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DANI PONCE condujo con un cuidado exquisito. La autovía de Castelldefels estaba muy concurrida a pesar de la hora, a pesar de la noche, a pesar del invierno, a pesar de la crisis y a pesar sobre todo de que ya ningún barcelonés honrado necesita irse a un hotelito junto al mar para tener un lío con una ex azafata de congresos de UCI o con un camarero de buena conducta. Los otros coches le adelantaban raudos y se adivinaba en la oscuridad la mirada desdeñosa de los otros conductores, tío mierda, que parece que estés parado y haciendo pis por la ventanilla, así se te suba el cristal y te la enganche. Pijo de carretera, que uno va confiado, a lo suyo, a velocidad normal, y de pronto se encuentra dando por detrás a tu matrícula, que además termina en 69, si es que os tenían que meter en la cárcel a todos. Pero Dani Ponce no se movía de su derecha, no adelantaba, no quería cometer la más pequeña trasgresión antes de llegar al lugar previsto.
En las costas de Garraf extremó el celo, pegándose a un camión y formando detrás una caravana desesperante. Hasta que empezó a mirar su reloj y a darse cuenta de que no le quedaba ya mucho tiempo, y hasta que comprendió que era una imprudencia dejar que el coche pegado al suyo se pudiera fijar durante tanto tiempo en el modelo y la matrícula. Nunca se sabe. Sobre todo si luego se daba cuenta de que giraba hacia el solitario cruce de Aiguadoll, un detalle a retener en la memoria.
Unas gotitas de sudor helado empezaron a nacer en sus sienes. Notó también que se le secaba la boca.
Queriendo ser prudente del todo, estaba cometiendo pequeñas imprudencias. Era necesario cambiar de táctica.
Casi al final de las costas de Garraf, se la jugó en dos metros para adelantar al camión y lanzarse por el terreno despejado, dejando atrás la caravana. Sabía que a los otros coches no les quedaba espacio para adelantar, pues ahora la raya continua llegaba casi hasta Sitges, y que por tanto los perdería de vista durante dos o tres minutos. Los suficientes para llegar al cruce y meterse en él sin que nadie supiera si había hecho eso o había seguido recto por la carretera general. Tuvo suerte, porque cuando dobló hacia la izquierda, hacia las soledades de Aiguadoll, las luces del maldito camión que abría la caravana aún estaban en la lejanía.
Entonces Dani se detuvo un momento, paró el motor y la iluminación, respiró hondamente y se agazapó en las sombras como el clásico animal al acecho. Necesitaba centrarse, necesitaba pensar, recuperar la noción de su espacio y de su tiempo en aquel lugar que de noche le resultaba completamente desconocido. Cuando lo hubo logrado en parte, volvió la cabeza y trató de calcular la distancia que había recorrido desde el cruce: unos treinta metros. Estaba, pues, a unos veinte del sitio en el que Eduardo Contreras debía esperar la aparición de su mujer, una mano cerrada para golpear, otra abierta para pedir dinero. Un pensamiento rápido y directo de la cabeza al pene: o llegas a un acuerdo conmigo o te enseño lo que es bueno, nena, dándote por detrás aquí mismo. Pero vas listo, Eduardo Contreras -pensó Dani-, vas a ser tú el que reciba lo suyo por detrás, el que se incline sobre el capó rojo del Porsche, el que lo deje perdido de babas y de sangre, el que acabe besando los neumáticos radiales ancho Special que cuando los viste en un anuncio te la hicieron levantar. Vas a tener la suerte, sin embargo, de morir en un sitio desinfectado y para gente rica, a pocos pasos de un puerto deportivo, de un Mediterráneo para ejecutivos I am the owner, casi tocando con los dedos los yates bautizados con el nombre del notario que protestó la primera letra. Una muerte mejor de la que mereces, después de todo, porque tú ya tendrías que haberla espichado de un sifilazo en el Hospital de Infecciosos media hora después de nacer. Pero qué vamos a hacerle, en este mundo ya no existe ni la justicia histórica.
