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22. LO SIENTO POR LOS MUERTOS

MÉNDEZ seguía siendo un hombre de una extremada delicadeza moral y además sin pizca de imaginación erótica. Cuando vio de nuevo a Olvido en bañador pensó inmediatamente dos cosas: que la juez había engordado un poquito y estaba más apta que nunca para discutir con ella en la cama las leyes de Justiniano, y que si se dedicara a hacer caricias linguales con un sombrerito puesto aún estaría más estupenda. Méndez también la imaginó rápidamente apoyada de bruces sobre una mesa, leyendo el Código Civil, mientras él, situado detrás, le daba lo suyo por donde correspondía. Pero todas estas visiones de interés puramente artístico -sobre todo porque él ya no podía dar lo suyo a ninguna mujer, y menos por lugares que requerían tanto esfuerzo y tanta abnegación- se disiparon cuando saludó con sonrisa de conejo:

– Buenos días, señorita Olvido. Ella estaba tumbada en la arena, leyendo. Se volvió e hizo un saludo con la cabeza mientras miraba fijamente a aquel hombre vestido como para el traslado de los restos de un osario, con algunos indicios de caspa en las solapas y que además llevaba en la mano un divertidísimo libro titulado Reflexiones sobre el censo agrario de 1870.

– Méndez… ¿pero usted por aquí?

– Me han dicho que estaba pasando el fin de semana en Sant Salvador, y por eso he venido. No habrá alquilado otra vez aquella casa, ¿verdad?

– No, no… Tiene malos recuerdos para mí, y además no se puede alquilar una casa así para un fin de semana. Ahora estoy en un hotel.

– Imaginaba que, a estas alturas de la temporada, ya estaban cerrados.

– Qué va. Puede decirse que aún estarán abiertos todo el mes de noviembre. Viene mucho turista alemán de la tercera edad, ¿no ve?

Se puso en pie, se sacudió un poco la arena sobre la piel todavía joven y tersa y señaló la línea dorada de la playa. Pese a faltar mes y medio para fin de año, lo mismo Sant Salvador que Comarruga estaban muy concurridos aquel sábado. Los alemanes de la tercera edad evitaban el infarto haciendo marcha atlética hasta el borde del infarto, mientras esquivaban a los españoles de la primera edad que perseguían a sus perros. Algunas matronas de la burguesía aposentada hacían calceta junto a sus apartamentos, mientras hablaban de los precios y quién sabe si de orgasmos lejanísimos y seguramente gloriosos. Sus maridos jugaban a la petanca en la última frontera de la soledad olímpica. Junto a una de las casas más antiguas, los tres pintores más asiduos de Sant Salvador -Elvira André, Rosa Torralba y Joan Maeztu- seguían buscando la perfección que un día soñaron, cuando ellos y la luz aún tenían veinte años.

Méndez dijo:

– Hay que ver qué paz.

– No me venga con cuentos. A usted esto no le gusta.

– Bueno… Tampoco es eso. Leí hace tiempo que era recomendable respirar aire puro una vez al mes, aunque tengo la sensación de que me estoy pasando y de que esto puede acabar muy mal.

Olvido se puso una blusita, cubriendo sus senos casi desnudos pero manteniendo la exhibición de las piernas macizas, de los pliegues del pubis y de los bordes del bikini que eran incapaces de contener las arenas movedizas del culo, unas arenas movedizas en las que se podía ahogar -pensó Méndez- la virtud de un padre de familia o la piedad de un canónigo. Se había levantado un viento fresco, y a pesar de que en esas playas el sol calienta todo el año, los españoles de la primera edad buscaban el refugio de las casas, imitando la sabiduría de sus perros, mientras los alemanes de la tercera volvían al hotel, un-dos, un-dos, grossen merden, pensó Méndez. Olvido se abrochó la blusa, y de cintura para arriba volvió a asumir la dignidad de un juez, lo cual no afectó demasiado al viejo policía, porque según sus inalterables principios machistas la identidad de las señoras hay que buscarla de cintura para abajo. Y ay del que se complique la vida intentando hallar otras identidades.

