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EL INTELIGENTE redactor buscaba un título por todas las esquinas del vacío, y al final lo encontró. Puso lo siguiente: «El Parlament valenciano instala su sede en un palacio del siglo XV completamente computerizado.»
El que recibía las noticias en su pantallita, para ver si las medidas coincidían antes de enviar el texto a imprenta, pensó:
«¡Toma castaña!» No sabía lo que significa «computerizado», ni tampoco sabía si los viejos palacios se «computerizan», pero la verdad era que no le importaba. Se daba por deducido que al lector le importaría aún menos; tampoco estaba entre sus competencias averiguar si la palabreja resultaba inevitable por ser lo más importante de la noticia. Para él lo único esencial era que el título cuadraba según las normas del logaritmo que estaba parpadeando allí, en la pantallita, a impulsos de la magia electrónica: «hd3tb24cs22%». Lo demás eran ganas de perder el tiempo y de buscar un periodismo que lindara con la metafísica. De modo que confirmó los datos técnicos, oprimió una tecla y envió el texto a imprenta, que por supuesto ya no era una imprenta, sino un conjunto de hombres que pegaban tiritas en un papel y cuyas batas blancas daban al recinto un aspecto de silenciosa barbería urbana.
Un par de horas después uno de aquellos hombres saldría del recinto y le diría al controlador de la pantallita:
– El texto clave «Naparl» no me cabe. Es eso del Parlamento valenciano.
– Pues la máquina me ha dado doscientos sesenta y nueve milímetros.
– Hace doscientos noventa y tres.
– No puede ser.
– Te lo devuelvo a la máquina y lo compruebas.
– Imposible ahora.
– ¿Por qué?
– La computadora está muy cargada. Han anunciado que van a bajar sistemas.
Eso significaba que las pantallitas no podían funcionar.
– Bueno, pues tú verás lo que hacemos ahora. Tengo la página parada.
– Corta por el final, pero deja la firma.
– Ah, bueno. Si alguna vez el redactor pensó que para eso no hacían falta tantos artilugios técnicos, no lo dijo. Porque nadie le había exigido saber escribir, aspecto de su profesión absolutamente secundario, y le habían colocado ante los logaritmos parpadeantes. Vivía de ellos, eran su mañana.
Unas mesas más allá, una mujer con calculadora portátil maquinaba la portada del día siguiente.
En tiempos remotos, cuando aún había locos que pensaban en la información más que en otra cosa, existió en el periódico lo que se llamaba «el pase». Las noticias esenciales empezaban en la portada y terminaban en la página siguiente, a la que se accedía doblando la hoja. Pero hubo un director al que se le ocurrió que había que simplificarle la tarea al lector, y que por lo tanto las noticias tenían que empezar y terminar en la portada, fuese cual fuese su extensión y su importancia. En casos muy raros las hacia pasar a las páginas interiores, en las distintas secciones (España, Internacional, etc.), con lo cual nunca se supo muy bien lo que el lector ganaba, puesto que a cualquiera le costaba mucho más encontrar la continuación de la noticia en la página 40 que en la página siguiente a la que leía. Pero, en fin, era el progreso.
Lo peor era lo de todos los días, lo normal, cuando las noticias nacían y morían en portada efectivamente. Por lo general no se dejaba entrar en esa primera página más de cuatro o cinco noticias, para que el lector no se hallase ante una dispersión; lo cual era lógico sí se olvidaba el principio de que hay tantos mundos como lectores. Andreu Roselló, por ejemplo, en el viejo Correo Catalán, lo había seguido al situar en la portada el mayor número posible de títulos o «flashes» de noticias, que servían para llamar la atención hacia las páginas del interior. Aquí, sin embargo, no. Tenían que ser unas pocas noticias, una de las cuales, por su importancia, ocupaba el lugar preeminente, y a la cual se daba, por razones de efecto visual, un espacio considerable. Pero hay noticias importantes que son cortas, y si bien existen recursos gráficos para destacarlas, aquí esos recursos eran despreciados sistemáticamente. La noticia se publicaba de acuerdo con unas normas muy clásicas y muy estrictas, con la única diferencia de que se le otorgaba más espacio. Muchas veces eran cien líneas, pero la noticia, correctamente expuesta, sólo tenía treinta.