Daniel Ponce sacó la pistola de la guantera, una pistola que había recorrido toda la geografía social del Barrio Chino barcelonés, pero que no estaba controlada, y la montó dejando una bala en la recámara. Con el arma en la mano acechó a través de la portezuela medio abierta mientras pensaba qué sería mejor: si ir a pie y sorprender a Eduardo dentro de su coche o acercarse tranquilamente como si fuese Blanca que llegaba, esperar a que él viniera y a menos de dos pasos darle su ración desde la ventanilla, zas, zas, directo a la cara, ahí donde las balas hacen daño de verdad, toma, cabrón, y no te disparo al pito porque me das lástima, porque en el fondo te aprecio, porque en el infierno aún puedes encontrar el culo de un ministro que te pida una oportunidad. Decidió que la mejor táctica era la primera, porque con la segunda dejaba a Contreras demasiadas posibilidades de verle.
Salió en silencio del coche. No veía ningún otro vehículo delante suyo, aunque el Porsche tenía que estar a poca distancia. «Claro que en la oscuridad el rojo es de los colores que menos se distinguen -pensó bruscamente-, y además un Porsche no hace precisamente el bulto de un camión trailer.» Pero mientras avanzaba lo vio. Estaba estacionado a la izquierda de la carretera, con las luces de situación apagadas, y en la oscuridad parecía un hermoso animal dormido. «Todo lo haces mal, Eduardo Contreras de las pelotas, que te las das de listo y macho con las mujeres, pero a la hora de la verdad no sirves ni para estacionar un coche de forma que no llame la atención. Podías haberlo situado a la derecha, digo. Pero lo mismo da, cabrón: A ver si después de muerto te clavan encima una multa.» Dani avanzó casi en cuclillas para que no se le pudiese ver por ningún retrovisor, pese a que con la oscuridad eso era muy dudoso. Alcanzó sin hacer el menor ruido la parte posterior del coche. Estaba en el lado izquierdo, por supuesto, ya que por el lado izquierdo tenía que atacar. «Hala, acomódate bien en tu asiento mientras esperas, mamón. Pon la radio para ver si dan algo que interese, hombre. Con un poco de suerte, darán una marcha fúnebre.»
Pegado al flanco del coche trató de ver si el cristal del conductor estaba bajado, lo que le facilitaría las cosas enormemente, porque podría introducir la mano y meter casi el cañón de la pistola en la boca de Contreras, hala, macarra, chupa. El odio de Dani Ponce iba creciendo mientras veía dibujarse en el aire la boca de Blanca, las piernas de Blanca, la promesa de Blanca. Apartó un poco la cabeza, que tenía pegada a la carrocería, para ver si había tenido suerte en el detalle del cristal bajado. Y la tuvo. Eduardo Contreras estaba con la ventanilla abierta, a pesar del invierno, porque así oiría mejor sin duda los pasos de alguien que se acercase. Pero no le había oído a él, lo cual era lógico porque Dani se movía con el silencio de un gato. Supo además que Eduardo se encontraba sentado en el puesto del conductor porque veía sobresalir un poco su codo, descansando en la portezuela. No se oía la radio, claro que no. «Bien pensado, ¿cómo la iba a conectar? Así no podría oír sí se acercaba alguien…
Dani Ponce se dispuso para el salto. Incluso con la ventanilla cerrada el golpe era seguro, porque las balas del nueve largo atraviesan ese tipo de cristales sin desviarse una milésima de milímetro, pero pudiendo tocar a su víctima la cosa se planteaba mejor aún. De modo que contuvo el aliento, calculó cómo había de ser el ademán de su brazo derecho, quitó con precisión el seguro de aleta… ¡y saltó!
Fue como un vuelo de una décima de segundo. Sus músculos obedecieron a la perfección para situarle ante, la ventanilla del Porsche. Para situarle ante el asiento vacío. Ante el falso codo relleno de borra que resbaló suavemente. Ante el abrigo de Eduardo Contreras, pero sin Eduardo Contreras dentro. Todo eso tuvo Dani delante suyo, mientras lanzaba un grito.
Pero peor fue lo que tuvo detrás. Porque detrás tuvo aquel cañón que se empotraba en su nuca.
