37621.fb2 Cr?nica sentimental en rojo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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20. EL HOMBRE DEL CAFÉ ZURICH

DOMINGO ALBERT puso en hora su reloj mientras miraba la noche a través de la ventana, aquella noche del callejón que a veces le daba una sensación confortable de madriguera conocida. El reloj era un viejo Universal heredado de su padre y ya se retrasaba como mínimo dos o tres minutos al día, pero Albert no hubiese podido prescindir de él. En su caja de oro, en su esfera pulida por las manos diarias encontraba el tacto de una época que había sido quizá no más feliz, pero sí más auténtica. Lo hizo oscilar al extremo de la cadena como un péndulo, lo sopesó en la derecha y lo acabó colgando de un pequeño clavo de la ventana, para que el primer sol de la mañana diera sobre él. Cada día, al abrir los ojos, le gustaba ver su brillo.

Oyó entonces el ruido de la verja que se abría, y alguien entró en el callejón. Siete pasos exactos desde aquella verja hasta la ventana de Marcos Gil, el profesor de música. Otros siete hasta la ventana de Domingo Albert, el médico sin fortuna. Luego, nada. Óscar, el único vecino con el que apenas hablaba, había vuelto de su último trabajo con la puntualidad de siempre. Se oyó el ruido de la puerta, el chasquido de la luz en la escalera, el crujido de los peldaños, el lento palpitar de la casa donde desde el principio de la eternidad han estado ocurriendo las mismas cosas.

Domingo Albert se abrochó el pijama, fue hasta el centro de la habitación en penumbra y desde el borde de la cama contempló en silencio la cara de la mujer que dormía parsimoniosamente y que era para él como una prolongación del mueble, como un relieve de la penumbra, como un latido más de la casa. No sabía bien si eso es amor cuando el amor se transforma en costumbre, en una simple posesión de unos recuerdos o en una cotidiana piedad. Pero lo que Domingo Albert sabía era que aquella mujer ya no significaba nada para él, que no era más que un episodio extinguido de su vida, aunque él se empeñara en darle nuevas formas y nuevos matices cuando la miraba a través del silencio de los días.

Apagó la luz, miró el último reflejo en la ventana y se metió en cama sigilosamente, al lado del cuerpo caliente de Clara, procurando no hacer ruido. Ella lanzó una especie de suspiro, cambió de posición y con una flexibilidad animal se amoldó a su cuerpo.

Mientras Domingo Albert, junto a ella, hundido ya para siempre en la oscuridad del dormitorio, recordaba su vida anterior, pensó que el matrimonio consiste esencialmente en la creación de un clima, y que cualquier mínimo suceso puede romperlo. ¡Si pudiesen los dos dejar atrás aquella frialdad que les invadía, y convertir su vida en algo que no fuese una lucha de pensamientos inconfesados! Acarició el pelo de la mujer dormida, que era suave y estaba impregnado de un tenue calor. Desde todos los rincones de esta habitación donde tantos episodios habían vivido le miraban rostros jóvenes. Conocía el chasquido de la luz al encenderse y los quejidos de la cama; Clara no había variado su posición al dormir, que siempre fue la misma. Había en la suavidad de su pelo algo que densificaba los pensamientos de Domingo Albert y los hacía más penetrantes y más secretos. Estaban llenos de minucia: si ahora se acercase a Clara, el lecho crujiría dos veces. Era muy extraño, pero repetir aquel quejido mecánico le causaba vergüenza, como si con ello volviese a una miseria pasada. Con las manos enlazadas sobre su pecho contempló ahora la oscuridad poblada de sugerencias. ¿Y si hubiesen llegado ya a las últimas consecuencias de su vida en común? Todo hombre y toda mujer tienen algo nuevo que ofrecerse en la esfera elevada de sus vidas: hacer inagotable esta entrega es una mágica labor de creación. Pero la creación -pensaba Albert- implica generosidad. Cuando ésta se acaba, cuando se han dejado también atrás las últimas consecuencias lógicas, surge la vida oculta.

Intentó cerrar los ojos. Él había llegado a la vida oculta. Bueno, ¿y qué? Con su mujer había llegado a la última pared de la última habitación en la última casa que en sus sueños construyeron un día. Los dos sabían que no iban a ir más allá, los dos sabían que les quedaba solamente la rutina, el gesto repetido, el crujido de la cama, el primer rayo de luz del amanecer, el tiempo que se desliza por el reloj del padre. Clara ya no quería vivir, Clara amaba solamente este tiempo petrificado en torno suyo. Y cada noche Domingo Albert pensaba obsesivamente en la otra mujer que estaba quieta en una cama del hospital, mirando también la ventana, esperando que llegase la luz de un nuevo día porque ella quería vivirlo. Por el solo hecho de que Marta Estradé ansiaba descubrirlas una tras otra, la ciudad estaba llena de sugerencias mágicas.

Dio una vuelta en la cama. Dos crujidos. La luz de la ventana que llega hasta la mesilla: quieto, Albert, si la estás mirando treinta minutos más, verás que llega hasta el cuadro. Has pasado millones de noches así, mirando esta pared, calculando las fases de su luz. Sabes que esta pared tiene cuartos menguantes, crecientes, lunas llenas. Es tu vida y será tu muerte. Un día esta pared se oscurecerá y tú te darás cuenta de que no has hecho otra cosa que mirarla. Te preguntarás seguramente adónde va la inutilidad de los últimos pensamientos. Y luego nada.

