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DANIEL PONCE empezó a preparar el único trabajo importante que le habían encargado en su vida: matar a un hombre.
No había tenido ningún éxito, ni siquiera mínimo, en su profesión de detective; no lo había tenido y sabía que ya no lo tendría nunca. Tampoco lo buscaba, ésa es la verdad. Intuía que el éxito no llega por el camino de las hormigas, sino por el de los halcones. Su despacho de detective era tan inútil como el despacho de representaciones comerciales de Eduardo Contreras, el hombre al que había de matar. Y además los dos tenían el mismo origen: el dinero de Óscar Bassegoda. Óscar les había querido resolver la vida a los dos permitiendo que eligieran una profesión más o menos decorativa, para lo cual había corrido él con los gastos. Ni uno ni otro habían conseguido nada, pero Eduardo Contreras tenía al menos algo a su favor: el matrimonio con Blanca Bassegoda. Blanca, con su dinero, le había ayudado hasta entonces a conseguirlo todo, convirtiéndolo incluso en uno de los más acreditados ejemplares de nuestra burguesía progresista. Hasta podía pensarse que Contreras, con ganas de trabajar, hubiese podido iniciar una carrera política en el PSC. A él, en cambio, nadie le había dado nada, excepto aquel maldito despacho y una mesa lo bastante resistente, eso sí, para aguantar su peso y el de alguna secretaria dispuesta a todo, incluso a volverse de espaldas de vez en cuando. Era indispensable, por lo tanto, corrigiere la Fortuna, entre otras cosas porque sólo los listos se dan cuenta de que hay que corregirla.
Mientras miraba por la ventana el tráfico de la calle, el de los hombres que tienen algún sitio adonde ir, pensó en todo esto y apretó los labios con un gesto de decisión que tenía mucho de gesto de rabia. Pero eso duró poco: la cara de Dani Ponce, mientras miraba la calle, acabó expresando una especie de resignación deportiva. En la vida hay que jugar, qué diablos. A veces juegas y pierdes, pero es evidente que nunca ganas si nunca juegas.
Y él tenía una partida muy seria sobre el tapete. Dinero largo, eso ante todo. Y la gran torre de la Vía Augusta. Y una complicidad con Blanca Bassegoda de la que podría sacar provecho en caso necesario, pues aunque a ninguno de los dos le convendría que el crimen se revelase, Blanca siempre tendría mucho más que perder.
Salió de allí y fue a la torre de la Vía Augusta, quizá porque la casa del viejo tiempo estaba metida hasta el fondo de sus recuerdos, y porque el pasado simbolizado en aquella casa daba dignidad y seguridad a su vida. Dejó atrás la ciudad de los escribientes y fue a la ciudad de los halcones, que era no obstante la ciudad que también aman los poetas.
La parte alta de la Vía Augusta había cambiado mucho, y la zona de grandes señoríos se había transformado en una zona de señoríos mucho más mitigados, unos señoríos de generación sin ama de cría, nacida ya en probeta. Apenas quedaban en pie algunas de las grandes torres de otro tiempo; las otras se habían ido convirtiendo en colegios de hijos progres y padres ricos, en residencias para ex consejeros de la Telefónica y en bloques de apartamentos para culos que aún eran de alto estanding. Muy pocas familias, por elevada que fuera su fortuna, podían ya mantener aquellas residencias que exigían legiones de audaces limpiadoras de suelos, triunviratos de cocineras y al menos una pareja de sufridas doncellas expertas en servicio de mesa y de lengua. Eso ya no hay quien lo pague. No quedan señoras con triunviratos en la cocina ni señores con la lengua servida en casa.
Sin embargo la gran torre de la Vía Augusta aún existía y aún daba testimonio de otra época. Tenía -tiene- tejados de pizarra, un jardín que la rodea por completo, un mirador en un ángulo de ese gran jardín, una inmensa verja de hierro que pudo haber colmado las ambiciones de un ministro o los sueños de un abad. Tiene veinte habitaciones, ocho cuartos de baño, una sala de música y una biblioteca donde se puede morir en paz. Tiene buhardillas penumbrosas donde se pudo una vez otear las ligas de las primas, comparar los penes de los primos y manipular contra natura a las doncellas. Todo ese viejo mundo conserva la torre, y todo ese viejo mundo sigue flotando en su aire. Pero ya nadie habita en ella, las ventanas están cerradas, el jardín inculto, y aunque mantiene su pasada grandeza, los paseantes que desfilan ante ella piensan al verla que cualquier día aparecerá allí el clásico letrero vindicativo: «Pisos de superlujo, 250 metros cuadrados. Condiciones a convenir.» Los pisos modestos suelen incluir en el anuncio la cuantía de la entrada, pero esos de la Vía Augusta no; ésos no ponen ninguna cifra porque lo impiden las normas preventivas de la Generalítat contra las enfermedades cardiovasculares.
Mientras aparcaba su modesto coche cerca de la torre, Daniel Ponce pensó que, inevitablemente, él acabaría poniendo el cartel vindicativo si un día llegaba a ser dueño del edificio. ¿Cuánto podía valer el terreno, que ocupaba toda una manzana y además estaba situado en la mejor zona residencial de la ciudad? ¿Doscientos míllones? ¿Doscientos cincuenta? La imaginación aritmética de Dani Ponce ya se perdía al llegar a ciertas cifras, pese a que él había sido educado en una familia donde se contaba por todo lo alto. Una cosa estaba absolutamente clara, sin embargo, y era ésta: si él podía acabar bien aquel trabajo para Blanca Bassegoda, adquiriría una fortuna inmensa, habría dado un giro total a su vida y sería probablemente el asesino mejor pagado del mundo. Claro que la palabra «asesino» no le parecía justa en aquel caso; no estaba dispuesto a admitirla. Su trabajo tenía mucho de favor hecho a Blanca Bassegoda -pensaba él durante sus momentos de soledad y de pasos contados en el despacho-, tenía mucho de homenaje al tiempo que habían compartido los dos en aquella misma casa, cuando el tiempo aún no contaba ni existía.
