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Méndez no explicó nada de aquel macabro hallazgo, pero fue al día siguiente cuando encontró al Amores. Todo hay que decirlo: el Amores había mejorado mucho. Ya no era el gacetillero perseguido por sus jefes, insultado por su mujer y mordido por su propio perro. Amores volvía a estar fijo en plantilla y trabajaba de momento en la sección de deportes, donde imitaba a uno del Dicen, ya veterano, que para demostrar que era un hombre culto en una crónica de fútbol adornó la descripción de cada gol del Barcelona con una cita de Antonio Machado. Amores mencionaba a Keynes y hasta a Schumpeter al hablar del señor Núñez, y citaba las bases de Manresa y el catalanismo de Valentí Almirafi al entrevistar al señor Baró, presidente del Español. Un Open con Ballesteros le permitía recordar al lector las plantas que se cultivaban en los campos de Georgia, y llegaba a las cumbres de la exquisitez citando la serie Dinastía cada vez que alguien veía roto su servicio por la raqueta de McEnroe. Era un periodista de deportes culto y que sabía demostrarlo.
El caso era que Amores volvía a cobrar cada mes, tenía pagas extra y había podido alquilar un apartamento de dos habitaciones en Calafell. Claro que cuando Méndez lo encontró no estaba en Calafell, sino en Sant Salvador, lejos de su perro Goliat y de su mujer bienamada.
– Señor Méndez, tengo un planillo que es la hostia. Dado este parte de guerra, Amores continuó: -Es una vecina del bloque de apartamentos, pero mi mujer ni enterarse, y eso que nos ha visto juntos dos veces. Es que ahora, ¿sabe?, tengo una suerte que es demasié. Le he dicho que ella está buscando un apartamento más grande para el mes de septiembre y que yo la oriento con la idea de ganarme una comisión. A mi mujer cuando le hablas de la posibilidad de cobrar, es que se derrite, oiga. Dice que pagando, nada, pero que cobrando puedo hacer lo que quiera. Me deja salir, y hoy nos hemos venido a Sant Salvador con el cuento de mirar lo que haya. De modo que bañadita juntos, comida en el Xaloquell y casquete aunque sea debajo del coche, eso lo sabe mi madre.
– Siento no poder proporcionarte mi habitación, Amores. En el sitio donde vivo, estaría mal visto.
– No se preocupe. El coche de ella tiene asientos abatibles. Y yo llevo hasta una casete sacada de la película Emmanuelle.
– ¿Dónde la tienes? ¿Se puede ver?
– ¿La casete?
– No, joder. La chica. Amores se la señaló. Curioseaba postales azules de mar, blancas de casas, postales amarillas de paellas cargadas de sensualidad que dan envidia en los páramos castellanos del trigo, el cordero, el cura y el poeta. Méndez reconoció que quizá sí que Amores había tenido suerte esta vez a pesar de todo, pues la chica ofrecía un aspecto de sólida maestra palentina que se ha olvidado del Cid y de pronto ha descubierto el mar y el macho, aunque el mar no esté limpio y aunque el macho sea nada menos que el Amores. Buenas cachas las de la palentina, buena pechuga de mujer amamantada por una madre cristiana y de sangre limpia. Méndez les deseó un feliz polvo a la moderna, entre el volante y el cambio de marchas, entre el radiocasete y el elevalunas enganchado en la rodilla izquierda. Hala, adiós.
– Oiga, señor Méndez, usted no se irá de la lengua, ¿eh?
– ¿Yo?…
– No, si ya sé que usted es una tumba. Pero por cierto, hablando de tumbas, ¿dónde va con americana y corbata, haciendo este tiempo?
– ¿Y qué coño quieres? Yo no soy un suicida. ¿Quieres que me dé el sol y que me coma la cal de los huesos?
– Pues en cambio a mí ya me ve, haciendo salud como un toro. Hala, a pasarlo bien, señor Méndez. Lo primero va a ser el bañito. Y luego ya verá.