Ella susurró:

– Supongo que si ha venido hasta un lugar tan aborrecible como éste, y además en un fin de semana, es porque tiene mucho interés en hablar conmigo.

– Francamente, sí. Y añadió con cautela:

– Claro que, si le molesto, usted dicta providencia y yo me marcho sin ulterior recurso.

– Al contrario, estoy encantada de hablar con alguien. Una mujer sola en un hotel no puede exponerse a hacer amistades de fin de semana, porque muchos hombres suponen que buscas otra cosa.

– Me parece muy razonable -musitó Méndez. No aclaró si consideraba razonable el deseo de Olvido de procurarse una compañía del todo inofensiva o el de los hombres de lanzarse a un ataque en plan libertad o muerte.

– Podemos comer juntos -estaba diciendo Olvido mientras caminaban los dos-. Me ducho, me cambio y en cinco minutos estoy con usted. Es decir, supongo que usted no ha comido.

– Sólo unas avellanas compradas en el bar de la estación -dijo Méndez-. Ahora hago vida naturista.

El menú del hotel no era malo, y el vino resultaba pasable aunque le faltaban algunos grados, según la experta opinión del policía. Estaba visto que el mundo iba degenerando, porque ni las glorias de la antigua Tarraco ni, yendo un poco más lejos, la defensa de Sagunto, pudieron apoyarse en unos vinos tan endebles como los de ahora.

Olvido susurró:

– ¿Ha averiguado algo?

– Bueno… Averiguar, averiguar, no.

– ¿Entonces por qué está aquí?

– Ya se lo he dicho: un poco el placer de poner a prueba mis pulmones respirando este aire… Un poco el placer de verla a usted… Un poco el placer de pedirle una cosa.

– ¿Qué cosa?

– Quizá sea una tontería. Una persona muy allegada, a la que con franqueza me gustaría ayudar, va a organizar en Barcelona una exposición antológica del arte de los años cincuenta-sesenta.

– ¿Pintura?

– Fundamentalmente sí.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– Bueno… El arte de los años cincuenta-sesenta no es un arte fabricado hoy, como su mismo nombre indica. Está ya en manos de particulares, y hasta en algún caso figura en los museos. Quiero decir que hay que buscarlo donde está, y que si los particulares no dejan por algunos días sus cuadros no se podrá realizar esa muestra, con lo cual, digo yo, quedarán frustradas las sanas expectativas culturales del pueblo.

Olvido sonrió. Tenía a veces una sonrisa negligente, de mujer que dice que sí, de señora con muchos recuerdos y con un amplio ropero, dispuesta a demostrar a los hombres que donde duerme una duermen dos, sabia máxima que, sin que se sepa bien por qué, las civilizaciones modernas sólo han aplicado a la comida.

– ¿Qué pinto yo en esto? -susurró-. Yo nada tengo que ver con el arte. Mi mundo son las leyes.

– Claro que pinta en eso. Usted tiene en custodia judicial uno de los cuadros más logrados y que más destacarían en esa muestra -dijo Méndez.

– ¿Cuál?

– El de Nuria Bassegoda. Hubo un momento de silencio. El comedor pareció vacío de pronto. Sólo flotaban en el aire unas miradas vagabundas de hombres que a lo mejor estaban pensando en las arenas movedizas.

Olvido susurró al fin:

– ¿El del pecho cortado?

– Sí.

– ¿Qué ve en ese cuadro?

– Yo no. Es la persona que organiza la muestra.

– ¿Y qué dice?

– Muy sencillo: que es un cuadro con una gran sensibilidad, una obra de arte casi perfecta.

– ¿Usted qué piensa, Méndez?

– Bueno, yo sigo pensando lo mismo que la primera vez que lo vi: que una mujer con un solo pecho es un gran descubrimiento. Te da la mitad de trabajo.