El redactor encargado de aquella sección iba hacia alguno de los nuevos periodistas y decía:
– No me deis tanto espacio.
– Hay que dártelo. Son las normas.
– Pero es que la noticia es más corta…
– Pues la inflas.
– ¿Y hay que ponerle además una foto?
– Sí. Yo la he dibujado con foto. Son las normas.
– Pero es que no ha llegado foto.
– Pues sacas de archivo una que vaya bien.
– ¿Una foto de archivo en portada? ¿A eso se le llama actualidad?
– Las normas. Toda noticia de cabecera debe ir ilustrada de alguna forma. Está escrito.
Momentos después llegaba otro redactor que tenía en portada una noticia de cien líneas, pero al que sólo le habían dado treinta.
– No me cabe -exclamaba aquel hombre recién llegado del Valle de Josafat.
– Pues la cortas.
– ¡Pero si en treinta líneas no puedo decir nada! ¡La noticia la tengo que aniquilar! ¡Oye! ¡Que es que me obligáis a dejarla de cualquier manera!
– ¿Y yo que quieres que te diga? La portada está dibujada así. Un hueco de cien líneas, otro de treinta, otro de cuarenta y una columna para un «flash» de diez. Se llenan los huecos y ya está. Da lo más importante y basta. Hay que aprender a resumir, hombre, hay que aprender a resumir, que el lector lo agradece.
Mientras tanto el de las cien líneas inflaba. Quizá el redactor recién venido del Valle de Josafat pensaba que, con la vieja institución del «pase», a cada noticia se le hubiera podido dar la extensión justa: las noticias cortas naciendo y muriendo en portada; las más largas naciendo en portada y muriendo en la página siguiente. Pero, si lo pensaba, de poco le servía. Nadie le iba a oír. Por lo tanto, a base de frustraciones, iba adquiriendo un patrimonio que le salvaría de volver al Valle de donde había venido: la indiferencia. Si eran otros los que habían inventado el sistema, pues allá ellos. Resumía la noticia en treinta líneas y se quedaba tan tranquilo, sabiendo que con los años llegaría a ser un periodista domesticado y perfecto. Debidamente computerizado, como es lógico.
Pero en aquella hora decisiva de la vida convertida en líneas, estaban ocurriendo otras cosas no menos esenciales. Por ejemplo lo del Florindo Chico. El Florindo Chico se había hartado de proclamar durante años que un sedicente compañero suyo, particularmente trepa, era un Rasputín. Rasputín va, Rasputín viene. Por ejemplo, entraba en la redacción una noche lluviosa.
– ¿Habéis visto al Rasputín? -preguntaba.
– No, hoy no ha venido.
– Se habrá enganchado la lengua en la puerta del director, os lo digo yo.
– Pues a lo mejor, para desengancharlo, se la tienen que cortar.
– Ondia… ¿Y entonces con qué va a hacer el trabajo? Otro día, una tarde maravillosa en que las mujeres estaban más buenas que nunca, entraba en la redacción el Florindo Chico.
– ¿Sabéis la última? -gritaba.
– ¿Qué?
– ¡El Rasputín ha contratado un profesor de gimnasia y está haciendo un curso acelerado para aprender a lamerse el culo él mismo!
– ¿Pero por qué?
– ¡Ha oído rumores de que le van a nombrar director! Pero aquella tarde de las noticias de cien líneas redactadas en treinta, al Florindo! Chico le aguardaba una sorpresa. Aún no se había sentado cuando el Amores se deslizó sigilosamente hasta su mesa.
– Oye, tú.
– ¿Qué?
– ¿Ya sabes la última?
– ¿Se ha muerto el Rasputín?
– No.
– ¿Pues qué? Si no es eso, no me interesa.
– Lo han hecho subdirector. El Florindo Chico palideció. Si alguna vez un hombre vivo fue copia exacta de un cadáver, ese hombre provisionalmente vivo era el Florindo Chico. Balbució:
– Oye, tú hablas en coña.
