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BLANCA BASSEGODA sabía que los periódicos de la mañana no podían publicar ninguna noticia sobre la doble muerte del cruce de Aiguadoll, porque sus ediciones ya tenían que estar en las rotativas cuando todo aquello sucedió, y porque lo normal era que los cadáveres no fuesen descubiertos hasta algo después del amanecer. Por lo tanto la noticia no podría aparecer, como mínimo, hasta la segunda edición de El Noticiero, que se cierra sobre el mediodía.
Sin embargo leyó todos los de la mañana apenas recibirlos. Su padre había estado suscrito desde siempre a La Vanguardia, El Correo Catalán y Diario de Barcelona, rotativos venerables, centenarios, cuyas páginas y cuyas redacciones venían desde más allá de las sombras de la historia. Ella se había suscrito a El Periódico y a El País, rotativos de la transición y sin armarios cerrados donde se custodiaba el tiempo. Por lo tanto eran cuatro los diarios que se recibían en la Avenida de Pearson, porque ahora el Diario de Barcelona, el más venerable de todos, había muerto de una forma silenciosa, semiclandestina, había sufrido una muerte municipal sin que una sola cara de la ciudad se conmoviese. Y ninguno de aquellos cuatro periódicos daba la noticia.
Blanca encendió un cigarrillo. Sobre el jardín de la casa pesaba una neblina baja y gris. Desde las ventanas no se divisaba la Barcelona tendida a sus pies, por un lado, ni por el otro las alturas de San Pedro Mártir. Había llovido antes del amanecer y los neumáticos de los coches producían un chirrido en la curva. Un travestí desgraciado que quizá no había hecho nada en toda la noche aún estaba allí, en la acera, ofreciendo a los automovilistas que pasaban la felicidad a todo riesgo.
En fin, la ciudad estaba en marcha. Blanca dio una larga chupada al cigarrillo. Las salpicaduras de la ciudad no llegarían nunca a aquella casa, como no habían llegado a casa de su padre. La mujer notó una sensación confortable que le subía por la espalda y daba a sus ojos la serenidad que es el secreto de los cuadros donde hay damas inmortales. Pero aun así una arruga vertical aparecía a intervalos en su frente, partiéndola en dos, haciendo que sus cejas se contrajesen, que formaran una sola línea cerrada y hostil, como una barrera puesta a los pensamientos que llegaban de algún sitio que ella no amaba, desde algún punto del aire que estaba fuera de la casa.
Al fin se decidió y marcó un número en el teléfono, tras dejar el cigarrillo.
– ¿Doctor Clavería?… Hola, celebro encontrarle… Soy Blanca Bassegoda… Bien, ¿y usted?… En fin, del todo bien no. Hay una cosa que me preocupa, y quisiera consultarle… ¿Puede recibirme ahora?… ¿No? ¿Imposible? ¿Esta tarde, pues?… De acuerdo, descuide. A las cinco en su casa.
Colgó. Sus ojos siguieron fijos en la ventana, en la neblina baja, en la mañana de invierno, en el milagroso travestí que por fin había encontrado un alma buena, llévame al final de la carretera, amor, que te voy a hacer un extra, que hasta el coche va a temblar, pero págame antes, vida, que por aquí hay mucho cabrón suelto, págame, cariño mío, o me cago en tus muertos.
Blanca Bassegoda encendió un nuevo cigarrillo. Empezaba a llover con fuerza. El mar, a lo lejos, debía de lanzar su bramido lento sobre las playas solitarias. Las casas de Sitges, apenas debían de ser visibles desde la carretera. A aquella hora los pequeños yates anclados en Aiguadoll bailarían en la mar picada y perderían entre la lluvia sus colores de verano, la alegría de sus mástiles nacidos para el domingo, la gracia de sus popas marcadas con un nombre de mujer. A aquella hora se debían de oír también, desde el puerto, las sirenas de las ambulancias rasgando la niebla.
Todo marchaba bien. El mundo seguía girando de acuerdo con una lógica que sólo unos cuantos pueden dominar.
Blanca dejó el segundo cigarrillo. La arruga vertical en su frente. La radio. Bueno, la radio puede dar las noticias antes, no está sometida, como los periódicos, a la tiranía de las horas de cierre, a los trámites de la confección, al ruidoso girar de las bobinas en un rincón de la noche. La radio ya hablaba de los dos muertos, de su identificación, de la llegada del juez y del traslado bajo la lluvia. Blanca Bassegoda apretó los labios, pensó ahora la visita a la Morgue, ahora la policía que no sabe qué decirte, los entierros, las lágrimas ante Dani, porque a Dani todo el mundo sabe que lo habías de querer. Ahora los pésames obligados, los parientes a los que no has visto nunca, salidos de oscuros rincones a los que sería de buen gesto que volvieran cuanto antes, en espera de una muerte piadosa. Ahora llega tu segunda fase, Blanca Bassegoda, tu momento de gloria para la Comedie Française.