Se deslizó fuera de la cama sin hacer el menor ruido. No obstante despertó a Clara; su mujer tenía un instinto animal, se había acostumbrado tanto a sus movimientos, repetidos durante todas las noches, que los controlaba hasta en sueños.

– ¿Adónde vas?

– Nada importante. He recordado que tengo una visita. Parece mentira que no haya repasado mi agenda y no me haya dado cuenta antes de volver a casa.

– ¿Pero tan importante es?…

– Claro. Se trata del señor Deu. ¿Te he hablado del señor Deu?

– No.

– Bueno, pues es un cáncer terminal y tiene varias fracturas. Yo controlo el tratamiento de calmantes, y hace dos días que no paso por allí.

– Llámales por teléfono.

– No. Ese hombre solamente se calma si charlo un rato con él.

– ¿Quieres decir que no eres un anticuado?

– Claro que soy un anticuado -susurró Albert-. Pero algún día, cuando todas las técnicas hayan sido superadas, se volverá a la medicina bíblica de la imposición de manos, que es al fin y al cabo la medicina de la confianza. En todo caso, cuando se tiene delante un cáncer terminal, es la única medicina que aún sirve para algo.

Acabó de vestirse, se peinó en el cuarto de baño, se pasó por la cara un poco de agua de colonia. Recuperó el reloj del padre y se dio cuenta de que era temprano: no había sonado aún la medianoche. Los hombres rutinarios como él ya estaban en la cama, ligados a la esclavitud de la mañana que se acerca y en la que tendrás que estar en pie, soldado, pero los bares aún estaban abiertos, los cines funcionando, los periodistas ante las máquinas, los travestís de la Rambla de Cataluña esperando su primer coche, su primer francés de urgencia, su primera náusea. La ciudad vivía. Maldito imbécil que miras las paredes, tú ni siquiera sabes lo que es eso.

Salió a la calle. Clara no había vuelto a abrir los ojos. Muchos años antes, siglos antes, cuando el discípulo de Felipe II vivía en El Pardo, ella saltaba de la cama y le acompañaba hasta la puerta cada vez que Domingo Albert tenía que hacer una visita. Hubo un tiempo en que incluso le esperó despierta.

Más tarde se limitó a abrir un momento los ojos y a decirle adiós. Ahora ni siquiera volvía la cabeza. ¿Para qué?

Las últimas consecuencias lógicas. La última pared de la última habitación de la última casa. Domingo Albert deambuló al azar, puesto que no tenía que ir al piso de ningún señor Deu. El señor Deu no existía, y probablemente Clara ya lo había imaginado, pero le importaba poco. Ascendió por las Ramblas, desfiló ante los quioscos abiertos (el último libro sobre los secretos del socialismo español, el último método para llegar a ser padre leyendo fascículos, la última revista con el último culo descubierto por las fuerzas vivas del país) y llegó a la Plaza de Cataluña. ¡Cómo había cambiado todo, diablos! Los quioscos respiraban libertad. De noche no se apreciaba tanto la gran miseria colectiva, y al menos la ciudad vibraba. Una muchacha repartía propaganda del PCC, un hombre exhibía una pancarta para que la gente se adhiriese espiritualmente a una huelga que iba a tener lugar en Sants, en la Bordeta, en Pueblo Nuevo, no se sabía dónde. Un extranjero pedía dinero para la cena de alguien que parecía estar en Düsseldorf. Un marica estaba a punto de convencer a un guardia urbano sobre los derechos intangibles de su sexo.

El médico cruzó la parte final de la calle de Pelayo y se metió en el Zurich, viejo café de dientes en paro, de hippies a la roña, de poetas desesperados que esperaban cambiar su último cuaderno de versos por un revólver Colt. Algunos extranjeros despistados contemplaban las estrellas desde la terraza, oh, Barcelona beautiful, mientras los camareros contaban las propinas, rubia a rubia, y maldecían su destino. Arriba, en el altillo, un empresario intentaba convencer a los dos únicos obreros que le quedaban de que las cosas cambiarían cuando su industria entrara en el Mercado Común. Trabajándose un porvenir mucho más inmediato, un periodista trataba de poner cachonda a su acompañante hablándole en rigurosa primicia de la última obra de un filósofo turco.

Sí, qué cuerno. Al menos la ciudad vivía. Domingo Albert se sentó en la terraza, contempló las estrellas, -oh, Barcelona, take care-, pidió un cortado, encendió un cigarrillo, cerró los ojos, trató de captar la vida que bullía en torno suyo, sintió la mano que se deslizaba hacia su bragueta. Abrió los ojos de golpe.

– Pero, Méndez… ¿qué hace usted aquí?

– Nada, hijo. Es que se le había caído una brasita del cigarrillo y se le podía originar un incendio Dios sabe dónde. Yo sólo quería sacudírsela. Estaba en un lugar malísimo.

Y añadió cautamente: -Oiga, no me habrá tomado por un marica, ¿verdad?

– Y si le hubiera tomado, ¿qué?

– Pues que me alegraría mucho. Significaría que soy un hombre de porvenir.

Domingo Albert suspiró resignadamente.

– ¿Me está siguiendo, Méndez?

– ¿Yo? Qué más quisiera, hijo. Me cansaría mucho si tuviera que ir detrás de un hombre como usted. Yo sólo puedo seguir a los fundadores de la Asociación de Inválidos Civiles y a los simpáticos miembros de la Organización Nacional de Ciegos. Últimamente los jefes se han dado cuenta de eso, y estoy obteniendo grandes éxitos. No se me escapa ni uno.