Abrió la verja, atravesó la que había sido parte más noble del jardín y se dio cuenta con sorpresa de que la entrada principal de la torre estaba entornada solamente. Dani Ponce empuñó en el bolsillo su pistola por si habían entrado ladrones, contuvo la respiración y atravesó el umbral sigilosamente. No iba a ser un pardillo de los que se dejan sorprender.
La primera persona que vio fue la mujer. En las casas donde no vive nadie se cuelan a veces parejas frenéticas je t'encule que no pueden alquilar un meublé -o que quieren desligar su amor de todas las ceremonias del pronto pago-, pero la mujer que Ponce vio no parecía de esa clase. Iba vestida sencillamente, con mucha discreción, y la ropa le venía ancha. No se había pintado. Tenía la piel blanca, quizá demasiado blanca, pero en ella había matices de porcelana y delicadezas de orfebre que no ha podido terminar su trabajo. Tenía hermosas piernas -o las había tenido antes de su delgadez-, tenía hermosos ojos -o los había tenido antes de condenarlos a mirar siempre la misma ventana- y tenía pujantes pechos -o los había tenido antes de encoger su cuerpo en camas y sillas hechas para la eternidad-. Miraba por uno de los ventanales y necesitaba apoyarse en un bastón, muñeca fin de temporada, pieza bon marché que sólo comprará un experto.
Daniel Ponce preguntó sin estridencias:
– Perdone, ¿quién es usted?
– Me llamo Marta Estradé. No he querido molestar.
– ¿Puedo preguntarle qué hace aquí?
– Ha venido conmigo -explicó Carlos Bey-. Ya sabes que tengo una llave.
Carlos Bey había aparecido en el marco de una de las puertas, pisando una auténtica alfombra persa y dejando a su izquierda un plafón de legítima caoba sobre el que imperaba un pequeño Utrillo y un apunte de Sorolla. Era una temeridad conservar piezas tan valiosas allí, en una casa donde no vivía nadie y en cuyos sistemas de seguridad y de alarma no se podía confiar ya. Pero los edificios en administración judicial tienen esos contrasentidos, y además los herederos no se habían puesto de acuerdo para el traslado de los objetos. Precisamente era Carlos Bey, como albacea, el que más insistía en ello: «No os dais cuenta, pero cualquier día os trincan.» Carlos Bey era la voz de la calle, que nada tiene que ver con el susurro de los jueces.
– Ha venido conmigo -repitió-. Es una de las personas que pueden tener derecho a parte de la herencia. Te presento a Marta Estradé; ahora está enferma en el Clínico, ¿sabes? Pero va mejorando.
Daniel Ponce avanzó y tendió la mano a aquella primera enemiga. De sobra sabía que Bey iba a arrebatar a todos parte de su dinero, a causa del último capricho del patriarca Bassegoda, pero hasta este momento los beneficiarios no habían tenido cara. De pronto se encontraba ante una mujer cuyo mundo llegaba sólo hasta la longitud del bastón y que podía quitarle a él como mínimo una vuelta al mundo y un gran polvo colectivo, acompañado de coros y orquesta, con todas las vicetiples del Molino. De todos modos le tendió la mano y miró el fondo de sus ojos mientras decía:
– Soy Daniel Ponce. Mucho gusto.
– Pertenece a la familia Bassegoda -explicó Carlos Bey-. Es uno de los posibles dueños de esta casa, ¿sabes? Mira, Dani, a esta chica la conozco hace muchos años-dijo, cambiando la dirección de su mirada-. La he acompañado aquí para que se vaya animando. No va a estar siempre metida en la maldita sala del Clínico. Entre su médico, Domingo Albert, no sé si lo conoces, y yo nos repartimos esa tarea.
– Bien hecho, Carlos, bien hecho.
– No te habrá sabido mal que le haya enseñado esto…
– No, hombre. Ni que la casa fuera mía.
– Podría serlo.
– No caerá esa breva. Yo soy el que menos derecho tiene de todos, ya lo sabes. Oye… Yo sólo he venido a echar un vistazo, de modo que como si no estuviera. ¿Se lo has enseñado todo ya?
– No. Ahora estaba empezando a abrir las habitaciones.
– Pues sigue tranquilo, hombre… Ya te he dicho que como si no estuviera.
Dirigió un vistazo pericial a la espalda de la chica mientras ella se alejaba bastón va bastón viene, es decir caminando con la debida ambigüedad. El vistazo pericial le llevó a un dictamen de polvo posiblemente satisfactorio, entre otras razones-dejando aparte los senos muy compactos y la lengua presuntamente ágil- porque las chicas, una vez en la cama, no necesitan andar. La posibilidad de que le atizara con el bastón ya era otra cosa. Se preguntó si Carlos Bey había venido allí con la idea de desvirgarla -única idea honrada y ad hoc en una casa tan tradicional como aquélla-, pero en seguida llegó a la conclusión de que Carlos Bey no tenía la imaginación necesaria para un plan de ataque mínimamente sinuoso. Carlos Bey era capaz de hablarle solamente de la historia de la gran familia, esperando, el muy idiota, que ella se humedeciera con eso.