Se puso en pie. La llamarían de un momento a otro, seguro que sí. Y convendría que la viesen arreglada, digna, activa, sin ojeras y sin cara de sueño. La cara de sueño podía ser contra ella una prueba que no se podía permitir. Fue al cuarto de baño con paso decidido.
Y entonces lo vio. Estaba quieto junto a una de las puertas. Llevaba caspa en las solapas. Libros en los bolsillos. Una mancha de ceniza en la corbata. Una mancha de carmín en la mejilla derecha. El labio inferior partido de un puñetazo.
– Perdone, pero el beso y el sopapo me los ha dado el mismo travestí -explicó Méndez-. Después de ponerse cariñoso en plan nos casamos mañana, en plan nos fugamos a Albacete, no he querido pagarle lo que me pedía. Y entonces no veas.
Blanca Bassegoda le miró con desdén desde su altura, desde el fondo de la grandeza de la casa. Con voz opaca preguntó:
– ¿Quién le ha dejado entrar?
– Bueno, me parece que entre nosotros dos no hacen falta demasiadas presentaciones. Usted es Blanca Bassegoda, hija única del señor Óscar Bassegoda. Yo soy el policía Méndez, del que en las crónicas de sociedad no existe la menor noticia que merezca ser tenida en cuenta.
Ella apretó los labios.
– Acabo de preguntarle que quién le ha dejado entrar.
– El servicio que está a las pertinentes órdenes de usted, naturalmente.
– Eso lo voy a arreglar yo en seguida. ¿Por qué le han dejado pasar?
– Por la placa. No es mérito mío, ¿sabe? Es sólo de la placa de policía. Por algo en los medios del hampa la llaman «La Milagrosa».
Blanca se estremeció un momento, sólo un momento. Luego preguntó con voz tranquila:
– ¿Qué quiere?
– Veo que tiene usted una radio en la habitación, señora. Seguramente apagada y todo.
– La tengo. Y supongo que alguien se ha molestado en apagarla. ¿Qué pasa?
– ¿La ha oído? Blanca Bassegoda decidió decir la verdad. La experiencia, y sobre todo su padre, y sobre todo los políticos le habían enseñado que las pequeñas verdades tienen un gran valor, porque hacen creíbles las grandes mentiras. Por eso se dejó caer en una butaca mientras susurraba:
– Sí… Acabo de oírlo… Lo de mi marido y lo del pobre Dani… Siento de verdad lo de Dani. A él le quería.
– Entonces no debe sorprenderle tanto mi visita, señora.
– Ya no sé lo que me sorprende y lo que no… Pero es que aún no había empezado a reaccionar, ¿entiende? Y además siempre había pensado, no sé por qué, que esas cosas las comunicaban de otra manera.
– Tal vez pensaba que esos trabajos no los llevaban a cabo personas como yo.
– Tal vez.
– ¿Puedo sentarme, señora? Méndez está cansado, Méndez siente además dolor en la nuca a causa de la tensión, porque ha conducido hasta allí un monstruo de cuatro cilindros, cuatro, sumando entre todos ochocientos cincuenta centímetros cúbicos, un monstruo que cuando le pones directa en la Diagonal alcanza los sesenta por hora. Y luego sólo ha faltado lo del travestí, vamos al final de la carretera, chato, que nos vamos a poner moraos, y la hostia que le ha dado cuando no le ha querido pagar. Que un policía, con tantos años de servicio tenga que aguantar eso, y en especial que se le obligue a manejar medios de transporte tan sofisticados y poderosos, debería prohibirlo la ley.
Pero se sienta. Y mira el salón donde aún impera el gusto del padre. Y mira las rodillas de Blanca Bassegoda, donde aún impera el gusto de las folladoras con corsé y con música de Haëndel. Todas las mujeres deberían ser así, piensa Méndez. Todas deberían saber que follar es un arte, sobre todo cuando los hombres como él tienen que contemplarlo de lejos.
– Siento lo que ha pasado, señora.
– Yo lo siento sólo en parte, para qué le voy a mentir.
– Todo el mundo sabía que usted y Eduardo Contreras no se hablaban. En fin, las gentes que siempre andan peleándose, como él, suelen terminar así. Ahora quedan unos trámites fastidiosos y molestos, como la identificación, pero todo terminará en un soplo, ya lo verá usted.
