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CARLOS BEY atravesó la redacción sobre la moqueta que antes fue lujuriosa, casi dorada, y que ahora, cargada de pasos fugitivos, se había ido haciendo de un color indefinible. Años atrás, no muchos, antes de la última reforma en el periódico, la zona de la amplia redacción por donde ahora caminaba Bey había sido un holgado pasillo a cuyos lados estaban las diversas secciones -entonces independientes- del periódico. Aquel pasillo había sido pues, como en los parlamentos y los obispados, el lugar de los contactos oficiosos, de las maquinaciones entre dos y de las alianzas político-profesionales para toda la eternidad, amén, y que duraban dos días. El periódico, presidido entonces por Horacio Sáenz Guerrero, de quien lo menos que se podía decir era que se trataba de un señor, estaba lleno de sobrentendidos culturales, de matices políticos y de solemnidades a nivel de ministerio. Entrabas allí, sobre todo si eras novato, y durante un instante fugitivo tenías la sensación de que iban a ocurrir tres cosas: te harías rico, viajarías mucho y llegarías a formar parte de la pequeña historia de España. Esas tres cosas juntas no se dieron nunca, pero todos los primerizos periodistas que recorrieron este pasillo sintieron el paso del tiempo, aquel lejano y solemne momento de plenitud que ya no se repetiría.
Claro que el pasillo había servido también para otras actividades menos solemnes, y Bey las recordaba muy bien. En aquellos tiempos donde Dios apenas manifestaba su ira, los ordenanzas uniformados -también en eso el periódico se parecía a un ministerio de la vieja escuela- recogían en las secciones las noticias ya preparadas que les entregaban los redactores, para llevarlas a la imprenta. Eran tiempos en que los redactores vestían bien, guardaban distancias, cultivaban entre ellos ciertas solemnidades y hasta cuando iban a confeccionar a la imprenta se ponían americana, haciendo buena la frase del viejo Aznar: «Si usted quiere que le respeten, empiece por ser digno de respeto.» O aquel lejano dicho de un no menos lejano ministerio donde el secretario había entrado en el despacho pontificio diciendo: «¡Señor ministro, señor ministro, que le están esperando para la rueda de prensa cinco periodistas y un señor de La Vanguardia!»
Eran tiempos remotos, ahogados para siempre por los actuales redactores barbudos, las audaces entrevistadoras en blue-jeans y los fotógrafos en camiseta. Tiempos posiblemente inútiles, pero que Carlos Bey recordaba cada vez que recorría el viejo pasillo inexistente.
Aquel reino de los ordenanzas había tenido sus figuras singulares, como julio, especie de arcángel destinado a la sumisión, que cada vez que le llamaban, y aunque la noche estuviera resultando macabra, animaba a los redactores hechos polvo diciéndoles: «Todo bueno, todo bueno.» O como Cabrejas, que durante el día era policía armado, y que al ser llamado desde alguna de las redacciones entraba en ella preguntando: «¿Quién es el culpable?»
Voces oficiosas y perdidas en el tiempo hablaban también de otros personajes a los que se tragó la noche. Como Arturo Pérez Foriscot, corrector de las últimas pruebas del periódico (o sea, la última aduana antes del error y del horror); quien cada vez que descubría una falta se ponía fuera de sí, decía que no se podía suprimir la pena de muerte y, si le llevabas la contraria, anunciaba que te iba a dar día y hora para que le hicieras una paja. Foriscot era un sabio, pero nadie se lo agradeció. Las remotas voces del pasillo extinguido hablaban también de Antonio Carrero, del que se decía que en otro tiempo había ido por el interior del periódico con una bicicleta. Carrero aragonés como Foriscot, era un experto en la pequeña historia del bruto hispano, de la gente apegada a su terruño, a su santo menestral y a su virgen con azada. Suya era la historia de aquella putica de Zaragoza -mujer, aseguraba, de gran valía y de mucha consideración- que un día quedó sin piernas en un accidente de tren, y a la que sus fieles clientes sacaron a la procesión en un carrito que llevaban en andas. Suya era también una copla de Semana Santa que aseguraba se cantaba en un pueblo de los que a él le gustaban y que muy aproximadamente decía así: «Lo han coronado de espinas – A la cruz lo llevan presto – ¡Si serán hijos de puta! – ¿No hay pa cagarse en sus muertos?»
Carrero, en sus últimos días, comido ya por el cáncer, seguía acudiendo a trabajar al diario porque allí estaban los restos de su alma, y cada vez que le preguntaban cómo se encontraba, respondía: «Peor que los vivos y mejor que los muertos.» A Carrero y a Julio, que sobre las cuatro de la madrugada solía traerle un plato de bacalao en sanfaina y una catarata de vino macho, se los tragó la noche. Eficaces empleados de caja de ahorros que cumplían escrupulosamente un horario de cuatro a diez y no reían nunca, ocuparon sus puestos sigilosamente.
