37621.fb2 Cr?nica sentimental en rojo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

Cr?nica sentimental en rojo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

24. EL AMANECER

ANTES de salir, Domingo Albert comprendió que debía pedir otra jarra; y la pidió, y la bebió sorbo a sorbo. Veía en el fondo blanco del recipiente, al vaciarse éste, algo como una insinuación extraña de su rostro. Era un conjunto de trazos sin forma, sin lógica, pero que estaba allí y le miraba riendo desde el fondo de la jarra. Se palpó con cuidado las mejillas y continuó mirándose, como atontado, en el fondo del recipiente blanco. Fue entonces cuando penetró en su cerebro la idea de que había bebido mucho y se estaba embruteciendo.

Contempló largamente su reloj; eran las once. En contra de lo que había esperado, se sentía más deprimido que al empezar a beber. Caminó unos pasos, irguiéndose cuanto pudo. La calle, observada a través de los cristales, tenía un aspecto casi fantasmagórico: el de un claustro con muchas luces colgando sobre él, un claustro seglar lleno de hombres que no conseguirían abandonarlo nunca. Pero esto era una extravagancia de su cerebro exaltado. Creyendo que así lograría despejarse, abrió la puerta y echó a andar por el centro de la calzada. Sus pasos resonaban bruscos esta noche fría, pero lentos -bruscos y lentos sobre las calzadas estrechas y las calles en pendiente-. Veía su sombra alargarse en las fachadas, en las aceras sucias, en las puertas onduladas de las tiendas. Y sentía, al verla, ese placer único de andar y respirar. De ser nada más una cosa que ve, que anda y que respira; solamente eso, unos pasos de hombre nada más. Siete pasos. Otros siete pasos, detenerse, mirar al cielo de tinta sucia, la luz vieja, las calles viejas. Y andar y respirar -otros siete pasos- No había en su cerebro ahora ningún deseo, ninguna inquietud, ni tan sólo un pensamiento. Estaba muy lejos de su casa, de su portal estrecho y de su placa de médico sin fortuna. Y esto era lo mejor: estar lejos. Estar lejos siempre de toda casa, de toda habitación (prieto entre los tabiques y los cuadros de los muertos). Sólo andar, respirar, detenerse, mirar la luz sucia, las bombillas sucias. Y no pensar; no tener que pensar siempre cómo es la vida de los vivos y la muerte de los muertos. Dejarlo todo en paz -pero esto le daba risa.

Rió efectivamente, en silencio, dejando que se formara en Sus labios un dibujo amargo.

¿Cómo no pensar si, desde muchos meses atrás, un alfiler le torturaba el cerebro? Bruscamente, ahora, al detenerse, pensó que esta noche iba a librarse de él -y tal vez a sustituirlo por otro, pero era igual-. Ahora había llegado el momento de hacer el gran alto, el primer gran descanso de su vida. Arrancarse el alfiler y esperar con el cerebro dormido, interpretando una música. O tal vez sencillamente sin interpretar la música: con el cerebro dormido nada más. ¡Qué infinito descanso el de esta noche, qué largo, y sosegado, y somnoliento descanso! Lanzó un suspiro, al tiempo que mil detalles de cosas futuras venían a su imaginación. Pero todo esto era ya superfluo: lo importante consistía en pisar fuerte, en respirar fuerte y en sentir una íntima quietud interior. Nada más que en eso: en mirar con sus propios ojos cerrados el vacío de su cráneo. Y luego esperar, esperar quieto en algún sitio, en algún lugar sin pensamientos.

La memoria de otros años anteriores vino ahora, bruscamente, a presentarse ante él. Y continuó caminando: pero ahora la memoria de otros años anteriores caminaba frente a él. Bien, pues estaba visto que el alfiler iba a martirizarle hasta el último minuto. De todos modos corría ya la postrera noche. Luego vendría la gran calma. Y después el gran vacío tranquilo de su dichosa inanidad.

Pensó que fatalmente debía ser así, que como fase inicial de toda su vida posterior debería encontrarse ese gran vacío.