Blanca Bassegoda se retorció los dedos nerviosamente.
– Cuando usted ha aparecido ahí, yo iba a telefonear. Pero, por favor, dígame… ¿Cómo ha sido? ¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así?
– ¿Eduardo Contreras y Daniel Ponce eran enemigos?
– Eduardo Contreras era enemigo de todo el mundo.
– Tenían cuentas pendientes? Quiero decir deudas, asuntos de mujeres, sociedades por liquidar, mentiras dejadas caer en los Bancos… En fin, todo eso.
– No lo sé. No creo. O tal vez tuvieran algo. Repito: no lo sé.
– ¿Su marido seguía enamorado de usted? La arruga vertical volvió a partir en dos la delicada frente de Blanca Bassegoda.
– No lo sé -dijo con sequedad-, en todo caso era asunto suyo, no mío.
– ¿Y Daniel Ponce? ¿Estaba Daniel Ponce enamorado de usted?
Ahora Blanca Bassegoda se sonrojó. Desapareció la arruga de su frente. Los dedos volvieron a iniciar un balanceo que no era crispación, un balanceo suave, lleno de sugerencias.
– Nos criamos juntos -respondió-, y cuando vivíamos en la torre de la Vía Augusta quizá sí que estuvo enamorado de mí. Pero todos los primos se enamoran alguna vez de sus primas, ya se sabe. No tiene importancia, como no la tenía la simpatía que nos profesábamos. No creo que a eso se le pueda llamar amor.
Y añadió bruscamente:
– Pero usted hace preguntas y más preguntas y aún no me ha explicado… cómo ha ocurrido todo.
– Muy sencillo y muy lamentable, señora. Hemos hecho una primera reconstrucción de lo que pudo suceder, y más o menos las cosas debieron de ir así: su marido y Ponce se citan en un lugar solitario para discutir algo, no sabemos qué. Por eso le he preguntado si tenían asuntos pendientes. Discuten fuerte, llegan a una especie de punto sin retorno y Daniel Ponce, que llevaba una pistola incontrolada, dispara al vientre de Eduardo Contreras, lo alcanza de lleno y luego, cuando el herido se inclina, diciendo lo que se dice en esos casos de la santa madre del otro, le envía una segunda bala al corazón. El forense ha dicho ya, en plan de primera providencia, que los disparos fueron hechos de frente y de cerca, por una persona de un metro setenta y cinco de estatura más o menos, que es justo la estatura de Ponce y me parece que la de usted, una mujer, si me permite, que debería figurar entre las atracciones de la ciudad, como el monumento a Colón y los caracoles de cementerio que sirven en plan tapa en el barrio del Raval. Pero a lo que iba: la herida del vientre no es mortal a corto plazo, y en cambio la del corazón sí, pero no es absolutamente inmediata. Quiero decir que el forense admite como muy posible que Contreras, si ya tenía también un arma en la mano, llegase a disparar sobre la nuca del otro cuando el otro ya había dado media vuelta y trataba de meterse en el coche y huir. Ésa sí que fue una bala fulminante, y el ángulo de tiro coincide exactamente con la estatura y la probable posición de Contreras. O sea que todo está claro: un asunto sin culpables, porque los culpables han muerto.
Blanca Bassegoda sentía ganas de respirar hondamente, de alzar las manos, de decir ya está, ya he terminado mi trabajo, ya puedo escuchar música de Mancini, mirar la lluvia y pensar en la larga vida de los elegidos. Pero se contuvo y su rostro fue “perfectamente hermético”, “profundamente impersonal”, como el de una secretaria al hablar con un acreedor del jefe, cuando dijo:
– Haré los trámites que la policía me pida, por supuesto. Y cuanto antes terminemos, será mucho mejor.
Fue a ponerse en pie. Méndez la detuvo con un gesto lleno de suavidades evangélicas.
– Señora viuda de Contreras…
– Por favor, si le da lo mismo no me llame así. ¿Qué quiere?
– Está el detalle de las armas. Una, la que llevaba Ponce, era incontrolada, y hay ya un hombre de mi comisaría que, enfundado en una goma profiláctica, le va siguiendo la pista por todos los lugares del Barrio Chino donde pudo ser adquirida. Un detective privado, aunque trabaje poco, puede conocer a gente de toda clase, y en consecuencia hacerse con un arma en el mercado negro, lo que de pasada indica que ya tenía intención de matar a Contreras. Pero ése es sólo un punto, el que yo llamaría Punto A. Queda el Punto B: el arma de Contreras es de un calibre ya poco usual, con balas que ya no se encuentran en el mercado y que supongo proceden de un cargador tan antiguo como el arma. Sólo con ver esas balas ya me he hecho una composición de lugar, porque a mí me obsequiaron hace tiempo con dos de ellas, y entonces las estudiamos a fondo. En fin, la pistola estaba ya registrada, desde la llegada a España de los primeros fenicios, a nombre de Wenceslao Cortadas. Usted lo conoce. Una tía suya, Nuria creo que se llamaba, tuvo relaciones con él.