El bañito – La madre que lo parió. Méndez aún tenía que verlo y oírlo. Oír los gritos de la sólida maestra palentina, sus invocaciones al Santísimo y a sobrios santos pastores, su catálogo proclamado de vírgenes regionales que nunca cayeron en los pecados del mar. Ver al Amores cuya suerte se había ido al diablo, pobre Amores, valiente amador en 127, que estaba sacando un cadáver del agua: el cadáver de una muchacha a la que habían seccionado limpiamente un pecho.
El asunto correspondió al juzgado de El Vendrell, honesta ciudad donde Pau Casals Parió música celestial, Ángel Guimerá dramas inmortales y Jaume Carner pertinaces impuestos indirectos (por descontado, más duraderos que los dramas y la música). Sólo por eso, El Vendrell merecería pasar al catálogo de las ciudades inmortales, como el Reus de Gaudí, de Fortuny y de Sert, pero la gente de verano sólo suele enterarse de que en El Vendrell se puede beber, mientras que en Reus no hay agua. Pertrechada con conocimientos tan concretos, la gente de verano reúne todas las posibilidades de ser feliz.
El juzgado está sobre unas galerías comerciales donde se venden Die Welt y el Times, el último Le Carré y la primera espada de Toledo. En invierno rige allí una cultura comarcal, sedimentada y segura, digna de haber merecido las mejores atenciones de Josep Pla, pero en verano sólo imperan las leyes del amontonamiento, el sudor y de la dicha más colectiva. En el juzgado, la gente que quiere integrarse y comprar tierra consulta registros que hablan de límites inciertos, viñas romanas, enfiteusis, olivos y canonjías remotas; también se susurran en verano números de carreteras y nombres de personas que hicieron su último kilómetro y su último transito ad maior Renault incrementum, pero de un crimen, lo que se dice un crimen, no se había hablado nunca. Las impiedades de El Vendrell consisten en desear la mujer del prójimo algún sábado perdido, y además de manera que el prójimo lo sepa.
Méndez, quien no quería que le dieran demasiado trabajo (y si había follón de prensa se lo darían) le pidió al juez: -Mejor nada de publicidad. Todos sabemos que es un asesinato, y las investigaciones se harán, pero de cara a la gente se podría decir que es sólo una chica ahogada.
– ¿Y el pecho cortado? -preguntó el juez.
– Se lo comieron los peces -dijo rápidamente Méndez…
– ¿Y la gente lo creerá? ¿Qué hay del informe forense?
– Usted sabe que ese informe es, de momento, tan secreto como el sumario.
– ¿Y del periodista qué me dice?
– ¿,Ése? Mire, juez, ése ha estado descubriendo cadáveres desde que nació. Yo creo que cuando lo parió su madre eran hermanos siameses, y al volver el Amores la cabeza descubrió que el otro había muerto. El Amores se ha metido en tantos líos que ya ha perdido la cuenta, y éste es de órdago, porque la mujer creía que había ido a buscarle piso a la maestra, pero no a buscarle el higo. Si se entera de que se dieron un bañito, juntos, la que se va a armar. Y no digamos si se entera el perro. Por lo tanto Amores no meterá la pata en nada, y dirá exactamente lo que yo quiera que diga.
– Perfecto. ¿Y qué gana usted con esto, señor Méndez?
– Una cosa muy importante: discreción. Olvido, que se había presentado como juez de Barcelona, le apoyó.
– La verdad -dijo-, yo tampoco quisiera que los de Interviú explicaran lo del pecho cortado que apareció sobre mi Mesa, que es un deseo muy razonable.
– Ah… Aunque estoy de vacaciones, no necesito decirle que le ofrezco toda mi colaboración. Si usted me lo permite, puedo ahorrarle mucho trabajo; sólo en plan de ayuda, claro. Yo no dirijo nada.