Ella hizo un mohín. A veces (al fin y al cabo Olvido se había educado leyendo obras de juristas sin rostro) resultaba imposible saber lo que pensaba de Méndez.

– ¿Quién organiza la muestra? -preguntó.

– Un marchante llamado Clos.

– Sin intención comercial, supongo.

– Por favor… Claro que no. Ninguna intención comercial. No va a haber obras en venta.

– ¿Entonces por qué lo hace?

– Puestos a buscar una razón, es evidente que lo que quiere es prestigiar su sala. Hace poco que la inauguró.

– ¿Y cómo pudo ver ese cuadro si no se ha movido de la casa que los Bassegoda tenían en la calle de Valencia?

– ¿De veras? ¿Es que usted cree que ninguno de los herederos lo llegó a enseñar, antes de que todos los bienes llegaran a estar bajo administración judicial?

Olvido suspiró:

– Claro… Eso es cierto.

– Permítame que le diga que pregunta usted más que nosotros, los policías. Yo sólo pregunto el nombre y los apellidos, el nombre de la madre, el del padre si por un casual lo conocen, último domicilio fijo y si el interrogado en cuestión tiene o no enfermedades venéreas transmisibles por vía oral.

Olvido alzó un momento las manos.

– Dios santo… A veces no sé qué pensar de usted, Méndez -dijo-. Le juro que me desconcierta.

– Quizá es que yo conozco las calles, señorita Olvido. Usted conoce los libros.

– De acuerdo. Estoy dispuesta a admitirlo, pero prefiero no conocer las calles si para eso he de pagar el precio que usted paga. Y ahora concretemos: supongo que lo que usted quiere es que yo autorice la cesión de ese cuadro para la exposición antológica.

– Ha adivinado usted uno a uno mis miserables propósitos -dijo Méndez-. ¿Ve como no es tan difícil?

– ¿Por cuántos días habría de cederlo?

– Dos semanas como máximo. La muestra durará diez días.

– ¿Harán un seguro?

– Todos los cuadros estarán asegurados, naturalmente, aunque eso es cuestión del marchante; él es el que mueve los cuartos.

Olvido pareció pensarlo un instante, mientras miraba al trasluz los restos de vino que quedaban en su copa. Al fin se decidió bruscamente, con un gesto autoritario.

– De acuerdo… Pase el lunes por el juzgado y le extenderé la orden aunque realmente no sé por qué le hago este favor, Méndez. El asunto de los Bassegoda puede complicarse, y conviene que todo esté en orden.

– Seguirá en orden, señorita Olvido -garantizó Méndez. Y ahora permita que me marche. He de tomar el primer tren si quiero llegar a tiempo de visitar en el hospital a una virtuosa dama que durante años fue una gran amiga mía. Una mujer intachable, de las que ya no quedan. Y hasta diría que, excepcionalmente, sabe de leyes más que usted.

– ¿Sí? -preguntó Olvido, con un cierto gesto de interés.

– Claro… Imagine lo que habrá aprendido. Desde 1940 estuvieron pasando por su cama todos los jueces del franquismo.

Se levantó de la mesa y añadió, haciendo una leve inclinación de cabeza:

– Beso a usted los pies y todo lo que sea pertinente, Señoría.

Méndez fue a ver al marchante llamado Clos. Hizo en el despacho una entrada triunfal, llevando en la derecha el gran cuadro mal envuelto y en la izquierda un paquete que contenía revistas porno recién salidas, un anuario de la Escuela Judicial, el último Boletín Oficial de la provincia de Badajoz y un par de órdenes de detención que se había olvidado de cumplimentar. Todo ello lo dejó sobre la mesa de Clos mientras decía:

– Vengo a proponerle un negocio. El marchante calculó de una ojeada el espacio que le separaba de la puerta, trató de reunir fuerzas para dar un salto hasta allí, vio que Méndez le tapaba astutamente el ángulo de tiro y se resignó al fin con un suspiro, al tiempo que musitaba:

– Hace tiempo que ya no ayudo a pasar por la frontera objetos de arte robados, Méndez. Usted lo sabe.