Blanca no se inmutó. Sabía que aquella pregunta, tarde o temprano, tenían que formulársela.
– Cortadas estaba loco -dijo con voz lejana.
– Eso sí.
– Ha podido cometer bastantes barbaridades en estos últimos tiempos.
– Eso también.
– Pues búsquenlo. ¿A mí qué me cuenta?
– No se trata de eso, señora. Yo no busco a nadie. Sólo me pregunto a mí mismo cómo podía tener su marido el arma de Wenceslao Cortadas.
– Pues porque habrían establecido últimamente alguna relación. No es asunto mío, puesto que yo ni siquiera vivía con Eduardo. Pregunte por ahí y lo averiguará.
– Eso es especialmente difícil, señora.
– ¿Por qué?
– No sé cómo voy a preguntarle a su marido. Eduardo Contreras ha muerto.
– Queda Wenceslao Cortadas.
– Más difícil aún. Wenceslao Cortadas hace muchos años que ya no existe.
Blanca Bassegoda iba a dirigirse hacia una de las puertas del salón. De pronto se detuvo. Volvió la cara hacia Méndez. Cara imperturbable, sin arrugas, sin fisuras, cara de máscara de los teatros chinos, de retrato de Ingress, de anuncio de la crema facial Ponds. Cara donde la sorpresa es sólo una levísima sombra en el pliegue de los labios, en las comisuras de la boca. Cara de mujer bien nacida, piensa Méndez, en la cuna ya te enseñaron eso.
La mujer preguntó:
– ¿Cómo lo sabe?
– Hay detalles, indicios… Se perdió absolutamente su pista, y eso no es normal.
– Tampoco es anormal.
– Cierto.
– Pues entonces no sé por qué me lo comenta a mí.
– Lo hago por aprender. Lo hago porque usted es una mujer delicada y sabia, con una sabiduría antigua. Además entiende de pintura, y por eso, si le hablo en términos de pintura, quizá mis palabras no le parezcan tan ininteligibles. Verá… Yo hice una prueba. Hay un cuadro que Cortadas quería más que todos los otros, que quería, por decirlo en términos de serial radiofónico, más que a su propia vida. Supongo que usted debe saber cuál es.
– No.
– Me refiero al retrato de Nuria con el pecho cortado.
– Ah, bueno, ése… Sí, tal vez sí.
– Bien, pues como le estaba diciendo, yo hice una prueba. Conseguí que Olvido, a quien usted conoce, me entregase el cuadro. Lo llevé para que lo vendiese a un marchante dispuesto a todo, un descubridor de joyas para turistas americanos, uno de los que más han hecho para que en los salones de Wisconsin sea inmortalizado Murillo. Ese hombre lo ha tenido expuesto un cierto tiempo y lo ha reproducido en catálogos que prácticamente conoce ya todo el mundillo de la pintura. Un mundillo no tan grande, créame. Y he llegado a la insana conclusión de que, si Cortadas viviera, habría tenido noticia de la venta de ese cuadro. Y de que, antes de verlo caer en manos profanas, hubiera llegado a lo imposible para hacerse con él.
– Es una hermosa historia -dijo Blanca Bassegoda sin inmutarse-. Pero yo no entiendo apenas de pintura ni trato con marchantes. ¿Por qué me habla de eso a mí?
– Ya se lo digo: es por aprender. Es por no llevarme a la tumba mi ingenuidad de hombre del Paralelo, de hombre de la calle Nueva. Me maravilla que una mujer que no entiende de pintura tenga aquí, y además tan sabiamente colocados, cuadros de Fortuny, de Miró, de Tapíes, de Bernard Buffet, de Vilaseca, de Palmero. Veo hasta un Matisse y un Picasso de la primera época. Lo que digo: es maravilloso.
– Más maravilloso es que usted entienda algo de pintura. Méndez. Me asombra.
