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MÉNDEZ se dirigió Ramblas abajo hacia la calle Nueva, a cumplir al menos durante cinco minutos las obligaciones oficiales por las que el Estado le pagaba tan generosamente. Encontró ante su mesa, debidamente diligenciadas, a las siguientes personas: a) una muchacha que denunciaba por incesto a un vecino, y que cuando Méndez le advirtió que eso no concordaba, dijo estar convencida de que el vecino era su padre; b) un marica que al grito de «esos sitios son sagraos», denunciaba a un amigo por haberle robado una sortija que tenía guardada en el recto; c) un ciudadano al que habían robado tres veces en un retrete público, y eso que -dijo- él siempre abría la puerta de buena fe; d) un moro de una pensión cercana, cuyo compañero de habitación, cristiano viejo y ex combatiente, había interpretado mal la postura la primera vez que el moro se puso a orar.
Méndez solucionó estos asuntos, tan relacionados con la vida civil de las gentes de su barrio, sin necesidad de atestados ni de juzgados de guardia. Lo arregló casi todo por teléfono, a pesar de que aquel aparato le seguía siendo profundamente hostil. Al presunto inseminador de su hija le amenazó con caparlo utilizando un cortapuntas de cigarro puro si se liaba otra vez con alguna vecina, y si era la vecina la que quería liar debería pedirle antes el Libro de Familia, «porque en esas escaleras donde hay tantas pensiones baratas nunca se sabe, ¿entiende usted?» Al de la sortija le telefoneó también, advirtiéndole que o la devolvía o se la metería en el culo él, pero, eso sí, se lo advirtió sin demasiada dureza, porque resultó que Méndez y el higiénico ladrón eran amigos de toda la vida. Con el tío cuya virtud e inocencia eran siempre profanadas en los retretes públicos fue más conciso: le dijo que le diese día y hora para cepillárselo, aunque mejor en otro sitio. Por fin, al piadoso moro de la pensión le aconsejó que, ya que al parecer no habían llegado a empitonarlo del todo la primera vez, probase suerte de nuevo y siguiese rezando de cara a La Meca en cuantas ocasiones hiciera falta.
Resueltos estos asuntos de alta técnica policial, Méndez se asomó al balcón para contemplar el paisaje urbano. El paisaje consistía en una sola y virtuosa calle que llevaba en línea recta desde las amamantadoras de ladillas de la rue de las Tapias a los grifotas de la Plaza Real, pero esa versión de la calle Nueva no convencía a Méndez; era una versión municipal y vituperable, digna, en definitiva, del cerebro de un alcalde. Para Méndez era el último refugio, pero refugio al fin, era la historia de todo un siglo que ya se moría, era la noche de la ciudad, era la gran madre negra de que hablaban los poetas perdidos para siempre. Méndez sabía que, si en el otro mundo uno tiene conciencia de las cosas, guardaría para esta calle una gran piedad y una desesperada nostalgia.
Vio pasar bajo el balcón el magnífico coche, yendo desde el Paralelo a las Ramblas, y por el color y la matrícula lo reconoció, además de por la marca. No es que Méndez fuese aficionado a los fórmula uno, y si se le exprimía bien se llegaba a la conclusión de que el único vehículo que le parecía civilizado y hecho a la medida del hombre era el patinete urbano. Ahora bien, un policía tiene que fijarse en todas las cosas, aun las más abyectas, y por eso hubiera reconocido entre mil aquel BMW 528 inyección, color burdeos, en el que Blanca Bassegoda debía desplazarse por calles que merecían todo su desprecio. Desde el punto de observación que ocupaba, Méndez pudo, inclinándose mucho, darse cuenta de que Blanca no iba sola, y de que el que la acompañaba en aquella especie de nave espacial era muy probablemente Ricardo Arce. El viejo policía dedicó un pensamiento a lo complejas que son las relaciones entre hombre y mujer y lo resumió en una sola palabra, eso sí, de altura:
– ¡Coño!
Luego volvió a las profundidades de la comisaría, donde preguntaban por él dos mujeres que, al parecer, habían perdido al mismo marido.
El BMW se detuvo ante el semáforo que abre las Ramblas, Blanca aprovechó para encender un cigarrillo y musitó:
– Hacía mucho que no pasaba por este barrio, ¿sabes? Menos mal que he puesto el seguro en las puertas del coche. Hasta yendo contigo me da miedo.