Miró el enorme salón, las alfombras orientales, los cuadros dignos de un museo, las lámparas de bronce dignas de una corona europea aunque ya fuese una corona extinta. Y si en algún momento había vacilado su decisión de matar a Eduardo Contreras para que todo aquello fuera suyo, ahora supo con certeza que la decisión sería firme para siempre jamás. No renunciaría al pacto con Blanca Bassegoda. Lo que había dentro de la casa valía un fortunón, los restos de la casa derribada -puertas antiguas, plafones de caoba y rejas episcopales- valía un fortunón, y el terreno, una vez eliminada la casa, valía un fortunón Olvido eterno para Contreras, que no valía nada, olvido de archivo judicial, de caca de secretario, para su insignificancia de hombre metido en una piel.
Hizo un primer cálculo de posibilidades, pensando si convendría matarlo allí mismo, puesto que la torre era un sitio ideal para atraerle. A eso había venido realmente, a calcular las posibilidades. Y en seguida llegó a la conclusión de que no: cualquier pista hallada en la torre de la Vía Augusta la relacionarían con él, y además le pareció de locos sepultar un cadáver en una casa que tarde o temprano sería derribada. Pero su cerebro seguía trabajando. Se hizo la pregunta de si convendría matarlo allí y luego sacar el cuerpo en el maletero del coche, pero también hubo de desechar la idea: Eduardo iría a la torre en su propio automóvil, un llamativo Porsche rojo, y siempre habría quien lo viese. Por si ello fuera poco, tendría que deshacerse no sólo de un fiambre, sino también de su cáscara.
La ciencia del crimen no es para aficionados; es una ciencia exacta. Dani Ponce sabía lo suficiente de ella para darse cuenta de que tenía que trazar una serie de coordenadas, muchas coordenadas, hasta que éstas confluyeran en un punto donde nada podía fallar. Aunque el principio de esas coordenadas tal vez debería pasar -y él era consciente de eso- por el crimen elemental, por el trancazo a la brava, por el «ven, que te la corto», tan sencillo y hoy día con tanto prestigio urbano. Toda muerte más o menos científica llevaría las sospechas hacia él, mientras que el golpe anónimo en cualquier callejón oscuro, preferiblemente bien alejado de los ambientes de la familia, se diluiría en la nada.
Sopesó otras combinaciones mientras se sentaba a fumar un cigarrillo en uno de los lujosos divanes Chester, ideando un crimen en familia por primera vez en la historia de la casa. Verbigracia: subcontratar el asesinato, encargándolo a alguno de los tipos de los bajos fondos que él conocía (pero eso era quedar para siempre a merced de otro hombre); buscar el accidente de tráfico (pero ésos no son de resultado seguro, y además la policía no cree en las casualidades angélicas, aunque uno recuerde que el banquero Juan March se mató chocando en una carretera solitaria con el automóvil del presidente de Iberduero, o sea que se embistieron dos de los hombres más ricos de España); cargárselo en el extranjero, lo que desconcertaría a todo el mundo y diluiría las pistas ad nauseam (pero el maldito de Contreras no iba al extranjero últimamente, obsesionado como estaba en torturar a su mujer); otra serie de combinaciones más o menos lógicas y más o menos abyectas se le fueron ocurriendo mientras el cigarrillo se extinguía, mientras iban variando los reflejos de la luz, mientras en la casa se iba consolidando otra vez aquel silencio que venía del gran tiempo. Dani Ponce acabó con los ojos entornados, sin saber qué planear, desgraciado él, pensando en su infancia perdida.
Oyó sonar el teléfono arriba, en alguna de las habitaciones remotas. La casa de la Vía Augusta, aunque inhabitada, seguía pagando todos los impuestos y servicios: agua, luz, gas, teléfono, recogida de basuras, gabelas municipales que le acechaban por todas partes menos -todavía- por el cielo. Transcurrieron un par de minutos y luego llegó Carlos Bey.
– Chico, esto es la hostia.
– ¿Qué pasa?
– Al llegar, he llamado desde aquí al periódico por si me necesitaban, y he hecho mal. Nunca aprenderé. Resulta que me necesitan.
– Es verdad; nunca aprenderás a vivir, gusano.
– Una conferencia de prensa a la que tenía que ir, la han adelantado una hora.
– Cabrones los que la han adelantado y cabrones los que vayáis. Os lo tenéis bien merecido.
– En eso tienes razón. Maldita sea, el día que sepa despistarme ya me habré hecho viejo. Oye, un favor… ¿tú podrías acompañar a Marta al Clínico?
– ¿Qué sala?
– Traumatología. Ella te orientará.
– Claro que sí, no hay problema. ¿Ves, chaval? Yo ya nací despistándome. Años y años aquí, viviendo a cuerpo de rey, sin más trabajo que fingir tres cosas: que estudiaba en un colegio caro, que no robaba nada de la caja y que no tenía pensamientos impuros. Luego he seguido despistándome, ésa es la verdad, pero las cosas ya no son lo mismo.
– Tienes razón; no son lo mismo.
– Voy viviendo un poco a salto de mata, tú ya lo sabes. Y es que gasto mucho. Me gusta vivir bien, qué le vamos a hacer.
– Debieron de ser magníficos los años de esta casa… Oye, una pregunta que no te he hecho nunca. Si no quieres no me la contestes.
– Hazla, hombre. Cuanto más indiscreta es una pregunta más ganas tengo de contestarla.
