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EN PRINCIPIO, el hombre que tiene todos los números de la rifa para que le maten es el hombre de costumbres fijas. Los expertos en protección sienten una inevitable piedad anticipada por los que usan siempre el mismo coche, pasan siempre por la misma calle y duermen siempre con la misma mujer. Especialmente este último detalle -dicen los entendidos- suele tener efectos letales incluso a medio plazo.
Daniel Ponce había pensado que, a sensu contrario, un hombre que dispone de un coche deportivo rojo no necesita trabajar y por tanto puede llevar una vida irregular y caprichosa, resultaría casi inatacable a menos que se aprovechara una ocasión instantánea. Todo plan maquinado con más de media hora de anticipación resultaría inútil. Pero se llevó una sorpresa.
Hasta aquel momento, Eduardo Contreras no le había interesado en absoluto como ser humano. Sabía que era el marido legal de Blanca, que no daba apenas golpe, que vivía de unas pocas representaciones, pero sobre todo de lo que llegó a mangarle a Oscar Bassegoda, y que se paseaba con un coche de esos que despiertan grandes sentimientos colectivos de solidaridad. Todo lo demás eran suposiciones: que llevaba una vida desordenada, que dormía en meublés de buena calificación municipal, que frecuentaba puticlubs, que se la hacía tocar por un ex seminarista. Todo era posible.
Pero la realidad se le mostró de otra forma. Eduardo Contreras tomaba siempre el desayuno en el mismo bar (el Velódromo, en la calle de Muntaner, viejo lugar de almejas en sazón, de cuchicheos mercantiles y de disquisiciones culturales sobre Kubala), iba siempre a la misma hora al apartamento donde vivía, una especie de habitación con cocina en la calle del Rosellón, estacionaba el Porsche en el mismo sitio del mismo garaje, efectuaba unas gestiones bastante puntuales y utilizaba siempre los mismos caminos. Por las mañanas se le podía encontrar en el Club de Natación Barcelona, adonde había llegado bajando por la Vía Layetana; sus comidas se repartían entre el restaurante del propio club, el Carballeira, un rapidillo llamado Zas y el reposado O Nabo de Lugo. No frecuentaba cafés, iba al cine dos veces por semana, eligiendo casi siempre los de la Rambla de Cataluña o Paseo de Gracia, y además daba antes de acostarse un paseo por la Diagonal, casi contando los pasos. Desde la calle de Muntaner iba a la Plaza de Francesc Maciá, la Calvo Sotelo de los nostálgicos, y a continuación regresaba, aunque por la otra acera. Era tan metódico como un contable viudo, como un funcionario del censo o como un ministro, es decir personas de más bien escasísima imaginación.
Con gran perplejidad por su parte, Daniel Ponce descubrió que aquel hombre dificilísimo de matar era en realidad facilísimo de matar. Un hombre que quisiera suicidarse no hubiera puesto las cosas tan fáciles, aunque la explicación de todo eso estaba muy clara: Eduardo Contreras era lo bastante joven, lo bastante engreído y lo bastante estúpido para no imaginar siquiera que alguien pudiese pensar en matarle.
El caso era que le daba un amplio abanico de posibilidades donde elegir, aunque Dani, una vez examinadas todas con rigor profesional, reconoció que ninguna era tan fácil. No se puede acabar con un hombre en un club de natación, donde los socios desnudos se vigilan los ombligos mutuamente; tampoco se le puede dar por escabechado en un bar lleno de oficinistas que se sacrifican por el país, y mucho menos en un restaurante gallego, lo que además sería de un imperdonable mal gusto. Dos únicas posibilidades claras se abrían para Ponce, una bastante más clara que la otra, y ambas estaban relacionadas con un coche. Podía matarle mientras paseaba por la Diagonal después de cenar, o podía matarle en su parking. En cualquier caso Ponce necesitaba un arma clandestina, desde luego, pero también un cuatro ruedas que no fuera suyo.