– Precisamente por eso, Clos. Usted es el único hombre absolutamente honrado y fiable que me puede ayudar.

– No me venga con coñas ahora, Méndez. Pero oficialmente soy honrado. Hace un año que tengo esta sala de arte, el negocio marcha pasablemente bien y no me meto en ningún lío.

– Si no supiera eso, no vendría, Clos. El marchante le miró con creciente desconfianza, pero al fin retiró los ojos como avergonzado, los paseó por el despacho vacío y terminó diciendo con un hilo de voz:

– De acuerdo, pero yo no hago tratos con la policía. Ya no lo necesito.

– No es un trato, es un favor personal.

– ¿Qué quiere?

– Sencillo: vender un cuadro. Y depositó bien el envoltorio sobre la mesa, arrancó el papel y luego se alejó con la pintura unos pasos, para que Clos pudiera verla bien y con cierta perspectiva. Cambió el ángulo de observación un par de veces y por último preguntó:

– ¿Qué le parece?

– Es una pintura extraña…

– Desde luego que lo es.

– ¿Quién es el autor? -preguntó Clos- Desde aquí no puedo ver la firma.

– Wenceslao Cortadas. ¿Lo conoce?

– Me suena… Pero hace una porrada de años. Es un tío de la época de Carlomagno. Me parece que tenía un estudio en la Plaza Real e hizo un par de exposiciones. No recuerdo dónde, pero tengo idea de que las hizo.

Méndez sonrió.

– Buena memoria, Clos. Claro que si la tuviese buena de verdad, lo que se dice buena del todo, recordaría que aún hay una orden de busca y captura contra usted en el juzgado número once. Fue por el asunto de las esculturas románicas transportadas hasta Toulouse. Deliciosos tiempos aquellos en que los hombres como usted expandían el arte por el universo todo. Ahora ya no lo hacen.

El marchante palideció. Sus dedos tamborilearon sobre la mesa mientras pensaba que su instinto le había dicho la verdad: sólo al ver a Méndez ya había tenido el impulso de huir. Allí por donde asomaba aquel tipo brotaba toda la basura de la ciudad, surgían cucarachas que habían vivido a toda pensión en la calle del Cid, saltaban pulgas gigantescas y ratas que entre ellas se hacían el 69. Resucitaban expedientes dormidos en cajones remotísimos. Se abrían carpetas donde las polillas se lo habían comido todo menos las órdenes de detención. Aparecían cartas comprometedoras escritas siglos antes en un papel de water.

– La orden está archivada -dijo Clos con voz insegura.

– Debería estarlo, sí.

– ¿Y no lo está?

– Parece que no lo está, no.

– Méndez…

– ¿Qué? Todos aquellos asuntos han muerto. El hombre que yo era ha muerto. Usted se está riendo de mí.

– ¿Reírme yo?… Dios me libre. La última vez que me reí fue cuando una mujer llena de esperanza me puso la mano en la bragueta. Pero tranquilícese, amigo Clos, yo sólo he venido aquí a buscar su honesta colaboración. Por una serie de circunstancias, este cuadro que usted ve ha caído en mis manos y yo entiendo lo suficiente para saber que vale algún dinero. Yo sobre eso no opino nada, porque doctores tiene la Iglesia, pero hay quien dice que la palabra «dinero» es una palabra mágica.

Clos pestañeó.

– No me venga con tantos rodeos, Méndez -dijo-. La última vez que me detuvo me explicó las costumbres sexuales del antiguo Egipto. ¿Qué quiere ahora?

– Sencillo: que me venda el cuadro. Yo no podría, ya lo comprenderá. Imagínese- yo con acento sudaca vendiendo un cuadro en las Ramblas.

– Es decir, ¿quiere que lo exponga y todo eso?

– Naturalmente que sí. Y que obtenga un buen precio. Pero antes deberá decirme a mí si ese precio me parece bien.

