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AHORA Méndez ya sabía bastantes cosas de Óscar Bassegoda, al margen de las que figuraban en su ficha. Con eso empezaba a tener una especie de «cuadro de la situación», una base de partida inicial para los siguientes pasos. Pero los auténticos movimientos tenía que iniciarlos aún, y Méndez los inició por los lugares que a él le gustaban, -o sea por los más aristocráticos de la ciudad. Se dirigió a la Plaza Real.
No lo hizo de cualquier manera, por supuesto. Se dirigió a las Ramblas a través de uno de sus más gloriosos recorridos urbanos, iniciando la andadura en el Arnau, bajando por Tapias, doblando por San Olegario y enfilando la distinguida recta de Marqués de Barbará y Unión, que curiosamente es una calle culta porque en ella están casi todas las distribuidoras de libros y revistas de la ciudad. El recorrido triunfal de Méndez estuvo salpicado, como ocurría siempre, de encuentros amistosos y manifestaciones de adhesión para toda la vida. La cosa empezó a ponerse bien en la calle de las Tapias, cuando la Caricavirgen, que llevaba más de cuarenta años en el oficio, le gritó desde un portal:
– ¡Vengo de hacer un cuadro con tu madre! ¡Si te espabilas, aún la encontrarás lavándose!
En uno de los bares que abren las esquinas de San Olegario entró Méndez a tomarse un anís de garrafa, y el local quedó vacío en menos de dos minutos.
A la salida encontró al Rafaelito, licenciado en drogas, y Méndez le soltó la frase de ritual:
– En cuanto te agarre te voy a afeitar el capullo. No lo agarró, porque el Rafaelito se salvó por piernas. Además quién sabe si ya le habían afeitado el capullo poco antes.
De todos modos la expedición, en plan descubierta, de Méndez estaba resultando un éxito, o al menos un fenómeno de movilización de masas. En Marqués de Barbará le acompañó la suerte, porque el macarra que le estaba atizando a la meuca por razones de recaudación no se enteró de que Méndez estaba aquella mañana por allí hasta que tuvo al bofias encima.
El bofias lo sujetó por el cuello de la camisa y pronunció la frase que resume todos los derechos constitucionales del detenido español:
– Tú, echa palante.
– Pero, señor Méndez, cojones, que yo no estaba haciendo nada. A ver si se cree que yo estaba pegando a esta mujer, que además no tiene nada que ver conmigo ni es del oficio. Di, Chupi-Chupi, ¿yo te pegaba?
La Chupi-Chupi se limpió resignadamente el hilo de sangre que manaba de su boca y susurró:
– Qué va, hombre, qué va.
– ¿Lo ve, señor Méndez? Méndez contraatacó.
– ¿Cuánto ganaste anoche, Chupi? -Sólo dos mil, y eso que anoche era sábado.
– ¿Dónde trabajas ahora?
– En aquel portal.
– ¿A base de qué?
– A base de rapidillo, hostia. No querrá que me lleve la cama.
– ¿Y dónde te lavas?
– ¿Lavarme? -preguntó la Chupi, como si la hubiera acusado de estar metida en lo del 23-F.
El macarra vio que la cosa empezaba a complicarse y planteó de otra manera su defensa.
– Ya ve, señor Méndez, dos mil cochinas pesetas. Dígame si, después de lo de Rumasa, hay motivo para chingar a un hombre Por eso. Un hombre que defiende su pedazo de pan.
– Lo de Rumasa es un asunto de alta banca, con ministros y todo eso. Dime: ¿tú ves algún ministro en la calle de Barbará?
– No, claro. Ellos hacen el negocio en otra parte.
– Mira, a mí no me jeringues. Yo cumplo con mi deber. A mí me pones al Ruiz Mateos en esta esquina, sacándole los cuartos a una puta, y me lo follo igualmente.
– Bueno, pues miremos las cosas de otra manera, señor Méndez, coño, a ver si somos personas. Yo estaba sacándole a mi protegida el impuesto por la productividad. Al fin y al cabo también lo hace el ministro de Hacienda.
