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8. LA CONSULTA

– ENCARNACIÓN López tenía una enfermedad incurable -dijo el médico que había hecho la autopsia-. Para explicarlo con toda claridad, tenía un cáncer como una casa. Supongo que le había empezado a doler. ¿Sabe qué médico la trataba?

Méndez suspiró:

– Lo sé. Claro que lo sabía, después de haber registrado ilegalmente la habitación de la ahorcada, después de haberse hecho con todo, desde las bragas a los pijamas, desde la libreta de ahorros a las recetas, desde las facturas a la comida que había en la jaula del pájaro. Varias de las recetas correspondían a un tal doctor Soler, que tenía dos consultorios, uno de ellos en la calle del Hospital.

Méndez supuso que allí iba Encarnita: al consultorio más barato y menos meticuloso de los dos. Él también fue.

El piso de la calle del Hospital tenía vigas de madera carcomida, cordones de la luz que reptaban por el techo, muebles a los que habían hecho la trepanación, lámparas color marfil con cuya observación se hubiese podido escribir una Historia Natural de la Mosca. Debía de ser el rincón sentimental del señor Soler, su primer consultorio de la juventud, lleno de clientes con ladillas, chancros hasta la lengua y cirrosis hasta en las uñas, pero también un consultorio lleno entonces de esperanzas. Al viejo Méndez, los hombres que conservan el testimonio de lo que fueron le inspiraban confianza, aunque viendo al médico había que sospechar que los clientes le debían haber ido dejando poco a poco pus de sus chancros, vestigios de sus cirrosis y hasta algunas de sus ladillas más veteranas. Parapetado detrás de su mesa, el doctor Soler era la viva imagen del médico al que mantiene en pie la certidumbre de que los clientes morirán antes que él.

– ¿Qué le pasa? -preguntó, mirando la facha de Méndez-. Por lo menos sífilis.

Méndez masculló: -Algo peor. Policía.

– ésta sí que es buena. ¿Qué ocurre? ¿He hecho algo que no debía hacer?

– Nada, doctor, nada. Esté tranquilo. Sólo vengo en plan de comadreo y de informe confidencial.

Méndez se sentó, le mostró la credencial, le invitó a tabaco fino, elogió las ampliaciones fotográficas que llenaban la pared mostrando espiroquetas mayores de edad. Luego susurró:

– Esto no va con usted, doctor, repito. Hace pocas horas se ha suicidado una cliente suya llamada Encarnación López. Yo supongo que ha sido por lo que me ha dicho el forense: padecía un cáncer como una casa. Pero necesitaría que usted me lo confirmase.

El doctor Soler se relajó. Miró con ojos medio dormidos la habitación, el paraíso terrenal de sus primeras pesetas y sus primeros sueños. Apoyó las manos en la mesa y explicó:

– Claro que padecía un cáncer, aunque yo no se lo había dicho. De todos modos Encarnita no era tonta. Debió de ir a ver a otro médico y fue atando cabos poco a poco.

– ¿Le empezaría a doler?

– Supongo. Y fuerte.

– ¿Qué le recetaba usted? -Lo habrá visto por las propias recetas; no soy tan ingenuo como para no imaginar que usted les ha echado un vistazo. Pantopón y calmantes variados, ya sabe. Supongo que eso le acabaría dando a ella una pista, pero no había manera de evitarlo.

– ¿Conocía usted a Encarnita desde hacía muchos años?

– ¡Buf! Desde las Cortes de Cádiz. Bueno, perdone, no he querido decir que ella fuese una vieja. Había superado los cincuenta, pero se conservaba muy bien. Incluso creo que algunos viejos amigos le seguían pagando por sesiones de cama. Yo la conocí en este mismo piso cuando era una profesional discreta, le curé un par de blenorragias y la orienté sobre las precauciones que debía tomar en el oficio. En fin, lo de todo el mundo.