Los jueces suelen ser muy celosos en sus demarcaciones, de sus incestos, de sus daños a terceros y hasta de sus muertos comarcales, considerándose entre ellos como dignos de toda sospecha y de toda conmiseración científica, pero el de El Vendrell contestó:
– Pues claro que sí, me será usted muy útil. El coche de Olvido se detuvo al regreso en un descampado, cerca de Sant Vicens de Calders, uno de los pueblos más pequeños de España para una de sus estaciones más grandes. Pueblo de casas silenciosas, de ventanas herméticas, de gatos olvidados y pintores que aspiran a la eternidad aunque sea una eternidad provinciana. Méndez miró con justificada aprensión aquel sitio de aire limpio donde no había ni un bar y seguramente no había ni una mujer pública, con la falta que hacen. Luego clavó sus ojos en Olvido y susurró:
– Es inútil que pare el coche aquí. Yo no me dejo.
– ¿Qué?…
– No, nada.
– Habla usted a veces de una manera que no lo entiendo, señor Méndez. O yo soy tonta o no tienen sentido algunas cosas de las que usted dice.
– Tienen el sentido que he ido sacando de las calles, señorita Olvido Montal. Pero no se preocupe; he de decirle en su honor que la mitad de la gente tampoco me entiende. Y ahora explíqueme por qué nos hemos detenido aquí como dos delincuentes maquinando un golpe o, lo que es peor, como dos novios maquinando un polvete, que en mi caso es rigurosamente imposible.
– Repito que tiene usted un lenguaje muy extraño, señor Méndez.
– Deje lo de señor y dígame lo que tiene pensado decirme.
– Me preocupa lo de aquel pecho depositado en mi mesa, precisamente en mi casa.
– Tiene toda la razón, pero entre los muchos motivos que hay para que le preocupe, ¿cuál es el motivo que le preocupa más?
Ni que Olvido Montal fuese gallega, porque en lugar de responder le hizo otra pregunta:
– ¿Qué piensa de esto, Méndez?
– Pues que a la chica la atraparon de noche, cuando paseaba por la arena o cuando volvía de una discoteca en Calafell. Muchas emplean el camino de la playa porque es el más corto; según lo que sé de la autopsia, llevaba muerta desde las dos de la madrugada más o menos, o sea que esto reafirma mi idea de que regresaba de una discoteca. ¿Por qué regresaba sola, cuando casi todas las jóvenes lo hacen en grupo? Bueno, pues vaya a saber. Por ejemplo porque podía haberse enfadado con alguien: con el novio, con las amigas, con el quiromasajista de turno. Qué puedo decirle. El caso es que la cazaron, le dieron un golpe capaz de atontarla cinco minutos y la ahogaron. En esa playa hay, después del sitio donde rompen las olas, una hondonada que te cubre (lo dicen los aventureros, porque a mí Dios me libre de probar eso), luego un banco de arena donde el agua te llega hasta la cintura, y después de ese banco de arena el proceloso mar abierto, el abismo desconocido. El atacante, que para mi fue uno solo, la arrastró hasta mar abierto cabeza abajo, y cuando llegaron allí la chica ya debía tener los pulmones llenos de agua. Luego la abandonó, con lo cual lo más lógico era que los primeros bañistas la descubrieran a la mañana siguiente, pero las corrientes marinas no son siempre las mismas, y un pescador me ha dicho dos cosas. La primera, que esas corrientes la pudieron llevar lejos y luego devolverla, y que por esa razón tardamos veinticuatro horas en poder descubrirla.
– Bien. ¿Y cuál fue la segunda cosa que le dijo?
– Que en toda esta puñetera costa llena de gente fina no hay un solo sitio donde te sirvan cazalla a granel.
La costa era también el reino de las motos de dos tiempos, o sea de las innobles motos que sólo fabrican ruido. Dos de ellas rugieron camino abajo y ahogaron el comentario de Olvido. Luego Méndez continuó:
– Por supuesto, no me gusta mencionar el detalle de que antes de abandonarla en el agua le cortó el pecho.
– Supone que la atacó un hombre, ¿verdad?
– Es una suposición lógica, una suposición, por decirlo así, de manual. Pero también pudo hacerlo una mujer fuerte, porque la chiquilla poca resistencia podía oponer. Además, arrastrar un cuerpo por el agua apenas requiere esfuerzo. ¡Ah!…
– ¿Qué?