Méndez hizo una mueca de asco.
– Se puede caer bajo, pero no tanto -masculló-. Hay chorizos y chorizos. ¡Mira que ponerte al nivel del ministro de Hacienda! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
– Señor Méndez, ojo que aquí el que insulta al régimen es usted, no yo.
– Bueno, vamos a dejarlo por esta vez. Pero como te vuelva a ver levantar la mano te paso el capullo por la batidora.
– ¡Señor Méndez!…
– Claro que no mucho rato-dijo en plan fino el viejo policía-. Sólo hasta que te corras.
Había dado media vuelta para seguir su instructivo viaje hasta la Plaza Real cuando oyó que la mujer contraatacaba al macarra, porque ya se sabe que las mujeres, cuando están protegidas, se acuerdan en diez segundos de lo mal parido que es uno.
– ¡Cabrón, más que cabrón, dao pol saco, que desde el último cliente y desde que saliste anoche del talego he tenío la negra!
Méndez se volvió del todo, acometido por un súbito presentimiento.
– ¿Quién fue tu último cliente, Chupi? -preguntó con toda solicitud.
– Uno que perdió el carné de identidad. También tiene huevos y mala pata el tío. Se lo guardo por si viene otra ve por aquí, pero pienso cobrárselo, qué coño. Aquí viene el nombrecito. Se llamaba Amores.
Méndez arqueó una ceja.
– Y dime, cariño… ¿no se ha muerto nadie de repente en esa escalera?
– ¿Morirse?
– Sí, mujer. Alguien que se haya quedado de pronto en plan decúbito supino.
– ¿Y por qué había de pasar eso?
– Nada, mujer, nada… Uno, que se preocupa de la salud pública.
Y siguió a saltitos hasta otro bar, donde tenía pensado hacer un segundo alto para reunir fuerzas, puesto que ya había recorrido trescientos metros desde el alto número uno. Allí Méndez se puso realmente fuera de sí, y ahora de verdad. En el bar, una pareja de hippies estaba vertiendo ron en el biberón del niño para que así se durmiera. Al bofias ya le habían hablado de eso, y la verdad es que llevaba algún tiempo tras la dificilísima pista.
– Cagon coño, Méndez -se defendió el hombre- Al fin y al cabo el chaval es mío.
– Cacho longaniza le ha metido todo el barrio a tu mujer, cabrón. Para que digas que el hijo es tuyo.
Y empezó la tanda de guantazos. Méndez, cuando estropeaban a un niño, se ponía en plan educativo de no veas. Apretó al hombre contra la barra, le dio un rodillazo en los testículos, le apretó el pulgar contra un párpado, en plan mala baba amarilla, y cuando el otro intentaba defenderse le estrelló una botella en la cabeza. El dueño del antro protestó.
– ¡La madre que lo parió! ¡Basta, Méndez!
– No se queje. Una botella contra una cabeza. ¿Y qué? Las dos estaban vacías.
Advirtió a los dos mansos que quedaban detenidos, telefoneó desde allí a la comisaría para que un par de marrones viniese a por ellos, y ya en plan de leerles los derechos del ciudadano les advirtió:
– Os van a dejar libres esta noche, y mientras tanto vemos qué se puede hacer con el crío. Pero cuando salgáis vais a tener el culo más ancho que la parada del autobús.
Méndez siguió su recorrido urbano repartiendo saludos aquí y allá y sin contestar a ninguna de las preguntas que le hacían sobre el nombre de su padre, hasta que en la esquina de Unión con Ramblas, en la puerta del bar, una voz meliflua le preguntó:
– ¿Te hago un trabajito lengua, chato? Méndez miró los zapatos de la mujer que le hablaba. Buena calidad. Él era muy conservador en esas cosas. Siguió con las piernas. No estaba nada mal. Se remontó hasta el peligro de las caderas: anchas y bien puestas, listas para el ataque, eso no se podía negar. Ascendió hasta los pechos. Gran mujer aquélla, con globitos de pimpollo, quién dice que no. Alcanzó al fin las alturas de la cara, y entonces la sonrisa se le iluminó:
– ¡Hombre, Albertico!-dijo- ¡Tú por aquí!