Méndez había sabido siempre que en la vida de Encarnita López, incluso en su mejor época, había existido una parte sórdida, una parte que nunca se reflejaba en la cama, en sus posturas sabias, en sus lengüetazos deliciosamente abyectos, en sus cómo has venido hoy de caliente, chico, me ahogas, me deshaces, me matas; pero ahora aquel ambiente apareció retratado allí, ante sus ojos, hecho cordón reptante y procreación de mosca, y eso le obligó a hundir la cabeza con una inmensa sensación de desdicha, como si todo su pasado hubiera sido una falsedad.

«Iré a llevar flores a su tumba -pensó-. Flores del barrio, para que todo tenga más sentido. ¿Pero dónde coño hay en este barrio una floristería?»

El doctor Soler dijo, hundiendo también la cabeza:

– Lo siento. Confío en que al menos se haya dado una muerte rápida.

– Se ahorcó.

– ¿Bien?

– No estuvo mal. Supongo que ni cinco segundos de agonía.

– Es un consuelo. Hablando en términos humanos, ha sido una solución, porque hubiera sufrido mucho. Una mujer con familia, con cariño y con alguien que la ayude a vivir o a morir, aguanta lo indecible: bastante más que los hombres. Pero una mujer sola, sin más cara amiga, ¿por qué no decirlo?, que la de un profesional como yo, se hunde en seguida. Y hay motivos. Para animarla con un cambio de ambiente, la recibí varias veces, cobrando lo mismo, en mi otro consultorio, el de la calle de Sicilia, donde tengo buenos aparatos y hay luz a raudales, pero ¿qué quiere que le diga?, ella se sentía mejor aquí, en este ambiente que le era tan conocido. Incluso creo que me equivoqué, porque cuando se dio cuenta de que tenía esas atenciones con ella debió empezar a pensar que padecía algo sin remedio. En fin, uno hace las cosas con la mejor intención y resulta que lo ha fastidiado todo.

– Eso es lo que vale, doctor. La intención es lo que cuenta.

– Justo lo que me decían los policías del franquismo, cuando me detuvieron por comunista el año 72: que la intención era lo que valía. Yo no había hecho nada, pero ¿y lo que había pensado hacer? ¿Eh? ¿Y lo que había pensado hacer? ¿Y las cosas que imaginaba mirando el retrato de Lenin? ¿Eh? Por eso casi me clavan diez años. Menuda gentuza.

– Los policías del franquismo… ¡Quién sabe dónde paran! A lo mejor se han muerto todos -dijo Méndez cautelosamente.

Y añadió, huyendo del terreno pantanoso:

– Por pura rutina, y aunque el caso va a cerrarse, he de cubrir una investigación, doctor Soler. ¿Usted sabe qué hacía Encarnita últimamente?

– Me parece que había alquilado un piso en un sitio bueno, y con una socia lo dedicaba al cuento. Eso está ahora a la orden del día, hay casas de cuento hasta en los ambulatorios de la Seguridad Social.

– Veo que no me miente, doctor Soler. Encarnita se dedicaba al asunto. Ejercía una profesión que dentro de cuatro días será honorable y que se denominará «gestor sexual», ya lo verá.

– Celebro que sepa que no le miento. ¿Pero por qué iba a mentirle?

– Hay muchos motivos, teóricamente. No sabe usted lo raras que llegamos a ser las personas. Pero en este orden de cosas dígame: ¿tenía Encarna alguna amiga más o menos íntima? ¿Alguna persona que pudiera explicarme bien cómo estaba viviendo en los últimos tiempos? Repito: es pura rutina, es para poder cerrar cuanto antes estos papelotes.

El médico pensó. Por el balcón entreabierto llegaban los delicados ruidos de la calle: coches que no tiraban, televisores de los bares a todo meter, gritos de chiquillos en busca de la ciudad soñada, estentóreas muestras de afecto entre mujeres que habían descubierto tener el mismo marido: tu madre, la tuya, tía guarra, mujer de diez pesetas, sobrina de cura, pendona, eso tú, la tuya.