La posibilidad del parking fue la que le pareció más factible. El lugar donde Contreras estacionaba su Porsche estaba en el primer sótano, y además siempre era el mismo. Lo debía de tener reservado. Las plazas colindantes, en cambio, eran libres, según había descubierto Dani tras estacionarse brevemente en ellas más de una vez, y siempre a distintas horas, para que no le viese con demasiada frecuencia el mismo empleado del parking. El de día le había visto un par de ocasiones, y el de la noche otras tantas. No era fácil que le recordasen, dada la cantidad de caras que llegaban a ver.
El «plan parking», como le llamó Ponce (y que tenía además la ventaja de no precisar arma de fuego), era el siguiente: él robaba un coche barato y poco llamativo, pero grande -tarea bastante elemental para un hombre de su preparación-, lo conducía con guantes y lo metía en el parking por la noche, cuando hubiese poco movimiento y pudiera estar razonablemente seguro de que la plaza situada a la izquierda del Porsche se encontraría vacía. Dani estacionaría allí su vehículo robado, pero no saldría del interior del mismo, sino que se quedaría tendido en los asientos delanteros y con la puerta derecha sólo entornada, de modo que pudiese abrirla fácilmente y sin ruido. Además, el cristal de la ventanilla de aquel lado estaría sin subir.
Por supuesto que la puerta derecha de su vehículo daría así a la parte izquierda, o del conductor, del Porsche rojo, que en aquel momento, y según los cálculos de Dani, se encontraría ausente. Y sin que ningún otro automóvil ocupara su puesto, pues podía apostarse a que en el suelo de la plaza estaba escrita la palabra «Reservado». Hasta entonces Ponce no la había visto porque en todas las ocasiones en que entró el bólido rojo estaba allí, tapándola, pero daba como segura la existencia de ese aviso. De otro modo no se explicaría que el Porsche estuviera siempre en el mismo sitio.
Por supuesto también que Dani debía realizar esta operación una de las noches en que Contreras iba en automóvil al cine, lo cual le permitiría de paso calcular con mucha exactitud la hora de su retorno.
O sea que la primera operación -muy sencilla- consistía en estacionar el coche robado a la izquierda del lugar vacío que luego ocuparía el Porsche. ¿Por qué podía suponer que estaría libre esa plaza a la izquierda? Pues por la sencilla razón de que a esa hora de la noche siempre había huecos en la primera planta, lo cual hacia muy improbable que alguien se entretuviera en bajar al sótano. Lo demás era también relativamente sencillo, dentro de la complicación que un crimen siempre comporta.
Contreras llegaría más o menos a la una de la madrugada, o sea a la hora en que el primer sótano tenía que estar desierto.
Estacionaría su coche en el sitio habitual, sin ni tan siquiera fijarse en el vehículo de su izquierda, excepto para procurar no rozarlo al hacer marcha atrás. No pensaría, como jamás piensa nadie, que un silencioso coche enterrado en la penumbra de un parking pudiera estar ocupado por alguien.
Luego Contreras saldría. Habría de hacerlo de costado y con cierta dificultad, puesto que el Porsche es lujoso y veloz, pero no es grande ni es cómodo. En ningún momento llegaría a dar la cara al coche de Dani.
Luego se volvería del todo para cerrar la puerta, y ofrecería completamente la espalda a Dani Ponce. Además no sería sólo un momento; serían unos quince segundos. Meter la llave en la cerradura, girar, sacarla, guardarla en el bolsillo. Más que suficiente para abrir en silencio la puerta del coche robado, que seguiría estando entornada, o bien -según fuese la postura de Contreras- utilizar la ventanilla que tendría el cristal bajado. En todo caso, una puñalada directa al corazón o a la nuca sería de efectos fulminantes y no permitiría a la víctima ni lanzar un grito.
El resto sería sencillísimo, casi elemental: sin quitarse ni un momento los guantes, empujar el cadáver de Contreras dentro del Porsche, al fin y al cabo un panteón lo bastante lujoso para sus sueños. Claro que también podía dejar el cuerpo en el suelo si necesitaba actuar rápido. Luego no tendría más que deslizarse a pie hasta la entrada del parking, donde estaba la dichosa maquinita del «Recoja su ticket». Allí no había empleado alguno. Saldría a la calle, y en paz. Cuando descubriesen el cadáver, tal vez los técnicos llegasen a determinar que la puñalada mortal había sido asestada por un hombre situado dentro del coche de la izquierda. ¿Pero quién le relacionaría a él con un coche robado? ¿Quién? Al contrario, relacionarían al dueño y a las amistades del dueño.