Era una estúpida inutilidad, pero Carlos Bey, cada vez que andaba por el pasillo que ya no era, recordaba las viejas sombras. Se deslizó ante el que había sido el despacho de Horacio, hombre que podría haber redactado un manual de conducta para el Quay d'Orsai, escuchó el perentorio grito de un redactor descamisado que salía a toda prisa y se dirigió a la puerta de la calle, junto a la cual le esperaba Armando, vendedor de terrenos incultos y remoto compañero de paseos por Pueblo Seco. Armando le saludó afectuosamente:
– Ni que hubiera estado ustés practicando la sodomía, amigo Bey. Hay que ver lo que ha tardado en haser su oportuna aparisión.
– Perdona. Tenía una visita cuando me han dicho que estabas esperando.
– Pues aún menos mal que le han pasado la pertinente comunicasión, porque si no el que practica la sodomía soy yo. Ya había un conserje que me miraba con cara de ir a proponerme un presio.
– ¿Para qué querías verme realmente, Armando?
– Es que me dijeron que ustés era algo así como el albasea testamentario de Oscar Bassegoda, dicho sea sin ningún ánimo de faltar al respeto al difunto.
Caminaban por la calle de Pelayo, se movían casi a codazos entre anunciantes del periódico, hombres que iban a las casas de fotos rápidas para pasar a la posteridad del carné de conducir, jóvenes en paro que repartían folletos de ventas imposibles y parejas de jubilados (medio país estará jubilado dentro de un par de años, pensaba Bey, y el resto estará en paro) que miraban escaparates también imposibles.
– No soy propiamente un albacea, Armando, aunque es verdad que Óscar Bassegoda me encargó una misión: repartir parte de su dinero entre personas necesitadas. ¿Pero tú cómo sabes eso?
– Por el capitalista.
– ¿El capitalista?
– Sí, o séase el dueño de la organisasión inmobiliaria para la cual trabajo, es desir el propietario de los terrenos yasentes. Óscar Bassegoda nos había comprado toda una montaña para haser una urbanisasión que al final no se hiso, pero que tiene un gran porvenir porque hay agua. Mire, mire…
Le enseñó a Carlos Bey dos fotos en las que se captaba desde perspectivas distintas la misma fuente con un chorrito casi invisible, al cual, para que tuviese una cierta verticalidad airosa, había que ayudar con una caña.
Armando las señaló y dijo ostentosamente:
– ¿Lo ve? Agua.
– ¿Y el capitalista qué quiere hacer con una cosa que ya no es suya?
– Verá: cuando él la vendió no había agua, y ahora que el presioso elemento abunda quisiera comprarla al mismo presio y haser una urbanisasión de alto estanding para personas que quieran huir de la siudás pero con todas las comodidades. Le gustaría saber con quién ha de entenderse, y si es con ustés mejor, porque entonses tan amigos, y, además, le daría una comisión honrada, oséase clandestina.
– Pero a ver si me entiendes de una puñetera vez, Armando. El capitalista ha debido de mirar la vieja ficha de Oscar Bassegoda, pero se ha hecho un lío y te ha informado mal. Yo no puedo vender. Yo sólo puedo repartir una parte de la fortuna entre personas que lo necesitan. Óscar debió de apuntarse en su agenda: «Antes de morir, repaso a la conciencia.» Y lo hizo. Por eso me pasó el encargo.
– Pues entonses mejor, porque ustés le puede regalar la montaña al capitalista. ¿Qué persona más desamparada hoy día y que mejor cumpla una misión sosíal?
– Armando, no jeringuemos, hombre. Yo hablaré con el capitalista por pura educación si tú me lo pides, pero ahí se termina todo, ¿eh? Quedamos en que ahí se termina todo.
El despacho del tal capitalista estaba en la Rambla de las Flores, en un entresuelo penumbroso, amparado por un letrero adherido a la puerta y que decía: «Organización inmobiliaria La Caseta i L'Hortet.» El dueño tenía, igual que el presidente de la Generalitat, una bandera catalana junto a la mesa de su despacho.
– Ondia, sí que vienen pronto -dijo, moviendo su corpulenta humanidad al verles- Usted me ha entendido mal, Armando; yo le había dicho que nos veríamos a tres cuartos de ocho, y ahora me acaban de coger con los pixados en el vientre. Pero pasen y siéntense, sobre todo usted, señor Bey. De modo que usted es el famoso Carlos Bey, ¿eh? ¿Qué? ¿Ya sabe de qué va?