– Entonces, ¿qué hace usted aquí?

– Nada en especial. Vengo al Zurich muchas noches, muchas. Es el núcleo de sospechosos más importante que hay en la ciudad, y además cae céntrico. Si usted me envía a buscar sospechosos al Tibidabo, ya es otra cosa.

– Más le valdría vigilar sus calles.

– No crea. En mis calles todo el mundo se conoce, y si se prepara un delito lo sé una semana antes. A veces, viendo pasar a un tío desde el balcón de la comisaría puedo decir cuánto va a tardar en matar a su suegra.

Méndez bebió un sorbo de su copa de anís Machaquito y añadió:

– Claro que celebro encontrarle aquí, doctor Albert. No le costará trabajo decirme si ha vuelto a saber algo de Wenceslao Cortadas.

– ¿Qué voy a saber? Aquel hombre es una vieja historia. Me extrañó que usted la resucitase.

Soslayando la interrogación que palpitaba en aquella frase, Méndez susurró:

– He pensado que podía estar herido, enfermo… i Qué sé yo! Ya ha de ser un hombre bastante viejo.

– ¿Y qué?

– Nada. Que necesitaría un médico.

– ¿Y cree que al cabo de tantos años podía haber venido a mí? Qué absurdo.

– Bueno… No hay cosas enteramente absurdas en este mundo. Confieso que a veces he vigilado su casa, doctor Albert. A mí los servicios de esquina se me dan muy bien. No te cansas, ves pasar tías buenas y acabas haciendo amistades. Incluso los de los bares ya te conocen, y al final te hacen rebaja.

– ¿Por qué ha vigilado mi casa, Méndez? ¿Es que desconfía de mí? ¿Debo tomar eso como una ofensa?

Méndez no contestó. Tenía la mirada perdida. Pero la suya volvía a ser la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Qué tal aquel profesor de piano? -susurró.

– ¿Qué profesor de piano?

– Me he enterado de que se llama Marcos Gil.

– ¿Y qué?

– Su esposa va a verle con frecuencia.

– Sí. Le da clases.

– ¿A diario?

– Bueno, supongo que es a diario. No tengo tiempo de ocuparme de un detalle así. ¿Por qué?

Méndez bebió imperturbable otro largo sorbo de aquel anís que abrasaba. Su mirada seguía estando perdida.

– Tiene algún huésped ese profesor de piano? -Preguntó- ¿Alguna persona realquilada?

– ¡Hombre! ¡Qué va a tener! -Y, de pronto, en la cara de Domingo Albert se marcó una expresión de alerta-. Oiga… No habrá tenido la idea absurda de que Wenceslao Cortadas puede estar refugiado allí, ¿verdad?

– Yo tengo una montaña de ideas absurdas -susurró Méndez-, y una de ellas ha sido que Wenceslao Cortadas podía haber necesitado su ayuda, para lo cual habría tenido que ir a su casa. Por eso la vigilé. Pero no ha dado ningún resultado, ¿sabe? En fin, ahora perdóneme. Tengo que hacer un servicio.

Fue a la puerta de los lavabos y la aporreó mientras gritaba:

– ¡Manolo! ¡Cojones! ¡Venga, que ya está bien! ¡Sal con las manos en alto o envío esto abajo!

– No se atreverá, Méndez -,dijo una vocecita desde dentro además no puede.

– ¿Cómo que no puedo? ¡Hostia que no! Si me acaban de admitir en los GEO!

– Méndez, quiero que llame a mi abogado -gimió la misma vocecita.

– A tu abogado lo he detenido esta mañana. El de dentro debió de sentirse derrotado. Abrió. Era un hombrecillo de tez lívida, que salió con las manos en alto mientras balbucía:

– Creí que… que no me había visto, Méndez. -Claro que no te había

Pero cada vez que entro en un café oigo el ruido puerta-water al cerrarse. ¿Qué pasa? Que un tío se ha metido en él andando a cuatro patas, hostia. Cada vez que entro en un café y quiero detener a alguien, ya sé lo que he de hacer: aporrear la puerta-water.

– Pero si no me ha visto, ¿cómo sabía que era yo? -dijo el tío de la vocecita.

– Porque le he preguntado a un camarero de quién era el café con leche que estaba en una mesa, sin nadie delante. Otra vez a ver si te llevas la consumición padentro, macaco.

Y añadió, mientras sujetaba al tío por el cogote:

– Venga la mierda.

– No… No llevo nada, señor Méndez.

– Cabrón, joputa.

– Le juro que no llevo nada… Regístreme.

– La has tirado por el water, ¿no?

– Pruébelo.

– ¿La has tirado por el water sí o no?

– Es posible.

– Maricón de playa.

– Bueno, ¿pero a qué viene tanta cosa, señor Méndez?

– Macarra de monjas.

– Joder, que no hay para tanto… Yo soy un camello de cuatro chavos. Las dos tonterías que llevaba las he tirado y ya está. ¿Qué pasa?

– Pasa que yo las podía haber vendido en beneficio de los niños de San Juan de Dios.

– La madre que lo parió, señor Méndez. Lo digo con todos los respetos, señor Méndez. Pero usted lo que quería era pillarme con pruebas para que me metieran en el talego.

– Al talego te llevo yo no por camello, sino por soplapollas. A ver si crees que necesito pillarte con unos gramos de mierda para saber lo que hay que hacer contigo. Hala, vamos a la comisaría y hablamos como buenos amigos. Repasando los archivos ya verás lo que te encuentro.