Y el cuerpo de aquel hombre.
– Suelta tu petardo, cariño -dijo Eduardo Contreras, con voz de marica.
Todo se hizo borroso para Dani Ponce, todo se llenó de oscuridad mientras sentía un espantoso zumbido en las sienes. Durante un segundo que se hizo eterno sus rodillas temblaron al tiempo que el corazón le enviaba una orden, la orden de volverse a vida o muerte y luchar.
Pero el cerebro estaba en blanco, el cerebro no envió ninguna orden a los músculos, que siguieron vibrando. La mano derecha de Dani Ponce se abrió. La pistola cayó al suelo con un chasquido metálico.
A lo lejos se oía el rugido de los camiones que ponían marcha larga al terminar las costas de Garraf. Se oía el bramido del mar, que estaba inquieto esa noche. Y se oía el pitido de algún remoto tren de mercancías que transportaba planchas para la Seat, piezas para la Maquinista, pérdidas para la RENFE. La noche se desperezaba, se alargaba y venía a morir en aquel gran desierto, en aquel gran sollozo que era el cerebro de Dani Ponce.
Este pudo susurrar al fin:
– Todo es un error, Eduardo… Una mala interpretación. Yo sólo he venido a preparar el terreno para que la entrevista se celebre, pero en paz. Dentro de un instante llegará Blanca.
La voz chirrió a su espalda, mientras el aliento cosquilleaba en su nuca:
– ¿Y qué hacías acercándote de esa manera y con una pistola en la mano? ¿Crees que soy idiota?
– Eduardo… Todo tiene una explicación… No sueltes el arma si no quieres… Ya ves: seguirás teniendo todas las ventajas. Pero hablemos…
Fue a volverse. El cañón casi le rompió un pómulo al apretarse contra él y obligarle a volver a su posición primitiva.
La voz dijo con siniestra suavidad:
– Has caído en la trampa, Dani.
– ¿Trampa?… El cerebro de Ponce pareció resucitar con un chasquido, con una serie de lucecitas que se encendían y se apagaban y le enviaban una sola pregunta: «¿Pero es que Contreras sabía que?…»
El camión venía a poca velocidad y aceleró de pronto, con un bramido, antes de meter tercera. Aquel bramido llenó la noche.
Por lo tanto el disparo ni se oyó. No hubo respuesta para Dani. No hubo perdón. La bala le penetró por la nuca y le salió por la boca. Eduardo Contreras lo sostuvo en parte, para que no cayese sobre el Porsche y lo manchara, mientras con la otra mano guardaba el arma. Luego susurró, con la satisfacción del trabajo bien hecho:
– Listo. Y se volvió. Oía los pasos quedos a muy poca distancia. El insolente taconeo femenino se hizo al fin claramente perceptible, porque una señora es una señora en la boutique, en la cama, en el bídé y hasta en una carretera. Una señora es un artículo de reclamo, pero no un artículo de consumo, porque la que lo es de verdad siempre sabe quedar intacta.
Por fin Blanca Bassegoda apareció en aquel limitado círculo donde los dos se podían ver.
– Magnífico, Eduardo, lo has hecho todo tal como convinimos -dijo con voz pastosa.
Eduardo Contreras se limitó a arquear una ceja. No hacía falta que se lo dijeran: sabía que lo había hecho bien. Y señaló el cadáver con un gesto lleno de suavidad, de indiferencia, mientras murmuraba:
– Ahora sólo falta que nos vayamos. A éste lo ha matado Wenceslao Cortadas.
Y besó ansiosamente a Blanca Bassegoda, la besó con fuerza, casi con rabia, envolviéndole el cuello con un brazo y con la otra mano sobándole furiosamente las nalgas.
– Ahora todo es nuestro, nena. Blanca Bassegoda apartó un poco la boca mientras enviaba al aire una sonrisa de porcelana.
– Claro que todo es nuestro, Eduardo, pero no hace falta que te lleves mi culo a casa.
– Esto hemos de celebrarlo, cariño. Hemos de terminar de una vez con esta maldita comedia.