– No crea. Yo fui protector de una madam que regentaba a unas cuantas chicas incultas, chicas de Almería, de Lugo, de Puentecesures, buenas mujeres llenas de amor al prójimo, pupilas de pocas pretensiones y de tortilla de patatas en la cocina de la pensión cuando ya se habían hecho cada una a cinco hombres. Chicas de esas que hoy mantendrían una familia en paro y sobre las que descansaría el milagro de que siga comiendo España. Pero la madam no, oiga, la madam era culta, había tenido un marido pintor y un macarra que llevaba un despacho de quinielas. A los artistas no les cobraba, se los guardaba en exclusiva para ella y a veces les pedía, después de un ay, ay, ay, que le pintaran algo sobre una puerta. Hay un restaurante o una pensión en una ciudad de Francia, no sé cómo se llama, llena de puertas así, pintadas por hombres que luego se hicieron famosos a todo tren, pero que entonces eran sencillamente unos huéspedes que no podían pagar de otra manera. A lo que iba: la madam tenía litografías en cada habitación, y así había una que se llamaba la de Cezanne, otra la de Sorolla, una tercera la de Solana… También tenía una con reproducciones de Ribera, el de los santos martirizados, pero allí las chicas no querían entrar nunca porque los clientes tardaban en empalmarse que no veas. Jamás he sabido por qué.
Blanca Bassegoda le miró con interés. Sus ojos chispearon un momento, Luego susurró:
– Todo lo que sabe de pintura lo ha aprendido así?
– Mis sudores me ha costado. En verano eran unas habitaciones insoportables.
– No me gusta usted, Méndez.
– Tampoco lo pretendo. Sólo estábamos hablando de que Wenceslao Cortadas ya no existe.
– ¿Cómo lo puede afirmar con esa seguridad, si no tiene ni idea?
– Claro que tengo idea. Se lo estaba explicando, señora viuda de Contreras. Si el Wences viviese, habría intentado por todos los medios recuperar ese cuadro. Tengo motivos para suponer que era lo único que le importaba en la vida. Pero no ha movido ni un dedo. No ha aparecido. No ha preguntado. Nada. RIP.
Ella vaciló un momento, avanzó unos pasos hacia la puerta como si fuese a dejar el salón y el visitante que quizá aún olería, si una cometía la imprudencia de acercarse, a los perfumes confidenciales de la madam. Pero luego volvió, hizo un mohín, posó la mirada en el universo azul de un Picasso de la primera época, un cuadro que venía del fondo de todas las Barcelonas perdidas.
Susurró:
– Si Cortadas no vive, ¿quién ha hecho algunas de las cosas que investigaba Olvido? ¿Por ejemplo lo del pecho cortado de la niña?
– Pudo hacerlo usted. Blanca Bassegoda desvió la mirada. La desvió de aquel universo azul. La posó en el universo amarillo de la cara de Méndez, que al fin y al cabo también venía del fondo de todas las Barcelonas perdidas.
– Qué tontería -dijo-. ¿Eso es todo lo que les enseñan a investigar?
– Pudo haberlo hecho su marido. Ahora Blanca Bassegoda ya no dijo que era una tontería. Se limitó a murmurar:
– Entonces entiéndase con él.
– Está muerto, señora.
– Pues llévele una corona.
– No había pensado en ese detalle de buena educación. ¿Lo ve? Con mujeres como usted siempre se aprende, las mujeres como usted siempre sugieren ideas. Por ejemplo la de que el mal nacido de Contreras pudo hacer todo eso, desde luego, pudo montar la tramoya de que Cortadas aún vivía para que nosotros, la gente podrida de la bofia, persiguiéramos a un fantasma, que al menos es una forma poética de perder el tiempo, lo reconozco. ¿Pero para qué había de hacer eso? ¿Para salvar su parte de una herencia cuantiosa? No, no era el camino. Él no ganaba nada, matando a la niña a menos que pretendiera salvarlo todo para él y para su socio, lo que implicaba la eliminación de Daniel Ponce y de Carlos Bey. Claro que su socio también podía tener la idea de que resulta estúpido repartir entre dos los que puede y debe ser de uno. Y eliminó al cabrón cuando éste ya había terminado todo el trabajo, cuando ya no servía para nada. Bien hecho.
Blanca Bassegoda pestañeó apenas al preguntar:
– ¿Quién es el socio?
– Usted. La palabra se deslizó entre el silencio de la habitación, pasó entre los muebles de estilo, se adhirió como una ventosa a los cristales batidos por la lluvia.
Blanca Bassegoda tuvo otro pestañeo al murmurar:
– No podrá probarlo. Y lo demandaré. Haré que lo expedienten. Que lo echen. Lo enviaré a la perrera.