– Joder, me va a cargar la muerte de Durruti.

– Pues podría ser. Empujó al detenido, sacándolo del lugar donde no había nadie para llevarlo en conducción ordinaria al sitio donde había gente. Pero en seguida lo soltó mientras susurraba:

– Hala, fuera. Y otro día elige para los contactos otro sitio que no sea tan honrado como éste.

– ¿Pero qué pasa, señor Méndez? ¿Por qué me suelta ahora?

– Cagontumadre… Te suelto porque me sale de las pelotas. O porque eres un desgraciado. O porque sé que llevas tres años parado. O a lo mejor porque me acabo de acordar de que tú no mataste a Durruti, maricón, que eres un maricón. Hala, a la calle a hacer chapas. Acaba de llegar la Navy y hay mucho negro suelto que quiere saber cómo es un culo blanco. Te vas a forrar, jodido. Venga, a la calle. Que te den.

El hombrecillo salió disparado. No perdió ni un segundo. Y ya casi en la puerta susurró en la cara del hombre bien vestido que acababa de entrar y que aún no le había visto:

– ¡Ojo! ¡El Méndez!

– ¿Quién?

– Méndez, hostia! Aquel bien vestido y que se lavaba todos los días tenía demasiada altura para haber oído hablar alguna vez del planeta en que se movía Méndez. Por eso vaciló. Por eso se movió demasiado tarde. Cuando quiso llegar otra vez a la puerta, ya tenía encima a aquel viejo vestido como si viniese de un funeral. Méndez no tenía fuerza para sujetarle ni iba a usar allí su pistola, que además llevaba descargada casi siempre. Algunas veces, después de cenar en según qué restaurantes, le había bastado echar el aliento a la cara del enemigo para que éste quedase K.O., pero ahora hasta el aliento le olía bien. Por lo tanto tuvo que suplir todas esas desventajas con la mala leche. Sujetó por la corbata y por los testículos al tío bien vestido mientras le soltaba la frase de ritual:

– Te voy a afeitar el capullo. Luego le retorció los testículos y lo derribó sobre una mesa. La gente se había puesto en pie: algunos chillaban y otros aplaudían. Aquello no se había visto nunca en el Zurich, aunque algunos camareros tenían vaticinado que acabaría sucediendo. Uno de ellos gritó: ¡Señor Méndez, que ésta es una casa seria! ¡Déjelo de una puñetera vez y no vuelva por aquí!

Méndez no le oyó. Sabía que ahora tenía en sus manos a un distribuidor de mediana categoría y sabía también que ese distribuidor podía llevarle más arriba, aunque arriba, lo que se dice arriba, nunca llegaba nadie. Mientras lo mantenía tumbado boca arriba con la mano izquierda, levantó con la derecha un vaso y se lo estampó por el borde contra la nariz y la boca. Un simple vaso de cristal grueso puede ser un arma de las que le dejan sin cara a uno. La sangre saltó en todas direcciones, salpicando el velador. El tío bien vestido lanzó una especie de estertor agónico mientras los ojos se le llenaban de lágrimas, porque además el golpe le había hundido el tabique nasal. Los espectadores gritaron de nuevo. Un par de ellos seguían aplaudiendo rabiosamente. Desde la terraza exterior subió un turista que empezó a animar a Méndez:

– ¡Dale! ¡Dale! ¡jóooooooooooodelo! Méndez no necesitaba que le animasen. Rompió los bordes del vaso contra la mesa y se quedó en la mano derecha con una serie de cuchillos de cristal que podían desgarrar cualquier garganta humana. El hombre que estaba doblado sobre el velador aulló:

– ¡Por favor! ¡Noooooooo!… Méndez gruñó:

– Ahora llama a un ahogado, joputa.

– ¡Suelte eso! ¡Suélteloooooo!…

– Muy bien. Pero todo depende de ti. Vuélvete de espaldas y pon las manos atrás. Si haces una sola cosa que no me guste, te clavo los cristales en la nuca.

El tío se dio tanta prisa en obedecer que por poco tumba el velador. Méndez masculló. Ondia, a ver si ahora me he dejado las esposas.

Por fin las encontró, hizo un hábil movimiento -porque práctica en eso sí que tenía- y las encajó sin contemplaciones en las muñecas del detenido, que lanzó un grito de dolor. Luego lo puso en pie sujetándolo por el pelo.

– Que alguien llame al 091 -ordenó-. Voy a llevarme a este buitre. Lástima que con las manos en esa posición no se va a poder hacer una paja.

Salió empujándolo. Los clientes de la terraza, sobre la Plaza de Cataluña, no le prestaron apenas atención, aunque algunos mostraron especial interés en taparse las caras con los periódicos o con cualquier cosa que tuviesen a mano. Domingo Albert quedó solo con sus pensamientos en el café de otra época, en la gran sala que de pronto parecía muerta, bajo la luz irreal que ya había alumbrado a varias generaciones de fantasmas. Hundió la cabeza mientras sentía muy dentro de sí toda la soledad que Barcelona puede dar a sus hijos. Los dedos le temblaron en los bordes de la mesa mientras sentía en ellos, como nunca lo había sentido, el fluir del tiempo.