– ¿Por qué voy a hablar en coña? ¿Lo he hecho alguna vez? Además, algún resultado tenían que darle las mamadas, ¿no?
– Pero es que…
– Te diré algo más. Es el que va a encargarse de remodelar la redacción. Reajustes de plantilla, despidos y todo eso.
El Florindo Chico tuvo que tragar aire mientras sentía una desesperada necesidad de ir al water, su lugar de reflexión, para trazarse un plan de defensa estratégica, pero logró aguantarse mientras balbucía:
– Bueno, entonces yo…
– Es lo que quería decirte, chico. Eres el primero de la lista. Por eso te he querido avisar.
– Oye, Amores… Coño, que no. Tú di lo que quieras, pero yo no me lo creo. Es que eso no puede ser. Nada menos que el Rasputín, hostia.
– Está bien, hombre, peor para ti si no lo crees. Yo no quería más que hacerte un favor. Pero si piensas que te engaño, vete al despacho del subdirector ejecutivo. No se si además del ojo del culo tienes dos ojos en la cara, pero si los tienes te convencerás. Hala, ve, hombre. Abre la puerta y pregunta.
El Florindo Chico fue y abrió la puerta, pero no tuvo necesidad de preguntar. El Rasputín estaba allí, tras la mesa, sentado en su trono y rodeado de pruebas de las páginas del periódico.
– ¿Qué te pasa a ti? -le preguntó secamente al Florindo, cuando éste asomó la cabeza.
– Bueno… Yo… Qué sorpresa… hombre… ¡joder, lo que es la vida! Supongo que no molesto.
– Eso está por ver.
– ¿No puedo hablar contigo?
– Si sólo es un momento, puedes. Siéntate. Florindo se sentó. La sensación de que necesitaba meditar fuese como fuese, pero sentado en una taza higiénica, se le hacía insoportable. Aunque con un hilo de voz que aún era normal logró balbucir:
– Me han dicho que acaban de hacerte subdirector ejecutivo, con poderes para remodelar, o séase para reconvertir, la redacción.
– De arriba abajo. Y ya hay una lista, aunque basada en motivos exclusivamente técnicos, claro.
El Florindo tragó saliva.
– oye… En fin… Yo quería decirte… Por aquí circula algún malentendido.
– ¿Qué malentendido?
– Hay algunos cabrones que tienen la cara de decir que yo voy por ahí llamándote Rasputín. De lo que es capaz la gente.
Hubo un silencio gélido en el despacho, un silencio cargado de relojes que un día habían sonado y de voces que se habían ido.
Al fin el otro musitó:
– ¿Y no es cierto?
– Imagínate… -Ahora que hablas de eso, te informo de que yo lo he oído decir.
– ¿Oído decir? ¡Pero si es absurdo! ¡Es tan absurdo como llamarme a mí Florindo Chico! joder, oye, no vas a creerte todo lo que te digan por ahí… ¿Llamarte a ti Rasputín? ¿Yo? ¿De qué?
– Mira, no perdamos el tiempo con una cosa ya pasada y que no nos lleva a ninguna parte. Las nuevas listas de la redacción ya están hechas. Con los traslados correspondientes, claro.
– ¡Pues yo no te he llamado nunca Rasputín! ¡Lo juro! ¡Nunca!
La voz perfectamente opaca preguntó desde el otro lado de la mesa:
– ¿Algo más?
– Hombre… Y fue entonces cuando el Florindo Chico se derrumbó. Se vio colocado en el archivo, o algo peor: se vio convenientemente colocado en la calle, porque el despido en España es libre, aunque no sea gratuito. ¿Y qué iba a hacer él? ¿De qué le servirían, puestos en plan cabra, un par de millones de pesetas? ¡Si se van volando!
