37621.fb2 Cr?nica sentimental en rojo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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25. BUSCA, PERRO, BUSCA

EL TELÉFONO sonó en el despacho de Daniel Ponce cuando éste estaba a punto de iniciar la delicada ceremonia de la mesa.

La chica dijo:

– No contestes. Estaba lista para la faena, es decir cubierta por lo más solvente que está dando la actual orfebrería erótica: pantalones tejanos desgastados en las rodillas, botas camperas, blusa de Lacoste, braguitas marcadas por el último residuo de una cena en McDonalds. No llevaba sostenes, se había dejado caer hasta los tobillos los pantalones y todo lo demás, se estaba poniendo de espaldas sobre la mesa, ofreciendo la rajita del sexo y la prohibición del culín, cuidado no te equivoques de sitio, como un muchachito de los futbolines de las Ramblas o como una chica aventurera dispuesta a todo, a lo que salga, incluso a leer a Hegel, incluso a que con ella se equivoquen de punto crítico. Estaba sujetándose bien a los bordes de la mesa, no la vayamos a cambiar de sitio y acabemos haciéndolo en el despacho de al lado, que es el de un inspector de Hacienda, mientras murmuraba:

– También son ganas de llamar a estas horas. No contestes. Los ruidos que llegan a través de la ventana pese a estar cerrada, el tráfico, la Barcelona que antes avanzaba sobre cuatro ruedas y ahora empieza a avanzar en Vespino, Dani Ponce que acaricia el culín y trata de pensar en secretarias que llevaban faldas de seda, que colgaban de su cuello medallas a la virtud, que jamás se quitaban la ropa por sí mismas y que sobre todo, a juzgar por sus braguitas, no habían cenado nunca. Hay que ver cómo han cambiado las cosas, Dani Ponce, antes ibas con chicas que te entregaban su virtud y sus sueños de niñas del Ensanche; ahora sólo encuentras escaladoras del Everest que te entregan su problema generacional y su mensaje histórico. Piensa en las de antes, piensa, porque de lo contrario vas a hacer el ridículo, vas a notar que aquí no se levanta nada aunque venga un encantador de serpientes colegiado, vas a convertirte, a los ojos de esta testigo del siglo XXI, en el ejemplar típico de la burguesía decadente y cuyo tiempo ya pasó, en un espécimen demostrativo de lo que es la burguesía más desamparada. Y encima, maldita sea, el teléfono suena.

– Diga…

– Dani, soy yo, Blanca. Necesito verte en seguida. Ahora.

– ¿Para hablar?

– Pues claro. No será para nombrarte caballero de la Orden de Malta.

– Te es imposible decírmelo por teléfono?

– Por teléfono ya estamos hablando demasiado, Dani. A ver si resulta que trato con un menor de edad.

– Bien… Dime dónde.

– En tu coche. Me recoges en el cruce de Aribau con Mallorca, conforme se gira a mano derecha.

– ¿Cuándo?

– ¡Ahora! Y Blanca Bassegoda colgó. Delicada ninfa cuyo padre sólo tomaba el teléfono para dar órdenes, para vender hombres, para comprar mujeres, para subastar esperanzas. Eso se hereda, y tú deberías saber, Dani Ponce, que una Bassegoda siempre hablará así. Y encima la otra diciendo que para qué has contestado, que a ver en qué quedamos, que si estamos haciéndolo o no, que o esto funciona antes de que ella agarre una pulmonía o se lleva la mesa a casa.

– Para perder el tiempo he venido yo, vamos. Y encima aún la tienes como en un cuadro del Greco.

– Mujer, que uno no es una máquina. Ponce acercándose a la mesa, Ponce soñando en las secretarias de otro tiempo, finas, gorditas y con marido en casa. Ponce que hace lo que puede con la venus actualizada, ah, ah, ah, y ella: no lo gastes todo por la boca, que nos van a oír hasta en la Guardia Urbana.

Blanca Bassegoda debía de llevar un rato esperando cuando él llegó y tenía todos los motivos para estar crispada, pero una Bassegoda tiene la suficiente clase para no crisparse nunca. Se limitó a mirarle con cierto desencanto mientras decía:

– Vamos. Un chaflán de Mallorca-Bruch es un buen sitio, un lugar de coches que pasan, de niñas-peritaje que salen de la última academia, de oficinistas-jubilación que van a saltitos hacia la última cena. Un sitio donde nadie se fija en los seres humanos, ni siquiera en los coches, sino en los sitios libres para aparcar. Ellos han encontrado uno entre las sombras para que Blanca diga ansiosamente:

– Puede ser hoy.