Estaba ahora en una calle concurrida, llena de rumores. Hoy, este sábado, a las once y media de esta noche, parecía la ciudad tener un aspecto muy extraño y muy distinto. Arriba, casi sobre su cabeza, una línea de ventanas derramaba los gritos de muchas gargantas y el eco sordo de muchas voces. Pensó que debía tratarse de una disco barata o de un baile de barrio. Y más lejos, en un cinematógrafo, chillaba el gran anuncio de un melodrama turbio. Tras el muro, viniendo de la pequeña cabina, se oía la voz de una mujer mezclada con la voz de una compleja música. Y parecía captarse el latido de muchos pequeños corazones encerrados en la sala. Y el pálpito de muchos cerebros apretándose a una idea. O el temblor de muchos ojos, de muchos labios inquietos, el volar de muchas noches. Y siempre el latido de los pequeños corazones, siempre la voz de su pálpito, su monocorde palpitar.

Se detuvo, mirando a todas partes. ¿Qué era esto? ¿Qué era este vacío tremendo en las luces de las calles, en los reflejos de las casas? ¿Qué era esta vida de hoy, la vida de esta noche? ¿Y cuántas almas flotaban en cada habitación vacía? ¿Y en cada avenida recta, en cada contorsión de la luz vieja? ¿Cuántos habían pensado allí mismo, como él, en el pálpito de muchos corazones y en la vejez de esta luz?

Quiso andar; sí, era necesario andar, porque toda otra cosa pincharía aún más el alfiler en su cerebro. Y caminó. Y fue hasta el viejo hospital que, como siempre, permanecía tranquilo. Pero allí parecían flotar muchas almas, muchas pequeñas y encogidas almas de seres que habían existido. Y que ahora encogían sus almas en las grietas de los muros, o en los quicios de las puertas, o en el hueco de los lechos. Y allí, desde siempre, le veían andar. E intentaban decirle cómo es la vida de los vivos y la muerte de los muertos.

Todo estaba vacío, todos los corredores habían quedado desiertos. Nada más, como siempre, parecía oírse en el edificio una monótona respiración. Era el eterno respirar de todo el edificio: de los vidrios inmóviles, de las paredes blancas, de las cortinas, el respirar de los pechos. Corrió todas las salas, sin atreverse a entrar en la suya. Y dio rodeos, deteniéndose a veces. Y bajó hasta la sala de autopsias, que tenía corrida una verja. Tras ella se adivinaba el mármol de una mesa. Y sobre ella restos de algo: de hombre, de mujer; pedazos de restos. También allí parecían flotar las almas de muchos seres que habían existido. O los pedazos de sus almas. Y parecía oírse el grito helado de muchos labios exangües. O de muchos vientres de mujer partidos en las mesas y olvidados en el agua.

Fue hasta su sala; no quería tardar más. ¡Pero qué largo, qué horrorosamente largo era el tiempo de esta noche! Fue y lo vio todo blanco: todo amarillo y blanco. Y vio los rostros de sus enfermas. Y los espectros mudos de la sala se reunieron como siempre y se encogieron como siempre.

Recorrió todos los lechos: los veintidós lechos blancos. Ni uno solo de los rostros dormidos se volvió para mirarle. Sólo una niña amarilla que no podía dormir en su lecho tan blanco. Y abrió un ojo nada más: un ojo azul que le siguió por la sala. Fue hasta la pared del fondo y tuvo que volver en dirección a la puerta de entrada. Hasta ese momento no se dio cuenta de que le estaban mirando. Y se detuvo, porque unos ojos brillantes le impedían avanzar. Había allí, frente a él, en el décimo de los veintidós lechos, una mujer que estaba llorando. Domingo Albert se acercó y le puso ambas manos en la frente; luego en la nuca, hundiendo sus dedos en la mata de pelo; levantó su cabeza de la almohada. Había también en los ojos del médico una leve chispa brillante -que, sin embargo, desapareció en seguida-. Y sólo quedó su expresión dura, su expresión dura de médico experto. Puso otra vez en la almohada la cabeza joven de la enferma. Y su cerebro fabricó entonces el pensamiento de que en aquella cabeza quedaba ya muy poco impulso vital. ¡Pero qué lastimoso le parecía hoy este mundo donde sobre todas las cosas se fabricaban pensamientos! Tenía aún en sus manos la nuca joven, y sus dedos tocaban el pelo joven. Cerca estaba la puerta blanca de la entrada, aquella puerta que ya casi formaba parte de su subconsciencia desde mucho tiempo atrás. Y pensó en el tiempo de tocar esta nuca y de palpar estos cabellos. Otra vez brilló la chispa en sus ojos de médico experto. Y ahora mucho más intensamente que la vez anterior. Destapó a Marta Estradé y palpó sus senos, su vientre, el contorno de sus ingles, sus brazos, la piel suave de sus piernas extendidas. Todo, al parecer, era normal en su cuerpo; ya no debía quedar allí ni vestigio de su anterior tuberculosis ósea. Pero había todavía algo que a él le quemaba en los ojos. ¿Y ahora qué?