– Te equivocas -dijo Richard-, no hay aquí tanta delincuencia como la gente cree, o al menos no es una delincuencia agresiva, a no ser que armes, o dejes que te armen, una pelea en un bar. Y es que, en el fondo, aquí la gente está resignada. Mucho más peligrosos son los barrios nuevos, como La Mina o San Cosme, barrios de aluvión donde los chavales aún quieren tener el mundo en las manos al precio que sea, menos el precio de ganárselo. En esta zona te diría que sucede al contrario.
– ¿Sucede al contrario qué?
– Bastantes personas de las que ahora están hundidas aquí han tenido el mundo en sus manos. Lo han tenido.
Habían dejado atrás La Bodega Bohemia, habían pasado a menos de cincuenta metros del Barcelona de Noche, habían marginado los bares donde aún aguardan un rostro de cera, una mano quieta, una mirada muerta. El tiempo que yacía allí había rebotado para Blanca en la carrocería de su BMW color vino viejo, pero para Ricardo Arce quizá era distinto. Ricardo Arce también tenía a veces las manos quietas, el rostro de cera, la mirada perdida.
– Tú naciste aquí, ¿no?
– No, no nací aquí, aunque me crié también en este barrio. Yo soy de Pueblo Seco, un poco más arriba.
– ¿Dónde?
– ¿Has visto que esta calle termina en una montaña? Bueno, pues Pueblo Seco es eso.
– Qué sitios para vivir, oye.
– No creas.
– ¿Hay más sinceridad que en mis barrios?
– Pues es posible que sí. Ramblas abajo, el coche que despierta la admiración de los entendidos, las mujeres de los bares que lo traducen en pesetas y en camas, vaya chorizo guapo que ha elegido la mala puta esa. El Café Venezuela, que ya cerró, largas noches de otro tiempo, el Big-Ben, que en cambio aún tiene penumbras y culos, la iglesia de Santa Mónica, la entrada a las viejas gargantas del distrito, el Bar Pastís, rebelión hecha canciones y frases susurradas donde Josep Maria Espinás se negaba a ver su Cataluña meticulosamente destruida. «Jolines, voy a doblar a la izquierda, pero qué tapón de tráfico, oye.» El monumento a Colón, donde hubo palomas, fotógrafos minuteros, soldados con la mirada perdida en Marruecos, estudiantes con la mirada perdida en el futuro y que un día se hicieron la última foto juntos antes de que la vida les separase… «Sube ahora Ramblas arriba, Blanca, da la vuelta, no sigas por Colón porque ahí van a parar todos los camiones de España.» El BMW que sube con su discreción de rico auténtico y los entendidos que dicen: hostia.
El antiguo centro autonomista de dependientes. «Mira, aquí, el 6 de octubre del 34, al ver que la revolución catalana fracasaba, Jaume Compte y González Alba salieron al balcón para que las tropas los matasen, pero los chicos que ahora cantan Els segadors ya no los recuerdan.» El Amaya, restaurante de olor a puerto y de comensal antiguo. Las casas de mujeres de la Rambla baja, casas respetables y empadronadas, con escudo heráldico de toalla y goma, no crea usted que la historia no merece un respeto. Las mujeres alineadas en la acera, carne de camionero nostálgico, de estudiante ávido y de oficinista estrecho. Sus muslos al sol, shorts, blue-jeans, botas y camisita con pezón de fantasía, Richard, no me digas que siendo éste tu barrio no te las has tirado alguna vez.
– Nunca.
– ¿Qué pasaba? ¿Picabas más alto?
– Bueno, yo nunca tuve demasiado dinero… Pero a un boxeador las chicas lo buscan. O algunas chicas al menos. Entrabas en un baile, aunque fuera por casualidad, y en seguida alguien te pedía que la acompañaras en tu coche, que aquello era una urgencia.
– ¿Y qué?
– No, nada.
– Oye, es que guapo sí que lo eras, para qué lo vamos a negar.