Y entonces la vio entrar. Era también como un fantasma, pero tenía en la cara y en los ojos esa belleza un poco irreal que sólo tienen las mujeres solitarias, las mujeres que aún no han sido alquiladas por la vida, y por lo tanto aún están a tiempo de moldearla a su manera, esas mujeres cargadas de soledades, de secretos, de pensamientos que sólo ellas conocen, de otras luces irreales en otros cafés donde no se han visto acompañadas por nadie. Allí estaba con su bastón, tac-tac, con todos sus mundos ocultos, con su cadera vacilante, con sus ojos perdidos pero que quieren ver la vida hasta en la última sombra del último rincón de la ciudad, maldito sea tu bastón que ni siquiera puede ser blanco como el de los ciegos, que debería ser negro como los de los muertos. Maldita sea tu enfermedad que no te ha dado más que una cama, una ventana y unas viejas canciones en el fondo de tu memoria. Pero yo te devolveré la esperanza, caminaré contigo, te ayudaré a descubrir de nuevo esta ciudad tan distinta, leeré los pensamientos en tu mirada, haré que me des una lengua de puta y yo te daré unas caderas de novia. La vida que nos quema dentro nacerá un día para los dos, Marta Estradé, y tú correrás por las calles, y yo no tendré que oír nunca más el doble crujido de mi cama. Tac-tac, la vacilación de Marta Estradé, su expresión de asombro al verle, tac-tac,, el bastón que se acerca.

– ¿Pero qué haces aquí? Ella se dejó caer en una silla, al otro lado del velador, dominando el dolor de sus piernas.

– Me he escapado -confesó suavemente.

– Estás loca, ¿no?

– No creas que he andado mucho… He tomado un taxi casi hasta aquí. Aún me quedaba un poco de dinero para eso.

– Pero a estas horas… Y engañando a todo el mundo, como si el Clínico fuera una cárcel… ¿No te das cuenta? ¿Sabes lo que podría significar una caída? ¿Es que tú piensas alguna vez?

– Pienso demasiado. Había apretado los labios, que formaban así, en su cara excesivamente blanca, una línea fina y recta. Había dejado que su mirada se perdiese otra vez, buscando un último sueño, una última verdad que sólo ella identificaría. De pronto todos los ruidos del café habían dejado de existir, de pronto había dejado de flotar aquella luz irreal mientras Domingo Albert la comprendía tan profundamente, tan íntimamente que sentía un alfilerazo en el pecho. Esta mujer que tiene una capacidad tan enorme para buscar la vida, nunca encontrará la vida. Sólo le habéis dado un bastón y una ventana vosotros, los dueños del destino, los santos de las iglesias.

La voz de la mujer apenas fue audible:

– Quería ver el mar.

– Aquí no puede decirse que haya mar.

– Bueno, el puerto.

– ¿Ibas a ir sola?

– Eso es lo terrible, que no me he atrevido. Al dejar el taxi he pensado que podría andar Ramblas abajo. Y de pronto me he dado cuenta de que no.

Domingo Albert trató de sonreír.

– Te faltan las fuerzas?

– Necesito tenerlas. He de tenerlas como sea.

– Las tendrás, Marta. Ya verás como sí. Yo mismo voy a acompañarte.

– Oye…

– ¿Qué?

– Ha sido una suerte encontrarte aquí. Domingo Albert movió las manos con desenvoltura, intentando que su gesto fuera optimista.

– Yo también creo que ha sido una suerte, bonita. Qué sería de los locos si no acabasen encontrando un loquero. Pero más que una suerte ha sido una casualidad.

– Porqué?

– Yo también me he escapado.

– ¿De tu casa?

– De mi cama. Y añadió, poniéndose en pie:

– Mal asunto cuando un hombre piensa demasiado, cuando no tiene ni ese último refugio.

Tac-tac, salieron los dos, tac-tac, los clientes de la terraza que miran, el turista de antes que lamenta que se haya largado Méndez, el turista que piensa oh, Barcelona show.

Las Ramblas que no se terminan nunca («¿te duelen las caderas, bonita?»), la salida del Liceo, el último oropel de la ciudad, hombres expertos en negar dinero a los amigos, mujeres expertas en tasar las joyas de las amigas. Los travestís desesperados de la calle de la Unión, la mueca de la boca que ya lo sabe todo, los pantalones demasiado ajustados, desgraciada, que así se te marca todo el paquete, capullo. Las matronas de la calle de Fernando, el marido que te espera y tú no has hecho todavía ni un solo hombre, a ver qué le vas a decir; los cines de la pulga y del dedo, el último quiosco, los últimos meublés, los hombres y las mujeres parados que se miran y que calculan las cotizaciones de la noche en esta gran Bolsa del guiño y del susurro. El puerto que se lo traga todo: los hombres, los pensamientos, los fantasmas que han ido creando a lo largo de sus vidas. Unas escaleras que llevan hasta el borde del agua y junto a las que están amarradas unas barcas que parecen haber transportado hasta allí la noche. Los dos sentados en aquellas escaleras, casi rozando la negrura del mar, mirándose a los ojos, como si esperaran el primer beso de sus labios o el último navajero de las Ramblas. Lo cierto es que nadie se atreve a sentarse ahora allí después de las diez de la noche, pero ellos no se han dado ni cuenta.

– ¿Cansada, bonita?

– No. He podido soportarlo muy bien.

– De todos modos has hecho una locura. Estás mucho mejor después de la operación, pero una caída puede acabar contigo. No sé si te has llegado a dar cuenta.

– No he pensado en eso.

– ¿Pues en qué?. Ella se retorció los dedos nerviosamente. No le miraba. Tenía los ojos clavados en el vaivén de las barcas y en los reflejos del agua.