– Yo no sé nada, amigo mío, y no hace falta que se moleste en explicármelo. Por lo que me ha dicho Armando, usted quiere recomprar una propiedad que hace tiempo le vendió a Óscar Bassegoda, ¿no es eso? Bueno, pues lo siento, pero yo no tengo nada que vender. (Los que podrían hacerlo son los herederos) pero en este momento no pueden tampoco, porque la herencia está yacente.
– ¿Está qué?…
– No la han aceptado oficialmente. Tienen un problema legal, y la herencia aún no es de nadie.
– Pues sí que es un asunto recargolado. Armando no me lo había dicho. Armando, oiga, siempre que haya follón y recargolamiento me lo tiene que decir.
Bey susurró:
– Armando, como usted sabe, es una persona muy lista, pero tenía una falsa información.
– Pero, oiga… Esas cosas se arreglan. Con las urbanizaciones siempre pasa lo mismo, porque si no estaríamos listos: se empieza a trabajar con un simple compromiso de palabra y luego ya veremos. ¿Por qué no hacemos una cosa? ¿Por qué no me vende usted la propiedad y que luego los herederos me den el visto y plau?
– No es posible, sobre todo porque nadie sabe aún si esa propiedad se la va a quedar Blanca Bassegoda.
– ¿Blanca Bassegoda es la mestresa?
– Nadie lo sabe, se lo estoy diciendo. Hay que cubrir muchos trámites legales aún.
– Mire, hablemos claro y catalán. ¿Sabe qué hago yo con los trámites legales? Pues encima de los trámites legales me hago de cuerpo. Pero perdone que le hable con tantos rodeos y de una manera tan fina y solapada. Ya se ve que con una persona como usted se puede ir directo al grano y llamar a las cosas por su nombre. Es que a veces me falta confianza, ¿sabe? Pero lo que quería decirle es que, si usted me lo arregla, puede tener una buena comisión, una comisión de c'al Deu, quiero decir de casa de Dios, hablando claro. Usted sabe el castellano, ¿no? Bueno, pues ya me entiende.
– Habrá que esperar, amigo mío. No sé si se lo ha dicho Armando, pero yo sólo tengo en lo de la herencia una misión de confianza.
– Eso se arregla. Habiendo voluntad todo se arregla, ya se sabe. Además, yo tengo muy buenas amistades si hace falta. Amistades de verdad. Ahora mismo se lo demuestro, mire. Voy a llamar al señor Coll i Alentorn, de Unió Democrática de Catalunya. Ya verá, ya… Y eso que yo no soy de su partido. -Antes de que Bey pudiera evitarlo, marcó un número y preguntó-: Oiga, ¿que es que está el señor Coll Alentorn?
Hubo una breve pausa.
– ¿No lo sabe? ¿Que ha de preguntarlo? Pues pregunte, pregunte… Oiga, ¿usted es castellana? ¿Sí? ¿Y nueva aquí? ¿No habla bien el catalán? Entonces quizá no me ha entendido del todo el nombre. Ya se lo repetiré en su lengua, porque a las personas hay que darles facilidades, hoy por usted y mañana por mí. ¿Que es que está el señor Cuello Alentorno?
Cuando le dijeron definitivamente que no, colgó con un gesto de fastidio y propuso mirando a Bey:
– No crea que es coña, ¿eh? Si quiere puede marcar usted.
– No hace falta. Doy por descontado que conoce a mucha gente de importancia.
– No lo sabe bien. ¡La de favores que he hecho! ¡La de gente que ha venido a atiparse a mi casa! Y siempre sin cobrarles un duro, ¿eh? ¡Ni un duro! Y ellos sin venir ni con un ramo de flores para mí señora. Pero, bueno, usted, por lo que me ha dicho Armando tiene que repartir dinero. Menudo oficio es ése, la coña en barca.
Bey suspiró.
– No resulta tan agradable, créame -dijo-, y además tampoco puedo repartir nada de momento, hasta que se aclare lo de la herencia. Son cuatro los interesados, de modo que imagínese.
– O sea que del terreno nada…
– Por ahora no.
– Pues me han follado de vivo en vivo.
– No diga eso, hombre; todo se podrá arreglar.
– De modo que usted… Bueeeeeeeno… De modo que usted puede hacer rica a una persona con sólo quererlo. Pues no me diga que no es un chollo. Usted va a ver a una mujer, eso sí, llevando el dinero por delante y… ¿eeeeeeeb?
– Lo siento, tengo la sensación de que usted no ha entendido nada. En fin, perdone si me marcho. Y ya sabe que si puedo ayudarle en algo cuando esto se aclare, Armando me encontrará en un momento. He tenido mucho gusto en conocerle. Adiós.
Iba a levantarse cuando el otro murmuró:
– Bueno, pero alguna idea tendrá de a quién hay que empezar a untar la mano, ¿no?
– Sí -dijo Carlos Bey desde la salida del despacho-, a una mujer. Pero la lástima es que es prácticamente una mujer muerta.