– Otra suposición de manual abona el que fuese una mujer. La chiquilla no hubiese permitido que a aquellas horas, en la playa solitaria, se le acercara un hombre. Quizá hubiese gritado o echado a correr. En cambio una mujer se le pudo acercar perfectamente, hablar con ella y esperar un buen momento para todo lo que siguió.
– Entiendo.
– Bueno, éstas son opiniones mías, puramente personales. Yo no llevo el caso ni usted tampoco. Oficialmente lo lleva la Guardia Civil.
– ¿Hubo violación? ¿Intento de violación? Méndez negó con la cabeza.
– No.
– ¿Entonces qué?
– No tiene demasiado sentido. La gente mata por odio, por honor, por dinero o por sexo. Nada de eso hubo en la muerte de una chiquilla normal, que llevaba sólo tres días aquí y que por lo tanto no podía haber provocado ni siquiera un desengaño amoroso Claro que también hay otra posibilidad: la gente mata cuando se vuelve loca.
– Ésa es la posibilidad en que yo creo -musitó Olvido-. Y creo en otra más.
– ¿Cuál? -Fue un hombre.
Méndez volvió de nuevo hacia ella la mirada que tenía perdida en las casas de aquel pueblo cargado de austeridades.
– ¿Qué le hace pensar eso? -preguntó.
– Venga. Aquel sencillo «venga» no les llevó a las playas-rotisserie, a los apartamentos-letra ni a las pizzería-mosca tan amadas por la colectividad veraniega. El coche de Olvido los condujo en poco más de una hora a una Barcelona hostil, repleta, donde según los periódicos todo el mundo estaba en la playa y donde según lo que veían los ojos todo el mundo se daba codazos en las calles y en los parkings. El coche de Olvido los condujo a través del verano a la calle de Valencia, cerca del paseo de San Juan, a una casa crepuscular, edificada en los primeros años del siglo según el gusto modernista, casa cuyo portal tenía hierros forjados y cuya fachada tenía emblemas, liras, minervas y ausencias. Ella encontró milagrosamente un sitio donde aparcar, echó el freno y dijo:
– Es aquí. «Aquí» había muebles solemnes y wagnerianos, chimeneas como las de las viejas fotos del café Els Quatre Gats, algún cuadro de Nonell, un Utrillo, una cabeza esculpida por Clará, una partitura, sobre el piano, firmada por Toldrá, por Federico Mompou y por Andrés Segovia. Había también allí un aire irreal de cosa extinguida, de vidrieras emplomadas sobre el viejo silencio del Ensanche, de tés puntuales y estrictos, de tardes musicales en honor de los difuntos y, ¿cómo no?, según Méndez, de criadas jóvenes y sufridas que recibían lo suyo en las habitaciones de atrás. Había pasillos largos y penumbrosos, había camas con vocación de eternidad. Dos balcones y una tribuna daban sobre la calle: la tribuna con sillones de mimbre blanco hechos para el cotilleo urbano; con carísimos visillos de Valenciennes hechos para la discreta observación del chaflán, para el espionaje más circunspecto. La casa sugería además cosas que no eran visibles (y Méndez era lo bastante viejo para saber que la categoría de las casas está en su capacidad de sugerencia): butaca en el Círculo del Liceo, cenas en el Círculo Ecuestre, vernissages en la Sala Pares y de vez en cuando excursiones canallas al Molino para llevarse alguna corista y practicar con ella todas las vicisitudes del salto del tigre. Un estilo de vida difícilmente perdurable estaba aguardando aún en aquella casa rica, discreta, amortizada y yacente.
Méndez preguntó: -¿Y qué?
– Ya ve que tengo las llaves de todo esto.
– ¿Por qué las tiene? ¿Es usted la dueña?
– No, claro que no, pero la casa está en administración judicial. Realmente las llaves hubieran debido estar en mi despacho, pero al salir de vacaciones me las llevé en el bolso sin darme cuenta.
– ¿Administración judicial? ¿Quiere decir que es un asunto que le ha correspondido a usted?
– Sí, pero a petición de las partes. Quiero decir que no hay, de momento, un pleito. Es lo que se llama un acto de jurisdicción voluntaria.