– Al contrario… -Blanca se apartó un paso, evitando rozar al muerto-. Es ahora cuando tenemos que extremar las precauciones para que nadie sospeche. Hazte cargo, Eduardo… Puede tratarse de seis meses más.
– Pero…
– Por favor, Eduardo… Fuiste tú el que lo planeó. No podemos apartarnos ahora un milímetro de tu propio plan, que además es perfecto.Él sonrió mientras abría la portezuela del Porsche, dispuesto a subir. Pero a todos los hombres que aspiran a rozar la inmortalidad sobre el culo de una mujer les gusta demostrar que se lo han ganado, que no hurgan en reconditeces, que no manosean secretos por la gracia divina, sino porque ellos lo merecían desde la primera vez que la futura señora se volvió de espaldas ante el espejo de un tocador. Eduardo Contreras dijo en voz baja:
– Claro que es perfecto. Y las cosas perfectas no pueden ser rápidas: necesitan un tiempo. Mía fue la idea (a veces me parece que hace siglos) de que nos separáramos los dos.
– Y de que nos convirtiéramos en enemigos irreconciliables -dijo Blanca con una estrecha sonrisa.
– Y de que yo te hiciera escenitas en la calle, delante de todo el mundo.
– Eso fue lo más desagradable, Eduardo. Tener que enseñar mi intimidad a gente que no lo merece.
– ¿Crees que fue agradable para mí? ¿Piensas que me divertía? Pero era necesario, Blanca. Como fue absolutamente necesario que fueses a ver a aquel abogado, a Sergi Llor, para pedirle consejo.
– Bueno… En aquel momento no sabía lo que me iba a aconsejar. Tú y yo sólo queríamos tener el día de mañana un testigo, un hombre intachable a toda prueba que acreditase que tú y yo no nos podíamos ni ver, y que por lo tanto era imposible que estuviésemos de acuerdo en nada. Pero además Sergi Llor aún combinó, sin saberlo, las cosas mejor de lo que esperábamos, porque se sacó de la manga a aquel hombre: se sacó al Richard. Al principio me desconcertó un poco, pero comprendí que debía aceptar. Sí yo fingía tener un lío, vivir ya con otro hombre, ¿quién sospecharía jamás que tú y yo estábamos de acuerdo para llevar adelante esto? ¿Quién?
Eduardo Contreras asintió con un movimiento de cabeza que fue visible en aquella relativa oscuridad. Sin apartar la mano de la portezuela del coche, murmuró:
– Creo que los dos lo hemos hecho muy bien, cariño. Hasta me gustaría que tu padre lo viese, él que siempre dijo que yo no tenía ninguna idea. ¿Y la idea de resucitar a Cortadas? ¿Qué? ¿La podía tener un hombre que no pensase? Wenceslao Cortadas era una pieza fundamental, sin la cual faltaría siempre lo más importante, lo más decisivo que es un culpable. Pero resucitar a un tipo así requería una cierta espectacularidad, una cierta orfebrería. No olvidé en ningún momento que Wenceslao Cortadas había sido un artista y además un loco. Cuando dos defectos semejantes, cuando dos inutilidades como ésas se dan juntas en un hombre, no se le puede hacer resucitar en plan de funcionario del Censo o de vendedor de cupones de la ONCE. Hay que hacer algo notable, algo grande. Y había que hacerlo en un determinado sitio, en unas determinadas fechas y para una determinada persona, la única que podía recordar quién era Wenceslao Cortadas y dar estado oficial a la idea de que aún vivía.
– Una mujer llamada Olvido, la juez que tiene en depósito los bienes de mi padre y que además conoce bien la historia de la familia.
Blanca Bassegoda había movido sinuosamente los labios al decir eso, mientras asomaba por entre ellos el borde prometedor de una lengua. Eran unos labios como para ser besados, dañados, mordidos, humillados, paseados por las pieles más sensibles y obscenas de un hombre. Pero Eduardo Contreras no pareció pensar en eso, sino en algo muy lejano y muy concreto, cuando musitó:
– Comprendí que Olvido recordaría en seguida a Wenceslao Cortadas y creería a pies juntillas que aún estaba vivo cuando se encontrara en su propia casa con el pecho de aquella niña.