Existían algunos riesgos, por descontado que sí. Daniel Ponce llevaba el suficiente tiempo en aquella profesión -aunque fuese un marginal dentro de ella- para saber que el crimen perfecto no existe. Pero sabía también que una buena preparación reduce el riesgo a un puro azar. Como azar sería que un coche o una persona entrasen a aquella hora en el primer sótano, habiendo sitio libre arriba. O que algún empleado se diese una vuelta por allí. O que una pareja estuviese haciendo el amor dentro de un vehículo. Todas esas circunstancias eran posibles, pero entraban dentro del juego inevitable y cotidiano de lo imprevisto, como imprevistas son al fin y al cabo la vida y la muerte.
En cambio la posibilidad de que alguien pensara que Ponce se había quedado dentro del vehículo era prácticamente nula. Casi ningún peatón salía por delante de la taquilla donde estaba el único empleado; prácticamente todos lo hacían por la entrada de coches, que era mucho más accesible, o sencillamente por unas escaleras de peatones que daban a la calle y que sólo se cerraban muy de madrugada. Una vez entraba un coche, ya nadie tenía por qué acordarse de su dueño. Se daba por supuesto que éste había salido.
Paz eterna para los hombres que creen en el progreso, porque sólo sus coches cuentan.
La posibilidad de matar a Eduardo Contreras en la Diagonal, durante uno de sus paseos nocturnos, también fue examinada meticulosamente por Daniel Ponce. Pero la eliminó en seguida. Esta opción tenía algunas ventajas, como por ejemplo la regularidad absoluta de los paseos de Eduardo, lo cual eliminaba cualquier factor de sorpresa, a menos que fuese una noche de lluvia. Pero los inconvenientes eran muy grandes, demasiado grandes: tenía que dar la cara para adquirir un arma de fuego no fichada; tenía que deshacerse luego de ella, tenía que robar un coche veloz y bueno, que le permitiera la huida; tenía que disparar desde él en marcha, lo cual comportaba la posibilidad de no acertar en un punto vital; tenía que salir zumbando una vez apretado el gatillo, porque uno nunca conduce solo por un sitio como la Diagonal… No. Demasiados riesgos. Era indiscutiblemente mucho más segura la «operación parking».
Bienaventurados los que se ocupan de la tumba de su automóvil antes que de la suya propia, porque ellos serán hartos.
Dani vio desde su puesto de observación que Eduardo Contreras salía en el Porsche rojo hacia las diez de la noche. Las posibilidades de que fuera a una sesión de cine eran más que numerosas. Podía apostar a que sí.
A partir de ese momento la actividad de Ponce tenía que ser meticulosa y tranquila, pero sin ninguna pausa. No le sobraba tiempo, aunque tampoco iba a faltarle si hacía las cosas bien.
El puesto de observación elegido, a poca distancia del parking, no estaba situado dentro de un coche, sino en la oscuridad de un portal. Y ello por tres razones fundamentales: un hombre es menos visible que un vehículo, un hombre siempre encuentra sitio donde pararse, mientras que un vehículo no, y un hombre a pie puede hacer una investigación discreta, en tanto que un vehículo acaba llamando la atención y además no puede meterse en calles de dirección prohibida. Por si estas razones fueran pocas, Dani Ponce no necesitaba estrictamente seguir a través de la noche al bólido de Eduardo; le bastaba con hacer una comprobación.
Fue a pie hasta la zona de Rambla de Cataluña-Paseo de Gracia y procuró encontrar estacionado el Porsche. Según sus cálculos tenía que estar allí, y sus cálculos no fallaron. Lo vio como un anuncio luminoso a poca distancia del cine Alexandra. Ahora ya sabía con absoluta seguridad que Contreras estaba viendo una película, y que por lo tanto él disponía de más de una hora.
Su siguiente paso consistió en meterse en una cabina telefónica y marcar el número de Blanca Bassegoda. Le contestó una sirvienta, que tuvo que enterarse de la llamada. Pero como ambos hablaban con mucha frecuencia, eso era lo más natural del mundo.