– Ya me dijiste que no podías ir a ninguna parte -aseguró, moviendo la cabeza- Hasta el piso lo has perdido, bonita, desde que hirieron a Carlos Bey y él no pudo ocuparse. Me duele recordarte eso.

– Aún me queda una tía-abuela. Claro que ya es muy vieja.

– Pero tú no puedes trabajar. No podrás trabajar ya nunca, bonita.

– ¿Y qué hacer? ¿Y qué hacer? Él cambió bruscamente el tema de la conversación.

– ¿Cuánto has andado hoy?

– Tres cuartos de hora, pero aún no consigo acostumbrarme bien sin el bastón.

– Ya te acostumbrarás, mujer, ya te acostumbrarás. Puso el dedo índice en los labios de la enferma y quiso al mismo tiempo sonreír.

– Endiablada paciencia la que has tenido durante tanto tiempo, ¿verdad? Pero ya todo ha acabado. -Señaló la ventana-. Hoy, cuando amanezca, comprenderás que todo ha acabado. No habrá más angustias, ni más sufrimientos, ni más noches de espera. Hoy amanecerá y tú y yo saldremos a la calle. Y andarás. Y te darás cuenta de que puedes vivir, de que puedes mirar a los otros y comprenderte a ti misma. Hoy -señaló la ventana otra vez- andarás conmigo. Amanecerá y te darás cuenta de muchísimas cosas; ya las comprendías antes, pero has tenido que estar mucho tiempo como dormida.

Le estrechó las manos y tocó sus mejillas. Hubiese querido sostenerle otra vez la cabeza y apretar su nuca. Pero ahora había muchos ojos clavados en él. Y muchos rostros amarillos enhiestos sobre las paredes blancas. La miró otra vez y dijo sencillamente:

– Andaremos mucho. Ya lo verás. Fue poco a poco hacia la puerta de salida. Le parecía ahora, bruscamente, que la noche ya no era tan larga, tan espantosamente larga. Y que ni las paredes, ni las cortinas ni los pechos respiraban con tanta angustia y con tanta lentitud. Que no se encogían ya en los huecos las pequeñas almas. O no le insinuaban su aliento; que no jadeaban los pechos con aquella angustia, con aquella lentitud.

Pero nuevamente en la calle sintió el alfilerazo en su cerebro. Y cuando pensó que debía acudir ahora a su portal estrecho, a su vida estrecha, el alfiler se retorció en su cerebro todavía más. Aunque quizá, después de todo, poca cosa habría ya que hacer. No en vano, detrás del portal estrecho, estaba todo preparado para la muerte. Y quizá al entrar, al acercarse a su dormitorio, vería ya a una mujer con la faz serena de la eternidad.

Pero el alfiler le pinchó todavía más. Esta era la noche decisiva, la noche infinita de su calma y de su crimen. Hoy, al andar, estas dos ideas se alzaban mayestáticas ante él. Y andaban con él, y le empujaban, y bebían como sus ojos la cansada luz de las ventanas prietas. Estaban en su cerebro y vivían con él. Y de la idea infinita de su calma nacía alumbrado el pensamiento infinito de su crimen.