– ¡Yo no te he llamado nunca Rasputín! -gimió-. ¡Todo son habladurías! ¡Pero oye una cosa! ¡Te lo pido por favor! ¡No te vengues, Rasputín! ¡No hagas nada contra mí! ¡No me eches, Rasputín! ¡Rasputín, escúchame!…
Todo lo que sucedió a continuación lo recordaría el Florindo Chico como algo acaecido en un planeta lejano, como una pesadilla borrosa e inconcreta, como el armario de una mujer infiel. Hasta un pijo como el Amores entró riendo en el despacho. El falso subdirector Rasputín se levantó del asiento. El auténtico subdirector empezó a lanzar gritos con los brazos en alto, antes de ocupar su puesto tras la mesa. Incluso el encargado de los teletipos entró. La gente tenía en el despacho orgasmos sucesivos. El Florindo apenas pudo balbucir:
– ¿Pero qué es esto, Rasputín? Había quedado delante de todos como un flojo, como un pijín, como un cobarde. Había quedado hecho mierda para todo el universo de las noches. Se daba cuenta de que ya no volvería a tener en la redacción el prestigio de los audaces y de los coñones, lo cual significaba su hundimiento moral; porque ese dudoso prestigio era lo único que le quedaba. Pero lo más odioso era que la broma se la hubieran gastado entre el Rasputín y el Amores, sobre todo el Amores, un marica que se lo debía todo, un fichado por la policía, un mamón que no sacaba a pasear a su perro sino al revés, un cornudo que tenía que esperar ante la puerta de su alcoba a que el cartero terminase, un frustrado que sólo se calentaba metiéndose en la cama con las braguitas de un travestí. Ya le daría él al Amores, ya, maricón de playa, soplapollas, dao pol saco, desertor, caragírat. No, aquella traición no la perdonaría nunca.
Arrastrándose hasta su silla, tropezando con los cajones abiertos, con las máquinas de escribir y con las pantallitas electrónicas, el Florindo Chico se dispuso a asistir en silencio a su aniquilamiento, a su propio final. Pero el periodismo tiene al menos una virtud: hoy estás arriba, mañana estás abajo, hoy pagas, mañana cobras, hoy das, mañana te dan y resulta que encima te gusta. Apenas el Florindo se había puesto a barnizar su propio ataúd cuando el director entró en la redacción gritando:
– ¡Amoreeeeees!… El Amores pegó un brinco.
– Diga, señor director.
– ¿Usted ha redactado esta noticia de las abortistas de Bilbao?
– Sí, señor. Lo del juicio a las abortistas de Bilbao. Y lo he entregado a su hora.
– Léalo. El Amores lo leyó y luego lo devolvió diciendo:
– Pues muy bien. Que se ha acabado el juicio y que se espera la sentencia, o sea el fallo, para dentro de pocos días.
– ¿Y no ve usted nada?
– ¿Qué he de ver? El director suspiró.
– Déjelo. Ya corregiré la prueba yo mismo. Conque el fallo, ¿eh? Y encima vaya manera de redactar la noticia. Si hasta parece que todo encaja y queda bien.
Arregló la palabra «fallo». Porque la noticia, tal como la había dejado Amores, decía en su parte final: «Una vez celebrado el juicio, las abortistas de Bilbao conocerán el falo de los magistrados dentro de muy pocas fechas.»
No dejaba de ser una forma de acercar la justicia al pueblo en la que no había pensado nadie.
– Con eso de las letras -estaba explicando Cuevas, uno de los veteranos- se producen desastres inigualables, auténticos dramas que pasan a la historia. Una simple letra que falta, como en el caso de esa noticia del Amores, o una letra cambiada o que sale al revés, como en el caso de la «d» y la «p», pueden originar terremotos. Yo recuerdo dos de la «d» y la «p» que casi hunden redacciones enteras entre la basura, la ignominia y el desprecio del cajero, que es el desprecio más dramático que existe. Una de ellas se produjo en plena guerra civil e hizo caer de bruces al director de un diario gaditano. Cierta vez ese diario hablaba de una acción de las tropas franquistas, y decía más o menos así: «Ayer, en un brillantísimo y brioso ataque, los hombres de la brigada Mora Figueroa entraron en contacto cuerpo a cuerpo con el enemigo y le hicieron más de trescientas pajas.» Por supuesto que en lugar de la «p» tenía que haber aparecido la «b», tenía que haber dicho «bajas», pero vete a explicar eso al lector del periódico y sobre todo al gobernador militar de la época. Y es que además no sé qué pasa, pero fatalmente esas noticias están redactadas de tal forma que la barbaridad cae bien, parece puesta a propósito. Por ejemplo esta otra -añadió- que apareció en un periódico de Barcelona en plena dictadura pontificia y franquista. Resulta que una señorita de la buena sociedad abrazaba el estado religioso, y como esas cosas eran entonces noticia, se publicaba así: «En una emotiva ceremonia, ingresó en religión y se desposó con el Señor la virtuosa y distinguida señorita equis equis. Le deseamos una larguísima picha en su nuevo estado.»