Blanca le contestó con voz un poco insegura:
– Dani… ¿Eres tú? ¿Por qué?
– ¿Nos oye alguien, Blanca?
– No… Nadie.
– ¿Seguro?
– Seguro, hombre.
– ¿Dónde estás?
– En el salón. Y de este número hay una conexión en mi dormitorio, pero en mi dormitorio no entra nadie. El teléfono del servicio ya sabes que tiene otro número. No pueden oírnos.
– Por si acaso, habla en voz muy baja.
– Oye, Dani… ¿Es que?…
La voz femenina vacilaba. Había en ella como un trémolo lejano.
– Va a ser esta noche.
– Dani…
– Oye, nena, cojones, no vayas a rajarte ahora.
– No, Dani, no me rajo. Pero tienes que comprenderlo. Además acordamos que yo quedaría completamente al margen.
– Lo estás. Pero encargaste el trabajo a un profesional y yo lo voy a hacer como un profesional. Después de aquella noche en el despacho sólo hemos vuelto a hablar de este asunto una vez, ¿recuerdas? Y tú me dijiste que tenía que avisarte antes para prepararte una coartada a toda prueba, ya que automáticamente serías una sospechosa. Bueno, pues te aviso.
– Tú también serás un sospechoso, Dani.
– Claro… Pero mucho menos. Además, cobro por correr un riesgo.
– Es que, si caes tú, puedo caer yo… Escucha… Quizá fue una locura lo que dijimos aquella vez. Sería mejor olvidarlo.
– No, Blanca. Hay dinero de por medio. Hay dinero para ti y para mí. Y también está de por medio la muerte de un hijo de puta. Nada de acobardarnos ahora, porque además lo tengo preparado de tal forma que no puede fallar. Ah… En cuanto a mi coartada, no te preocupes. Me voy a meter en cualquier bingo, donde quedará registrada mi entrada. Cuarenta y cinco minutos después saldré, pero nadie va a saber con exactitud si me he marchado un poco antes o un poco más tarde de la hora decisiva. Desafío a cualquiera a que trate de montar una acusación sobre ese dato.
– ¿Cuál… cuál es la hora decisiva, Dani?
– Más o menos la una de esta madrugada.
– Escucha… Sabes que soy una mujer decidida y sabes lo que siento, Dani, pero también comprenderás que tengo el corazón en un puño. Necesito que me asegures una cosa… No vamos a echarlo todo a rodar, ¿eh? júrame que no vas a tratar de hacer eso con Eduardo en un bingo.
Daniel Ponce casi rió, aunque en su risita hubo un deje de desdén y de reproche.
– Nada de nombres por teléfono, nena. Por muy segura que estés que nadie te oye, no repitas ese nombre, ¿entiendes? Y ahora tranquilízate. Tu voz no me gusta nada, pero es que nada… Casi me arrepiento de haberte llamado. Aunque he de decirte que puedes confiar en mí. La cosa no la haré en un sitio público, naturalmente que no. La haré en su parking.
– ¿Cómo? Daniel Ponce se lo explicó muy brevemente. Hubo luego un largo silencio. Un dramático silencio. Sólo se oía la respiración agitada de la mujer al otro lado de la línea.
– ¿Blanca…? ¿Estás ahí?
– Sí, Dani.
– Bueno. Pues valor.
– Lo… lo tendré.
– Oye, ahora vamos a lo práctico, coño, que tú tienes que hacer muy poca cosa, pero al menos hazla bien. Te decía que acordé contigo avisarte para que te prepararas una buena coartada, y yo cumplo mi papel paso a paso. Ahora cúmplelo tú. Desde este momento hasta las tres de la madrugada al menos, tienes que estar rodeada de gente y en un sitio bien visible. Y el manso de Ricardo Arce también, ése sobre todo. Pueden pensar que ha hecho la faena por encargo tuyo.
– Sí, Dani.
– Está bien, pues dime más o menos lo que vas a hacer. No es que yo pinche ni corte, pero es para que no haya ninguna contradicción cuando nos interroguen por separado.