– Te tiraste a Blanca Bassegoda? Dani sonrió. Por un momento pensó si no sería hermoso dejar al otro en la duda. Hay dudas que también son hermosas porque están llenas de sugerencias.
Al fin resolvió decir la verdad.
– Lo intenté -susurró.
– ¿Dónde?
– En las buhardillas, claro.
– ¿Y?…
– Nada. Blanca es una mujer que sabe lo que quiere, y por tanto sabe lo que arriesga. La gente no la acaba de conocer. Yo sí que la conozco. A veces yo sabía que iba cachonda como una gata y nunca se puso bien. Como máximo, dejarse tocar las piernas.
– Lo imaginaba. Perdona que te haya hecho esa pregunta.
– Nada, hombre. Es natural que uno recuerde aquí los tiempos de la casa. Y ahora permite que te haga una pregunta indiscreta yo a ti, en plan de igualdad. Si no quieres, no me la contestes.
– Tranquilo. Hazla.
– ¿Vas a dejarle mucho dinero a ésa?
– ¿Marta?
– Sí.
– Lo suficiente para que se cure y vuelva a recobrar la fe en la vida.
– Recobrar la fe en la vida puede salirte carísimo, leches. A mí me costaría un abono sin límite en el restaurante Reno, una vuelta al mundo en barco, un Porsche rojo como el del cabrón de Eduardo, un metisaca con todas las chicas, todas, del programa Un, dos, tres… La tira. Yo soy un hombre difícil de convencer de que la vida vale la pena. Si no me pagan todo eso, prefiero seguir creyendo que es una mierda. ¡Ah!… También pediría algún libro, por aquello de que hay que preparar una buena muerte y dejar algo digno en la mesilla cuando se te lleven. Los últimos cabrones que te vienen a ver, se fijan en eso.
Miró sonriendo a Bey y añadió:
– Dos preguntas indiscretas más.
– Bueno, hombre.
– Tú te tiras a esa tal Marta?
– Me parecería una indignidad.
– También tienes cojones tú. Mezclar la dignidad con la cama. Y encima eres tan imbécil que piensas que alguna te lo va a agradecer.
– Cada uno es como es.
– ¿Hay otras personas elegidas para el reparto?
– Por ahora sólo tengo fichas.
– ¿Sabes que me vas a joder parte de la herencia?
– No es culpa mía. Fue un último arrepentimiento de Bassegoda.
– Pues ya lo podía haber tenido diez minutos después de morirse, el muy cabrito.
– No debes hablar así de él. Te mantuvo hasta que murió.
– Pues no le costaba nada seguirme manteniendo después de muerto. Por cierto, ¿qué coño hiciste para que tuviera tanta confianza en ti?
– Él movía muchos intereses financieros, y le interesaba controlar el tratamiento que le daban los periódicos. Intentó sobornarme dos veces.
– ¿Y?…
– No lo consiguió. Le tiré un cheque a la cara.
– ¿Y por eso pensó que eres un hombre incorruptible a toda prueba? Pobre tío. Tenía que haber intentado sobornarte por tercera vez.
– Elemental. A la tercera hubiese cedido -dijo riendo Carlos Bey.
– Oye, una simple curiosidad… ¿Qué pasaría si a ti te ocurriera algo?
– ¿Ocurrirme qué?
– Pues eso: que la espicharas, hombre. Un balcón que se te cae encima. Un autobús que te atropella. Un negro que se te tira.
– Si lo preguntas desde el punto de vista de la herencia, la contestación es sencilla. El último mandato de Óscar Bassegoda quedaría sin efecto y no habría necesidad de repartir.
Dani Ponce lanzó una carcajada.
– Pues entonces ten cuidado, vida mía-dijo-. Acabaré contigo, pero dándote un buen final. Me pinto de negro y te hago mío hasta que mueras.
Señaló un reloj y añadió:
– Estate tranquilo con la chica. ¿Cuándo quieres que me la lleve?
– Cuando ella se canse, pero en todo caso no la tengas más de una hora. Ah… Y sobre todo cuidado con las escaleras y todo eso. Tiene tuberculosis ósea y la han operado hace poco. Que no se te caiga. Podría resultar fatal.
– A mí las mujeres se me caen todas, pero en la cama. No estuvo muy seguro de que Bey le hubiese oído, porque Bey ya estaba saliendo hacia el sitio donde había dejado a Marta Estradé para confirmarle que Ponce cuidaría de ella. Lo raro fue que no la encontró en el mismo sitio; o tal vez fue lo lógico, porque la gran casa se tragaba el dinero, los pensamientos, las personas, los silencios. Carlos Bey buscó en dos habitaciones.
– ¡Marta! No se atrevía a gritar, como si tuviese miedo de que su voz rompiese algo, algún cristal líquido, algún espejo fabricado con las soledades que había en el fondo de la casa. Su voz fue un susurro. En las persianas viejo estilo vibraron unos corpúsculos de luz.
– Marta… La otra habitación, la gran cama de madera tallada, fabricada por Valentí, donde había muerto Óscar Bassegoda. El último libro que había dejado sobre la mesilla, dándole la razón a Ponce: el teatro de Shakespeare traducido por José María de Sagarra, y que era seguro que jamás leyó. La puerta de uno de los armarios que oscila levemente, como si hiciese viento, pero no hay viento dentro de la casa. Sencillamente tiene que haber manos que se mueven, manos que hace muy poco que la han abierto.
– Marta, ¿estás ahí? Silencio. La gran casa que se lo traga todo, que se ha tragado también a aquella luchadora que un día perteneció a la calle.