Cuevas acalló las carcajadas del pueblo fiel, que ya se estaba desmadrando, y continuó:
– Ya podéis imaginar que tenía que haber aparecido la palabra «dicha». ¡Pero menudo lío! ¡Menudo follón!
– ¿Menuda picha! -gritó el Florindo Chico, que se estaba recuperando velozmente-. Supongo que a partir de entonces aparecieron pancartas en los conventos pidiendo igualdad de oportunidades…
– No seas bestia, hombre -gritó Cuevas-, que ésas son cosas serias y que le pueden suceder a cualquiera. Como a aquellos dos locutores de radio. Pobrecitos.
– ¿Qué locutores de radio? -preguntó Amores, que se había unido al grupo al ver que de momento no volaba ningún guantazo.
– Pues uno de Pamplona y otro de aquí, de Barcelona. Los dos volaron, ¿sabes?, porque uno cometió una falta contra la moral pública y el otro contra las normas vaticanas. Los dos fueron pobres chicos a los que se les escapó alguna palabra de más en aquella España donde no se perdonaba nada. Por ejemplo al de Pamplona. El de Pamplona estaba en una tarde veraniega de domingo, una tarde de esas muertas, llenas de silencio, de moscas que hacen la siesta y de horas que no pasan. Y su emisión, además… ¡estaba dedicada a explicar la situación de las carreteras de la comarca! Podéis imaginar al pobre tío: «Por Tudela la circulación es fluida. En Pamplona entran, procedentes de Noain, unos veinte coches por minuto… En Olite se ha despistado una bicicleta, pero afortunadamente sin consecuencias…» La muerte escuchadme: la muerte. Y por fin una noticia de verdad, una noticia salvadora que le permite dar contenido a su programa: «Atención, señores, en este momento recibimos un despacho de agencia donde se nos comunica que el señor obispo ha salido en su automóvil por la carretera de Zaragoza, y se encuentra en estos momentos en las cercanías de Tafalla.» Claro que inmediatamente se dio cuenta de que allí había algo que no cuadraba, y añadió:
– Desde luego ya comprendemos que esta noticia tiene poco que ver con el estado de las carreteras, pero la transmitimos «para los aficionados al Cristianismo».
Hubo movimiento de mesas en aquel lado de la redacción. Amores se sujetó los pantalones. Florindo Chico musitó:
– ¿Y qué pasó con el pobre locutor ese? Cuevas dijo:
– RIP.
– Ondia con el tío, también tuvo mala pata. ¿Y qué fue del otro, del locutor de Barcelona?
– Bueno, ése tenía un programa cara al público de esos que eran tan frecuentes cuando no había televisión. Daban un premio a la persona que contestara con más rapidez y con más gracia a la pregunta que le hiciera el locutor, una respuesta sin preparación y repentina, claro.
– Lo entiendo muy bien. Yo estuve en alguno de esos concursos-dijo Amores, manteniéndose a la debida distancia.
– Pues bien, entonces ya sabéis todos de qué va la cosa. La sala llena, el locutor haciendo coña, pero con vaselina, la gente animada después de cenar y todo eso. Y entonces va el locutor aspirante a recluso y saca a una señora de buena planta. «Vamos, señora, vamos a ver… Yo le preguntaré una cosa tan sencilla, tan sencilla, tan sencilla, que usted me la contestará en seguida con sólo tener un poquitín de memoria. ¿Cuánto hace que se casó?» «Dos años -contesta la tía de buen ver-, dos años hará ahora.» «Mejor que mejor, porque así seguro que se acuerda. Y dígame, señora, sencillamente esto: ¿Cuál fue la primera frase que le dirigió usted a su marido justo al quedarse solos en su noche de bodas?» «Huy, ésta sí que es gorda», contesta la gachí sonrojándose. Y el locutor va y grita: «¡ Premio, señora!»