– ¿O sea que lo que trata es de ganar algún dinero?

– Con franqueza, sí.

– Entonces perdone que, puestos en este terreno, le haga una pregunta, Méndez: ¿qué título de propiedad tiene usted sobre ese cuadro?

– Me maravilla su honradez, Clos. Ha hecho usted la pregunta en un tono que casi me convence. Vamos, que me he sentido hasta culpable. Un poco más y me da un cubrimiento de corazón, un poco más y me quedo recargolado, como diría el dueño de una inmobiliaria que conozco.

– Menos hostias. ¿Tiene usted algún título o no, Méndez?

– No.

– Pues entonces…

– Entonces mierda. He venido aquí a ofrecerle una colaboración y a usted le conviene que colaboremos. Yo me olvido de que en los juzgados hay órdenes de busca y captura que no se cumplimentan, pero que tampoco se archivan, y usted se olvida del origen de este cuadro. Lo vende, obtiene un buen precio y en paz. No habrá ninguna clase de problemas. Usted tiene ahora una sala la mar de respetable.

Clos vaciló. Pero en el fondo se sentía satisfecho. Casi tuvo un estremecimiento de placer al decir:

– ¿Debo suponer que es un asunto suyo, Méndez?

– Yo no le pregunto; usted no me pregunte.

– ¿Necesita dinero?

– Con franqueza, sí.

– ¿Para qué?

– Verá, ahora soy yo el que paga la vaselina. Antes los amigos eran más desprendidos; lo pagaban ellos todo.

– Menos cofias, Méndez. ¿Necesita dinero sí o no?

– Le he dicho que sí.

– ¿Cuánto?

– Usted exponga el cuadro y transmítame las ofertas. No quiero hacer ahora una tasación porque me equivocaría, como tampoco quiero vender al primero que se presente. Cuando me hagan una proposición que me interese, diré que sí y en paz.

Clos, sin moverse de detrás de la mesa, cruzó las manos sobre el abultado estómago, miró a Méndez con un indefinible matiz de desdén, como si fuese un jubilado que se ofreciese para barrer la tienda, y al fin musitó:

– Lo que hay que ver.

– ¿Hay que ver qué?…

– Un policía como usted, que acaba igual que todos. No, si ya lo decía yo.

– ¿Qué decía usted, Clos?

– Pues eso: que todo está corrompido, y las autoridades las primeras. Ya me extrañaba que usted pareciera intachable.

– Nunca he sido intachable -aclaró Méndez-. He dejado escapar a muchos chorizos y a veces he tocado el culo de las mujeres que venían a agradecérmelo. Eso sí, no las he llamado jamás, han venido ellas.

– ¿Y a los propios chorizos no les ha tocado el culo alguna vez?

– Es que antes no le daban importancia y no lo cuidaban, pero ahora, que quien más quien menos empieza a recomponérselo un poco, tendré que pensarlo.

– Muy bien. En todo caso ya ve adónde ha llegado.

– ¿Adónde he llegado? Sin contestar a su pregunta, Clos hizo otra mientras continuaba acariciándose el estómago con las dos manos:

– ¿En qué cree usted realmente, Méndez? ¿En qué?

– No lo sé -dijo el viejo policía-, pero no es extraño que no lo sepa. Si usted pregunta ahora a la gente de la calle en qué cree, la gente se quedará aterrada y luego le contestará cuatro vaguedades de las que a lo mejor se deduce que no cree en nada, excepto en la comida extra que se va a atizar el domingo. Yo creo en cuatro cosas malolientes y angélicas: una ciudad, unas calles, una cierta cultura urbana, una cierta lógica de la noche. Por supuesto, ya sé que usted no acaba de entenderme, Clos. Hay momentos en que yo mismo no me entiendo tampoco.

– De un modo u otro ya ve dónde ha caído, Méndez. Me ha hecho antes esa pregunta y no se la he contestado. Bueno, ahora se la contestaré: ha caído usted en la venta de géneros de origen dudoso, ha llegado a lucrarse con bienes que no son suyos. Tenía que suceder.