– Fue desagradable -dijo Blanca, con un gesto lleno de piedad hacia el mal gusto de los otros-. Muy desagradable.
– De acuerdo, pero lo hice todo yo. Tú no tuviste que mancharte las manos.
– ¿Cómo voy a discutir todo lo que tú has hecho por mí, Eduardo? ¿Y cómo voy a olvidarlo?
– El caso era que ya teníamos un culpable. Y nada menos que un juez dispuesto a decidir que ese culpable debía ser detenido y aconsejado sobre sus derechos humanos. Lo que no calculamos fue que por aquellas fechas podía estar en Sant Salvador ese guarro de Méndez, el policía ladillero, dispuesto a decidir también que el culpable debía ser detenido, castrado, agarrotado en una letrina, troceado, servido bien flambé en un restaurante de cuatro tenedores y luego, eso sí, aconsejado sobre sus derechos humanos. He observado que para Méndez el orden de los acontecimientos no tiene que ser forzosamente el que marca la rutina. Y confieso que al principio me asusté un poco, porque un policía en el escenario te puede hacer polvo todas las delicadezas de la tramoya. Luego me di cuenta de que en realidad era un factor favorable más. Tendríamos un nuevo testigo de excepción si lográbamos convencer también a Méndez de que Wenceslao Cortadas vivía.
– De eso se encargó la propia Olvido. Ella fue la que ató cabos y le enseñó el retrato de Nuria.
Estaban los dos quietos bajo la noche, casi rozando al muerto, a cincuenta metros escasos del cruce por donde circulaban camiones llenos de vida. «Si aún agarro abierto el puticlub de El Vendrell vas a ver tú.» Los camiones aceleraban la marcha, perforaban la negrura del invierno donde aún había luces de neón, copas de madrugada, pechos algo caídos de mujer que sabía decir que sí mientras escribía cartas al hijo que tenía en la mili. La cabeza de Blanca Bassegoda, al girar de izquierda a derecha, pareció borrar de un plumazo todo aquel mundo que no le interesaba.
La voz pastosa de Eduardo Contreras llegó hasta ella. Eduardo Contreras había perdido la idea de la urgencia, la noción del tiempo que pasa. Se estaba complaciendo en sus propios recuerdos.
– A Méndez también se le podía convencer de que Wenceslao Cortadas vivía y seguía descargando su odio -dijo-. Ése fue mi papel, un papel de verdad peligroso, pero en el que creo que no cometí un fallo. Por ejemplo ir disfrazado a aquel bar donde él tiene alquilada una habitación. Citarle en la Avenida del Tibidabo. Disparar contra él, aunque sin intención de darle, con una vieja arma de Cortadas que teníais en tu casa, entre los recuerdos de Nuria. Sabía muy bien que las balas, empotradas en el muro, serían extraídas y analizadas, hasta averiguarse con qué arma fueron disparadas. Y la de Wenceslao Cortadas era un arma registrada, aunque nunca devuelta a la Guardia Civil: por lo tanto el autor del intento de homicidio había sido él. Por lo tanto estaba más loco que nunca. Y por lo tanto vivía. Esas eran las deducciones lógicas.
Las manos de Contreras acariciaron el coche, sus nalgas de acero, sus tetas antiniebla, los cuentaorgasmos del tablier. Fue a meterse en él, en el símbolo de su éxito que no había hecho más que empezar.
Pero Blanca dijo con voz opaca:
– Parece como si olvidases todo lo que hice yo, Eduardo. No fue fácil. Por ejemplo llevarme el cuadro de la tieta Nuria, aquel de la ventana, que estaba en el terrado de la pensión de la Plaza Real. Así Méndez tendría la sensación de que el pintor lo había recuperado.
– Disponías de la llave de Nuria. Aún servía. Ella siempre pudo entrar y salir del estudio de Cortadas.