– ¿Esta noche?

– Sí.

– Blanca, esto no es un juego… Hay que asegurarse bien.

– Claro que no es un juego. Precisamente por eso he observado tanto como tú. Y ya empezaba a pensar que sería imposible cuando de pronto he tenido suerte. Eduardo me ha llamado.

– ¿Para qué?

– Ha suplicado que nos veamos. Eso es: ha suplicado. No puedes imaginarte cómo está.

Daniel Ponce empezaba a comprender, pero dijo de todos modos:

– No te fíes.

– Claro que no me fío. Ni que tuviese que descubrir a ese tipo ahora. Primero me pedirá perdón, después me pedirá dinero y al final me pedirá que me muera. Como para estar a solas con él, escucha. Pero no iré yo; irás tú.

Él se mordió el labio inferior.

– Comprendo.

– Naturalmente, es un sitio solitario, un sitio ideal. De lo contrario, no te habría dicho nada.

– ¿Qué sitio?

– Tú has ido muchas veces por las costas de Garraf. ¿Conoces el cruce para el puerto deportivo de Aiguadoll, antes de entrar en Sitges?

– Claro que lo conozco. Incluso lo he utilizado en verano para salir de Sitges, cuando está muy cargada la carretera.

– Bueno, pues ahora no estará cargada ni nada de eso. Al contrario, un día laborable a las dos de la madrugada aquello es un cementerio.

– ¿A esa hora te ha citado allí?

– A esa hora.

– ¿Y no te parece sospechoso?

– ¡Claro que me parece sospechoso! ¿Piensas que iría? Eduardo debe necesitar dinero y se lo quiere jugar todo a una carta. Me ha dicho tantas mentiras y me ha jurado tantas cosas para convencerme, que otra que aún le quisiese un poco habría pensado: por una vez, vamos a probar. Pero a mí ya me tiene hasta aquí, hasta el moño. Bueno, no hace falta que te lo explique. ¿Para qué? El caso es que iba a colgarle cuando he pensado de pronto que nos lo estaba poniendo en bandeja. Tanto dar vueltas, tanto buscar una oportunidad y, lo que son las cosas, él mismo diciéndome de rodillas que ya ha elegido el sitio para su entierro. He fingido indiferencia, pero al final le he dicho que iría. Va a ser a las dos de la madrugada, cincuenta metros más o menos una vez metido en el cruce.

Daniel Ponce volvió a morderse el labio inferior. Los coches rugían a su lado, pero él no oía nada. Solamente captaba un zumbido en la nuca. «De modo que ahora…», pensó. Ya había vivido esa situación una vez. La había vivido hasta el límite. Pero al haberla ideado él mismo, le parecía más racional y menos peligrosa que la que había ideado Blanca.

La voz femenina sonó a su lado, en la oscuridad del coche, y sin embargo pareció llegar desde infinitamente lejos:

– ¿Llevas tu arma?

– Sí. En la guantera.

– ¿Está controlada?

– Ésa no.

– Bueno, ¿pues qué dices? Él cerró un momento los ojos. Desgraciado, que eres un desgraciado, tanto darle vueltas, tanto asunto de profesionales y al final resulta que ha tenido que ponértelo a punto de caramelo una mujer que, como quien dice, nunca ha salido de casa.

– Dani, contesta… ¿qué me dices?

– Estoy pensando… La verdad es que me hubiera gustado más combinar las cosas a mi manera, pero reconozco que es una ocasión magnífica.

– Pues aprovéchala.

– Me sabe mal que tú seas algo así como el cebo, Blanca.

– Yo no soy cebo ni soy nada. Te he dicho que no voy a ir. Ah… El hecho de que mi intervención te facilite un poco las cosas no varía el contrato. El precio va a ser el mismo. No pienses que busco una rebaja.

Dani lo había pensado, pero fingió indignación.

– ¿Cómo iba a imaginar eso de ti?…

– Lo sé, pero es mejor que las cosas queden claras desde el principio. Luego tú y yo no podremos permitirnos el lujo de discutirlo.

– Lo sé muy bien, Blanca. Y ahora vamos a una serie de detalles concretos, porque quizá no todo sea tan fácil como tú piensas. En primer lugar puede haber por allí alguna pareja metiéndose mano dentro de un coche.