– Es difícil de explicar, te lo juro.

– Explicar las cosas siempre produce alivio, Marta.

– Pienso en la vida.

– La vida… ¿Qué pensamiento es ése?

– Uno muy sencillo: la libertad, las calles, mis caderas, mis piernas… Ya ves si es elemental: una calle muy grande y una mujer muy pequeña que anda por ella. Todo lo que yo quería hacer y que no he hecho. Mis amigas, mi portal de niña. Mi escalera. Las gentes a las que apreciaba. Perdóname, a veces no sé lo que me digo… Son como palabras elementales que me obsesionan por las noches, y con ellas construyo frases. Pero la verdad está en las palabras elementales: la ciudad, la libertad, los amigos, el aire. Todo eso la vida nos lo da y no tiene valor. ¿Cómo te lo diría? Es igual que unas monedas en nuestras manos. Y un día te das cuenta de que has perdido esas monedas y ya no las vas a recuperar. Nadie te las dará de limosna.

Hundió la cabeza. Domingo Albert se dio cuenta de que su voz se había quebrado, aunque lo disimulaba.

Marta estaba llorando.

– No te vas a morir, bonita -fue todo lo que pudo decir, mientras intentaba acariciarle las manos.

– No es la muerte.

– ¿Pues qué es?

– Tú no comprendes nada, los hombres, a veces, no comprendéis nada. No es la muerte, sino todo lo contrario: es la vida. La idea de la muerte la acepto, y hasta muchas veces, mirando las ventanas del Clínico, creo que he llegado a acostumbrarme a ella. Pero nunca he llegado a acostumbrarme a la idea de la no-vida. ¿Sabes lo que es la no-vida? ¿Cómo te lo podría explicar yo? Es existir delante de una ventana, es renunciar a los amigos, a los sentimientos, al sexo. Es limitarte a seguir el paso de un rayo de luz. Es palpar las paredes, pero sin salir de ellas. La no-vida, dicha en las palabras más sencillas del mundo, soy yo. Y a eso sí que le tengo miedo. No voy a poder resistirlo.

– Yo tampoco, Marta. Ella desvió la mirada, clavando en el hombre unos ojos que a pesar de todo aún estaban llenos de sugerencias. Marta Estradé era un milagro. Cuando estaba más hundida, una simple palabra o una simple contradicción la hacían revivir.

– Tú? ¿Por qué? -preguntó.

– Porque yo también vivo ante una ventana, al lado de una mujer que no me sugiere nada, y viendo un rayo de luz que se desliza por una pared.

Había unido las manos y también miraba al vacío, a las barcas y a la noche. Por entre sus labios apretados, musitó:

– Pero aún puedo rectificar, Marta. Aún podemos rectificar tú y yo.

– No renuncies a lo que tienes -dijo velozmente Marta Estradé, sin mirarle.

– ¿Yo? ¿Qué tengo yo?

– Al menos puedes cambiar de luz y de pared.

– Y eso es lo que trato de hacer. Pero contigo.

– Yo no valgo nada -dijo Marta Estradé sin mirarle-. ¿Has visto mis piernas?

– Las he visto.

– ¿Mi culo? Albert trató de reír.

– Bueno, tampoco está tan mal -susurró.

– No digas tonterías, por favor… No digas tonterías.

– He visto tus ojos, Marta. No sé si te das cuenta: tus ojos. Tú eres un milagro. Uno tiene la sensación de que a tu lado todas las otras mujeres son simples estatuas o simples colchones, de que contigo todo es posible si te ayudan a vivir.

– ¿Y vas a ayudarme tú?

– O tú a mí, quién sabe.

– Escucha…

– ¿Qué?

Marta Estradé no contestó. Había vuelto nuevamente la cabeza hacia el mar, hacia las luces lejanas, hacia el secreto de sus propias lágrimas, que no quería que él descubriese. Fue entonces cuando le pareció que Domingo Albert había pronunciado unas palabras importantes y que, en compensación, ella tenía que ser absolutamente sincera. Musitó:

– Nunca te divorcies por mí.

– Ni siquiera sé si pienso divorciarme. No, no… Es algo más profundo. Quiero romper con toda mi vida anterior, que hasta ahora ha sido una inutilidad y una mentira. Te confieso que aún no sé cómo se rompen las mentiras. Pero algo intentaré si tú me ayudas. Te pido que lo busquemos los dos.

La mujer se apartó un poco, subió un peldaño más como si quisiera que las sombras la cubriesen mejor.

– Antes iba a decirte algo -musitó-, pero no me he atrevido. En fin, es muy sencillo: si buscas una dulce inexperta, tampoco lo soy. Me he acostado con algunos hombres.

– ¿Con quiénes?

– Con dos compañeros de las manifestaciones, gente que se jugaba la cara por mí.

– Yo no te he preguntado nada de eso, Marta.

– Pero yo quiero decírtelo.

– Bueno, yo supongo que la lucha clandestina, o casi clandestina, crea sentimientos muy intensos… y también compañerismos de toda clase. Que tuvieses dos amigos íntimos entre los luchadores me parece natural. Lo extraño hubiese sido lo contrario. Ya te habrías parecido a mi mujer, que no tiene amigos en ninguna parte.

– No es sólo eso. Hace pocos días me acosté con un hombre. Fuimos a un sitio de pago, un sitio donde van las parejas de la burguesía: la Casita Blanca.

Domingo Albert cerró un momento los ojos, queriendo disimular la lucecita amarga que estaba pasando por ellos. Y susurró:

– Carlos Bey, claro.