– ¿Es que?…
– Claro que sí, puñeta, claro que sí. A ver si somos realistas de una vez. No pretenderás que ése aparezca donde va a aparecer y luego no interroguen a nadie. Aquí harán hablar hasta al obispo. Por lo tanto conviene no dejar cabos sueltos.
Hubo otro largo, denso, dramático silencio. Por fin, la voz de Blanca susurró:
– Sí, Dani.
– ¿Tranquila?
– Tranquila, Dani.
– Entonces dime lo que vas a hacer.
– Es que así de repente… Tienes que hacerte cargo, Dani… Yo…
– Joder con las mujeres. Primero te dicen que te saques el pito y luego resulta que se van a misa. Ya sé que te he avisado con poco tiempo, pero no pretenderás que en un caso así te envíe una carta certificada con acuse de recibo. Tienes tiempo mas que suficiente. Vamos a ver. Piensa.
La voz de Blanca Bassegoda casi saltó al decir:
– Ya lo sé. Los Robles.
– ¿Qué pasa con ellos?
– Son personas por encima de toda sospecha. Hace un par de noches que organizan en su casa un torneo de bridge. Como es aquí cerca, yo puedo llamar a Richard para que venga en seguida, presentamos los dos antes de media hora y estar allí hasta que todo el mundo se vaya. Antes de las tres seguro que no. El pobre Robles se quedará dormido en una butaca, pero su mujer ni hablar. Vaya una.
– Pues adelante, Blanca. No pierdas un minuto.
– Dani…
– ¿Qué?
– No… Nada. Estaba insinuándose al otro lado de la línea una especie de sollozo.
Dani colgó. Leche de mujeres.
Daniel Ponce no perdió tiempo al salir de la cabina telefónica. Palpó el cuchillo de monte comprado una semana antes en una tienda del Clot, por donde no había pasado nunca ni en muchos años volvería a pasar. Luego se deslizó por la calle de Provenza y echó una primera ojeada a los coches estacionados allí. Los había para todos los gustos, y el noventa por ciento de ellos completamente indefensos. Eligió un viejo Seat 1430 que no llamaba la atención ni por su matrícula, ni por su color, ni por sus accesorios, ni por sus manchas blancas en la tapicería. Pero no se lo llevó aún. Sólo lo «marcó», porque necesitaba estar seguro de que su dueño lo pensaba dejar allí toda la noche.
Para sus planes era esencial que el robo del coche no estuviera denunciado cuando el cadáver apareciese. El manso del Seat no echaría en falta su vehículo hasta la mañana siguiente, y para entonces ya habría aparecido el cadáver de Eduardo Contreras al lado mismo. Por lo tanto no tendría en su favor esa mínima presunción de inocencia que es la denuncia, y le costaría trabajo demostrar que ni él ni su círculo de amistades tenían la menor relación con el asesinato. Cuando la policía abandonase por agotamiento aquella pista, ya habrían pasado semanas. Y una regla de oro del crimen es que el tiempo nunca trabaja a favor de la ley.
Pero ésa era sólo una parte del plan. Las otras piezas del montaje también tenían que existir y también tenían que encajar. Dani fue al Club Helena, en la Diagonal, un bingo donde no había estado nunca y donde por lo tanto hubo de registrarse. Miró su reloj y calculó que faltaban unos cuarenta y cinco minutos para que terminase la película. No le quedaba tiempo que perder.
Sin embargo sus movimientos fueron tranquilos, perfectamente normales. No denotó el menor nerviosismo. Compró varios cartones, dos cada vez, y en uno de ellos tuvo la suerte de cantar línea. Eso no sólo le permitió ganar casi diez mil pesetas, sino principalmente cobrarlas y hacer que le viesen. Jugó un par de cartones más, pero ahora ya contando los minutos. Exactamente treinta y dos después de haber entrado se levantó, sonrió a la empleada, fue a los servicios y de allí a la calle. No pudo evitar una sensación de frío al pensar que el 1430 hubiera desaparecido quizá. Cierto que podía elegir otro, pero no en un sitio tan discreto y favorable como aquél. Buscar uno parecido le haría perder unos preciosos minutos.