Carlos Bey sintió que unas gotitas de sudor frío nacían en sus sienes, pero su cara permaneció inmutable. Solamente sus músculos estaban todos en tensión y no sabía por qué. Avanzó un poco para atravesar la habitación y llegar al otro lado de ésta.
Fue entonces, al cambiar de posición, cuando lo vio. Fue entonces cuando la luna del armario entreabierto le envió su mensaje, le transmitió la figura del hombre vestido de negro, algo encorvado, sombrero sobre los ojos, cara invisible, manos ágiles donde relampaguea la luz. Carlos Bey tuvo el tiempo justo, mínimo, un relampagueo también de la hebilla del cinturón y del fondo de sus ojos para ladearse y esquivar el cuchillo que le habían lanzado con una exactitud artística, con una precisión de geómetra, y que fue a clavarse en uno de los paneles de madera, justo en el sitio donde medio segundo antes había estado el cuerpo. Luego nada. Luego el grito de Carlos Bey, la puerta IMELDUL las cortinas.
CARLOS BEY se detuvo en seco. De pronto todo aquello le parecía irreal. Miró la expresión sorprendida de Marta Estradé y susurró:
– ¿Dónde estabas?
– ¿Qué pasa? ¿Por qué lo preguntas de ese modo?
– Te he estado buscando por todas partes. No sabía dónde te habías metido.
– Bueno… Esta casa me fascina. Nunca había visto por dentro un sitio igual. Estaba mirando las habitaciones un poco así, al azar… Escucha, ¿estás enfadado conmigo? ¿He hecho algo malo?
– No, claro que no. Es que…
– ¿Qué? Carlos Bey sintió vergüenza al decirlo porque le seguía pareciendo irreal, porque de pronto aquello había pasado a ser como la confesión de un chiquillo que quiere darse importancia.
– Han tratado de matarme -susurró.
– ¿A… aquí? ¿Pero qué dices?
– Sí. Y te juro que es verdad, aunque la cosa no tenga ni pizca de sentido. ¿Dónde hay un teléfono?
– Mira, aquí hay uno. Oye, Carlos, ¿puedo ayudarte en algo? ¿Quieres que vaya a algún sitio?
Carlos Bey se limitó a tranquilizarla con un gesto. No contestó. Fue al teléfono y marcó el número de la comisaría de Méndez. Éste se puso un momento después.
– Voy en seguida -dijo-, aunque no es mi zona. Confío en que no me echen del Cuerpo por meterme en lo que no me importa.
El «en seguida» de Méndez se transformó en una buena media hora, pese a que tomó un taxi y lo pagó de su bolsillo. Examinó el cuchillo empotrado en el plafón de madera y, aunque no se atrevió a tocarlo, dictaminó:
– Muy pocas veces se encuentra uno con un arma de esta clase. Mango muy pesado, hoja flexible y perfectamente afilada, conjunto muy equilibrado… Tendré que comprarme un cacharro así para detener a los mangantes en el metro.
– Es un cuchillo especial para lanzar, ¿no? -preguntó Carlos Bey.
– Yo diría que sí, aunque no los he usado nunca. Yo sólo lanzo salivazos, pero en el metro me abstengo, naturalmente.
Aparentaba indiferencia, pero estaba preocupado. Carlos Bey lo notó de una forma clara porque a Méndez ya empezaba a conocerle bien. Preguntó:
– ¿Dónde se puede comprar esto?
– No lo sé. Yo diría que en ninguna parte. Más bien es una pieza de coleccionista.
– ¿Antigua?
– Pues claro que sí. Mire estos adornos de plata en el mango… Ya no hay quien se moleste en hacer un trabajo de esta clase. El cuchillo costaría una fortuna.
Y añadió:
– Cuando uno se pone a pensar en las cosas antiguas, se marea. Hay que ver la paciencia que tenía la gente.
– ¿Quiere decir que está pensando en algo muy concreto, Méndez? ¿O en alguien?
– A mí no me pagan por pensar, sino por aplicar los reglamentos y detener a la chorizada. Pero sí. Es verdad. Las cosas antiguas siempre me sugieren caras antiguas. Hay que ver: el pensamiento es algo maravilloso. Uno se deja llevar por él y no se da cuenta de que puede llegar tan lejos.
– No me venga ahora con historias, Méndez. Dígame de una maldita vez lo que está imaginando.
Méndez no lo dijo. Al contrario, preguntó:
– Usted tuvo que ver al que le lanzaba eso, ¿eh?
– Sí, pero de una forma muy marginal. Reflejado en ese espejo.
– ¿Cómo era?… Carlos Bey se lo explicó. Había visto muy poco, pero sus ojos siempre fueron capaces de perfilar los detalles con la exactitud profesional del que tiene que captar la vida a chispazos y además ha de captarla razonablemente bien, para que como mínimo el director le crea. Mientras él hablaba, Méndez estaba mirando a otro sitio. Siempre hacía lo mismo cuando no quería que vieran sus ojos.
Luego el viejo policía susurró:
– Pues qué bien.
– No me diga que usted no conoce a ese hombre, Méndez. Usted lo conoce.
– Qué tontería, hijo. Oiga, por cierto, ¿qué hace usted aquí?
– Estaba acompañando a una muchacha enferma. Digamos que me preocupaba de su reciclaje sentimental.
– ¿Y no tiene que ir a ninguna otra parte?
– A una conferencia de prensa, pero ya la he perdido.