Quiso mirar su reloj, pero era igual, habría tiempo para todo. Ni siquiera le resultaba necesario agudizar su ingenio con hipótesis del futuro. Todo, durante esta noche, sería simple, natural y lógico. Ni tan sólo sería ingenioso, pero -lo más importante- sería lógico. Su esposa, ya acostada, no notaría que estaba abierta la espita del gas. No lo notaba nunca; ya había sufrido distracciones lamentables dos veces en tres años. Y ahora todos recordarían esas distracciones, y verían el rostro exánime de ella, y le darían a él palmadas compasivas en la espalda. Su espalda se cargaría más con el peso infinito de su calma. Y miraría él también el rostro exánime, y pensaría en la idea de su crimen y en la idea de su calma.

Definitivamente miró su reloj: era la una de la madrugada. Bruscamente, al comprobarlo, algo le pinchó el cerebro otra vez con un pinchazo frío. ¡Qué miserable era todo esto, qué miserable era estar aquí! ¡Y qué miserable todo el curso de su vida, todo el trazo longitudinal y ceniciento de su vida! Ahora, esta noche, miles de recuerdos tomaron forma concreta ante él. Y entronizaron en él su reino, su postrer reino ceniciento. Mientras andaba, recordó otras noches, y otras horas, y otros pensamientos. Y recordó muchas noches de amor y muchos días de angustia. O también muchas noches de angustia. Bruscamente se dio cuenta de que en su cerebro no había más que estos dos recuerdos y estas dos ideas: el amor, la angustia. Y recordó, efectivamente, las horas de su quietud tras la hoja de madera de su portal estrecho. Su vida de médico experto, y sin embargo de médico que vive tras un portal muy estrecho. Y sus horas largas de amor, y sus horas largas de silencio. Por último, su habitar de hoy: la vida, que tiene derecho a aparecer tan grande, moría sin remedio aquí, poco a poco, como una expiración consciente.

¡Qué estúpido, qué infinitamente estúpido había sido este duelo interno de todos los días y todas las noches, sin querer convencerse de que las últimas consecuencias lógicas habían llegado a su fin! Sin querer darse cuenta de que la vida auténtica había concluido; y de que ya en adelante sólo tendría que mirar su placa de médico, contemplarse en el brillo de su dorada placa de médico y esperar sin inquietudes en la estrechez de su portal.

Pero no era esto sólo; otra vez los recuerdos volvían y entronizaban en él su reino ceniciento. Y le llevaban a mil sitios, a mil salas blancas con sus gimientes espectros. O al décimo exacto de veintidós lechos. Y pensaba en los ojos muy grandes, en la nuca joven y el cabello joven. Pensaba en los meses tan largos, inmensamente largos, advirtiendo el dolor de un nuevo genitar en el mundo de su cráneo. Y sentía ahora, con una angustiosa sinceridad, que nunca podría mirar simplemente su Placa de médico, ni contemplarse en ella, ni aguardar sin inquietudes bajo el dintel de su portal estrecho. Pero por fin había llegado su noche infinita, la noche inerte donde sólo pensaría él. Y él pensaba ahora en el rayo de luz de esta noche y andaba poco a poco entre el dédalo de calles, entre las luces enroscadas, los portales bajos, las ventanas prietas que le miraban andar.

Sin embargo pensó luego que él no deseaba un crimen. Su cobardía había llegado también a su última consecuencia lógica; y se dio cuenta ahora de que no lo había deseado nunca ni había pensado jamás que fuese necesario. Pero era cobarde y se había situado en una posición pasiva, dejándolo todo a las fuerzas del azar. Su crimen era una mera posibilidad susceptible de no realizarse. Y ojalá hubiera fracasado -pensaba en este momento-. Porque no era necesario, porque el abandono de su portal estrecho era mil veces lo mejor. Ahora se le hizo esto palpable: huir. Y con todas sus consecuencias, semejante palabra le obsesionaba esta noche. Marchar. Dejarlo todo como había estado siempre, dejar a su esposa mirando la oscuridad en un lecho y dejar esa oscuridad, la quietud de cada noche, el silencio, dejar allí los trozos de sus pensamientos, de sus ideas, olvidar los pedazos rotos de sus estúpidas querencias. Y andar. Ir a una sala blanca con veintidós lechos; detenerse. Y en seguida otra vez andar. Esta noche advirtió semejante deseo con una vívida intensidad y como un fuego celular que hubiese de ser eterno.