La esquina de La Buena Sombra, callejón angosto y un poco misterioso, como conducto confidencial de mujer, donde un día se alinearon bellezas remotas ya sustituidas por el último café, el último precio, la última mueca de sus herederas directas. El monumento a Pitarra, insigne dramaturgo a quien el celo municipal situó, sic transit gloria mundi, en el invernadero de culos más importante de España. La calle de Fernando, última burguesía fin de siglo, calle recta hasta la Generalitat, ruta obligada de presidentes, de joyeros, de oficinistas y de mujeres rigurosamente adultas que se buscan la vida en esa última frontera del vicio. Más arriba nada, más arriba el gran desierto de la ciudad que duerme a horas fijas, con sus oasis de sillas vacías y de sus quioscos de libros que ya ni siquiera abren durante toda la noche. «Mira Richad, ahí está el viejo hotel Continental, donde mi padre tenía una habitación y una tertulia que acababa con chicas desnudas y muertas de sueño a las cinco de la madrugada.»
Plaza de Cataluña, el Paseo de Gracia: «Yo sólo conocía esta cara de la ciudad, tú me has hecho descubrir que Barcelona tiene cien caras, Richard.» «Calla, yo sólo conocía una, eres tú la que me lo ha hecho ver con claridad todo.» La parte alta de la calle de Pau Claris, salas de antigüedades y de subastas, escaparates de Valentí, luz tamizada y apta para la elegancia del pensamiento a medias, un bar, el Daily Telegraph, que quiere recordar a los hombres de Fleet Street, a los periodistas de La calle de la aventura, a los seguidores de diarios barceloneses que existieron una vez. «Esta calle me gusta, Blanca, me gusta a pesar de los coches, porque aquí hay sitios con cuadros y con objetos de arte, no sé decirte, porque hay cristales y detrás muebles que parecen antiguos y grandes relojes que suenan más allá de las paredes, como los consejos de los muertos.» «Pero hay que ver, Richard, yo nunca había notado nada de eso, qué hartones te habrás dado de leer. Pero me alegro de que a mi lado la ciudad te parezca distinta.»
Y la mano de Blanca Bassegoda que estrecha la suya por encima de la mesa, por encima de todas las distancias y de todos los hombres ricos que un día murieron llevando su nombre. Y el Richard que se queda quieto, sin atreverse a retirarla por no ofender, pero sintiendo que el bar entero da vueltas en torno suyo, no pienses lo que estás pensando, muchacho, busca una excusa y lárgate de aquí, tu sí que sabes que existen las distancias y los hombres ricos aunque ya estén muertos. Emborráchate si quieres en cualquier bar de tu barrio, pero no pienses más, sobre todo no pienses más, a ver si vas a creer que a la gente de tu raza el pensamiento la ha llevado a alguna parte.
– Te lo agradezco, Richard.
– ¿A mí? ¿El qué?
– Bueno… Parece sencillo de decir, pero realmente es algo complicado. A ver si puedo… En fin, algo así: para una chica como yo la vida se compone de una sola dimensión, de una línea que podríamos llamar recta. Naces en una buena familia, te educas y adquieres esa dosis indispensable de orgullo que en la vida hace falta para defenderte de todo, especialmente de ti misma. Luego te casas, tienes un orgasmo al año, te cargas con algún hijo, procuras dejarle algo más de lo que te dejaron a ti y mueres con la satisfacción de ver en el último instante una familia bien establecida. Puede que pienses que a lo largo de ese camino has conocido a muchas personas, pero no es verdad. Si hicieras un examen sincero te darías cuenta de que has conocido a la misma persona siempre repetida. No has tratado verdaderamente a nadie fuera del círculo que tú misma te vas construyendo desde que naces, o que ya te dan construido.
– No es así, Blanca.
– ¿Cómo que no es así?
– Tienes a las chicas de buena sociedad que se meten en las organizaciones de izquierda. Ésas quieren conocer algo más.
– Te equivocas. Yo las conozco bien a ellas. Para esas chicas es una simple curiosidad o un experimento zoológico que dan por terminado cuando los animales investigados empiezan a oler mal o a rozarles un pecho con las escamas.
– Eres dura, Blanca, pero tienes ingenio. Tú has leído mucho más de lo que haya podido leer yo. Bueno, pero también está el caso de las chicas punk.
– Ésas son las que más aprecian las garantías de su clase. Son falsas y dispuestas a arrastrarse por el suelo, siempre que esté convenientemente tapizado de dinero. Y mientras dura el pelo teñido de color berenjena no creas que conocen a los hombres; llegan a conocer sólo el ritmo con que se mueven. En fin… -retiró su mano-, lo que quiero decirte es que para una chica rica de verdad, como yo (aunque mientras no se reparta la herencia voy más justa de lo que parece) no es fácil conocer realmente la Barcelona que está fuera de su área de combate.