– El propio Eduardo procurará que no sea así. Quiero decir que se situará lo más lejos posible de todo coche estacionado allí, porque imagino que para los planes que debe llevar en la cabeza no le interesan los testigos. Por otra parte, vamos a ser razonables: si hay alguna pareja metiéndose mano, también le interesará alejarse. Ahora bien, si tú vieras que hay peligro lo que se dice mucho peligro, no te arriesgues. Ya habrá otras oportunidades.

Daniel Ponce asintió con un leve movimiento de cabeza.

– ¿Crees que irá armado? -preguntó.

– Ni hablar. Él piensa que se va a encontrar solamente conmigo. Imagínate.

– De todos modos tampoco pienso darle ninguna oportunidad. Y ahora supongamos que todo ha salido bien. ¿Cómo te lo comunico?

– Una llamada. Tres timbrazos y cuelgas. Eso es todo. Si algo falla, dejas que el timbre suene cinco veces y entonces descolgaré.

– De acuerdo, Blanca… No me resulta fácil hablar de esto, pero quiero que los detalles queden concretados hasta el máximo. Una vez yo haya… terminado, me largaré. Pienso dejar el cadáver allí y no buscarme complicaciones. La policía sospechará un ajuste de cuentas, porque Eduardo es un tipo con muchos enemigos, o sospechará de mí. De ti no, porque supongo que ya tienes prevista una coartada desde este momento. Pero no podrán probarme absolutamente nada. Lo único que he de evitar a toda costa es que me pare la Guardia Civil de Tráfico por una infracción, o que mis neumáticos se mojen y dejen una huella. Con esas dos condiciones, no me llegarán a atrapar jamás.

– Eso es fundamental, Dani. Porque si tú cayeras podría caer también yo.

Y añadió con voz tensa:

– Deberías tener también una mínima coartada. Algo.

– A esa hora es difícil… Bueno, de todos modos ya pensaré alguna cosa, por la cuenta que me trae. Te lo prometo.

Hubo un largo silencio entre los dos. Más allá de los cristales del coche no sonaba para ellos ningún ruido; no se movía nada; no estaban más que las sombras de una ciudad vacía.

Dani carraspeó:

– Blanca…

– ¿Qué?

– Yo cumpliré mi parte. Tú debes cumplir la tuya, ¿sabes? Al margen del dinero, que quede bien claro lo de la torre de la Vía Augusta.

– Es lo que más te interesa, ¿verdad?

– Tú sabes que sí.

– Vale una fortuna, realmente. Dani Ponce miró a través del parabrisas las ramas de los árboles que se movían con el viento del invierno, miró las siluetas fugitivas, las tiendas cerradas, los balcones fin de siglo. Miró también fugazmente las piernas cruzadas de Blanca, que apenas cabían en la mezquindad del coche, tus piernas vienen de otro tiempo, Blanca, tus piernas merecen otra cosa. Cerró un momento los ojos y musitó:

– No es sólo por el dinero que vale.

– ¿No? ¿Pues por qué?

– Por los recuerdos.

– De los recuerdos no se vive, Dani.

– Es extraño.

– ¿Qué?

– Tú me estás diciendo eso, y tienes razón. Claro que tienes razón. Pero al mismo tiempo piensas que no vale la pena vivir si uno no puede vivir de acuerdo con sus recuerdos. No sé… Es muy complicado. O quizá muy sencillo.

– Es muy sencillo, Dani.

– Te he dicho la verdad, ¿no es así? Blanca miró al vacío mientras se curvaba su boca.

– Pocas personas me han descrito con tan pocas palabras -Susurró-. Hace falta ser poderoso para no tener que vender la casa del padre, los marcos de plata donde estaban los retratos del padre. Y ser poderoso resultará más difícil cada vez, ¿sabes? Las masas lo devorarán todo. Conservar un nombre, unos apellidos, una casa y unos marcos de plata llegará a ser una tarea de titanes. No todos tendrán la suficiente dureza para serlo, ¿entiendes? Habrá quien prefiera acabar abrazado a su número de la Seguridad Social.

De pronto lanzó una risita nerviosa y añadió:

– Tú me conoces muy bien, Dani.

– Es que pasamos juntos los años de la Vía Augusta.

– ¿Por qué los recuerdas tanto?

– No sé… Quizá tú misma lo has dicho: los marcos de plata en los que daba la luz. Es una cosa tan sencilla y sin embargo tan llena de sentido para mí… Es la calle ancha y que estaba dominada por la torre, es el rumor de los pájaros en el jardín, con las cenas en el mirador del verano, con Barcelona extendida a los pies. Son tus piernas en la escalera del desván, las piernas más distinguidas y mejor calzadas con que me he encontrado en mi vida, unas piernas nacidas para ir hasta un trono. Y mira que he llegado a ver otras. No quieras saber.