– Es verdad. No resultó tan complicado, después de todo. He de reconocerlo. En cambio lo de seguir a Méndez a todas partes para controlar sus movimientos sin que él lo notase lo hiciste muy bien. Supiste que había estado en aquel restaurante de la calle de Aribau, buscando a Cortadas, lo cual significaba que había mordido el cebo. Él y Olvido creen firmemente que el loco de Cortadas vive y es el autor de todo esto, y cuando descubran el cadáver de Dani muerto por una de las balas que ya conocen, tendrán la confirmación de que siguen el buen camino. Por cierto… Cuida bien esa pistola, porque nos puede ser útil en otra ocasión. Por ejemplo para acabar con Carlos Bey, el único que queda. Pero la que llevaba Dani la haré desaparecer yo. No conviene que la policía la encuentre aquí y empiece a seguirle la pista.
Y se inclinó para recogerla del suelo. Sintió la mano de Eduardo en su nuca, la fuerza sobre su cabeza, la aproximación al humillante al punto donde él tenía su dominio. «No, eso no…» Los ojos de Blanca Bassegoda taladraron la noche.
– Basta, Eduardo.
– Tienes razón. A veces me haces perder la cabeza.
– Aún hemos de conservar la serenidad. Esto no ha terminado, Eduardo, aunque hayamos entrado ya en la recta final. Tenemos para nosotros la parte de Dani, que no era poca cosa. Nos queda por recuperar la parte de Carlos Bey, la que Carlos Bey tiene que repartir. No se le puede convencer de que renuncie a esa estúpida obligación a cambio de una compensación económica. Se lo he insinuado un par de veces, pero ni que estuviera viviendo en las estrellas. Por lo tanto los dos sabemos que no habrá más remedio que hacer actuar a Wenceslao Cortadas por última vez. Cortadas tendrá que matarle.
– Lo he intentado un par de veces más-. Una en la torre de la Vía Augusta, otra en un almacén de chatarra de la Zona Franca. Pero ese tío tiene suerte. No comprendo aún cómo puede estar vivo.
Blanca, que ya se había puesto en pie, movió la cabeza obstinadamente de un lado a otro.
– Pues yo no estoy dispuesta a renunciar a una parte tan importante de mi dinero por un capricho de mi padre y por la obstinación de ese metafísico -dijo bruscamente.
– No renunciaremos, Blanca. La próxima vez no fallaré. Claro que Dani creyó que tampoco fallaría en el parking, ¿eh? Tuvo gracia.
– Porque te avisé de lo que había preparado -dijo Blanca Bassegoda con otra de sus sonrisas de porcelana-. Te bastaba con aparcar de cara y salir de prisa. Y él empeñado en buscar un sitio seguro para matarte. Nunca llegó a sospechar que de lo que se trataba era de llevarle como un pajarito al lugar que tú habías elegido para matarle a él.
Y lanzó una carcajada. Una carcajada suave, apenas audible, elegante, discreta, dotada de todas las delicadezas de la nocturnidad.
Una carcajada de mujer que nunca se pondrá de rodillas para que le empujen la cabeza. Pero que entre dos sorbos de té, en una tarde que muere, puede insinuar que lo está deseando.
Luego su boca se dobló, su carcajada fue muriendo. Sus ojos se hicieron pequeños, duros, hostiles, en la remota luminosidad que llegaba de la playa.
– A veces aún me hace daño -musitó.
– ¿Qué?
– Tu golpe en el pecho. El que me diste en la escalera del despacho de Dani, durante la escenita que tuvimos que hacer para que a él le pareciese normal que yo le propusiera matarte.
– Sabes que lo hice sin querer, Blanca… Además no era normal que te doliese. No te di fuerte, ni mucho menos, pero… pero lo siento. De verdad: lo siento.
Ella musitó:
– Ya no tiene importancia. Y le señaló el coche.
– Bueno, hemos perdido demasiado tiempo aquí, cariño. Casi cinco minutos. Aunque este sitio esté muy bien elegido, hemos de irnos cuanto antes de aquí. Tú primero, como estaba convenido, y en dirección a Sitges. Yo un poco después, en dirección a Barcelona. Hala, sube.