La ciudad prosperaba y vivía. Soler dijo al fin:

– Sólo se me ocurre la Susi. También era cliente mía. De la misma edad que Encarnita, más o menos, y desde luego del mismo ramo. Por algunos detalles, y perdón, tengo la sensación de que habían hecho juntas en otro tiempo tortillas y cuadros para un hombre que las pagaba muy bien. Un hombre de los de antes, de los de la situación, ya me entiende. Un hombre rico a todo meter. La Encarnita y la Susi se debían conocer, digo yo, todos los olores de debajo de la falda. Pero eran otros tiempos.

– Ese hombre rico, ¿se llamaba Bassegoda? -susurró Méndez.

– La verdad es que no lo sé.

– Quizá el nombre de pila lo conozca. ¿Óscar?

– Tampoco puedo decírselo. Es posible que haya oído ese nombre alguna vez. No lo sé, no es cosa mía.

– Lo entiendo muy bien, y ahora mismo voy a dejar de molestarle. Dígame solamente dónde vive Susi.

Susi vivía en la calle de Tamarit, no demasiado lejos de allí. Era la zona de los Encantes, del mercado de San Antonio, la zona entrañable del capazo en sábado, del libro viejo en domingo. Era un cierto sector de una cierta juventud de Méndez, sector de luces macilentas, de tiendas pequeñas, de dependientas culonas, de tardes otoñales que uno ve morir. Era un pedazo de la Barcelona que Méndez amaba a pesar de todo, y a veces aún se detenía de noche ante la estructura de hierro del mercado y veía cómo un viento venido de muy lejos movía las luces amarillas, inmunes al tiempo.

El piso de la Susi era pequeño, tenía baldosas de colores, pasillos angostos, un balcón exiguo que daba a la calle y un olor a tiempo en los empapelados de las paredes, en los muebles que las manos y los culos habían ido devorando poco a poco. Susi no era como Encarnita, que aún conservaba algo de su viejo pedigrí, sino que estaba carcomida por todas las estrecheces del dinero y todas las soledades del piso. Cuando se enteró de que Méndez era policía se puso a maldecir, pero cuando supo que era amigo de Encarnita en la cama y fuera de ella, se puso a llorar mansamente.

– Sí, claro que hacíamos cuadros con Óscar Bassegoda -dijo.

– ¿Cómo era él?

– ¿En la cama o fuera de la cama?

– Fuera de la cama.

– Un señor.

– ¿Y en la cama?

– Un macho muy exigente. Casi se podría decir que un sádico.

Le explicó que Oscar Bassegoda leía con las dos viejos libros que hablaban de ambientes victorianos, de mujeres con corsé, de niñas doceañeras empaladas por formidables y caballerescos miembros. Luego hacía que las dos se pegasen, que se arrancaran los vestidos, y cuando estaban en lo más violento saltaba sobre ambas y las iba penetrando por turno, hasta que alguna tenía la suerte de hacerle terminar. También ponía a una de las dos a cuatro patas en el suelo, la montaba a caballo y la obligaba a dar vueltas a la habitación, con feroces golpes en las nalgas. Cuando Encarnita, por ejemplo, no podía más, la cambiaba por Susi. Tiraba de sus cabelleras hacia atrás y las forzaba a mirar de frente en los espejos sus caras de sufrimiento, de cansancio, en las que ellas aún trataban de dibujar el perfil de una sonrisa. Era un hombre del viejo tiempo, del Gran Dinero y del Gran Falo. Las mujeres no existían para él: eran piezas sueltas ensambladas por el milagro del semen, eran anos, bocas, muslos, monturas que nunca resultaron frágiles. Por la pequeña habitación, mientras la Susi hablaba, pasaba un aire en el que flotaban luces opacas, figuras castigadas a taconazos, voces de ordeno y mando y susurros de obediencia. Allí estaba la historia que no se escribe, que es siempre la historia que de verdad se ha vívido.

