37630.fb2 Cuando ya no importe - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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– Eufrasia: usted tiene un hermoso culo.

– Yo se que esta mintiendo, patroncito, patroncito, pero estuve contando cuanto tiempo anduvo demorando.

Me levante y estuve mirando por unos segundos la cara burlona de la mujer que no me pareció tan fea como la de todos los días. No hubo mas prologo. Ella echo a andar hacia su sucucho, segura de que yo la seguía, ligado al imán de su trasero, aunque no necesitara oír los pasos de mis pies desnudos.

Pareció que hubiera un desafió sobre quien se desnudaba primero a juzgar por la velocidad de nuestros movimientos. Gano ella y se tumbo en el colchón, aplastando protuberancias.

Con las ansias, sus olores femeninos revelaron su violencia y el placer le deformaba la cara: estaba bizca, suspiraba con la boca abierta como para facilitar la salida de finos chorros de saliva tenidos de verde por las hojas de coca. Sentí que aquello me enfriaba y manotee las baldosas del suelo buscando la ayuda de cualquier cosa. Conseguí una bolsa de arpillera y le tape la cara. Curiosamente, esto pareció excitarla todavía mas y redoblo sus esfuerzos hasta alcanzar, un minuto después que yo, la dicha y la locura, rodeadas de un griterío, frases sin sentido.

La segunda vez casi sucedió con un sol furioso que parecía vengarse del tiempo de las lluvias. Tal vez fue meses después de aquella clausura impuesta por los torrentes de agua. Ahora si había un culpable: el jeep se negaba a funcionar y los días claros, las noches tibias se sucedían marcando mi inquietud, mi nostalgia por el Chamame. Eufrasia nunca uso el recuerdo de aquella tarde lluviosa para alterar su condición de sirvienta. No lo hizo con la mirada ni con la pobre sonrisa. Seguí siendo, hasta el final, Patroncito o Don Chon.

No creo que yo haya tenido la culpa de lo que provoque. Mi movimiento fue mas instintivo que consciente. Trato de excusarme pensando que fue un homenaje despersonalizado a la adorada condición de mujer.

Yo no sentía deseo por Eufrasia ni suponía otra visita a su dormitorio cuando ella paso a mi lado en alguna de sus tareas domesticas. Yo estaba leyendo una revista vieja. Casi totalmente distraído alargue un brazo, le di una débil palmada en las nalgas y escuche de inmediato un resto de su risa.

Muy poco después secreteo desde su puerta dos veces patroncito y finalmente, como eludiendo confianzas, Don Chon.

Me volví y allí estaba, de pie, sosteniendo con ambas manos una bolsa que le tapaba la cara. Viejo juego infantil que hacia mas dolorosa su aceptada humillación. Esta aceptación era antigua de muchos anos; había sido impuesta a su raza por la barbarie codiciosa de los blancos. De modo que desprendí con dulzura de sus dedos la bolsa y le di un beso en la frente.

.-Perdóname, Eufrasia. Hoy no. Me siento mal.

En aquel marzo comprendí que mi inquietud, a veces tan vecina de la angustia, nacía por una larga ausencia de Elvirita.

2 de abril.

No iba a casa del medico solamente para retardar el embrutecimiento a que me condenaban la soledad y el alcohol. Eufrasia, cada día menos persona, atontada por la bebida – ¿me da un buchito, patrón? -, despistada para caminar hasta la ciudad nueva para visitar a Elvirita y buscar hombre. Desde mi rechazo a la segunda bolsa no volvió a insinuárseme. Así las charlas nocturnas con el doctor me devolvían al perdido mundo civilizado y yo las necesitaba, fuera o no a visitar el Chamame. Otras alegrías me llegaban cuando vencía la torpeza creciente y lograba agregar nuevas paginas a estos apuntes.

27 de abril.

Hoy fue un día de novedades. Una, ya me la había anunciado Diaz Grey sin darle importancia, como quien pregunta sin esperar respuesta: ¿cómo le va? Llegaron hombres vestidos de azul y, entre nubes de polvo que caían de paredes perforadas y muchas maldiciones y blasfemias, instalaron un tele-fono. Blanco como los que en el cine adornan los dormitorios de mantenidas caras. Después de los ruidos y cuando los instaladores se habían alejado por el camino que bastante tiempo atrás yo había conocido de tierra y ahora era carretera con suelo de asfalto, "cuando volvió el silencio, repito, sonreí al aire con tristeza y la débil rebeldía que yo había sentido crecer mientras iban cayendo, tan aburridas como yo, las fichas de los meses.