– ¿Tú tienes área de combate, Blanca?
– Todo el mundo tiene un área de combate, más allá de la cual no puede retroceder. ¿Quieres que te lo diga de otra manera? ¿Quieres que te diga que a veces estoy contra las cuerdas? Mira, tú has venido conmigo en el 528, un coche nuevo que vale una millonada, y esa millonada yo no la tengo. Sí, sí… No me mires de esa manera. Puede parecerte mentira, pero no la tengo. Claro que podría haberme conformado con un 315, porque yo no sé si tú lo sabes, pero la BMW tiene una graduación un poco bizantina, como las clasificaciones bancarias. Y los entendidos saben que esas clasificaciones existen, y que además es lógico, y que la vida tiene que ser así. El 315 lo tienen incluso algunos oficinistas, gentes que han estado ahorrando centavo a centavo para el día del gran estallido final que justificará su vida, ya que en su vida no hay otra cosa. Pero el 320 ya es distinto. Y luego entras en las delicadezas del 323, que es como el informe bancario de «solvente hasta 5-10 millones», cima que no todo el mundo alcanza, pues se refiere a cinco o diez millones que puedes gastar sin que se note, y a la que, desde luego, los oficinistas del centavo ya no llegan. ¿Pero qué ha de hacer una Bassegoda? Cuando compra un coche (que necesariamente ha de ser un BMW, un Mercedes o un 600 usado, porque la verdadera riqueza también admite la extravagancia) una Bassegoda no puede quedarse en la serie 3, sino que ha de llegar a la serie 5, ya que la 6 o la 7, demasiado pomposas, serían una exageración a mi edad. La serie 5 ya empieza a ser un informe bancario de «solvente sin reservas», y yo he de mantenerme en ella por respeto al nombre de mi padre. Pero no es verdad, los bancos saben que no es verdad, aunque juegan a los sobreentendidos, que constituyen la razón de ser de las sociedades cultas. ¿Cómo le van a negar un crédito a una Bassegoda? Sin embargo ellos saben que no podré pagar mientras no reciba la herencia.
Hizo una pausa y miró a un nostálgico que lanzaba dardos sobre el blanco, un nostálgico de los aires limpios y los prados verdes, de los periodistas con barba rubia de directores que un sábado hablan reposadamente del lago Ness. Luego continuó:
– Por eso te digo que cada uno tiene su área de combate, sus doce cuerdas, y normalmente no sale de ellas. Las chicas de mi clase no conocen a los hombres de Pueblo Seco sencillamente porque no les interesan, porque no entran en su terreno de juego. ¡Si eso incluso pasa con otras clases sociales más abiertas! Por ejemplo tú, un hombre de Montjuic y de la calle Nueva, ¿cuántas veces has ido a la barriada de La Mina?
– Nunca -reconoció Richard.
– ¿Y a Nueve Barrios?
– Nunca.
– ¿Sabrías ir en coche?
– La verdad, supongo que no.
– ¿Conoces a alguien de allí?
– Cierta vez hablé con una comisión de padres de familia de La Mina. Gente fantástica, pero acorralada. Sales a la calle y, ¿zas!, tu hijo que te clava un estilete en un huevo. Hablé con ellos cinco minutos y nunca más he vuelto a tener contacto con aquella gente. Incluso en la cárcel, mis amigos y yo nos manteníamos apartados de los de La Mina.
– ¿Lo ves? Tú mismo has establecido tu ghetto en tu propia ciudad. Barcelona está llena de ghettos, y es natural, porque cada uno se construye el suyo, lo más alto posible, y procura que no le hagan salir de él. No conocemos más que nuestras calles y nuestra gente. No vamos más allá del punto a donde llega nuestro aliento. Por eso para mí, mujer de Pedralbes, de las escuelas de marketing altamente especializado y de cenas muy privadas en la Font del Lleó, es una novedad tu mundo. Yo creo en ese mundo tuyo, Richard. Y es auténtico. Y está lleno de seres que son verdad. Pero quiero que salgas de él.
Richard musitó:
– Mi papel no es ése.
– ¿Qué?
– Tú me contrataste sólo para que te defendiera.
– De acuerdo… Pensaba en eso cuando no te conocía.
– ¿Me conoces ahora, Blanca?
– Lo suficiente para saber que puedo confiar en ti. Y que mereces un mundo mejor.
Hizo una pausa y añadió:
– Lo curioso es que esta historia ya se ha repetido.
