37621.fb2 Cr?nica sentimental en rojo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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21. UN DIA AMAMOS UN PÁJARO

SE LO TENDIÓ en silencio. Veía los pechos desnudos por el amplio escote de la bata de seda. Eran unos pechos no demasiado grandes, pero duros, compactos, desafiantes, pechos que nacieron en un colegio rico, que fueron imaginados por el confesor en la larga vigilia del primer viernes, que fueron mimados por el sol en las terrazas de la Vía Augusta y luego cuidados por una masajista experta y seguramente lesbiana. Todo esto pensó Ricardo Arce en un relampagueo, rescatando sus viejos sueños del Paralelo, sueños donde siempre había un magreador bastardo y unos pechos de niña rica que habían sido besados por las monjas. Pero nada de ello se notó en sus ojos.

– Perdona que haya entrado… -dijo, con una cierta confusión-. Es que creí que era ese cerdo de Eduardo insultándote otra vez. Iba a ponerme yo y decirle unas cuantas cosas.

Blanca Bassegoda se cubrió un poco mejor con los bordes de la bata. Los dedos le temblaban y sus mejillas tenían un suave color carmín. Sin mirar a Richard musitó:

– No sabes lo que es esto. Hasta el sujetador me ahogaba. ¿Qué estabas diciendo?

– Lo de Eduardo. Yo…

– No, no era él. Realmente a esta hora no suele tener la vomitera. Era otra persona, era Dani Ponce.

Ricardo Arce apretó los labios y los puños de una manera inconsciente. Tenía así un aspecto agresivo, duro, de tío que con un solo golpe puede enviar a la quinta fila de ring el protector de dientes del contrario. Sin embargo en sus ojos no había agresividad, sino pena y un poco de vergüenza. Fue a dar medía vuelta mientras susurraba:

– No tenía que haber entrado. Perdona otra vez.

– No tiene importancia. Quédate, Richard. Se sentó en una de las butacas del dormitorio, junto a la gran ventana de tres cuerpos desde la que se dominaba todo el jardín. Así, en aquella posición, hundida en sus pensamientos, no se preocupaba de lo que la bata tapaba o no llegaba a tapar. Uno de sus pechos sobresalía enhiesto, desafiante y tan suave como el de una niña. Había cruzado las piernas y exhibía en su totalidad una de ellas, adornada con todos los atributos -necesariamente mortales para el contrario- que las mujeres de clase usaban en el Antiguo Régimen. El aire se había cargado de electricidad en torno suyo, era un aire espeso, sensual, que se había hecho cómplice de sus curvas. Sólo con aquel aire y un poco de imaginación hubiera podido llegar al orgasmo un chico de quince años.

Porque además estaba el gran dormitorio en penumbra, las alfombras, la cama ancha y acogedora, el cuarto de baño contiguo lleno de los perfumes confidenciales de la mujer. Estaba aquel mundo que el Richard siempre había soñado y que nunca había vivido.

Intentó no mirarla, porque la figura de Blanca Bassegoda le obsesionaba. Y no es que fuera una belleza: pero tenía distinción tenía clase, las dos cosas que para un chico del Paralelo habían estado constantemente prohibidas. Blanca le hacía pensar en lenguas perfumadas, en medias de seda, en labios siempre frescos, en hímenes eternos y en orificios que sólo servían para el amor, no para otras cosas diarias y concretas que suelen obtener la mejor aprobación de los médicos de familia. Pero ésta era la parte secreta de los pensamientos del Richard, una parte que con todas sus fuerzas intentaba ocultar y marginar. Era apenas un diez por ciento de lo que estaba en sus ojos, mientras que el otro noventa por ciento era ternura. Amaba a aquella mujer porque sufría, porque nunca una mujer le había necesitado tanto a él, el Richard, que un día estuvo tan abajo y que hubo de acostumbrarse a mirar las estrellas sólo cuando las estrellas se reflejaban en las charcas. El solo hecho de que ella pudiera necesitar también a Dani Ponce ya le llenaba de una inconfesada frustración.

Pero no era sólo eso. La ternura también estaba hecha de gratitud. Blanca Bassegoda le había introducido en mundos cuya existencia siempre ignoró. Un mundo donde había poetas que soñaban, pintores que buscaban el último milagro de la luz, bibliotecas acogedoras, personas sabias en las que se habían reunido, como por una misteriosa decantación de la historia, todos los espíritus que a lo largo del tiempo la ciudad había tenido. Gracias a Blanca Bassegoda, el Richard del Paralelo y del Price había descubierto que no sólo existen las cosas concretas, sino las cosas abstractas. Descubrir el valor de lo abstracto es un milagro que millones de seres humanos no llegan a realizar (o un lujo que no llegan a poseer) a lo largo de sus vidas. De pronto él había aprendido eso como una revelación.