El almanaque en la pared, tan visitado por las moscas, adornado con dibujos de escenas campesinas, ya había envejecido o muerto y persistía en mentir con sus fechas nombrando días que ya eran difuntos anónimos enterrados para siempre en una fosa común.

Me burlaba suavemente del doctor Diaz y de mi mismo porque estaba seguro de que aquel teléfono blanco no estaba allí para que yo lo usara en caso de necesitar algo con apuro. Me lo habían puesto para que recibiera ordenes. Esto se confirmó a los pocos días.

Ahora anochece, estoy cansado de mi mismo y de todo el resto, me estoy emborrachando muy lentamente mientras mastico la segunda novedad del día, que no quiero ni puedo apuntar antes de tirar-me en la cama a la espera de que el sueño me traiga olvido.

30 de abril.

Recuerdo y apunto que unos días después de nuestra primera entrevista el turco me dijo:

– Estoy esperando aviso. Le voy a prevenir con tiempo. Antes tengo que comprar mas oro, que las monedas van escaseando y no quiero que, por un desengaño que van a creer estafa, el pobre turco Abu aparezca tirado en un zanjón con un agujero en la espalda. Lo que nunca pudo ni podría hacer el Aniceto puede hacerlo un negro borracho y hambriento. Total, tenemos poco mas de una hora de viaje. Estese atento y no le diga nada al doctor. A el no le gusta que se mezclen tareas del mar con las de tierra. Yo le debo favores. Le puedo ir contando en el viaje. Y un chiste: mi enfermedad de tanto hablar tiene nombre. Creo que se llama algo así como hiperlabia. Y lo que mas bronca me da es que, según me han dicho, ataca a las hembras cuando andan calientes y no tienen con quien.

Hasta que un día, a mitad del día, paro un coche pequeño frente a la casona. No llevaba mas pasajero que el chofer. Un adolescente con cara de niña tan hermoso que podía convertirse en tentación.

Llamo con la bocina y cuando me asome dijo, lo bastante rápido como para impedir respuesta: «Usted es Carr. De parte del señor Abu, que esta noche a las diez en el Brausen ».

Dio marcha atrás hasta el puente nuevo, giro y fue aumentando la velocidad para regresar a Santamaría Nueva.

Fui en un jeep y encontré el bar que llamaban Brausen. Se me ocurrió que los sanmarianos andaban escasos de apellidos. A las diez en punto el turco estaba riendo con uno de los mozos del bar. Me dio las gracias por ser puntual y me dijo que todavía teníamos tiempo. Dijo: «Tome lo que mas le guste. Aquí tienen de todo desde que le cambiaron de nombre y entró dinero para reformas.' Algo puse yo. Y no me va a creer pero no lo hice solo por lucro. Cuando esto era un boliche impresentable, el viejo Berna, aquí solía parar un compinche muy querido y que andaba esquivando la pobreza. Supe o me dijeron que por fin le vino la buena racha. Ojalá. Usted comprende que los nombres no se dicen».

El viaje fue larguísimo y, al recordarlo, siento como una interminable acumulación de horas, porque el turco, al volante del Mercedes, no olvido que padecía de lo que el llamaba hiperlabia y ni siquiera semáforos o peligros de cheque podían enmudecerlo.

Santamaría Nueva podía considerarse como una verdadera ciudad. Hijos y nietos de los colonos suizos del otro siglo habían trabajado para que así fuera. Y, mientras trabajaban, se enriquecían y creaban familias súper católicas y puritanas que eran poderes que se respetaban sin objeciones.

– No tan puritanas -decía el turco Abu-. Yo no las llamo puritanas. La mugre abajo de la alfombra. Y agrego pecados sin castigo: aunque no se lo crea y jamás nadie lo pruebe, hay dementes, alcohólicos, drogados, con su ayuda indirecta, incestuosos, ninfómanas, estafadores y toda clase de pestes que se le ocurran.

Para mi fue un llamado de atención y se hicieron muy fuertes cosas que hasta entonces solo habían crecido como sospechas.

Después el turco dejo de lado sus revelaciones sensacionales o sus calumnias y el tema cambio. Ahora se trataba de el mismo, del turco Abu, su vida y sus milagros que cambiaron lo que parecía un insoslayable destino cruel en vida de riqueza.