Florindo Chico apoyó más su tripa en la mesa, estuvo a punto de volcarla y barbotó:
– ¿Pero no se dio cuenta el locutor de que a la pobre mujer lo que le parecía gorda era la pregunta?
– ¿Quién sabe? -sugirió malignamente Cuevas. Arrojaron casi a puntapiés al que les venía a traer las hojas del teletipo, y Forns, otro de los veteranos, murmuró:
– Pero a veces los periódicos han cometido barbaridades sin culpa de nadie, sin que absolutamente nadie pudiera darse cuenta. Yo pienso que es la fatalidad. Un periódico muy serio y muy católico de Madrid metió dos veces la pata hasta el fondo por la publicidad. Y mira que era una publicidad bien inocente, una publicidad de todos los días.
– ¿Qué pasó? -preguntó Cuevas.
– Bueno, pues cierta vez, en plena euforia dictatorial, ese diario publicó en página par una gran foto de la mujer de Franco, muy arreglada y muy puesta en su sitio ella, rodeada de otras señoras de la situación, todas que no veas. No recuerdo de qué acto se trataba, pero en fin, todas estaban allí. Y resulta que en la página contigua, pero a la misma altura al lado mismo, al lado mismo aparece un gran anuncio de un raticida que siempre decía la misma frase: «¡No se lamente! ¡Mátelas!»
Amores, al darse cuenta de que había otros seres tan desgraciados como él, lo cual no impedía que hubieran llegado a directores de un diario, lanzó una carcajada
Florindo Chico preguntó muy serio:
– ¿Rodarían cabezas, no?
– Supongo que sí -murmuró Forns-, porque al poco tiempo va y el mismo diario se tira otra plancha parecida. Y también por culpa de la publicidad, por un anuncio en el que nadie se había fijado. Durante años, ese periódico había publicado al pie de la portada un anuncio en forma de faja que decía siempre lo mismo, de tal forma que ya nadie reparaba en él. Y he aquí que una mañana gloriosa aparece toda la portada ocupada por una gran imagen de la Virgen de los Dolores. El pie de la foto, en grandes letras del 48, decía justamente: «La virgen de los Dolores.»
– Bueno, pues muy normal. ¿Y qué?
– ¿Cómo que y qué? ¿Vosotros sabéis lo que decía el anuncio?
– ¿Qué decía?
– «Contra dolores, Okal.» Otra vez sonaron estruendosas carcajadas mientras el encargado de repartir los teletipos no se atrevía a acercarse por allí, a pesar de que había dos o tres noticias urgentes. El Florindo Chico bajó de la mesa. Sus tetillas, que casi le tocaban el ombligo, se balancearon. Las pantallas electrónicas estaban parpadeando sin que nadie les hiciera maldito caso.
No se había acallado aún el estruendo de las carcajadas (aprovechando que en aquel momento no estaban allí ni el director ni ninguno de los mandos más o menos fidedignos) cuando el Florindo Chico decidió contraatacar e iniciar una venganza sutil contra el Amores, una venganza que quizá duraría siglos, pero que sería diabólica y que él llevaría a cabo con la ayuda de Dios. Puesto que Amores, como todo el mundo sabía, había tenido líos con travestís, Florindo empezó a hablar de un redactor anónimo, pero sabiendo que muy pronto lo identificarían todos. Apoyando de nuevo la voluminosa tripa en el borde de la mesa-¿Sabéis la última de no sé quién?
– ¿De quién? -Hombre, eso no se dice. Con insinuar que es de aquí ya se le puede clasificar.
– Bueno, es igual. Cuenta.