Sin embargo fue Blanca Bassegoda la que volvió ahora al mundo de las cosas concretas.

Pareció darse cuenta de que una de sus piernas se exhibía con demasiada generosidad por encima del borde de la media y de que tenía una teta ecológica, o amante del aire libre. Se cubrió ambas cosas con un gesto lleno de suavidad, tras darse cuenta de que -sorprendentemente- Richard no la estaba mirando.

– ¿Preocupado? -preguntó.

– Sí.

– ¿Por qué?

– No deberías enredarte con Dani Ponce. Lo que haya que hacer puedo hacerlo yo.

– Parece mentira que no lo comprendas, Richard. Y es que a veces eres como un niño. Te lo expliqué una vez, ¿no? En seguida sospecharían de ti, y en consecuencia sospecharían de mí también. Lo acabaríamos perdiendo todo.

Él juntó las manos, hundiendo la cabeza.

– Tienes razón, Blanca -dijo-. Tú siempre tienes razón. Pero no vas a aguantar mucho tiempo esto.

– No podré, claro que no podré. De todos modos confío que dure ya muy poco.

– ¿Y entonces qué harás?

– No lo sé, Richard. Bueno… vivir. ¿Y tú?

– Yo sí que no lo sé. Esto terminará, supongo.

– Sí. Esto terminará. La voz de la mujer había sonado vacía, un poco lejana.

Ricardo Arce miraba a otro sitio. De pronto, en aquella mirada perdida parecía no haber esperanza.

– Bueno…-dijo al cabo de unos instantes Blanca Bassegoda, como si hubiese adivinado lo que él estaba pensando-. No te vas a quedar sin nada, ¿sabes? Te proporcionaré un empleo.

– No es eso.

– ¿No?

– Un empleo me importa poco. Los tiempos son malos y no se encuentra trabajo, si lo sabré yo, pero eso no me preocupa. Estoy acostumbrado a ir tirando como sea. Es… es otra cosa. Bueno, no tiene importancia.

Se puso en pie y fue hacia la puerta guardando silencio, pero aquel silencio era más significativo que cualquier palabra. Estaba ya a punto de salir cuando Blanca le llamó.

– Richard…

– ¿Qué?

– Quédate.

– ¿Y qué ganamos con eso? ¿Qué quieres? ¿Que siga pensando aún más?

– ¿Pensar qué, Richard?

– En mil cosas. ¿Cómo te lo podría explicar? En cómo era el mundo antes de conocerte a ti. En cómo ha sido después. Hay cosas que no habían ocurrido antes de ti y que después de ti no volverán a ocurrir nunca. Es la única manera que tengo de decirlo.

Blanca pestañeó. Cruzó las piernas y otra vez aparecieron con toda su fascinación como un relampagueo, como una llamada o como un secreto recién descubierto. Echó un poco la cabeza hacia atrás, mostrando la perfección de su garganta. Luego susurró:

– Richard, tú y yo somos algo así como socios, ¿comprendes? Sabes cosas de mí que no sabe nadie. Cuando yo me desembarace de Eduardo y mi vida pueda empezar de nuevo, haré cualquier cosa menos dejarte de lado. Quiero decir que no te quedarás sin nada, que no… no te faltará lo indispensable.

– No es eso, Blanca.

– ¿Entonces qué es?

– Digamos que es lo que me has dado.

– ¿Qué te he dado yo?

– Otro sentido de la vida, ¿te parece poco? He conocido los libros, el arte. He conocido la ciudad. Antes sólo conocía unos barrios, ¿sabes? El Paralelo, las Rondas… Ése era mi mundo. No necesitaba otro. Ahora es posible que haya salido perdiendo, porque necesito mucho más.

– ¿Qué?

– No sé. La vida es muy complicada, muy rica, cuando antes me parecía tan sencilla. Ya no me volverá a parecer sencilla nunca más.

– Entonces has salido perdiendo, Richard. En eso tienes razón, ¿ves? Has salido perdiendo.

– No en todo. También he descubierto que la vida es muy variada y muy hermosa, algo que ninguno de los viejos amigos de mi barrio ha descubierto aún. Al menos tengo ese privilegio.

– Mucha gente lo tiene desde que nace y no se da cuenta.