Pero ya estaba al final de su meta, ya estaba otra vez junto al portal estrecho. Lo abrió silenciosamente. Aquí, en estas habitaciones, no parecía flotar ninguna pequeña alma. Y nada parecía respirar; ni siquiera existir algo que tuviese un pequeño latido, una simple y diminuta vibración. En estas habitaciones tan propias sólo se inhalaba la angustia del silencio. Pero entró. Y fue entonces cuando se vio horriblemente hundido en el abismo interno de su pequeñez. Cuando volvieron los pedazos rotos de sus querencias y los trozos informes de sus pensamientos. Sólo su corazón diminuto latía allí, y sólo, entre aquel silencio, flotaba desde siempre la pequeñez de su alma.

Nada. Nada en las escaleras altas, ni en los corredores largos y antiguos, ni en las cerradas habitaciones de techos inmensamente altos. Ni un sonido, ni tan sólo el dibujarse de una sombra. Comprobó que, desde luego, no olía a gas. Fue hasta la espita y vio que continuaba abierta, tal como él la dejara antes. Pero algo debía estar averiado; seguro que habían cortado el suministro más o menos desde que él marchó. Encendió un fósforo y de la cocina no brotó ninguna llama.

Hizo esfuerzos para sonreír. Pese a que había deseado esto, el hecho fortuito le hacía sentirse más pequeño. Vio consumirse poco a poco el fósforo. Y de repente una llama intensa vino a herir sus ojos, vino a arañarlos con su brusca aparición. Los fogones encendidos arrojaban unas llamitas azules y rosadas. El suministro había sido reanudado., ya había gas.

Hasta entonces el fósforo no se apagó del todo. Y él vino a pensar que esta casualidad resolvía las cosas más fácilmente de lo que imaginó. El hecho del corte de suministro justificaría del todo una espita inadvertidamente abierta. Nunca pensó que el crimen se le pudiera poner tan fácil.

Aquellas llamitas azules y rosadas estaban arañando sus ojos para impulsarle a actuar. El deseo fatal de esta noche, el pensamiento infinito se materializó allí, al alcance de su mano. Y él, ciertamente, extendió poco a poco esa mano, hasta casi rozar las llamas. Pero su último gesto, en definitiva, fue cerrar la espita del gas y apretarse los puños contra los ojos.

Se repitió que aún continuaba la tremenda oportunidad.

Nadie le había visto entrar, y si ahora, dejando la espita abierta, salía a la calle por el patio posterior, todos sus ocultos deseos quedarían actualizados.

Se dijo que estaba allí como una sombra negra, como una silueta cobarde y negra con la muerte entre sus manos. Pero continuaba inmóvil y con esas manos pegadas a los ojos.

Nada hizo; no movió la espita ya cerrada ni continuó inmóvil en la cocina. Fue poco a poco hacia su dormitorio oscuro, donde le aguardaban los restos de sus deseos y los esquemas de sus sentimientos. La puerta chirrió al abrirse, como protestando por la revelación de algún secreto. Y él entró. Entró poco a poco en su reino vacío de siempre. Allí, junto a la cabecera del lecho, de rodillas, como un niño entristecido y solo, se puso a oír la respiración igual y cadenciosa de la mujer dormida. Un hálito ardiente, un calor desconocido y vital parecía desprenderse de aquella respiración, y él lo captaba esta noche con una intensidad única, con una fruición desconocida y enervante. Así estuvo varios minutos, oyendo respirar a la mujer y apretándose en silencio a las ropas de la cama.

Después ocurrió algo que le hizo recordar los rostros amarillos de la sala blanca. Y fue que la mujer entreabrió un párpado, un párpado nada más, y su ojo azul vino a recorrer poco a poco las facciones del hombre. Él pensaba en la niña de la sala blanca y en su ojo azul vigilándole atento. Pero ahora el hálito ardiente, el calor desconocido y vital acariciaban su rostro. Y hundió su cabeza entre los senos de la mujer, que no se movió ni acarició sus cabellos.