Tuvo suerte, de la misma forma que la había tenido en el bingo. El Seat estaba. No había elegido la marca al azar, puesto que la llave maestra que llevaba era especial para aquella clase de cerraduras. Abrió sin dificultad, con el gesto de indiferencia que hubiese tenido el verdadero dueño, se encajó los guantes, pasó un pañuelo por los bordes de la cerradura y se situó ante el volante. Tenía la sensación de que el tiempo estaba volando, de que los minutos pasaban como si fueran segundos. Respiró hondo y musitó para sí mismo: «Cálmate, Dani, jodido, cálmate…» Luego hizo el puente con habilidad, y el motor se puso en marcha.
Condujo con mucha suavidad. No podía permitirse el lujo de provocar un accidente. Cualquier relación entre él y aquel coche tenía que quedar descartada desde el principio. En un semáforo, para calmar sus nervios, se puso un cigarrillo en sus labios y lo encendió calmosamente.
De pronto el corazón se le quedó paralizado. El cigarrillo estuvo a punto de resbalar de entre sus labios sin fuerzas.
Balbució:
– No… El motorista detenido a su lado, ante el semáforo, estaba golpeando el cristal del conductor con suavidad, pero con insistencia. Un motorista con uniforme azul, con casco blanco, con todos los escudos que la Guardia Urbana ha inventado desde que fue parida. Daniel Ponce sintió aquel sudor de hielo hasta en lo más profundo de sus ingles.
Bajó el cristal, procurando que su mano no temblara. Y procuró que tampoco temblara su voz al susurrar:
– Diga, agente.
– ¿Usted es siempre tan distraído?
– ¿He hecho algo mal? No veo que me haya saltado ningún semáforo… Mire, estoy parado igual que usted.
– No es por el semáforo. Es por las luces. Tendría que haberse dado cuenta de que las lleva apagadas y de que a estas horas es usted un peligro en la vía pública.
Daniel Ponce trató de sonreír.
– Di… diablos… Perdone… Uno, a veces, piensa en todo menos en eso. Pero me hubiese dado cuenta más adelante, seguro. Además ya ha visto que no iba de prisa.
– ¿Es suyo el coche? Dani tragó saliva, aunque procuró desesperadamente que la sonrisa siguiera flotando en sus labios.
– Sí, claro que sí -contestó con aplomo-. ¿Quiere ver la documentación?
– No, no hace falta. Encienda las luces y procure estar más atento a la conducción. Vamos, siga.
– Gracias, agente. Dani siguió, pero no demasiado aprisa. Tenía interés en que el motorista pasara delante para que no se fijara en la matrícula. Se secó con dos dedos las gotitas de sudor que había en su frente y reemprendió el camino extremando las precauciones. Cuando enfiló la entrada del parking tuvo la sensación de que ya había pasado un siglo. Le estremeció la idea de que el Porche rojo ya estuviera allí. ¿Qué diablos le iba a decir a Eduardo Contreras si ambos llegaban a verse?
Pero no. Por si no lo hubiera comprobado en otras ocasiones, Dani constató una vez más que el tiempo es la cosa más relativa que existe. Todo estaba en orden. Una ojeada a su reloj le bastó para darse cuenta de que no se había apartado prácticamente nada del horario previsto. Suspiró hondamente, puso primera, pasó ante la máquina, retiró su ticket y entró. Ni él distinguió al único empleado, que dormitaba en la taquilla, ni el empleado pudo distinguirle a él.
Guardó el ticket en el bolsillo superior de su americana. Desde luego, era la primera cosa de la que tenía que deshacerse cuando saliera de allí, porque el ticket le ligaba a una hora determinada y a un parking concreto. «La primera boca de alcantarilla», pensó mientras descendía al sótano. «Una bolita de papel que nadie encontrará jamás.»
Volvió a suspirar al darse cuenta de que todo estaba saliendo según lo previsto. En el lugar vacío del Porsche estaba escrita efectivamente la palabra «Reservado». Y las dos plazas laterales se encontraban vacías también. Apagó el cigarrillo y lo depositó asimismo en el bolsillo superior de la americana, junto al ticket, porque no quería dejar en el Seat ni una colilla suya. Luego aparcó correctamente, cerró el contacto, bajó la ventanilla derecha, dejó la puerta sólo entornada, comprobó un par de veces que se abría sin ruido, escondió el cuchillo en la manga y se tumbó en los asientos delanteros, poniendo primera para que no le molestase tanto el cambio de marchas.