– ¿Cuándo?
– Hace años. Yo la conocí muy superficialmente. La tieta Nuria… Tiene gracia. Mujercita del Liceo, del ropero parroquial, de la Obra de la Santa Infancia. Mujercita no de Pedralbes, sino de la parte alta de la Vía Augusta, donde yo me crié. Volvió loco a un pintor de la Plaza Real, un hombre que se había criado entre fetideces. Me he preguntado a veces si Wenceslao Cortadas estaba realmente enamorado de la tieta Nuria.
O es que le maravillaba su mundo.
– Las dos cosas -dijo Richard.
– Es posible -continuó Blanca-. En todo caso no lo sé, solamente lo imagino. Pero es que el camino de la izquierda es un largo camino hacia la derecha. La izquierda quiere llegar a ser derecha y establecerse en ella. Salvo casos de hombres realmente ejemplares, ésa es su única aspiración. Lee la historia de los militantes de la FAI, ocupando pisos de la zona alta para instalarse en ellos con dos o tres sirvientas. Mira las democracias populares cargadas de nomenclaturas y de sólidos estratos burgueses, aunque al menos ésos tienen una razón de ser, porque fundan su ascenso en el trabajo. Mira a Felipe González con tres únicas aspiraciones en la vida: tener el mejor coche blindado, un palacio más protegido que el del rey, y la mujer más elegante de España. La izquierda no existe: es sólo una derecha que no ha llegado. Y no creas que eso lo haya leído yo; no soy tan intelectual ni creo que esté escrito así en ninguna parte. Sencillamente es algo que decía mi padre. Óscar Bassegoda, cuando se había cansado de sus dos mujeres una tras otra, se ponía a pensar y a veces era un sabio.
– O un cínico, Blanca.
– ¿Yo soy cínica?
– Sí.
– Bueno. La ciencia es cínica. La sabiduría es cínica. La verdad es cínica.
– ¿La política?…
– La política es cínica por definición. Lo que pasa es que es como el perfume de las mujeres. Ya sabemos que no olemos así. Pero deseamos creerlo.
– Cuando uno cree una cosa, logra que esa cosa sea verdad.
– Sí -reconoció Blanca Bassegoda-. Puesto que la gente cree en su perfume, los políticos se ven permanentemente obligados a oler bien. Ésta es su contribución a la ética.
Bebió un sorbo de su cerveza helada, cerveza imitación pub inglés, cerveza ilusión de viaje remoto, milagrosa cerveza San Miguel Fleet.
– ¿Y qué pasa cuando la izquierda llega a dominar a la derecha y pretende seguir siendo izquierda? -musitó Richard.
– Muy sencillo: que no queda nada. Eso también lo decía mi padre. Sólo queda la burocracia. La burocracia es la negación de todo, y además a partir de ella ya no se progresa, porque la burocracia es neutra. Sólo cree en sí misma.
– ¿Para progresar es necesario tomar partido?
– Pues claro que sí. Si ya no se tiene un ideal, ¿dónde está el camino? A eso se ha llegado en algunas civilizaciones demasiado maduras: como el camino no existe, dejamos que las computadoras lo marquen.
– Yo he elegido tu partido, Blanca. Blanca Bassegoda rió.
– La derecha ha imaginado el BMW 528 1-dijo-. La izquierda no lo hubiese imaginado nunca. Si no existiera una clase cultivada y con el suficiente pedigrí, el 528 1 no existiría.
– Cierto -reconoció él.
– La derecha ha inventado la alta costura, cuya primera degradación histórica es el prét-á-porter de estilo.
– Claro que sí.
– Ha inventado los perfumes de Dior.
– Bueno… Lo supongo.
– Y el arte, que es la espuma maravillosa de lo superfluo. Hasta el soviético museo de L´Ermitage lo creó la derecha. Y los palacios de Moscú y de Leningrado. Bienaventurados los que aún creen en ellos.
– Pero es que yo no creo en el BMW, ni en la alta costura, ni en Dior, ni en el museo ese como se llame -dijo Richard con voz insegura-. Yo no he tomado partido para nada de eso. Lo mío es mucho más sencillo: yo he tomado partido por ti.
– No es tan elemental -susurró Blanca Bassegoda-. Tú no lo has comprendido aún, pero yo soy un milagro que tardó generaciones en crearse: yo soy una mezcla de todas esas cosas.