– No.

– ¿Pues quién?

– Uno que no conoces. Podría decirte que fue un cualquiera, pero que también estaba lleno de ansias de vivir. Creo que fue eso lo que me contagió: el deseo de no seguir siendo mi propio recuerdo.

– ¿Disfrutaste?

– ¿Por qué me lo preguntas? ¿Piensas que una mujer es menos culpable cuando no disfruta?

– No sé… Perdona, ha sido una tontería. No me contestes.

– ¿Y por qué no? Me he propuesto ser absolutamente sincera conmigo. Y en este sentido he de decirte que no disfruté.

– ¿Volverías a hacerlo?

– No.

– Gracias, Marta.

– ¿Por qué? ¿Por mi confesión? ¿Vale la pena la confesión de un mueble?

– Porque has dicho que no volverías a hacerlo. Marta Estradé movió la cabeza violentamente.

– Todos los hombres sois en el fondo unos cochinos burgueses -dijo-. Lo vuestro, vuestro.

Pero le había asido las manos con fuerza, con mucha fuerza. Y estaba llorando otra vez.

El hombre a quien Marta Estradé se había referido sin nombrarlo estaba en aquel momento mirando la Diagonal desde una de las ventanas de La Oca, un restaurante-granja-bar de negocios para clientes que quisieran arrancar urgentemente algún bisté y alguna peseta. A la hora en que Dani Ponce se había situado allí, sin embargo, los negociantes desesperados habían sido sustituidos por audaces parejas que querían arrancarse mutuamente un polvo, aunque sin ponerse de acuerdo sobre las condiciones del mismo. Algunas mujeres que hacían la ruta por la parte alta de Urgel y la calle de Buenos Aires se detenían a intervalos allí, ante las ventanas, y esperaban in situ una clientela formada generalmente por ejecutivos en crisis, y algunas veces por expresidiarios que habían alquilado un traje. La Plaza de Francesc Maciá iba quedando en sombras, surcada solamente por coches de gente que no pagaba, por coches de agentes de cobros y por coches de abogados que trabajaban para ambos a la vez. La ciudad seguía estando viva e iba hacia el progreso, ya no podía dudarlo nadie.

Los ojos de Daniel Ponce escrutaron la Diagonal más allá de las dos o tres mujeres paradas, más allá de los dos o tres imposibles clientes en paro que las contemplaban. Eduardo Contreras había terminado la primera parte de su paseo de todas las noches y regresaba desde la Plaza de Maciá a la calle de Muntaner. Aquel maldito era un reloj. Pero sin embargo algo había cambiado en él, algo que anulaba del todo los primitivos planes de Ponce: Eduardo Contreras no había vuelto al cine. Es decir, repetir la tentativa del parking, que una vez había salido mal por pura casualidad, era imposible. Acabar con Eduardo según el primer plan previsto requería inexcusablemente la presencia de la noche. Apuñalarlo durante el día en un parking donde sonaba un grito y acudía un inspector de Hacienda, era demasiada temeridad.

Dani Ponce terminó su coñac cuando el hombre al que vigilaba se hubo perdido entre las sombras. Sentía desde tiempo atrás que el nerviosismo subía por su columna vertebral y se le aposentaba, en la nuca… Él conocía bien aquella sensación: era la de la frustración, la del fracaso, la de la impotencia de su vida desde que Óscar Bassegoda dejó de ocuparse de él. La había tenido muchas veces. Un peso en la nuca que incluso llegaba a nublarle la vista. Pagó, se puso en pie y fue hacia el teléfono. Blanca le había pedido que la llamara siempre desde lugares públicos, ya que cabía la posibilidad de que el número de Ponce estuviese intervenido. No por él mismo, sino porque en aquel edificio había más de cuarenta despachos distintos, alguno relacionado con la política, y la probabilidad de que un par de números estuviesen «pinchados» era muy alta. La probabilidad de que, por error, estuviese también «pinchado» el de Ponce era en cambio muy baja, pero valía la pena tenerla en cuenta.

Por lo tanto marcó las siglas dé Blanca y esperó. Sabía que a aquella hora le contestaría directamente ella.

En efecto, oyó su voz un poco pastosa, un poco lenta.

– ¿Dani?…

– Hola, Blanca.

– ¿Qué hay?

– Bueno, pues lo que se dice haber no hay nada. Sigo vigilando, sigo buscando una oportunidad. Ahora mismo estaba controlando su paseo de todas las noches.

– Con eso no arreglamos nada, Dani.

– Sabes que hago lo que puedo.

– Y sé también que eres un profesional. Por lo menos creía que lo eras.

– Blanca, por favor… No nos pongamos nerviosos en una cosa así. Justamente porque soy un profesional quiero hacer las cosas bien, sin que haya un fallo. Estoy buscando una nueva oportunidad y la encontraré, no te quepa la menor duda.

– ¿Una oportunidad? La tenías en el parking aquella noche. Muy decidido tú, oye. Muy profesional, vamos. Me haces salir, me haces organizar una coartada de mil pares de hostias y luego, si te he visto no me acuerdo.

– Nada de ponerte nerviosa Blanca… No te crispes. No tuve la culpa de que aquella noche llegara cansado, o lo que fuese, y en vez de hacer maniobra para aparcar se metiese directamente de morro. Esas cosas pasan incluso en el plan mejor trazado. Porque el plan era bueno, óyeme, Blanca. Era bueno… Y lo hubiese llevado a cabo otra noche, pero el puñetero no va al cine. Después de las cuatro coñas que hace durante el día, deja el coche y en paz. Así no hay forma.