– Jolín, señor Méndez, no le había conocido.
– Será porque de tanto mover la lengua se te ha nublado la vista. Tú dirás.
– Perdone, pero si quiere le hago el trabajito igual, señor Méndez. Amistad aparte, ¿eh? Como si no le conociera de nada.
– Déjalo, hijo. Primero vete al callista y que te la suavice.
– Oiga, que la lengua la tengo bien, me cago en la leche. Una lengua de niña, oiga, de niña. Pregunte a quien quiera dentro del bar.
Méndez prefirió no comprobarlo. Siguió adelante, en busca de los rincones de su virtud perdida.
La entrada en la Plaza Real fue gloriosa. En tres minutos el enorme recinto quedó casi vacío. De los del mercado filatélico sólo permaneció allí la mitad. De las típicas cervecerías escapó casi la cuarta parte de los clientes; hasta algunos camareros se dieron a la fuga. Méndez quizá no detendría a nadie, pero no cabía duda de que movilizaba a las masas.
El viejo policía se dio cuenta, con un sentimiento confortable, de que la gente le seguía amando. Pero no hizo caso ni se sintió iluminado por la llama de la posteridad, como hubiera dicho el vendedor de terrenos Armando. Fue directamente al edificio donde había tenido su estudio Wenceslao Cortadas, aquel edificio que un día fue hermoso y donde ahora yacían todas las historias olvidadas de la plaza.
La vieja escalera olía a humedad, a caca de gato y a orina de moro, detalle este último en el que Méndez era particularmente experto. El estudio había sido transformado en una pensión de visillos sucios, balcones donde el tiempo moría, luces amarillentas y un largo pasillo donde los marroquíes hacían cola llevando la desesperanza en la cara y en la mano el papel higiénico. La pensión tuvo en seguida para Méndez un no se qué que despertó en él llamaradas de solidaridad y de nostalgia.
Costó diez minutos largos convencer a la dueña de que no venía a detenerla ni a cerrar el local. La dueña juraba a gritos dos cosas: que Méndez era un cabrito y que ella era inocente. Méndez se guardó muy bien de negar ninguna de ambas cosas, y al final pudo decir que sólo quería ver lo que quedaba del estudio de Wenceslao Cortadas, si es que quedaba algo.
– ¿Wenceslao Cortadas? Ni idea; no sé nada. Además, vaya nombre.
– Antes de que se inaugurara la pensión hubo aquí un estudio de pintor. Un buen estudio, con alumnos y todo. El maestro se llamaba así.
– Allá él, qué quiere que le diga.
– ¿Qué había aquí cuando usted entró en el negocio?
– Lo mismo: una pensión. ¡Pero qué diferencia, oiga! Ha visto que ahora hacen cola con un papel higiénico, ¿no? Pues entonces hacían cola con una goma.
– Siento no haber conocido un sitio tan ilustre -dijo Méndez-. No entiendo cómo se me pudo pasar, con los años que llevo en el barrio, pero le aseguro que si esa pensión vuelven a ponerla haré gestiones para que la declaren monumento nacional. Hasta me compraré una goma con pilas y erección controlada. Y ahora haga memoria y dígame si oyó que un pintor había trabajado en esta casa.
– Bueno, ya que lo dice, algo oí una vez. Pero de eso hace mucho tiempo, muchísimo, de cuando en la plaza no había ni un grifota.
– Entonces desde el rey Jaime I -susurró Méndez-. Y ahora ya está bien, ¿eh? No exageremos.
– Bien pensado, hasta puede que haya arriba, en el desván, alguna pintura. No sé. Pero tengo idea de que alguien me dijo que, al traspasarme la pensión, los dueños anteriores habían subido al tejado algunos trastos. Si quiere, puede mirar. Le daré la llave.