– Bueno, uno de aquí, repito, muy aficionado a las chicas, pero al que siempre le pasan cosas, encontró cierta noche una gachí, una ja, como dice Henry Miller, y va el tío y se empalma sólo de verla, aunque el que os digo sólo se anima cinco minutos por Navidad, coincidiendo con la paga. El caso es que hacen precio, suben a la habitación, el tío sigue milagrosamente empalmado, la tía empieza a cantar Montañas nevadas con voz gangosa y se va desnudando. Primero el vestido, que parece de organdí; luego los cubretetitas, que por cierto son dos globitos de espanto; más tarde unas medias que pa qué, sobre unas piernas para llevárselas a casa, y por fin las braguitas. ¿Y qué aparece entonces? ¿Qué salta al aire? Un cipote así, oídme… i Así! Y el que os digo que es de aquí se desempalma y gime: «¡Me has engañado!» Y la mansa que se pasa ella misma una mano por la entrepierna y pregunta:
– ¿De qué te quejas? ¿Qué más quieres? ¡Soy una mujer cojonuda!
Todos rieron de nuevo mientras Amores empezaba a desaparecer debajo de la mesa. Hubo un movimiento colectivo para capturarlo, pero el tío se les escurrió. En aquel momento apareció el director.
– ¡Amoreeeeeeeeees!…
Carlos Bey salió del despacho de aquel director que seguramente acababa de descubrir un nuevo error dramático. Había ido allí desde La Vanguardia para una gestión, y se disponía a regresar a su periódico. Pudo oír aún la última carcajada, el último murmullo y el grito de «Amoreeeees», que era como una señal de alerta. Luego se deslizó por los pasillos que llevaban a la luz de la calle y a la libertad de los hombres de bien.
Méndez estaba allí, esperando. Méndez dejaba recortar su silueta sobre el tráfago de la calle, sobre los coches que buscaban aparcamiento, los hombres que buscaban trabajo, los empresarios que buscaban un banco ingenuo, las mujeres que buscaban a alguien dispuesto a cometer pecados de al menos tres mil pesetas. Méndez que avanza, que pone una cara de sorpresa en la que nadie cree ya, Méndez dispuesto a jurar por su padre que pasaba por allí mientras aparta con el pie las cinco colillas que se ha dejado en la esquina.
– Joder, amigo Bey, al verle he tenido la sensación de que había cambiado de periódico.
– Usted sabe perfectamente que he venido a hacer una gestión. A lo mejor incluso ha telefoneado antes.
– Hombre, no diga eso. Al final yo mismo voy a acabar creyendo que le persigo.
– No tendría motivo para hacerlo. Bueno, me lo parece a mí. Aunque ya conozco su tesis de que cualquier ciudadano es merecedor de toda sospecha.
– Sólo quería preguntarle una cosa, hijo. No se ponga nervioso. Es que busco a una persona.
– ¿A quién? Méndez susurró:
– Me he pateado todos los hoteles más o menos clandestinos, todas las pensiones más o menos reconocidas, todos los hoteles con alguna estrella donde dejar descansar el culo, ¿sabe? No le negaré que en alguno, como el Ritz, hubo una cierta resistencia institucional a dejarme entrar. Lo malo fue que, como garantía de que estoy sano, no pude enseñarles más que un certificado de vacunación extendido en 1945. En fin, que me he pateado la ciudad como nunca lo había hecho, la he recorrido de arriba abajo, he mirado hasta en las bocas de las alcantarillas y nada, absolutamente nada. Qué manera más cojonuda de perder el tiempo.
Y añadió:
– Aunque en algunas pensiones he encontrado viejas amigas que aún le dan al asunto cuando no están delante sus nietos. Mire por dónde, me he llevado más de una alegría. Con lo que me había acordado de ellas el día de difuntos.
– No hace falta que me explique la historia de Barcelona, porque supongo que sus amigas echaron el primer polvo con un cartaginés. ¿A quién busca realmente, Méndez? ¿A quién esta vez?
– A Wenceslao Cortadas. Después de la amistad que usted tuvo con el viejo Bassegoda y después del intento de asesinato que sufrió en la torre de la Vía Augusta, no me diga que no sabe de qué va.
– Sí, claro que lo sé. Y me he preocupado de averiguar detalles de su historia.