– ¿Qué obligación tiene de ir al cine?

– Antes iba con bastante regularidad.

– Pues ahora no le gustará ninguna película de las que hay en cartel. ¿Qué quieres que te diga? ¿Vamos a esperar a que repongan alguna del Pato Donald a ver si le hace gracia?

– Blanca, no estamos hablando en broma.

– Muy bien. A ver si te crees tú que hablo en broma. Lo que faltaba.

– Escucha… Quedamos en que te informaría hoy, y lo estoy haciendo. Algún resquicio habrá para hacer el trabajo, no te quepa la menor duda. Pero, por favor, repito que no te pongas nerviosa.

Hubo un silencio largo, quizá demasiado largo, al otro lado del hilo. Y Dani Ponce captó de pronto aquel sonido para él tan identificable, a pesar de que lo había oído muy pocas veces: el llanto de Blanca Bassegoda. Era un llanto lejano, débil, pero que sin embargo parecía sonar en el propio cerebro de Dani. Este decidió aguardar, arrojando unas monedas más a la máquina, porque sabía que el llanto y el sexo son los mejores calmantes que existen. Lo que pasa es que sólo el primero merece una cierta aprobación familiar.

En efecto, al cabo de unos instantes la voz de Blanca Bassegoda parecía un poco más calmada. Susurró:

– Perdona que me haya puesto así. Ya sé que las cosas tienen que hacerse como tú las haces, Dani… Pero es que todo se está poniendo imposible otra vez.

– ¿Ha vuelto a molestarte?

– En persona no. Quiero decir que no ha habido ninguna otra escenita como la de tu escalera. Pero me insulta por teléfono varias veces al día. Tanto es así que, al final, ya lo tengo descolgado casi siempre… Y te juro que no puedo aguantar ya más, Dani. No puedo más…

– Eso tiene una solución, de momento.

– ¿Cuál?

– Échale el perro.

– ¿Qué quieres decir?

– El Richard, mujer, el Richard. La voz de Blanca Bassegoda se tensó de nuevo.

– ¡Dani! ¡No voy a consentirte que hables así!

– ¿Entonces para qué lo tienes?

– Lo tengo porque pensé que la cosa daría resultado. Porque fue una solución que me aconsejó Sergi Llor, que es un abogado que entiende. Él sabe perfectamente lo que me pasa con Eduardo y me dijo: «Haga eso.» Bueno, pues yo lo hice. Y no ha dado resultado, porque Eduardo se atreve igual. De acuerdo… Pero al menos me queda la tranquilidad de conciencia de haberlo probado todo. Imagino que ya te darías cuenta de que cuando te propuse lo que te propuse fue porque no veía ninguna solución más, ni en el cielo ni en el infierno.

– Claro que si, Blanca. Pero, para quedarte tranquila mientras yo arreglo eso, el Richard podría utilizar los puños alguna vez. De lo contrario, no sé para que tienes a ese boxeador de los cojones.

– Sí, hombre. Muy bien. Una buena paliza, a ser posible delante mismo de la jefatura de Policía. Y luego tú haces el trabajo. Y ya tienen un culpable: el amiguito de la nena. Y por lo tanto también la nena. A veces me parece mentira que uses la cabeza, Dani. Por este camino tendrás tanto éxito que llegarás a ser el detective de los Rockefeller.

Ponce se mordió el labio inferior. Le zumbaban los oídos. Como le había ocurrido otras veces, empezaba a hacérsele insoportable aquel dolor en la nuca.

– Tienes razón, Blanca -susurró-. Perdona. Lo único que puedo pedirte es que tengas un poco más de paciencia, ¿sabes? Yo me daré toda la prisa posible.

– Eso es más fácil de decir que de hacer. Pero lo intentaré.

– Oye, Blanca…

– ¿Qué?

– Ya sé que tú ves poco a Eduardo, pero si tienes noticia de que va a algún sitio inesperado… No sé… Un viaje, un movimiento imprevisto, algo que me dé una oportunidad… Dos palabras por teléfono y yo me pongo en movimiento en seguida. Sólo me dices: «Llámame.» Y yo te llamo desde una cabina. ¿Entendido? ¿Me has entendido bien?

– Claro que sí, Dani.

– Pues ya está dicho todo. Cuanto menos hablemos, mejor.

– Va a ser difícil, ¿sabes? Como puedes comprender, él no me da explicaciones de lo que hace.

– Bueno, pero es una posibilidad más. La voz de Blanca sonó débil, lejana, con un profundo desaliento.

– De acuerdo… Lo tendré en cuenta. Y perdona que me haya puesto así, Dani. Pero es que tú no sabes lo que es esto.

– Claro que lo sé. Y además yo estoy tan impaciente como tú, para que lo sepas. Hala, Blanca, adiós. Y domínate. Sobre todo, domínate.

Daniel Ponce colgó. Más allá de las ventanas de La Oca, una chica de las de la acera se ajustaba bien el sujetador por encima del vestido, para que no se le cayese, mientras le decía al posible hombre de su vida:

– Es que los tengo de quince añitos, oye. Blanca Bassegoda colgó también, mientras miraba pensativamente más allá de las ventanas de su casa de Pedralbes.

Se quitó el sujetador de una forma maquinal, y al ir a dejarlo sobre una butaca resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo.

Ricardo Arce se inclinó para recogerlo lentamente.