La Susi dejó de hablar con la mirada perdida. Los dos salieron un momento al balcón. La noche se había tragado los tenderetes, los peatones. Entre una lluvia mansa, sólo la estructura del mercado sobresalía más allá de las sombras, con sus luces amarillas, envueltas en un tiempo que había sido.

– Él le explicaría cosas de la familia -susurró Méndez. Óscar hablaría bastante, digo yo.

– Bueno, sí, a veces, entre polvo y polvo. También es natural, ¿no? Me acuerdo de que tuvo un gran disgusto cuando se casó su hija; de eso nos hablaba mucho.

– ¿No le gustaba el marido?

– ¡Qué le iba a gustar! Óscar siempre me decía que su hija Blanca había escogido lo más bajo, pudiendo haber escogido lo más alto. Y sobre esto tenía una manera muy rígida de pensar. ¡Si lo sabré yo, después de las horas que pasamos juntos! Elegir lo más alto era una especie de obligación de familia: siempre decía que una no debe traicionar lo que los padres hicieron por ella.

– ¿A qué se dedicaba el marido?

– No lo sé. Un poco a lo que saltaba. Representaciones comerciales y todo eso, pero no en plan fijo, porque si llega a dedicarse de verdad, contando con las relaciones que tenía Óscar, hubiese ganado pasta larga. Menudos representantes he conocido yo y menudas cuentas corrientes tenían. Médicos buenos, que han estudiado toda la vida, no ganan ni la mitad. Y es que es lo que digo yo: el dinero no tiene lógica. Quien piense que el dinero se gana con la cabeza, se equivoca. El dinero se gana con el instinto. Una gran cabeza, digo yo, puede servir como máximo para un pequeño momento que pasará sin que te des cuenta. Pero mientras tanto, ¡qué mierda de vida para los que no han hecho más que aprender! ¡Si lo sabré yo, con la cantidad de hombres que he conocido!

Los hombres habían sido terriblemente sinceros con la Susi -seguro que también con la Encarna- mientras la montaban, la golpeaban, le dejaban caer las últimas gotas sobre su vientre. Y de los hombres sin careta siempre se aprende: la Susi tenía la sabiduría de la cama y de la calle, esa sabiduría tan propia y tan difícilmente transmisible que ni a los hijos sabes cómo enseñársela, hasta que la acaban aprendiendo en otras camas y otras calles.

Méndez preguntó:

– ¿Él tenía otras mujeres?

– Claro que sí, yo siempre he pensado que sí. Con su dinero podía comprar vedettes, modelos y lo que le diera la gana; incluso se tiró a alguna chica de buena familia que aún iba al colegio. No hay mujer que no tenga un precio, créame. Y ningún hombre, claro. Yo conocí a uno -la Susi rió por primera vez- que en esto era muy claro y que decía: «Yo siempre estoy en venta. Lo único que pido es que alguien vaya poniendo billetes sobre la mesa hasta que yo diga basta. Claro que lo malo es que a nadie se le ocurre ponerlos.» Ese hombre ha acabado siendo un periodista político que siempre lleva la palabra «insobornable» en la boca.

Abandonaron el balcón, dejando de mirar la lluvia mansa. -Un gran hombre a su manera el Óscar Bassegoda -dijo Susi mientras le preparaba a Méndez una copa barata y seguramente letal- Había pasado por mil trances y siempre salía ganando: era una máquina de hacer dinero y de repartirlo; conseguía una cosa difícil y te daba la sensación de que al día siguiente podía conseguir otras mil más. En cambio ahora es distinto, ahora naces y el Estado te dice hasta dónde puedes llegar y dónde te tienes que morir. Usted también debe saberlo, policía: eran otros tiempos.