– Yo ya estoy en la perrera, señora -dijo, Méndez-, pero en la de los perros que de vez en cuando se vacunan. Puede que en el futuro no merezca ni eso, pero para entonces usted ya estará en el infierno. Hay cosas que no perdono, ¿sabe? No perdono. Por ejemplo lo de la niña de la playa de Sant Salvador. Por ejemplo los dos atentados contra Carlos Bey. Por ejemplo la utilización del Richard, la burla hecha al Richard, un hombre del que en seguida supo que, pasase lo que pasase, jamás le denunciaría. ¿Qué proyectos tiene para él? ¿Silenciarle con un poco de dinero? ¿O con unas migajas de amor? ¿O tal vez quitarlo también de en medio el día de mañana? Le advierto, para bien de usted, que ninguna de esas cosas será necesaria. Ricardo Arce siempre será su perro. El perro, al fin y al cabo, es un delicado animal de derechas. No hace preguntas. No tiene sentido de la historia. No juzga a su amo. Sólo lo respeta. Y no porque le da comida, sino porque lo tiene en su casa. Porque lo acarició un año bisiesto. Porque le dio un nombre, es decir, la identidad. No sabe usted lo que significa una identidad para un hombre como el Richard. Y un poco de amor. Usted se lo dio. Lo llevó al terreno de las grandes delicadezas sentimentales. Le dejó ver sus pechos una tarde de sol en Venecia.
Hizo una breve pausa y añadió:
– No. Seguro que no la denuncia.
– Usted tampoco, Méndez.
– ¿Por qué no yo?
– Ha montado una teoría de otra galaxia, una teoría que podría servir de argumento para una novela de marcianos, para un texto de Asimov. Pero aun en el caso absurdo de que fuera cierta, jamás podría probarla.
– Se equivoca. Puedo.
– ¿Cómo?
– ¿Dónde estuvo usted la pasada madrugada? La pregunta sorprendió a Blanca Bassegoda. No la esperaba. Su cuello se puso tenso y la arruga vertical reapareció en su frente. Lo había calculado todo menos aquello. Por eso balbució:
– ¿Qué dice?
– Le he hecho una pregunta muy concreta. Conteste, por favor.
– Estuve aquí, naturalmente.
– ¿Qué testigos tiene?
– El servicio, por ejemplo.
– El servicio no me sirve. No se entera de nada o no habla, aunque hábilmente apaleado, quiero decir hábilmente interrogado, puede soltar cosas increíbles, ya lo verá usted. De todos modos voy a serle sincero: ni eso necesito. Tengo un test de que usted salió.
– ¿Quién?
– El travestí de la narices, ese desgraciado de delante de la puerta. ¿Para qué cree que lo recogí en mi coche? ¿Para oír música en el radiocasete? ¿Para que trabajara, pobrecillo, en un solo de flauta bajo la lluvia? No, amiga, yo ya no me dedico a los vicios de la pequeña burguesía. Ese pijo ya estaba aquí anoche, aunque reconozco que los profesionales de buena familia, como parece ser él, no suelen subir tan arriba para demostrar a los incrédulos que el tercer sexo acabará teniendo media columna en el Espasa. Yo hice una prueba con el cuadro de Nuria Bassegoda, querida mía, y esa prueba me demostró que Wences ya no existe. Yo hice otra prueba con la cerradura del terrado de la Plaza Real y me convencí de que tiene más de veinte años de antigüedad, o sea que usted podía conservar la llave de su difunta tía. Yo he hecho otra prueba con el travestí, hemos hablado, le he dicho que debía declarar para la bofia, él me ha contestado: sí, cariño, cuando pagues. Yo le he insinuado: tu madre. Él me ha advertido que vaya casualidad, que venía de hacer un cuadro con ella para un señor de Tarrasa. Yo le he enseñado la chapa. Él me ha partido el labio. Pero al final hemos llegado a un acuerdo: es un buen chico. Dirá que ayer tuvo una noche pésima, que se recorrió inútilmente toda esta zona y que la vio salir a usted a tal hora y volver a tal otra. No es un travestí cualquiera, oiga. Hizo un curso de Ciencias Políticas. Lee a Neruda.
Méndez se puso en pie. Ya no estaba cansado. Dio unos pasos en torno a la figura quieta, hierática, de Blanca Bassegoda. Oyó su lejana voz:
– ¿Pero qué pasa? ¿Vio a ese indeseable buscando hombres? ¿Es que usted también estaba aquí?