La llave era tan antigua como el edificio, era una llave insigne y barroca, sin duda una de las siete llaves con las que Joaquín Costa quería echar cerrojazo al sepulcro del Cid. Lo que no resultaba tan insigne era el cuarto en el tejado, cuarto con herrumbrosos depósitos de agua, paredes desconchadas y tuberías modelo sálvese quien pueda. Había allí mecedoras rotas en las que más de un huésped debió de hacer su última digestión, armarios sin luna, pero tal vez con cadáver, pedazos de mesillas de madera, restos de cama, lámparas de comedores remotos donde no se comía, de largos pasillos por los que los niños no se atrevían a andar. Flotaba allí el aire de un pasado que nunca fue feliz, aire lleno de voces extinguidas, de polvo municipal, de rostros hundidos para siempre en la Barcelona del olvido. Y eso con un olor que lo impregnaba todo, un espeso olor a moho, a carcomas veteranas y a meados de niña.
Claro que aquel Museo del Horror Doméstico tenía su parte luminosa: desde sus dos ventanas se veían las torres de la catedral, las copas de las palmeras de la plaza, la mole de la iglesia del Pino, la cúpula de la Merced, con su estatua que está allí para ver y perdonar los pecados de las mujeres hundidas en las calles que hay a sus pies. Se distinguían también los ya escasos palomares de la ciudad que fue, palomares del domingo por la tarde, de la hora solitaria: primer asombro del niño que crecía y último refugio del abuelo que cierta vez, siglos antes, miró unas alas que se recortaban en el cielo, vivió un momento de plenitud bajo el sol que se repartían los hombres de la ciudad vieja. Todo eso lo captó Méndez como una llamada del aire, como un secreto personal que ya no podría compartir con nadie, et pulvis te converteris, amén.
Entre esas masas de polvo depositado por el olvido, al fondo del local, entre los muebles inútiles y las almas fosilizadas de sus dueños, Méndez descubrió dos lienzos, sólo dos, y encima muy dañados por la humedad, pero que tenían la firma y el estilo inconfundible del Wences, que él ya había aprendido a captar. Y eso, en el silencio del tejado, bajo el sol oblicuo que penetraba por una de las ventanas, hizo pensar al viejo policía que el Wences tenía que estar muerto, irremediablemente muerto, convertido en aire urbano y en mancha de la pared. Porque uno de los cuadros representaba un paisaje, pero el otro a una hermosa mujer sentada ante una ventana -una de las dos ventanas de aquel mismo cuarto- y la hermosa mujer no era otra que Nuria Bassegoda, mujer plural de dos manos, dos ojos y todavía dos pechos. Era inconcebible que, si Wenceslao Cortadas vivía, dejara pudrirse aquel cuadro allí, entre el silencio y el sol racionado, casi al lado de la ventana donde Nuria fue mágicamente, milagrosamente, maravillosamente, implacablemente suya, con una posesión que ni la muerte le podía quitar. Pero fue entonces cuando Méndez sintió de verdad la presencia de la muerte, cuando se dio cuenta de que Wenceslao Cortadas ya no volvería a pasar nunca junto a las palmeras de la plaza. Méndez era un hombre de intuiciones; se dio cuenta de que allí quedaba rota una pista y de que tendría que buscar otra.
Wences no había matado a la niña de la playa, la del pechito cortado, por la sencilla razón de que para entonces Wences ya llevaba bastantes años muerto. De todos modos, por pura oficiosidad, Méndez pidió una orden judicial para llevarse los dos cuadros y hacerlos examinar pericialmente. Obtuvo la orden veinticuatro horas más tarde, y con ella en la mano envió a la Plaza Real a un inspector especializado en arte, porque tenía una mujer que cada tarde hacía de modelo de desnudo. El especialista volvió poco después trayendo un solo cuadro, el del paisaje.
– Menudo cuento tiene la encargada de aquella pensión -dijo con un gruñido-. Un poco más y me mete en el water con un moro. Bueno, aquí tiene el único cuadro que había, Méndez, el del paisaje. El otro, el que me dijo de la mujer en la ventana, había desaparecido.