– Bueno, ¿pues qué quiere que le diga? Que les den. Me gustaría que usted y yo hiciéramos un recorrido por esta casa de modo que no se me escape ahora. A hacer puñetas la conferencia. ¿Tiene que acompañar a la chica?
– Puede hacerlo Daniel Ponce. En realidad ya habíamos quedado en eso.
– ¿Daniel Ponce no es un detective privado?
– Sí.
– ¿No es también uno de los herederos de Bassegoda?
– Sí. ¿Por qué?
– Por nada. Que el Sumo Hacedor le bendiga. Tengo noticias de que es un buen hombre.
Y pidió a Carlos Bey que le acompañase antes de llamar otra vez a la policía, pero ahora al 091. Necesitaba un margen de tiempo para echar él un vistazo a la casa, sin que nadie le dijese lo que tenía que hacer. Y en efecto echó un vistazo, pero la casa era tan grande que cuando Méndez volvió al emplazamiento del cuchillo estaba ya con la lengua fuera y pensando en lo prácticas que eran las viviendas del Distrito Quinto, con su cocinita, su camita y su retretito, todo en la misma habitación.
Mientras tanto Daniel Ponce ya había dejado atrás la torre de la Vía Augusta, había enfilado las calles cada vez más populosas pero todavía de alta solvencia (Ganduxer, Calvet, Muntaner) para llegar a Travessera, Diagonal, Londres, calles de agencia bancaria, de concesionario de automóviles todo a tres años y de lentos restaurantes para políticos mezclados con rápidos snacks para oficinistas inexpertos. Allí la ciudad comercial vibraba, allí alcanzaba su más perfecta imagen. El coche que fue brillante, que una tarde de primavera hizo pensar a Ponce en un Jean Paul Belmondo que hablase catalán, se había transformado ahora en un renqueante coupé cuyo motor necesitaba, como mínimo, los cuidados de un mecánico que hubiese aprendido el oficio con la doctora Asland. Y eso que Ponce pertenecía a un mundo donde el coche es la tarjeta de presentación de un hombre, como dejó escrito antes de suicidarse un cliente que no pudo terminar de pagar su Mercedes, ni por supuesto a su detective. Aunque por este segundo motivo no se hubiera suicidado nunca.
Pero ahora no pensaba en su coche, porque Marta Estradé iba con él, y Marta Estradé era una muñeca rusa, una mujer incógnita, una mujer con muchas mujeres dentro. Dani Ponce se había dado cuenta ya de que físicamente estaba muy castigada (tez demasiado blanca, caderas algo huesudas, pelo lacio, piernas a las que posiblemente fallaba el resorte que las hace abrirse bien) pero en cambio tenía la seducción de las porcelanas y el atractivo de las chicas que han de dejar que les hagas lo que te dé la gana mientras gimen impotentes y dicen que te has equivocado con ellas. Marta Estradé podía desaparecer en sus potentes brazos y darle, como ya había pensado antes, un polvo razonablemente satisfactorio, pero lento y meditado, luz natural en la habitación, polvo de frase larga, cargado de reticencias culturales, de títulos que Ponce nunca leerá y de citas que estarían mejor en las lápidas de un cementerio rigurosamente civil. Porque ya se ha dado cuenta, ya, de que Marta le da a esa cuerda, pero qué se le va a hacer, a todas hay que trabajarlas según su ritmo (y al final que yo no quería esto, que me haces daño, cuidado, ah, ah, ah, sigue, así, así, cabrón, pero qué bestia eres, has tirado el libro al suelo y encima has dejado la ventana abierta). El coupé que fue glorioso se desliza Muntaner abajo, sueños abajo, cochecito, rueda.
– ¿Quieres ir directamente al Clínico? Seguro que no. A ver si vale la pena salir de la jaula para volver en seguida que te tiran del hilo. ¿Te apetecería tomar una copa?
– ¿Con este bastón?
– Al contrarío… Es un signo de alta cuna, ¿no te das cuenta? La gente creerá que te has atizado el gran castañazo en Chamonix mientras te perseguía Carlos de Inglaterra. ¿Adónde te gustaría ir?
– Mientras no sea a mi viejo barrio, a cualquier parte.
– ¿Por qué no a tu viejo barrio?
– Me da angustia. Hay lugares en los que no quiero entrar con este bastón. No, de ninguna manera.
– Bueno, pues entonces vamos al Piaf. Es un café con velas en las mesas. No sé si lo habrán abierto a esta hora.
Sí que lo han abierto, y la velita flotando entre los dos fue para Marta el símbolo de la vida que se me está escapando y para Ponce el símbolo de la mujer que se me está escapando, maldita sea, ésta es de las que sólo miran al aire. Como sigamos mucho tiempo así, va a quedar embarazada de una mosca.
– ¿Tienes amigos?
– Dos fundamentalmente.
– Carlos Bey, supongo.
– Sí – A él le conozco hace mucho tiempo. Y el otro es Domingo Albert, el médico que me está cuidando.
– ¿Novio?
– No, nunca. ¿Cómo lo voy a tener?
– Pues hubiera sido lo más natural, ¿no? ¿A qué te has dedicado?
– A la política con minúscula. Pero no es sólo eso, ¿sabes? No quería ligarme a un solo hombre. La vida es muy ancha. Eso es lo que pensaba entonces: que la vida es muy ancha. Y ya ves: para mí no llega ahora a la distancia de un bastón.
– Entonces nunca te ligarás a mí -dijo Ponce.
– No lo he pretendido. ¿Es que hay alguna razón especial para eso?
– Claro que la hay. Yo soy uno de tus enemigos. ¿Lo sabías?
Marta sonrió, confundida.