– Deja mis piernas en paz, Dani.

– He querido decir que reflejan tu clase.

– Gracias. Conservar la clase va a ser ahora muy difícil, pero yo la conservaré.

– ¿Sabes qué pienso a veces? Que de las grandes familias ya no van a quedar las casas, ni los retratos, ni los jardines, ni los cenadores de verano. Ni siquiera los panteones van a quedar. Sólo un libro que no se venderá y un nombre esculpido en un árbol. Bueno… quiero decir que adivino que tú estás luchando contra esa corriente universal, contra la cartilla del Seguro, contra la muerte sin nombres. A eso le doy mucho mérito, no sé expresarlo con otras palabras. Y si he hablado de la gran torre de la Vía Augusta es porque al pensar en ella te comprendo a ti. También he hablado de tus piernas, ya lo sé. Pero no imaginarás que haya sido para incluirlas en el precio.

Blanca lo había imaginado. Es más, estaba segura. Pero musitó:

– ¿Cómo iba a pensar una cosa así?

– Bueno… ¡ejem!… También pienso mucho en tu padre, ¿sabes? Tu padre tenía una gran virtud: nunca creaba muerte, creaba vida.

– Es una virtud cada vez más difícil.

– Sí.

– Ahora, en este país, ya nadie crea nada. Y Blanca añadió:

– El tiempo se nos echa encima, Dani. Aún queda mucho para la cita, pero he de organizarme una coartada que sea indestructible. Y tú también debes pensar en eso, te lo repito. Todas las palabras que nos digamos no nos llevarán a nada: ahora hay que actuar.

– Naturalmente, Blanca. ¿Qué coartada has pensado para ti?

– No la tengo demasiado perfilada, porque ya te digo que todo esto ha venido de repente, como un mazazo. Pero de todos modos estoy pensando que es mejor que yo no sepa la tuya y tú no sepas la mía. De esa forma no podemos cometer ninguna indiscreción que haga barruntar a la policía, aunque sea de lejos, que nos hemos puesto de acuerdo en algo.

– Tienes razón, Blanca. Tal como se han planteado esta noche las cosas, quizá sea lo mejor.

– Entonces nos separamos en seguida. Recuérdalo: tres timbrazos y cuelgas si todo ha salido como debe salir. Cinco timbrazos y yo descuelgo si necesitas decirme algo que sea de vida o muerte. Pero sólo en ese caso.

– Bien.

– Cuando todo… haya acabado pasaremos unos días malos, hay que empezar a acostumbrarse a la idea ya desde ahora. Pero tengamos en cuenta los dos que no debemos flaquear, porque nuestra posición será muy sólida. Mientras la policía nos hace la puñeta estará haciendo la puñeta a mucha gente más, a todos los amigos de Eduardo, por ejemplo, el mejor de los cuales merecería estar en Carabanchel. Y si alguien se raja por lo que sea, ése se la carga. Si nosotros dos nos mostramos muy seguros y muy convencidos de nuestra verdad, no nos puede pasar nada. Recuérdalo, Dani. Esa idea la has de tener muy metida en la cabeza cuando te empiecen a molestar.

– Sé muy bien lo que he de hacer, Blanca.

– Perdona, no he querido darte lecciones de nada.

– Tranquila, Blanca… Todo saldrá bien. Y se dieron las manos. Se las estrecharon con fuerza, mirándose a los ojos en la penumbra que llegaba por encima del capó usado, por el parabrisas sucio. Blanca susurró:

– Adiós, Dani. No falles.

– No fallaré.

– Esto por el viejo tiempo. Por los años de la Vía Augusta. Y se subió la falda. Muslos grandes y macizos. Liguero blanco de Íña. Medias negras de puta. Los labios de la mujer apenas se separaron para susurrar:

– Puede que añada algo al precio, Dani. Son cosas que una piensa.

Y bajó del coche antes de que él pudiera hablar, antes de que pudiera mover las manos, antes de que pudiera ordenar los pensamientos. Blanca Bassegoda se perdió en la noche de la ciudad que los suyos habían creado y que sin embargo ya no les pertenecía. Aún llevaba la falda un poco levantada, y eso hizo que se olvidaran de la última cena todos los empleados-jubilación que salían en bloque de una academia para oficinistas reconvertidos.