vez pervirtiendo a la juventud. Luego se dirigió a la calle de Aribau, ascendiendo por ella y confiando en que los aires de aquellos barrios de burguesía media no le destrozarían los pulmones del todo. Al fin encontró el restaurante, hizo acopio de valor, penetró en él y pidió la carta.

Fue una cena que superó ampliamente los niveles de peligrosidad permitidos en el Cuerpo General de Policía. Todo lo que había para elegir como platos de respeto eran delicadas combinaciones residuales: pastelillos-ataúd con respetables restos en su interior, albóndigas cuyo tomate ocultaba la descomposición de carnes con pasada nobleza, croquetas con fibras de gloriosas aves que habían volado en el neolítico y canelones obtenidos tras la pertinente profanación de sepultura. Fue una cena gloriosa y memorable, a la que Méndez dio además el tono, porque iba vestido rigurosamente de negro. Claro que la factura fue elevada, y encima el servicio, formado por los dos dueños y el camarero, pareció una declaración de guerra. Méndez pensó que aquello podía calificarse de robo consumado con intimidación, y además con las agravantes de nocturnidad, dada la hora, cuadrilla, pues los enemigos armados eran tres, y hasta despoblado, ya que en el restaurante no había entrado ni Dios.

Dominando los primeros espasmos de la agonía, y eso que él tenía el estómago blindado, Méndez preguntó:

– Yo tenía un gran amigo que venía aquí hace muchos años, y me gustaría saber si aún es cliente y tienen noticias de él. Era un pintor: Wenceslao Cortadas. Trabajaba en un estudio de la Plaza Real.

El camarero, que tenía aspecto de haber asistido a la construcción de aquella plaza, dijo sin embargo:

– Ni idea.

– Bueno, es normal, porque ya digo que hablo de hace muchos años. Pero, mire, se lo voy a explicar: yo soy un abogado que le llevaba asuntos en Madrid y ahora el señor Cortadas ha heredado una finquita. No es que sea gran cosa, pero algún milloncejo colgado ya lo hay. Por eso tengo interés en encontrarle, y si ustedes me ayudan a dar con él tendrán una pequeña gratificación. Sin ningún compromiso por su parte, ¿entienden? Solamente, si por casualidad viniera, ustedes me avisan en seguida a este teléfono. Pero no crean que es un lío; al contrario. En este otro número, que es el de una comisaría, responden de mí. Pueden fiarse.

Les dio efectivamente dos números: uno el del centro policial y el otro el del bar donde tenía alquilada una habitación. Por supuesto, podían responder de él más en este último sitio que en la comisaría, pero supuso que los del restaurante no llamarían a ninguna parte.

Sin embargo llamaron. Fue dos días más tarde, cuando ya no lo esperaba. Una voz femenina preguntó:

– Oiga, ¿el abogado Méndez? El dueño del bar hizo una seña a los dientes para que se callaran y murmuró:

– ¿El abogado queeeceeé?…

– Méndez, ¿no vive ahí?

– Señora, vivir sí que vive. Espere, que ahora le voy a buscar. Seguro que está estudiando.

En efecto, Méndez estaba estudiando los anuncios sexuales de El Periódico y había seleccionado ya dos. Uno por su patético dramatismo («Minusválido busca minusválida para hacer el amor en igualdad de condiciones») y otro por lo prometedor que resultaba («Viuda de alto funcionario, desconsolada y ardiente, busca caballero con imaginación»). Si era sólo imaginación lo que buscaba, Méndez podía tener fundadas esperanzas de rehacer su vida; además una viuda de alto funcionario podía darle a uno estimulantes sorpresas, sobre todo si estaba gordita y conservaba un gato bien entrenado y el vestuario de la época.

Méndez acudió inmediatamente al teléfono, por supuesto.

– Oiga, ¿el abogado Méndez? -le preguntaron.

– Claro que sí, señora. El abogado Méndez, para lo que haga falta.

– Es por lo de la recompensa.

– ¿Recompensa?…

– Sí. Telefoneó el señor Cortadas para que le reserváramos una mesa de cuatro cubiertos. Imagínese. Después de tantos años sin venir.

– ¿Una mesa? ¿Desde cuándo hace falta reservar una mesa en el local de ustedes? ¿Ha encogido?

– No crea; al mediodía tenemos mucha clientela. El caso es que llamó.

– Perfecto, perfecto… ¿Y cuándo viene a comer? Estaré encantado de saludarle.

– Tenía que venir hoy, señor Méndez. Esperábamos llamarle a usted cuando él estuviera aquí. Pero no vino.

Los dedos de Méndez se contrajeron sobre el teléfono. Ya estaba otra vez allí la maldita sensación. El desafío. Wenceslao Cortadas se reía de ellos en un macabro juego donde la sangre de las víctimas era solamente un instrumento. Quién sabe las humillaciones que la ley le había infligido durante años, y de todas se estaba vengando maliciosamente ahora. Los locos de esa clase no tienen límites y además son inteligentes. Wenceslao Cortadas era tan peligroso que Méndez no pudo evitar un estremecimiento.

Y encima el Wences le seguía. Sabía perfectamente todo lo que estaba haciendo. Cuando él cenaba en el restaurante, seguramente el asesino le vigilaba desde la puerta. Méndez fue incapaz de seguir pensando.

Entonces oyó la voz preguntándole al otro lado del hilo:

– ¿Qué? ¿Y la recompensa?

– Se la daré cuando veo a Cortadas -gruñó el policía-. Mientras no lo vea, díganle ustedes mismos que les pinten los billetes al óleo.

La mujer gritó:

– ¡Sinvergüenza! ¿Usted abogado? ¿Abogado de qué?… Tenía razón. Méndez colgó mientras susurraba:

– Lástima que no me haya creído, joder. Con lo bien que me estaba saliendo.

Y pidió una copa de coñac fuerte antes de atreverse a volver a su cama. Es que a veces hacía falta valor.