Ricardo Arce, el Richard de las veladas del Price, entró respetuosamente en la casa de la Avenida de Pearson, esa vía situada en la Barcelona más selecta (jamás Méndez pondría los pies allí, no fuera que un exceso de luz le produjese urticaria) donde el aire es claro, la gente es noble y limpia y además siempre tiene razón. Espriu dijo algo parecido de los países extranjeros, demostrando que la belleza, para serlo, necesita estar lejana, pero el Richard ignoraba la existencia de Espriu y tampoco veía qué podía ganar conociendo gente de esa clase, sentimiento lleno de plenitud que concordaba con el de la mayor parte de las masas urbanas del país.

Blanca Bassegoda le recibió en seguida y le miró con cierta insolente fijeza, con ese alerta de la gente entendida a la que ofrecen una mercancía sospechosa. Admiró, eso sí, la estatura del aspirante, sus hombros cuadrados, la musculatura que se insinuaba bajo la tela de un traje bastante discreto, pero comprado, no cabía duda, en alguna sastrería del Paralelo; admiró la mandíbula más bien cuadrada, la nariz algo aplastada -recuerdo inevitable del boxeo- y los ojos tranquilos, fijos y resueltos. En líneas generales le pareció bien, pero faltaban otras muchas cosas por comprobar. Susurró:

– De modo que tú eres Ricardo Arce.

– Sí, señora. Me envía el abogado Llor.

– Para empezar no me llames señora. Siéntate. Él se sentó, algo confuso. La desorientación se reflejaba tan claramente en sus ojos que Blanca adivinó de qué se trataba. Y dijo con una sonrisa:

– Es que si nos entendemos y te quedas para el trabajo que yo necesito, tendremos que tratarnos de tú.

– Ah… Muy bien. Gracias por explicármelo. -El abogado Llor me ha dado muchos detalles de ti. Debes saber que es el abogado de mi familia.

– Sí. Lo suponía.

– Los tiempos han cambiado, pero antes éramos lo que se dice gente rica. Llor cuidaba de nuestros intereses y tenía mucho trabajo con la familia. Puede decirse que pasaba días enteros en esta casa.

– El señor Llor es muy buena persona -se creyó obligado a decir el Richard.

Estaba incómodo allí, erguido en la silla de respaldo demasiado alto, los pies hundidos en una alfombra que no le dejaba moverse, alfombra para caballeros distinguidos y mujeres perversas que pertenecían a esos otros planetas donde todo es posible y fácil; sintiendo en la cara la mirada insistente de una Blanca Bassegoda demasiado elegante y demasiado hermosa, una mujer de otra dimensión. Seguramente, en el fondo, quería burlarse de él, y eso mantenía al Richard en guardia, dispuesto a decir que no, aunque necesitaba el trabajo, cualquier trabajo, en aquella ciudad que no le quería.

Ella musitó:

– ¿Qué bebes?

– Nada. Al salir de la cárcel bebí un poco, pero no tengo costumbre.

– ¿Abstemio?

– No. Ex boxeador. En los tiempos en que yo me dedicaba a eso, había mucha disciplina.

– Agradezco que me hayas dicho con tanta franqueza lo de la cárcel.

– ¿Por qué no? Seguro que usted ya lo sabía.

– ¿Sigues pegando bien?

– ¿Por qué?

– Nada… Es una pregunta.

– La gente me tiene respeto -dijo sencillamente el Richard, desviando la mirada.

Ése era el último rincón de su orgullo, pero no sabía cómo manifestarlo, o mejor aún cómo esconderlo.

– Me interesa que sea así. Puede que en este trabajo tengas que usar los puños -susurró ella.

– ¿Para qué? Blanca Bassegoda se sirvió un whisky. Tenía un aire algo cansado, un aire que cuadraba con aquel ambiente hecho para mirar las cosas, para sentirlas tuyas de eternidad a eternidad, para notar su caricia. La luz de las grandes ventanas daba en el vestido color miel de Blanca Bassegoda, en sus medias y sus zapatos igualmente color miel, en la piel todavía tostada de sus brazos, soles limpios de Cadaqués y S'Agaró y de vez en cuando algunos nocturnos canallas de Sitges: Todo eso estaba en ella, y Richard pensó fugitivamente en lo que habría debajo de la falda, en el prodigio de la ropa interior enemiga del sol y amiga discreta de las penumbras y las lunas. El Ríchard había leído en la cárcel a oscuros poetas, y a veces esos pensamientos le atravesaban instantáneamente, como un rayo que se iba. Había llegado a la inutilidad de no ser un hombre de sexo directo, sino de cien sexos imaginados. Eso no puede ser bueno.