Y le miró de arriba abajo con una insistente mueca de desprecio. La cara de Méndez se fue volviendo roja y sus dedos temblaron ligeramente, pero al fin se limitó a preguntar:

– ¿Usted cree que tendré suerte y me lucraré? Bueno, vamos a hablar como las personas decentes: ¿usted cree que ganaré algo de pasta gansa?

Salió de allí. De momento poco le quedaba por hacer, excepto esperar resultados. En su cerebro, donde ya se confundían las fechas, los nombres de las calles, los empleos de los hombres y sobre todo las edades de las mujeres, empezaba a germinar una idea clara. Pero tenía que probarla. Cuando llegase a la conclusión a la que esperaba llegar, sabría quién había matado a la niña a la que luego cortaron el pecho. Y sabría por qué lo hicieron concretamente allí, en la playa. Y sabría otras cosas, como por ejemplo la razón de que dispararan contra él en la Avenida del Tibidabo una noche solitaria. Y de que en la torre de la Vía Augusta enviaran por los aires un cuchillo contra Carlos Bey.

Todos estos hechos, aparentemente dispersos y sin lógica, se iban agrupando en el cerebro del viejo policía. Iban tomando forma, iban insinuando nombres, aunque a Méndez le faltaba probar el hecho fundamental. Y para eso no necesitaba hacer grandes cosas: sólo dejar pasar un poco de tiempo.

Hizo una entrada triunfal en la comisaría y se encontró con Castillo, policía ya jubilado (o sea ligeramente mayor que Méndez, pero más en buen uso que él) quien venía a hacerles una visita y a hablar de las gloriosas redadas de otro tiempo, cuando se empezaba el brillantísimo servicio deteniendo por rojo al sereno de la demarcación. Castillo había estado en la Social, practicando registros domiciliarios, y llevado de su fino olfato había efectuado detenciones memorables, como la de un periodista deportivo que luego llegó a ser amigo de Méndez. La cosa había ido exactamente así:

Castillo había entrado en el domicilio del periodista, que pese a estar en la sección de deportes tenía amplias “aficiones culturales” y ya al poner los pies en el recibidor había entrevisto una habitación con una biblioteca. Eso le demostró que su olfato no le engañaba: acababa de entrar en la guarida de un rojo peligrosísimo. «Vaya, hombre… De modo que encima una biblioteca.»

Y la había repasado con ojos ávidos. Muchas novelas, mucho Pérez Galdós, algún Pereda, algún Blasco Ibáñez… Y de pronto un grueso libro: El Capital. Pero los ojos de Castillo habían pasado por encima del título sin que en ellos se insinuara la más mínima sospecha. ¿Por qué iba a recelar de un libro titulado El Capital? ¿No estaba sirviendo él, Castillo, a un régimen capitalista? Pero al cabo de unos instantes alzó los brazos. ¡Al fin! Allí estaba un libro titulado La República, de un tal Platón. Castillo se volvió hacia el periodista y le gritó: «¿De modo que La República, eh? Y encima lo tienes ahí, para hacer propaganda. Pues te has caído con todo el equipo, cabrón.»

Y se lo llevó convenientemente detenido. Ahora Castillo hablaba de los viejos tiempos, pero Méndez ni le escuchaba. Con la mirada perdida en el balcón, a través del cual llegaban los mil rumores de la calle, Méndez estaba pensando de pronto en algo que hasta entonces le había pasado casi inadvertido: tenía que proteger la vida de Carlos Bey. Porque Carlos Bey no lo sabía muy bien aún, pero estaba en inminente peligro de muerte. Incluso era posible que lo hubiesen eliminado ya. O que se dispusieran a hacerlo. Y él jamás sospecharía de dónde venía el peligro.

Méndez pensó que había lamentado de verdad la muerte de la niña en la playa. Y que lo sentiría mucho si mataban a Carlos Bey.

Incluso era posible que se pusiese calcetines negros.