– Por que no ha tenido que mirar las estrellas desde los terrados del Barrio Chino. Desde allí se ven distintas, ¿sabes? Y se les da más valor. Pero no es eso lo que más me importa.

– ¿Qué te importa, Richard?

– Tú. Ya estaba dicho. Se mordió el labio inferior en el momento de pronunciar esa simple palabra, una de las más cortas del mundo. Sabía que no hubiera debido pronunciarla jamás. Por eso volvió a dirigirse de nuevo hacia la puerta mientras susurraba:

– Perdona, Blanca. Salió. Atravesó la sala llena de cuadros que había aprendido a valorar. Oyó en el equipo de hi-fi,, el, más caro Thoinsow del mercado, la música que acompaña la soledad de los hombres. Distinguió a través de las ventanas la ciudad que dormía a sus pies, Tras la puerta abierta de la gran biblioteca (un tresillo chester de piel roja, un solo cono de luz que formaba un rincón íntimo y valía mil veces más que las grandes luces colectivas hechas para gentes sin rostro, unos tres mil libros esperando su mano, su pensamiento). Escuchó el tic-tac del reloj de carillón que marcaba las horas exclusivas. Vio los retratos de Blanca Bassegoda, que para él parecían flotar en el aire: Blanca en su niñez, Blanca dando la mano a una monja, Blanca montando un poney, Blanca riendo junto a Óscar Bassegoda, que tenía en una mano un vaso de whisky y en la otra un ejemplar del Financial Times.

Puso una mano en el pomo de la puerta que daba al recibidor. Nada de esa riqueza, considerada en si misma, valía para él el esfuerzo de mover un dedo. Pero era el mundo de Blanca Bassegoda, y allí estaban su verdad y su soledad. Cada uno de aquellos objetos tenía un valor porque pertenecía a Blanca, y en cada uno de ellos sentía fluir su sangre.

Hizo girar el pomo. Todas las cosas, todas las situaciones tienen un final lógico, y él había alcanzado el suyo. Las estrellas son sólo puntitos que se reflejan en las charcas. Así es y así será siempre, a menos que en nombre de la igualdad alguien las borre de allí. Y entonces perderemos hasta la posibilidad de soñar en ellas.

El perfume flotaba en el aire, a su lado.

– Richard. Se volvió. Blanca estaba allí. Tenía agilidad de gacela, rubor de niña, labios de adoratriz, pechos de puta. Su bata se había entreabierto del todo, pero Blanca no lo notaba, o si lo notaba no le daba la menor importancia. Se había detenido de pronto frente a la puerta, para que Richard no la abriese. Su voz jadeó un momento al susurrar:

– ¿No vas a irte ahora, verdad?

– He dicho algo que no debía.

– Bueno, ¿y qué?

– Vas a reírte de mí, Blanca.

– Richard… Por favor… Parece como si no te hubieras dado cuenta de una cosa muy sencilla.

– ¿De qué?

– De que eres en este momento el mejor amigo que tengo.

– Precisamente por eso.

– ¿Por eso qué?…

– Los amigos deben saber ser amigos y nada más. Blanca suspiró. Se apartó poco a poco de la puerta, mientras de una forma maquinal se ajustaba nuevamente la bata.

– Quizá en el fondo tengas más orgullo del que tú crees, Richard -musitó.

– ¿Qué orgullo?

– El de ser pobre.

– ¿Uno puede estar orgulloso de eso?

– Uno lo está siempre que establece una barrera entre él y la gente. Y eso vale lo mismo para los ricos que para los pobres. El que niega su amistad a los que tienen menos que él, es un fatuo o un déspota, un ser que nunca merecerá cariño. El que la niega a los que tienen más, es un iluso o un fósil, un ser que nunca progresará.

– Tienes palabras para todo, Blanca.

– Quizá lo aprendí de mi padre. Mi padre tenía el sentido de las situaciones exactas y de las palabras exactas, ¿sabes? No creas que se hizo rico por casualidad. Pero yo nunca pasé de ser una humilde aprendiza a su lado, y además eso no importa ahora, Richard. Lo que he querido decirte es que tú no has sido hasta ahora ni un iluso ni un fósil, y que estás progresando. No vuelvas atrás.

– Ya no podré, Blanca. Nunca podré volver atrás. Y quizá sea una lástima.

– ¿Por qué?