– Vamos, que las partes han pedido algo así como la custodia del juez mientras se decide algo, ¿verdad?
– Más o menos.
– ¿Y qué se decide?
– La interpretación de un testamento. Dos abogados, uno elegido por cada parte, lo están estudiando.
– ¿El testamento de quién?
– Del señor Óscar Bassegoda, el dueño de esta casa y de muchas casas más. ¿Usted no ha oído hablar del señor Bassegoda? Era un hombre de su época.
– A ver, refrésqueme la memoria. ¿Vivía en el distrito quinto?
– Hombre, qué va.
– ¿Trabajaba en la Bodega Bohemia?
– Pero qué dice.
– ¿Comía en Casa Leopoldo?
– No creo que nunca se dejase caer por allí.
– ¿Se daba lavajes en las clínicas urinarias de la calle de las Tapias?
– ¡Ni soñarlo! -Entonces no tengo el gusto. Olvido hizo un gesto de protesta y de resignación a un tiempo.
– Cada vez le entiendo menos, Méndez.
– Pues no es difícil. Unas personas tienen un mundo y otras personas tienen otro. Y los mundos no suelen ser intercambiables.
Regresaron por el pasillo, alcanzaron de nuevo la tribuna que daba a todos los pasados de la calle de Valencia.
– ¿Cuándo murió el tal señor Bassegoda? -preguntó Méndez.
– Hará unos tres años.
– ¿Y qué pasa con su testamento?
– Pues lo que le digo: que es de difícil interpretación, y los herederos no acaban de ponerse de acuerdo. Piense que hay mucho dinero detrás: alhajas de familia, depósitos bancarios, solares, una gran torre en los altos de la Vía Augusta… Y lo que yo no sé, porque ante los jueces sólo se declara lo más indispensable. Los posibles herederos son cuatro, pero cada uno representa un problema distinto. De aquí el lío.
– ¿Problemas? ¿Qué problemas? -preguntó Méndez, con la solicitud y el respeto que le merecían todos los litigios en que se ventilaban cantidades superiores a los veinte duros.
– Los posibles beneficiarios de la herencia son cuatro (y ya ve que no empleo la palabra «herederos», porque esa palabra tiene en Derecho una significación muy concreta): una hija separada del marido; el tal marido, al que no le ha sido asignado nada, pero que como trabajó en las empresas familiares cree tener derechos; un sobrino que se crió con los Bassegoda y que me parece que es detective privado; y por último un periodista que ha de cobrar una cantidad muy modesta, pero a quien el señor Bassegoda, con el clásico arrepentimiento de los que se mueren poco a poco, dejó muchísimo dinero para que lo repartiese en obras de caridad «según su leal saber y entender», como se dice en los libros de leyes. Ya ve que el panorama no es lo que se dice fácil.
– Me lo ha explicado usted muy bien, señorita juez, pero no entiendo nada.
– ¿Qué es lo que no entiende?
– Qué puñeta tiene que ver todo eso con lo de la niña muerta en la playa.
– Verá: muchos dirían que ha sido como una intuición. Yo pienso que ha sido una asociación de ideas.
– ¿Asociación de ideas? -preguntó Méndez con toda lógica desconfianza que las ideas le merecían.
– Venga y lo verá. La sala de música, de la cual Méndez ya había visto de pasada el piano, era pequeña, era recoleta, y así como el resto de la casa parecía haber sido construido para la grandeza de los pecados capitales, ésta parecía haber sido maquinada para las delicias de la soledad y del arrepentimiento espontáneo. Había luz, había macetas con plantas de interior ya muertas, había una radiogramola Telefunken propia de bienestares remotos. Todo.
Había también algunos cuadros, y uno de ellos lo señaló Olvido casi con reverencia: era el de una hermosa mujer desnuda de cintura para arriba, mujer de otra época, cuerpo deseable en un cincuenta por ciento, modesta hembra que en esta vida no ha podido tenerlo todo, mujer de un solo hemisferio, qué le vamos a hacer.
Olvido susurró:
– ¿Ya lo ha observado, no? ¿Se da cuenta de que le falta un pecho?