– ¿De veras no quieres beber?

– No, gracias.

– Entonces deja que yo me entone; tenemos que hablar un rato, y no creas que va a ser fácil para mí.

Cruzó las piernas, dejó en el aire el reflejo de la piel y de la seda, su color otoñal de mujer con clase.

– ¿Cómo quieres que te llame?

– Soy Ricardo Arce, pero la gente me llama Richard.

– Está bien: Richard. Será así. El nombre me gusta. Bebió un sorbo y añadió: -Supongo que sabes que soy una mujer casada.

– Sí. Me lo dijeron.

– Estoy separada, eso también te lo deben haber dicho.

Pero la historia es complicada, y precisamente por eso te necesito a ti.

Le explicó en otras palabras todo lo que le había dicho al abogado Llor: el fracaso de la boda, las amenazas del marido, las agresiones, las sórdidas visitas a las comisarías, a los juzgados de guardia. Le habló del plan trazado en el despacho de Llor, un plan para el cual hacían falta exactamente tres cosas: un hombre fuerte, un amor fingido y el sabio transcurrir del tiempo.

Richard no se atrevió a interrumpirla una sola vez. Blanca, cuando hubo dado toda la explicación, terminó preguntando:

– ¿Qué te parece?

– Se lo voy a decir con franqueza… Estoy asustado.

– ¿Asustado por qué? ¿Miedo a mi marido?

– No.

– ¿Pues a qué?

– Miedo a usted. Ella echó un poco para atrás la cabeza.

– ¿A mí? -susurró.

– Bueno, no es exactamente a usted. No sé cómo decirlo. Es a su mundo.

– Lo entiendo, pero nunca tendrás que moverte solo en él, no te preocupes. Como quien dice irás de mi mano, si no te molesta. Al acompañarme siempre a mí, no tendrás problemas. Y tampoco será tan difícil acostumbrarse, no vayas a creer que el mundo en que me muevo es tan distinguido como antes. Qué va.

– El miedo está en otra cosa. No es lo que piensen los demás, que me importan bien poco. Es miedo a no estar a la altura de usted.

Blanca sonrió. Tenía una sonrisa suave, pero cansada y turbia.

– Habíamos quedado -dijo- en que me tratarías de tú.

– Está bien, pero la verdad es la verdad. Me asusta no estar a tu altura.

– No te preocupes. Si aceptas, sólo tendrás que salir conmigo, acompañarme a cenar, ir a algún espectáculo, comprarme cosas.

– ¿Comprar?…

– No con tu dinero, naturalmente. Yo te lo daría.

– Es algo vergonzoso, ¿no?

– Veo que no has acabado de entenderlo. En este caso, comprar es un trabajo como otro cualquiera. También se le da dinero a un administrador.

– Entiendo. Si tú lo dices, así debe de ser.

– Ah… Otro detalle. ¿Dónde vives?

– En un hotel… de la calle Nueva.

– Entonces no es el Ritz, supongo.

– No -dijo Richard con voz opaca-, pero para mí ya vale.

– Para mí no. Tendrás que cambiar de sitio. Un lugar discreto, digno de un hombre de buena posición que puede alternar conmigo. Naturalmente, yo lo pagaré.

– ¿No va a ser?…

– … ¿Indigno? ¿Ibas a decir eso? Él se mordió el labio inferior. -También a un representante o a un viajante se le paga el hotel -explicó Blanca Bassegoda-. No tiene importancia.