Y sus ojos le volvieron a mirar fijamente. Temblaron un momento sus labios. La caricia de la lengua se insinuó en los bordes de su boca.
– Blanca…
– ¿Qué?
– Un último beso. No vamos a separarnos así.
– Pues claro que no, cariño. El camión también metía tercera y aceleraba al terminar la curva. También iba hacia las profundidades del sur, hacia los pueblos blancos donde ya no hay casas blancas y hacia las playas de pescadores donde ya no queda un pescador. También su estruendo llenó la noche.
Y por eso no se oyó el disparo hecho con la pistola de Dani, la que Blanca acababa de recoger de tierra.
Eduardo Contreras se estremeció alcanzado en el vientre, al tiempo que abría la boca en un gemido inútil, en un estertor, al tiempo que sus rodillas se doblaban y llevaba las manos a la horrible brecha. Mientras le parecía que iba perdiendo estatura, que todas las cosas se hacían más grandes y más confusas ante él, miró a Blanca.
– Pero tú… -balbució. Vio los ojos pequeños y duros. La boca carnosa. La caricia insinuada de la lengua. Blanca la movió para decir con un hilo de voz:
– Siento hacerte sufrir pero necesito emplear dos balas de la pistola de Dani. La policía tiene que creer que él te disparó primero en el vientre y luego en el corazón, teniéndote de frente, y que en seguida trató de huir en tu propio coche pero al darte la espalda tú aún pudiste hacer el último esfuerzo de dispararle a la nuca. El forense os dará por muertos prácticamente a la misma hora, y la verdad es que no se equivocará. Con la única diferencia de que el disparo sobre Dani tú ya lo has hecho, cariño. Ya has hecho el trabajo.
Y apretó el gatillo de nuevo. Ahora al corazón, Todo el cuerpo de Eduardo Contreras sufrió una brutal sacudida antes de caer a menos de un metro del de Dani Ponce.
Blanca Bassegoda hizo entonces lo más sencillo, lo que ya tenía previsto hacer puntualmente: limpió sus huellas de la pistola de Dani y se la puso en la derecha a éste. Quedó de espaldas a Eduardo Contreras, como si hubiera intentado huir en el momento de recibir el balazo en la nuca, y faltando en el cargador de su arma las dos balas que Contreras tenía alojadas en el cuerpo. De sobras podría dictaminar el forense que la primera, la del vientre, no era mortal y que la segunda, la del corazón, podía haberle permitido el último esfuerzo de apretar el gatillo a su vez. Blanca estaba ya reconstruyendo los hechos con la precisión de un orfebre, con la meticulosidad de uno de los viejos contables de su padre. Luego no le quedó más trabajo que sacar el arma de Cortadas, que Contreras tenía ya en uno de sus bolsillos, limpiar también las huellas y colocarla entre los dedos del segundo muerto. Sus gestos estuvieron llenos de delicadeza, rozaron casi la perfección con que las damas de otro tiempo tomaban la Flor Natural de manos de los poetas.
Por fin se dirigió a su propio coche, estacionado detrás de los otros dos y a poca distancia del cruce. Hizo maniobra para ponerlo de cara a la carretera general sin encender las luces, aunque sabía que eso era peligroso. Si se salía de la zona asfaltada y el coche volcaba o se averiaba, todo podía irse al diablo. Pero era un peligro previsto y que tenía que correr.
Lo superó felizmente. No en vano había ensayado dos veces allí, a la luz del día, y tenía las distancias clavadas en la memoria. Salió del cruce como un fantasma, sin posibilidad de que nadie la viese, cuando no llegaba ningún vehículo ni por un lado ni por otro. Unos quince o veinte metros más allá, en dirección a Barcelona, encendió las luces normalmente. Dos vehículos que la rebasaron poco después, ni siquiera se fijaron en ella.
Blanca Bassegoda puso la radio. A aquella hora aún transmitían los de Nacional Dos, frecuencia modulada. Música un poco cargante, música barroca para ayudar a dormir a los que no pueden. Ésa debería figurar también entre las obras de caridad, pensó Blanca. Era extraño que no se le hubiese ocurrido a nadie.