– ¿Enemigo? -balbució.
– Sí. Y aunque la cosa es relativamente complicada, la entenderás muy bien. El viejo Óscar Bassegoda, el dueño de la casa donde hemos estado y de muchas casas más, dividió al morir su enorme fortuna en cuatro partes, aunque no iguales. Una para su hija Blanca; otra para mí, que era su sobrino predilecto y me había criado en la casa como un hijo; una tercera, muy pequeña, para Eduardo, el marido de Blanca. Y una última, nada desdeñable, para obras de caridad pero en casos muy concretos. El que tiene que examinar esos casos y repartir el dinero según su leal saber y entender es Carlos Bey.
– De lo que tiene que hacer Carlos Bey ya estaba enterada. Y es muy amargo para una aspirante a revolucionaria, como yo, aceptar la posibilidad de un dinero que viene de un capitalista asqueroso. La de vueltas absurdas que da la vida.
Como si no la hubiese oído, Ponce continuó:
– En apariencia la cosa tampoco es tan complicada, pero ya sabes lo que pasa. Cuatro son cuatro. Quiero decir cuatro mundos, cuatro ideologías, sobre todo cuando hay de por medio un matrimonio mal avenido. Porque Blanca y su marido están a matar.
– Carlos me había explicado algo de eso. Pero es un hombre muy discreto y que parece mentira que se dedique a periodista. Siempre se calla lo más importante.
– Como te decía, cuatro son cuatro, qué le vamos a hacer. No tardaron en empezar las discordias, en especial por parte de Eduardo Contreras, el marido de Blanca, un cabrón que tira de espaldas. Eduardo dice que yo no tengo derecho a nada, puesto que no soy hijo, y cuando le argumentas que la ley catalana permite repartir la herencia con mucha libertad, con mucha más libertad que el Código Civil, él responde que el testamento es nulo porque yo influí con mala fe sobre mi tío Óscar. En este punto de que a mí no me corresponde nada, o casi nada, encuentra el apoyo de Blanca. Y no es que ella y yo seamos enemigos. Es que en esto cada uno va a lo suyo.
– Blanca apoya en esto a su marido porque así la parte de ella puede ser mayor, ¿no?
– Exacto. Para qué nos vamos a engañar. Aquí todos estamos acostumbrados a vivir muy bien, y nadie quiere perder un duro. Pero la cizaña de Eduardo no termina aquí. También sostiene que la parte que a él le corresponde debe ser mayor. Y en esto Blanca no le apoya, naturalmente que no, porque se vería perjudicada.
– Pero si ese tal Eduardo tampoco es hijo, ¿qué puñeta pide?
– Bueno, él argumenta que ayudó en los negocios al viejo Bassegoda y que éste murió debiéndole años de salario y años de participación en los beneficios. Por lo tanto reclama una auténtica fortuna. ¿Y es verdad que le ayudó?
– ¡Qué coño le va a ayudar! Primero porque el viejo Bassegoda no necesitaba a nadie para ejercer con toda delicadeza el oficio de multiplicar la pasta. Segundo, porque el tal Eduardo es un gandul, un sinvergüenza y un puto. ¿Ayudar él a Bassegoda? Ayudarle a ahogarse, vamos. Pero, en fin, las cosas parecen una cosa aunque sean otra, y razón «legal» no le falta a Eduardo Contreras. Con lo cual ya tienes otro lío, pero no es el último.
– ¿Hay más?
– Jolín, claro que hay más: los tres contra Carlos Bey.
– ¿Por qué?
– ¿Y lo preguntas? Pues porque con la parte esa de las caridades perdemos todos. ¿Tú sabes lo que dejó el viejo Bassegoda? ¡Un fortunón! Y todos sus bienes responden del pago de esa suma, de modo que no se puede disponer de nada sin que los herederos, o sea los tres, aflojemos esa pasta. ¡Imagina la de oportunidades que se van al carajo! Ahora mismo ha habido una posible venta de terrenos en la Costa Brava, con una ganancia enorme de por medio, y se ha quedado en el aire porque no podemos disponer de los bienes del viejo. Lo que nosotros entendemos, te lo voy a decir claro, es que esa cifra para obras benéficas es una barbaridad, es lo que los abogados llaman «una liberalidad excesiva», y entendemos también que Carlos Bey no tiene derecho a repartir ni una cuarta parte de eso. Y así están las cosas. Con disputas, con los bienes en administración judicial y yo sin tocar un cochino duro. ¿Qué te parece? Soy un tío, ¿no?
– Demasiados problemas. A veces no vale la pena ser rico -dijo Marta con voz opaca.
– Si que vale la pena. Lo que ocurre es que el oficio del dinero es eso: un oficio. Tiene complejidades y da preocupaciones. La gente cree que es sencillo, y se equivoca: no lo puede ejercer cualquiera. Ahora ya se empiezan a crear escuelas del dinero: cursos Master y toda esa coña. Pero oye lo que te digo: el dinero es instinto, lo tienes o no lo tienes. Y luego es técnica: la dominas o no la dominas. El que piense que por tener el dinero ya lo tiene todo, va dado, nena. Debe aprender a sufrir por él.
Hecha esta importantísima declaración de principios, bebió un sorbo del whisky que había pedido y añadió:
– Por eso te digo que acepto los sacrificios que impone el dinero. Pero lo que ocurre es que ya tengo ganas de terminar. Esto se está prolongando demasiado.
– Qué diferente es mi mundo del tuyo, Dani. Te llaman Dani, ¿verdad?
– Los amigos sí. Y tú lo eres.