– Yo amaba mis calles, mi pequeño grupo de amigos… Esto es lo más fácil y lo más difícil de explicar del mundo. Amaba lo más sencillo, ¿comprendes? Si te digo que amé un pájaro te reirás de mí. Cierta vez recogí un pájaro herido, logré curarlo y conseguí que me acompañara a todas partes. Me pareció que había hecho algo importante. Qué imbécil, ¿verdad? Y logré saber exactamente qué día regresaría cada año una golondrina que anidaba en el balcón interior de la casa donde yo vivía. ¿No vas a reírte de mí? Ya ves: ésas me parecían entonces cosas que un hombre debe hacer. ¿Y el sexo? Bueno, una chica que confía en ti, que conoce tu escalera, que coincide con tus horarios, que un día te besa a escondidas de sus padres y que otro día te dice que ya tiene media docena de vasos para cuando se case y que ha visto un dormitorio a muy buen precio en una casa de muebles de las Rondas. Eso era yo hasta que fui a parar a la cárcel por defender a la brava a una de esas chicas. También me parecía que era exactamente lo que un hombre debe hacer. En mi mundo estaban las cosas tan claras y llegaban tan solas, tan por sus pasos contados, que me sentía seguro.

Los edificios de mi niñez me escoltaban, mis calles me hacían compañía. Quizá tú no lo entiendas, pero es que no sé explicarlo de otro modo.

Blanca susurró:

– ¿Y ahora no te sientes seguro?

– Tuve una vez una maestra que era una mujer de gran sabiduría -contestó él, sin mirarla-. Una maestra de las de entonces, sencilla y mal pagada, puesta en una de esas academias que están en un piso, una de esas academias en las que durante el día no entra el sol y en las que por la noche faltan bombillas. La maestra nos sugería la conformidad con lo que teníamos y una compenetración con los límites de nuestro mundo. Creo que en esa compenetración puede haber una buena dosis de felicidad y que ése es el secreto de la paz de muchos hombres. En fin… ¿pero cómo lo decía?… Sí: nos hablaba de un barquero que siempre navegaba por el río y que llegó a ser muy experto en él, de forma que nunca le había ocurrido ningún percance. Un día quiso escapar de sus límites, quiso saber lo que había río abajo, descubrió el mar, no pudo dominar el oleaje y se ahogó. La maestra era una mujer menuda, insignificante y maravillosa, que se sentía muy a gusto con su cine de los sábados y con su pájaro que la despertaba todas las mañanas. Pero yo un día, cuando ya era un chico mayor de los que están a punto de salir de la academia, le pregunté si no valía la pena correr el riesgo de ahogarse con tal de conocer el mar. Se quedó muy pensativa. Supongo que, como a muchas personas sencillas del barrio, no se le había ocurrido nunca esa otra variante de la historia.

– Tú tienes la sensación de haber descubierto ahora el mar, ¿Verdad, Richard?

– Sí, pero en todo este asunto hay una sola cosa importante: el mar me lo has enseñado tú. Yo solo no lo hubiera descubierto nunca. No hubiese tirado con la barca río abajo. Las cosas tienen importancia porque han venido de tu mano, y si tú desapareces dejarán de tenerla. Aunque a partir de ahora siga leyendo incansablemente y me convierta en uno de aquellos viejos presos políticos que no habían hecho más que usar la pistola y que en los años de cárcel descubrían los libros y era como si hubiesen nacido otra vez. Aunque me convierta en uno de ésos… Aunque vuelva al Palacio de la Música sin ti o visite solo las exposiciones de pintura que he visitado contigo. No será lo mismo. Me avergüenzo de confesártelo, Blanca, pero tú eres lo único que importa. Y a veces pienso que hace años, en una porquería de estudio de la Plaza Real, un hombre que quizá era como yo debió decir más o menos estas mismas palabras a tu tieta Nuria. No lo he conocido nunca y sin embargo es quizá el hombre al que mejor he comprendido en toda mi vida.

Miró por unos instantes la cara de Blanca y añadió:

– Es triste, ¿verdad? Tu tieta Nuria desapareció de la vida de aquel hombre.

– No fue culpa suya. Ella murió.

– Cierto… Ella murió.

– En cambio yo estoy viva -dijo Blanca Bassegoda. Y le miró fijamente. El silencio de la habitación. Sus labios que estaban cargados de una perfumada humedad.

Su bata entreabierta. Sus piernas de vedette Su rostro de colegiala. Sus pechos de puta. Fue ella la que bisbiseó con toda naturalidad:

– No me los muerdas. A veces me hacen daño. Y eso fue todo. Se acercó suavemente. Tenía la boca entreabierta y los ojos turbios. Tenía una crispación en los dedos. Tenía un suave temblor en las rodillas. Tenía entre las piernas una ansiedad que la penetraba y le subía hasta la garganta.