Hubo una pausa y nos fuimos alejando de la pequeña Babilonia. La velocidad del coche iba cambiando el paisaje. Distinguí una serie de casitas blancas, idénticas, cada una con su pequeño cuadrilongo de pasto al frente. Supuse, adivine que lo llamaban césped. Luego campo de verdad, kilometres de tierra, yuyos y las inevitables vacas pensativas. El turco con-servo el silencio y fue suavizando la marcha. Atraco junto a una especie de caseta techada con paja seca. Había también una estantería con reloj de tictac ruidoso, botellas y vasos.

– Un descanso -dijo el turco-. No puede faltar mucho. El turco lleno dos vasos con un liquido transparente. Tal vez fuera aguardiente.

Se sentó y dijo otra vez que faltaba poco. Introdujo la mano en algún bolsillo interior y puso una carterita sobre la mesa. Estuvo examinando papeles, escribió pocas líneas con lápiz o bolígrafo. Yo dije: «Se nos va a quedar ciego. Aquí no se ve ni lo que se con-versa». Ignore por que se me escapo el plural.

– Aquí no se prenden luces -me contesto terminante el turco.

Después, casi invisible en la noche, hablo para si:

– Porque este es un trabajo que solo empieza de veras después que termino. Durante el viaje el aparato de refrigeración del coche llego hasta colocarme en la antesala de un resfrío, para decirlo en pocas palabras. Ahora, en las tinieblas de la casilla el calor me hacia sudar. Aguante callado. En realidad yo me había estado buscando aquella peregrinación hasta la frontera. Oí una risita del turco seguida de una tonta confesión, totalmente inadecuada.

– Yo no soy Abu ni Kalim, como también me dejo llamar por otra gente que conozco. Ni turco siquiera. Nací en lo que nombran Arabia Saudita. Ningún recuerdo. Casi puedo decir que recorrí escondiéndome los no se cuantos países de la región. También Turquía. Por eso lo de turco, que tanta gente dice turco -volvió a reír-. ¿Conoce el chiste del turco que recorría a pie los cascos de las estancias vendiendo baratijas?

Por cortesía negué conocer esa obra genial de la literatura oral mientras crecía mi preocupación por la amenaza de que el turco estuviera borracho a la hora señalada. Intente ponerlo lucido con una pregunta idiota:

– Perdone, ¿pero no hay por lo menos una patrulla destacada para impedir el contrabando?

La respuesta del turco me llego desde arriba sin ningún síntoma de embriaguez:

– Claro que hay patrulla, como usted la llama. Son una media docena y los tengo a todos en mi nomina.

Alguien rasco la persiana.

– En marcha-dijo el turco.

Afuera estaba otra sombra humana con las manos apoyadas en los hombros del ex Abu. Fui avanzando a ciegas por un terreno pedregoso hacia la Línea fronteriza que, según me entere después, era una estrecha calleja de arrabal.

Por un momento me fui enterando de oídas de lo que pasaba. Supe que estaba próximo a voces masculinas que habían abandonado un cuchicheo inicial para hablar descuidados, hacer algunas preguntas y dar ordenes. Supe que se nos habían acercado por lo menos dos camiones. Cuando empecé a distinguir comprobé que, tal como estaba previsto, en aquella noche no había luna; nos cubría un cielo encapotado apenas lechoso. Alguien dijo: «Ya están encendiendo el fa-rol». Y el turco contesto: «Entonces enciendan el nuestro y empiecen. Yo me aparto».

Ya no estaba cerca cuando comencé a ver lo que me había prometido.

Del otro lado de lo que llamaban frontera se inicio y se mantuvo una lluvia de fardos que se recogían aquí y se subían a los camiones. Pude ver que los lanzadores eran casi todos de color cobre y el sudor les hacia brillar los torsos desnudos. Me asombro ver que también había una mujer altísima con el negro pelo suelto, que tocaba las grandes tetas caídas. Cuando voló el ultimo fardo los negros brillosos alisaron frene-ticos el suelo con las patas descalzas hasta formar un circulo defectuoso que me hizo pensar en la pista de un reñidero de gallos. Sonaban palabras de una lengua que yo no entendía y el idioma universal de las risas.

– Dale ya -ordeno a mis espaldas la voz lejana del turco.

Vi que una moneda atravesaba el aire iluminada por los faroles para perderse en el primer tumulto, este aun débil, de los del otro lado. Después empezaron a volar y caer puñados de oro y el griterío se hizo salvaje. Apenas dejaban oír las quejas de los heridos. Me llamo la atención que, los que pude divisar próximo a las grandes tetas, le ofrecían siempre las espaldas. Mas tarde el turco me explico que aquella mujer algo sabia de pelear y que sus patadas en los testículos parecían de mula.