– Claro -dijo Méndez-. Puesto que Wences no existía, yo tenía que averiguar quién le había sustituido. Y como podía ser usted, la vigilé a usted. Me aposté entre las sombras, cosa no tan difícil en un lugar distinguido, pero oscuro, como es la Avenida de Pearson. La vi salir a una hora comprometida y la vi volver a una hora más comprometida aún, o sea que no sólo es testigo el travestí poeta, sino yo mismo. Entre la salida de usted y su regreso, hay dos hombres muertos.
Hizo una breve pausa y añadió:
– Cierto que si yo fuese un policía inteligente y preparado, habría dispuesto de los medios para seguirla. Pero soy un policía viejo, solitario, mezquino, con reuma y que además conduce mal. Ni siquiera estaba en misión de servicio, puesto que esto corresponde a otra comisaría. Me encontré sin poderla seguir, y no me quedó más remedio que esperar su regreso. Pero fue instructivo observar los coches que paran aquí, créame. Sé de media docena de chicas que parirán dentro de nueve meses.
Puso la derecha sobre un hombro de Blanca Bassegoda. Y no es que en aquella mano estuviera el peso de la ley, porque Blanca se la hubiera podido sacudir de un soplo, pero ella no se movió. Vencida por aquella mano, se fue encogiendo y sentando lentamente. Paseó su mirada por los cuadros azules, ocres, rojos. La acabó posando en el mundo amarillo, en el mundo extinguido de la cara de Méndez. Éste susurró:
– No crea que no la comprendo. En el fondo, los sentimientos de usted vienen de una sabiduría muy antigua y que creo que ya estaba en el viejo Derecho romano y en el viejo Derecho catalán, según leí una vez al equivocarme de libro, pues compré uno que se titulaba Enfiteusis, y yo creí que Enfiteusis era el nombre de una casa de citas. Hay una sabiduría antigua, digo, según la cual el heredero debe ser uno solo, pues de lo contrario los patrimonios se dispersan y se pierden: se evapora esta casa, se evapora el piso de la calle de Valencia y se evapora, sobre todo, la gran torre de la Vía Augusta, donde usted fue feliz. No, no crea que no la entiendo. Además hoy hay que tener mucho, muchísimo, para poder conservar algo de lo que el Estado te piensa quitar, para no quedar reducido a un número de la cartilla del Seguro. Ser grande, como lo fue su padre, cada vez va a resultar más difícil, aunque usted tiene sus mismas virtudes, digo yo. Óscar sabía aprovecharse de las debilidades de los demás: usted se aprovechó de las sucias ideas de Contreras y de la necesidad de cariño del Richard. Usted hubiera llegado lejos, Blanca Bassegoda. Hubiese llegado a tener para sus momentos dictatoriales una colección de doncellas, y para sus momentos vaginales una cuadra de hombres.
Señaló la puerta y añadió:
– Acompáñeme.
– No pienso hacerlo, Méndez.
– ¿Por qué no?
– Éste no es su territorio, y además no me ha cazado en flagrante delito. Necesita una orden de detención. Tráigala.
Méndez hizo un leve gesto de asentimiento. Se encogió de hombros.
– De acuerdo -,dijo-, la traeré, aunque dudo den en seguida, ya ve si soy sincero. Los de la Brigada tratarán de bucear en todas las pruebas antes de admitir a regañadientes que la culpable es una persona tan virtuosa como usted. Pero la traeré. Dispone usted de un día, quizá de dos. Pero no trate de aprovecharlos para huir, porque sería inútil.
En realidad Méndez esperaba que ella los aprovechara para eso, ya que sería la prueba definitiva. Pero Blanca Bassegoda se limitó a decir:
– No voy a tratar de escaparme para darle la oportunidad que necesita, Méndez. Tampoco lo haría antes de resolver una duda que tengo. Esta tarde he de ir al médico, ¿sabe? Puede comprobarlo si no se fía. Doctor Clavería: a las cinco.
Méndez aconsejó:
– Pida que le dé algo contra el reuma. En las cárceles suele haber mucha humedad. Y chicas lesbianas. Puede ser interesante.
Fue hasta la puerta a saltitos.
El reloj. El reloj que marca las diez de la mañana, casi veinticuatro horas después de la visita a Blanca Bassegoda. Veinticuatro horas inútiles que Méndez ha dado de plazo a Blanca para huir, un poco por jugar limpio, un poco por tener contra ella la prueba decisiva. Pero Blanca Bassegoda no ha huido. Está, de pronto, recluida en la vieja torre de la Vía Augusta, en una espantosa soledad. Está con sus fantasmas, con el fantasma de Dani, con el recuerdo de las viejas tardes de verano, de las escaleras que subían al desván. Con el recuerdo tal vez de las manos de Dani en sus muslos. O de los pájaros al amanecer, porque los pájaros que fueron también dejan fantasmas en el aire. O de las cenas en el jardín, mientras el resto de Barcelona aún estaba tan lejos.