Pasó tiempo, un largo tiempo. Luego ambos oyeron las campanadas del reloj, pero no supieron contarlas. La mujer se movió, le clavó en la cara los pezones todavía duros. Y él, poco a poco, se incorporó también y fue hasta el tocadiscos que había al otro lado de la habitación. Colocó una pieza sin mirar el título. Una música lenta, angustiosamente lenta, una música que hoy parecía corroer, ahogar, disolver o estrangular poco a poco: esa música envenenó su cerebro. Pero fue hasta la cama y dio su mano a la mujer, que se destapó y vino junto a él, a apretar su cuerpo con su cuerpo. Bailaron. O no lo hicieron: caminaron uno junto al otro, apretados, comprimidas sus facciones y juntos sus pensamientos. Y él pensaba con angustia en esta locura nocturna, y ella pensaba con asombro en este capricho nocturno. Pero hubo un momento en que ambos estuvieron al borde de la alta escalera, rodeados de oscuridad, y entonces se disociaron sus pensamientos. Ella se dijo que, por primera vez, la asustaba esta oscuridad. Y él se dijo que ésta era la gran ocasión, la obsesionante ocasión para Regar a la noche infinita de su crimen. Sólo hacía falta alargar el brazo, o dar un traspiés, o empujar casi sin fuerza. En este minuto todo se decidía; el ahora o nunca tomaba actualidad. Y él, claramente, se dijo que nunca. Que no convenía precipitarse, como se había precipitado al marchar dejando abierta la espita del gas. Imaginaba ahora lo que sería este momento sí el azar no lo hubiese decidido todo. Y por unos instantes le aterró la negrura de esta noche. Pero seguían andando apretados; y ya la música había dejado de oírse. Ya nada corroía, ni socavaba, ni mordía su cerebro. Y ahora, entre el silencio, pensó claramente que esto no podía continuar así. Que había llegado a un extremo rabioso -había llegado a las últimas consecuencias lógicas de su vida con aquella mujer- Que toda su vida estúpida estaba allí, frente a ambos, y que hablaba. Pero se encogió de hombros e hizo fuerza sobre la cintura de aquella dócil mujer.

Vio que amanecía. Una claridad turbia, llorosa, se pegaba a los cristales y teñía las ventanas. Fue hasta la cama y se desnudó poco a poco, metiéndose en ella. Pensó que descansaría hasta bien avanzada la mañana de este domingo. Ahora, al sentir junto al suyo el cuerpo cálido de ella, al sentir junto a él la línea de sus formas, una diminuta chispa de felicidad le recorrió la espalda. Y deseó por unos momentos que esta mujer fuese feliz también, puesto que además de nada era culpable. Un leve remordimiento por la vida insípida que durante años le había obligado a vivir le apretó la garganta.

– Dime -susurró-, ¿te molesta arreglarme el material del consultorio cada día? Si quieres, a partir del lunes me levantaré un poco antes y lo haré yo.

– No, claro que no me molesta, no te preocupes.

– Gracias.

– Oye…

– ¿Qué?

– Me gustaría dar alguna clase más de música. El profesor dice que voy avanzando mucho. Y como vive aquí al lado mismo…

– Pues claro… No quiero que seas una frustrada como yo. Tienes que realizarte de alguna manera.

Ahora fue ella la que se incorporó y le puso una mano en la mejilla izquierda.

– Nada me molesta. Ya sabes que quizá no sea una esposa dulce, pero soy una esposa fiel. Puedes siempre mandarme lo que quieras y lo haré. No quiero que te preocupes innecesariamente por mí, como estabas haciendo ahora. Deja las cosas como están.

Domingo Albert se encogió, mirando la turbia claridad de la ventana. En este momento mil interrogantes bailaban ante él. Pero, bueno, no convenía pensar; dejar las cosas como estaban. Eso era lo más cuerdo. Dejar que su esposa arreglara el consultorio, porque ya se había acostumbrado así; dejar que se distrajera con las clases de música y que soñara (quién sabe) con eternidades en el Liceo; resignarse a que fuera una esposa poco dulce, pero fiel. Que continuase todo igual. Y él también igual. ¿Y siempre así?