– Bueno, pues sé que está en Barcelona al cabo de tantos años, pero no aparece por ninguna parte, en ningún hotel alto, en ninguna pensión baja, en ninguna alcantarilla rehabilitada por el Instituto Municipal de la Vivienda. Claro que podría estar realquilado, ¿sabe, hijo? El número de personas realquiladas en esta ciudad, y que nunca aparecen en los censos, supera el de muertos en la campaña de Rusia. Incluso varios de mis acreedores la diñaron allí.
– Si quiere encontrarlo, siga la ruta del dinero, Méndez. Ahora ya se ha acabado aquello de cherchez la femme, ahora manda lo de cherchez l'argent.
– ¿Qué trata de decir?
– Eso: que siga el camino del dinero. Sólo en el dinero está la verdad. La gente necesita comprar cosas cada día, y para eso hace falta pasta. ¿Ha mirado en la Seguridad Social? ¿Sabe ya si Cortadas cobra alguna pensión? Por ahí podría sacar el domicilio y la pista.
– Claro que lo he hecho. Todos los listados de pensionistas de la Seguridad Social y los acogidos al paro, que hoy día ya son la totalidad de los españoles menos el presidente del Gobierno, han pasado por mis ojos. Y nada: Wenceslao Cortadas no cobra. También he mirado incluso entre los marchantes de pintura, al menos entre los que han visitado una escuela de dibujo alguna vez. Se me ha ocurrido que Cortadas podría estar pintando para vivir o vendiendo algunas de sus viejas obras, pero nada. También he fracasado en eso.
– No es usted un policía tan descuidado como parece, Méndez. Todo lo acaba pasando por el tamiz.
– Hago tanto eso que a veces me olvido de limpiarme las uñas.
– Bueno, ¿pero qué quiere en concreto de mí? Porque no va a decirme ahora que ha venido sólo para ver si trabajo.
– Confieso que le he vigilado, amigo Bey. Lo he hecho discretamente y con todas las precauciones, cerciorándome siempre, eso sí, de que el viento corriera de usted a mí y no de mí a usted, porque en caso contrario me hubiera descubierto por debajo de los cincuenta metros. ¿Razón de que le haya vigilado? Muy sencilla: en su vuelta a los viejos tiempos, Cortadas podría haber tratado de relacionarse con usted. Pero no he conseguido nada, no se le ha acercado. Ah… Puede que le parezca risible, pero he visitado la tumba de Nuria Bassegoda.
– ¿La tumba? ¿Por qué?
– La gente es muy extraña, los enamorados que anclan su memoria en el pasado son muy extraños. Lo he hecho por si había flores frescas.
– ¿Y cómo se le ocurrió esa idea, Méndez? Está usted en todo.
– No, confieso que esta vez no fue mi instinto de policía. Se me ocurrió la idea viendo la cara de una de las antiguas putas a las que yo había protegido.
Carlos Bey suspiró cuando llegaban ya a la puerta de su periódico.
– ¿Por qué me explica todo esto, Méndez? En resumidas cuentas, ¿qué quiere de mí?
– Nada, hijo, nada, sólo insistir en esa delicada línea de los marchantes de pintura. Usted conoce a críticos de arte, gentes de bien, personas de condición, digo yo, que tienen incluso domicilio fijo. Aquí, en La Vanguardia, había un crítico muy bueno, Fernando Gutiérrez creo que se llamaba, un hombre que quería seguir creyendo a pesar de que la vida se había empeñado en no dejarle creer. No sé cómo tienen esto ahora, después de la muerte de Fernando Gutiérrez, pero en todo caso puede que ahí se mantenga relación con los marchantes o con gente parecida. Yo no los conozco, ¿sabe? Yo he acabado por no tener relación más que con dueños de bares sometidos a la Ley Antiterrorista. Usted me puede orientar bien.
– Es posible. En los periódicos se oyen nombres, fechas… A veces se trata sólo de tener el oído atento.
– Pues cuando pesque al vuelo algo de eso, comuníquemelo. Aunque sea la fecha del último polvo de su compañero de mesa,, que no tiene necesariamente que coincidir con el último polvo de su mujercita. Adiós, hijo, ¿sabe que ahora estoy leyendo a los poetas catalanes de la Bernat Metge? Deo gratias, finis coronat opus.
Y se alejó sigilosamente entre la multitud, sin que cundiera el pánico.