– Gracias.
– ¿Dónde vives?
– En la Plaza de las Navas.
– ¿Y en qué sitio para eso?
– ¿Lo ves? Soy una mujer desconocida que vive en un sitio desconocido. Y hasta te diré más: vivía allí. Ahora ni siquiera eso.
Su mirada perdida se concentró en el oscilar de la llamita de la vela mientras susurraba:
– Y pensar que un día soñé que toda la ciudad iba a ser mía.
– ¿Eres ambiciosa?
– No, pero amo esta ciudad. Amo la vida, lo amo todo. No sé si puedes entenderme.
– Completamente quizá no.
– Trato de decir que la ciudad era un poco mía. Así de sencillo y así de complicado. Hay millones de personas que tienen sólo un piso. O un libro, o una ventana, o un gato. O un clítoris, o un miembro que se hincha. Estos seres del clítoris y del miembro hinchable son los más tristes del mundo, aunque ellos no lo sepan. Bueno, no saberlo es también una forma de felicidad. Pero yo tenía Barcelona entera, tenía sus calles, su historia, sus ruidos, su gente. Perdona que hable así. Yo tenía también su noche. Los cafés de madrugada, la trastienda del bar, la compañía de un amigo iluminado que quería él solo fundar un partido ecologista. Algunos conseguían enrolar como socio a su perro. Tú no te habrás fijado y mucha gente no se habrá fijado, pero nuestra juventud está llena de vida quizá porque necesita desesperadamente afirmar que existe. O porque sólo tiene presente. -Cerró un momento los ojos-. No necesita cuidar un pasado que no le ha sido transmitido ni sacrificarse por un mañana que no llegará y que ni siquiera se molestan en prometerles. Claro que había momentos, te lo juro, en que nos mirábamos a los ojos y notábamos la angustia de no tener un pasado y no vislumbrar un futuro. Nos preguntamos cuál era nuestra justificación. Y nadie tenía respuesta. Por eso, al mirar en torno, no nos encontrábamos más que a nosotros mismos. Pero aun así era hermoso, ¿sabes?, porque estaban las calles, porque estaba el aire. Porque tras las ventanas de nuestros barrios seguíamos guardando las banderas. Y porque unos cuantos iluminados políticos querían fabricar no la esperanza del país, que no existía, que no existe, sino nuestra propia esperanza.
Rió, pero su risa era seca y cansada. Había momentos en que parecía la risa de una vieja.
– Ahora no tengo ni eso -añadió-. ¿Te lo he explicado? Una cama, una ventana y una nube. A veces ni la nube. Hay tardes en que el cielo está siempre igual, tardes en que el cielo azul y quieto, de país sahariano, me obsesiona.
Guardó un momento de silencio. Otra vez sus ojos se habían clavado en la llamita que parecía ir a extinguirse.
– Antes me llamaban por la noche -susurró a continuación-. Amigas, amigos… Siempre había una reunión, un proyecto, una conversación para demostrar que aún no habíamos pasado al reino de la nada, el único reino que de verdad nos ha sido prometido. Incluso estuve a punto de perderme en el sexo: al fin y al cabo era una afirmación de que seguía viva. Pero ni eso hice. Y ya nadie me llama por las noches, nadie viene a verme: ni el perro del ecologista, ni las sombras del mercado del Borne y de los bares tirados del barrio viejo. Hasta me parece un milagro estar hablando aquí, contigo, con un hombre que me escucha y que se ha olvidado de mis piernas. Bueno, debe de ser porque las tengo muy escondidas debajo de la mesa.
Daniel Ponce había cerrado también los ojos, hundido en el silencio del Piaf. No, no me he olvidado de tus piernas, ansiosa mujer solitaria, ansiosa putilla, ansiosa felatriz que me ha hablado de que despreciaba el sexo porque ahora ya no lo piensa seguir despreciando. Porque tú has llegado al último rincón de tu soledad, y lo malo es que empiezas a saberlo. Antes tuviste un ideal político en el que la ciudad iba a seguirte; luego tuviste al menos la ciudad, aunque no te siguiera. Ahora no tienes más que una ventana y una nube, tú misma lo has dicho. Pero me has ocultado algo: en esta última frontera de la soledad sabes que tienes un clítoris, como los muchachos descubren al menos un pene en su primera angustia de su primer aislamiento. Y muchos adivinan que la vida no les va a dar más, lo adivinan ya entonces, a los quince años, como la primera voz del futuro, mientras que tú lo has adivinado ahora, como la última voz del pasado. Pero el resultado es el mismo, pequeña putilla. No sé quién va a hacer un favor a quién esta tarde, en esta hora un poco mágica en que ya se cierran las agendas y en que los hombres de negocios miran el reloj por última vez. Porque yo tengo también solamente una ventana y una nube, y eres tú, maldita, la que ha hecho que me diera cuenta.
Se puso en pie y susurró:
– Ven. Marta Estradé se dejó llevar. ¿Por qué no? Al fin y al cabo aquello volvía a ser la vida, mientras que los hombres como Carlos Bey no le traían más que los recuerdos. Fueron a La Casita Blanca, meublé de burguesías extinguidas, bastón va, bastón viene, cuidado, señorita, no se haga daño al entrar, y ella que siente la quemazón en el fondo de los ojos, me están tratando como a una pieza del museo de cera. Y eso que no sabe lo que los amables camareros van a comentar más tarde: hay que ver lo del bastón, aquí viene gente cada día más desesperada, lo mismo hacen un trato, o tienen un despiste, y es ella la que se lo clava.