Tuvo que encogerse más. El pensamiento de que todo se había agotado, de que todo había llegado a sus últimas consecuencias lógicas, le pinchó ahora como un taladrante clavo al rojo. Pero fue un pinchazo breve; sonó el teléfono y tuvo que ponerse al habla. Oyó la voz del médico de guardia. Y entonces sus facciones adquirieron un color terroso.

– …Es esa enferma que usted dijo que estaba curada. Sí… La Estradé. Créame, desde luego ahora es una cosa grave. La muy imbécil se ha subido a la ventana para ver amanecer. ¿Qué diablos le pasaría? Bien, lo importante es que se ha caído… Una caída muy mala, sí… ¿Cómo demonios pensó usted que estaba curada? Sus huesos no resisten ni un pellizco de gorrión. En fin, no le molesto más: le he dicho esto para que a las once se pase por aquí, a ver qué medidas tomamos.

Soltó el auricular. Su rostro estaba ahora más amarillo que los espectros de la sala. Y todo a su alrededor se había hecho más blanco; él mismo era un espectro con los ojos abiertos. Quieto, pegado al cuerpo de la mujer, siguió pensando en las últimas consecuencias lógicas. Y fue entonces cuando tuvo la sensación de que iba a hacer un raro descubrimiento: tales consecuencias lógicas quizá no llegarían nunca. He aquí que algo muy grande o muy mezquino, pero suyo, brutalmente suyo iba a nacer de esta extraña ceniza, donde existía un pálpito. Ahora creyó darse cuenta de esto: no se produciría el último punto lógico de su vida en común ‘porque aún tenían algo que arrancarse mutuamente. De improviso, ante sus ojos, apareció la senda desconocida y negra de otra vida que sería consecuencia de ésta, ya tan muerta; de otra vida exuberante y oculta. Hecha de jirones perdidos de sí mismo, de latidos rotos y escondidos de sí mismo. Encogido, inmóvil, sin respirar, pensaba en la sala blanca y en los reflejos de la luz blanca. Y se preguntaba qué maldición le había impulsado a hacerse concretamente médico, a tener que penetrar siempre en la noche íntima de cada espectro. Por qué había sentido compasión y amor: ayer compasión, hoy un amor encendido y rabioso. Pero ahora -se dijo- ya no podría hacer nada. Ya no podrían andar; y al andar ir acariciando él la nuca joven y el cabello joven. Algo en su interior le llamó cobarde. Cada vez más encogido, más quieto, sintió que una angustia muy secreta le apretaba el pecho. Incorporándose, puso una mejilla sobre la mejilla de su mujer. Les alumbraba esa claridad disuelta de todo amanecer.

Y alumbraba las facciones juntas, y las manos quietas, y los cuerpos quietos. Luego acarició la espalda de esta mujer, su espalda tersa, su nuca grande, sus cabellos negros. Se hizo lloriqueante la angustia en el vacío de su pecho. Y una carcajada atravesó sus sienes, bailó en el hueco de su cráneo. Pero él seguía acariciando la nuca grande y el cabello negro. Murió el ladrido de su angustia, la carcajada taladrante de sus sienes; se hizo una infinita calma. Él estaba ahora en una sala blanca y se miraba en unos ojos muy extraños, donde sus grandes manos parecían retratarse. Y hundía esas grandes manos en la morbidez de una mata de pelo, deteniéndolas allí, apretando la pequeña nuca, acariciando la tersura del cuello y la suavidad de los cabellos de Marta. Pero volvió la carcajada en la línea de sus sienes. Tenía las manos en la nuca grande, aferrando los cabellos negros. Se incorporó levemente y estuvo contemplando a la mujer.

– Bien -le dijo, cuando ella entreabrió uno de sus párpados-; me has dado un gran momento. ¡Pobre! Al fin, la verdad es que tú ya sólo podías servirme para esto.

En seguida se sintió pequeño nuevamente. Una vida así tenía que estar hecha de momentos. Quizá ya todos habían concluido.

Intentó dormir.