– No debe tenerla, si usted… si tú lo dices. Blanca Bassegoda echó de nuevo la cabeza atrás, y sin mirarle, con una expresión absolutamente lejana, susurró:

– No es ésa la única cosa que deberás hacer. Hay otras. Deberás aprender a vestir, por ejemplo. Y a comer. No quiero ofenderte, pero vestir y comer son cosas difíciles, son cosas que hace todo el mundo pero que no sabe hacer todo el mundo.

– Yo las aprenderé. En cuestión de ropa debo decirte que cuando ganaba dinero vestía muy bien. Estoy acostumbrado.

– Querrás decir que vestías con estridencia.

– ¿Qué estás pensando exactamente?

– ¿Dónde te comprabas los trajes?

– En el Paralelo o en las Rondas. Una vez me compré uno en la calle de San Pablo. Sensacional.

– ¿Lo ves?

– No sé adónde quieres ir a parar, pero en fin… En cuanto a lo de comer, ya es otra cosa. He de aprender. Pero hubo un tiempo en que iba a restaurantes buenos y nadie me llamaba la atención.

– ¿A qué buenos restaurantes ibas?

Palpitaba un levísimo deje de desdén en la voz de Blanca Bassegoda, que le seguía mirando con insistencia.

– A sitios buenos, ya te lo he dicho: el Abrevadero, Can Joanet, Can Tipa… ¿Pasa algo?

Lo preguntó porque ella estaba riendo. Blanca dejó de mirarle y musitó:

– No, no pasa nada.

– Perdón, si he dicho algo que no debía.

– No, al contrario. Lo estás diciendo todo muy bien. Me parece que eres el hombre que busco, ya ves si soy sincera. Pero deberás aprender otras cosas también, al margen de comer y vestir con elegancia. Por ejemplo, besar.

– ¿Besar a quién? -A las mujeres en general. Las manos de las señoras, aunque eso se estile cada vez menos.

– Ah…

– Y otras cosas que no son las manos de las señoras.

– ¿Por ejemplo?…

– Por ejemplo mi boca. Él se estremeció un momento. La fuerza de aquel estremecimiento hizo vibrar incluso la silla, pero luego se quedó tan quieto como si no respirase. Todo había pasado como un soplo.

– Alguna vez será necesario -dijo Blanca-. Habrá que dar la sensación de que estamos locamente enamorados uno del otro. Besarnos para que nos vean, pero dando la impresión de que no queremos que nos vea nadie. Eso es lo que habrá que hacer.

– Bi… bien -consiguió decir Richard después de morderse el labio inferior-. Cuando tú creas que eso debe hacerse yo lo haré… con los límites que tú me impongas, claro.

Blanca Bassegoda le seguía mirando fijamente, con una curiosidad que tenía algo de insultante, de puro examen zoológico hecho en una tarde aburrida.

– Quizá debas aprender algo más -susurró-. En tu trabajo no puede fallar nada.

– Intentaré cumplir lo mejor posible, eso no hace falta decirlo. En parte porque es un buen empleo y en parte porque… necesito aceptar lo que sea, compréndalo. Pero usted ha de decirme exactamente lo que necesito meterme en la cabeza. Me lo meto en la cabeza y después lo hago; eso es todo.

– Es sencillo y complicado a la vez, ¿sabes? Tendrás que acostumbrarte a mi forma de ser, a mi forma de vestir, tendrás que dar la sensación de que estamos identificados en todo. Y una cosa así es tan importante que habrá de creerla mi propio marido, imagínate. Tendrás que considerar natural mi aspecto, mis vestidos y hasta mi desnudez si hace falta. Deberá parecer que es tuyo todo lo que sin embargo estará prohibido para ti.

Y cruzó las piernas con toda naturalidad, como si estuviera sola y no le preocupase lo que enseñaba.

El color miel de las medias terminaba en el color miel de los muslos estallantes.

Blanca Bassegoda dijo con voz opaca, a modo de resumen:

– Todo eso.