Ahora, por el contrario, el tiempo pareció detenerse. Ahora no corría, ahora era como un poco de agua olvidada en el fondo de una botella sucia. Daniel Ponce sintió que le dolía la espalda, que se le dormían las piernas, que se le secaba la boca. Cuando oyó el ruido de un coche que bajaba al primer sótano, estuvo a punto de pegar un brinco.
Pero no, no se trataba del bólido de Eduardo. El que se movía con escasa pericia por aquel mundo desierto de la noche producía el típico ruido de un motor diesel. Y el conductor debía de andar algo nervioso, porque pegó tal trompazo a la pared con el spoiler trasero que por poco no se mueve todo el garaje. Dani se acordó de todos sus muertos mientras pensaba en la posibilidad de que el empleado de arriba lo hubiese oído y bajase. O que mientras aquel cabrón estaba perdiendo el tiempo allí llegase Eduardo, aparcara el Porsche, cerrara y se fuese. Mierdas, que sois unos mierdas, que lo único que habéis aprendido en la escuela de conducir es a meneárosla en primera, segunda, tercera y cuarta.
Por fin oyó el chasquido de las puertas, una risita de mujer, un gruñido de hombre, un muy femenino «Espera, coño» y un muy académico: «Amo al apatamento, que te voy a follá bien follá.»
No cabía duda. La ciudad progresaba. Y luego otra vez el silencio. El tiempo que no corre. El fondo de agua en la botella sucia. Por fin todos los sentidos de Daniel Ponce se pusieron en tensión. Por fin el rugido poderoso e inconfundible del motor, de sus miríadas de cilindros en línea, en «uve», en cascada, en cruzado mágico. Por fin el suave chirrido de los neumáticos ancho especial, bandas de seguridad, dibujos con profundidades de vagina y con suavidades de piel de niña. «Demonios -piensa Ponce-, yo nunca me he reído de los que se empinan viendo un coche, yo ya no me río de nada, porque antes había sólo dos sexos, luego llegó el tercero, el de los travestís, y ahora los jóvenes están empezando a sentir el cuarto, el de los inyectores electrónicos que te soplan aires de virtud en el esfínter.» Ponce tensa los músculos, se prepara, oye el rugido del motor prácticamente encima.
Y luego ya nada. Sólo el ruido de la llave al cerrar, pero no al lado mismo, como era lógico, sino al otro costado del Porsche. Dani alzó la cabeza con precaución, mientras sacaba el cuchillo, dispuesto de todos modos a saltar como fuese y a no perder aquella oportunidad. Pero vio la elegancia de Eduardo, que se alejaba sin prisas hacia el fondo del parking. Era increíble. O era normal. Los actos más habituales de los hombres se pierden en el vacío de la rutina, y la rutina no tiene símbolos, no tiene magnitudes. Contreras había aparcado esta vez su bólido de cara, sin hacer maniobra para entrar de espaldas, con lo cual la puerta izquierda quedaba justo al otro lado de donde estaba acechando Ponce. A éste no le quedaba ninguna oportunidad.
Lanzó una maldición en voz baja. La espalda de Contreras ya no era más que una débil mancha en la penumbra. Imposible correr tras él haciendo ruido, imposible atacarle en aquel espacio abierto y apto para todas las fintas y todos los socorro, ayúdenme del tío que piensa que aún es demasiado pronto para morir. Dani sabía que iba a tener que empezar de nuevo. Golpeó con rabia en los asientos y sin darse cuenta desgarró la cascada tapicería de uno de ellos con la punta del cuchillo.
No le supo mal. -A tomar pol saco -dijo. Al fin y al cabo no podía decirse que aquel coche le hubiera traído demasiada suerte. Por pura curiosidad abrió la guantera y miró la documentación. No estaba, pero sí el seguro. Iba a nombre de un tal Amores, periodista.
Dani Ponce no lo conocía. Pero le dedicó el recuerdo que media humanidad dedica a la otra media antes de las oraciones nocturnas:
– Cabrito.