Todo eso. El caso es que Blanca no ha huido; al contrario, se ha encerrado en su pasado hecho de lámparas apagadas, de cortinas devoradas por los años, de silenciosas figuras de cera. Está hundida en el mundo de los relojes que no suenan, de las horas que uno lleva dentro. Y Méndez comprende que esto ya no se puede dilatar más, que debe explicar lo que sabe y obtener la orden de detención, que debe dar fin a la pesadilla que un día empezó con un cuerpo flotando en las aguas, razón de más para creer que las aguas y los cuerpos son incompatibles. Méndez que va a la Brigada de Homicidios, Méndez que se sienta con timidez en el borde de una silla, Méndez que habla. El jefe que le escucha.
– Coño, Méndez, todo eso está muy bien, y desde luego lo investigaremos, pero como posibilidad secundaria. ¿Por qué? Pues porque ya tenemos al culpable.
Méndez se puso en pie. Le temblaban las aletas de la nariz. Necesitó apoyar las palmas de las manos en la mesa para mantenerse erguido y farfullar:
– ¿Pero qué dice? ¿Y quién es ese culpable?
– ¿Quién va a ser? El más lógico. Un tal Ricardo Arce, el amiguito de la viuda. Lo ha confesado. Celos del marido, celos del primo. Pensaba que la mujer y el dinero, pero sobre todo la mujer, iban a ser para él solo. Por eso mató. Pero qué narices.
Apuntó con un dedo a Méndez y añadió:
– Fue el primero al que interrogamos, naturalmente. El amiguito. Y se hundió en un santiamén, aunque creíamos que un tipo de su clase tendría más temple. Nos explicó lo que sabíamos y lo que no sabíamos aún. En fin, Méndez, gracias por su colaboración, pero será difícil que las cosas cambien habiendo hablado Arce. ¿Amigo suyo?.
Méndez mintió, sintiendo que se le secaba la boca:
– No.
– De todos modos, si quiere verlo, véalo. Ingresará en la Modelo dentro de una hora.
– Sí…, sí, señor. Y Méndez haciendo a pie la larga ruta de la ciudad, la Vía Layetana, la calle de Balmes, Rosellón, Infanta Carlota, Entenza, los pies que le queman, los ojos que no miran a ninguna parte, la Barcelona que ruge. Y el patio de la cárcel de donde el Richard salió hace cuatro días, coño, chico, si es verdad, si parece que haga cuatro días, pero tú estás loco, tú nunca debiste abandonar tu viejo barrio, tú me dirás qué leche pasa, Richard, que te los debería patear aquí mismo, oye, sí aún te quedan. Y puede que lo haga.
Ricardo Arce, quieto junto al coche celular, le miró fijamente.
Había en sus labios una estrecha sonrisa.
– Por favor, Méndez, déjela en paz. Déjela. No toque a Blanca.
– Me cago en la leche. ¿Pero por qué?
– Porque ella me dio algo que yo no hubiera podido tener nunca.
– ¿Darte? ¿Pero qué te dio, Richard?
– Aunque sólo sea algo para recordar. Es suficiente, ¿sabe, Méndez? Ninguno de mis viejos amigos puede recordar nada.
Méndez apretó los puños.
– No creas que esto va a quedar así -masculló-. Ya puedes ir enredando las cosas, ya, que yo las aclararé. Te sacaré de aquí.
La sonrisa estrecha, lejana, siguió flotando en los labios de Richard.
– No lo haga antes de un año, Méndez -pidió-. Es un favor que le pido. Es lo más importante de mi vida, recuérdelo bien.
– ¿Un año? ¿Por qué? -Antes de que la policía me interrogase, Blanca me llamó. Estaba llorando. Me dijo que había hablado con un tal doctor Clavería.
– Me mencionó ese médico. ¿Y qué?
– Luego hablé yo con él -musitó Ricardo Arce.
– Repito, ¿Y qué?
– A Blanca le han de cortar un pecho. Tiene el cáncer metido hasta las raíces en él. -Y añadió suavemente-. Otro favor, Méndez. No me lo niegue, se lo suplico. Yo tengo algunos pequeños ahorros.
– No querrás que te los guarde…
– No. Quiero que busque un buen pintor. Y que haga un retrato de Blanca con el pecho cortado. Bueno, si ella se deja. Lo necesito para mí.
Estrechó la mano de Méndez, le dio las gracias y se dirigió al interior de la cárcel lentamente.