37630.fb2 Cuando ya no importe - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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– Hace tiempo hasta tuvieron difunto. Pero el asunto se arreglo. Habrá observado que ninguno lleva armas, ningún cuchillito siquiera. .a

–  Esto ultimo lo dijo con orgullo como si estuviera celebrando las buenas notas que traía de la escuela algún hijito posible.

Durante varias noches me basto cerrar los ojos para rever los movimientos furiosos o de calculada espera de aquellos cuerpos oscuros que se abrazaban o se rechazaban, golpeándose, dejándose caer al suelo para atrapar un pedacito de oro.

Aquellos movimientos sin pausas, que me ofrecieron los cuerpos ávidos, eran brutales y hermosos. En el silencio de la clandestinidad iban componiendo una música nunca oída y aun no escrita.

6 de mayo.

Solamente porque el semen parecía empujar en la vesícula, invadir los nervios, convertirme el carácter, trepaba en el jeep y bajaba o subía por caminos tortuosos hasta llegar a lo que llamaban ciudad de Santamaría y era, para mi, un pueblo provinciano, ni mayor ni menor que el tan lejano en que había nacido, jugado, sufrido por el desdén de mi primer amor hecho de palabras sucias de colegial.

Tan y tan distintos estos viajes a los de las noches de sábado, también tantos y tantos meses atrás, en que trepaban dos jeeps ocupados por los que fueron mis compañeros de trabajo y descanso, hora-dando el calor inmutable al amanecer, aplastando mosquitos y bichos extraños, sin nombre, con sangre verde; aplastándolos con manotazos mecánicos hasta que llegaba el sueno, la pasadera nada.

Ahora, en esta partida solitaria que estoy recordando, visite el Chamame, que fue en sus tiempos mezcla de restaurante y taberna y donde, a esta altura, solo servia para comer pizza, emborracharse, si uno tenia bastante dinero, con Presidente y rebuscar, en medio del humo, alguna cara de mujer no demasiado repugnante. Porque el viejo Chamame era una antesala del quilombo y la ley era un milico con machete, embotado como corresponde, bigotes, un uniforme que fue verde y tuvo todos los botones. La ley cuidaba que el mujerío no se impusiera en las mesas ocupadas por hombres. De suceder esto, muy rara vez, el milico hacia un esfuerzo y se desprendía del mostrador. Abría las piernas y recitaba:

– Date por presa por citación al vicio.

No ocurría entonces nada lamentable para quien estuviera mirando y escuchando sin costumbre. La ley regresaba sudorosa, con lentitud al mostrador; la mujer trataba de confundirse en el gallinero de sus hermanas y comenzaba a calcular esperanzas, el sueno de los veinte pesos que el día siguiente tenia que entregar a la ley patizamba, de donde conseguirlos en falso préstamo o robados. Porque, como entre fulleros, veinticuatro horas era el plazo marca-do por el honor o el miedo.

Al principio de la noche me había interesado su cara. Estaba sentada a una mesa lejana, y el humo del tabaco o de la marihuana parecía moverse como una cortina indecisa, mostrándola a veces. Visto y no visto. La de ella era una cara distinta, casi sin pintar, una cara ajena a las del mujerío del Chamame. Era distinta, extranjera, y me era imposible suponer, con probabilidad de acierto, que estaba haciendo en aquel lugar mierdoso, a quien estaría esperando. Pero yo masticaba mis preocupaciones, las mil preguntas que me inquietaban. Seguí bebiendo aquello que Autoridá llamaba whisky y que, aparte de quemar la garganta, alguna paz de adormidera daba.

A medianoche tenia que visitar al medico por algo muy importante, me había dicho.

Cuando salí, tuve la sorpresa de encontrarme a la mujer en la rueda de putas de la vereda, mejor dicho rodeada de putas que la miraban con silencio y amenaza. Tal vez sin propósito, acaso por sabiduría, la luz allí era muy débil y favorecía desengaños de los posibles clientes. Pero no hubo confusión porque ella se me acerco haciendo repiquetear los tacones y mostrando la blancura de la sonrisa.

– No esta bien hacer esperar a una dama -dijo con una voz suave y educada, un poco burlona que me puso en guardia. Nada tenia que ver con el hembraje del Chamame. Me hizo recordar a las amigas de mi hermana, allá lejos, revoloteando en tiempos de exámenes. Pero mi pregunta era quien me la había mandado para provocarme y escuchar algún desliz de mi lengua. Algo así como un espionaje sin peligro, cosa barata de andar por casa.

Le pregunte, tuteándola, cual era su nombre.

– Ah. Te gusta escuchar mentiras. Esta noche te voy a hacer el gusto. Entre beso y beso te puedo mentir hasta que amanezca. Las mentiras son la única riqueza que tengo. Ya escucharas. Mi nombre es Mirtha, con una hache después de la te.

Era tan linda en la penumbra que me arrepentí de haberla bautizado mentalmente Mata Hari de bolsillo.

– Ahora ahí enfrente ¿no? -dijo señalando la pensión. El labio inferior se adelantaba en burla amistosa. Por que todo esto, pensé, si me acompaña o me esta llevando para despatarrarse.

Y también me desconcertaba aquella mujer, cuyo nombre exigía una hache intermedia, porque en la noche cálida sus brazos, cuello y cara conservaban la frescura de recién salidos de la ducha.

La deje un rato en el zaguán y subí las escale-ras para hablar con la patrona y asegurarme una de las habitaciones que llamaban lujosas.

Las lujosas se diferenciaban de las corrientes por contener un espacio desamoblado, además de la enorme cama matrimonial, que algunas veces servía para tercetos (uno suele pensar en dos combinaciones posibles, pero hay otras). El resto de mi lujosa no tenia cama.

Era un rinconcito apacible, con una mesa de buena madera, tres asientos, lámpara de luz nacarada y un falso escritorio que escondía un barcito lleno de botellines y algunos vasos cuyas etiquetas, distintas e impresas en el vidrio, delataban su origen ilegitimo con nombres y dibujos de balnearios y hoteles extranjeros. Y el amable rinconcito pertenecía a un país alejado por tiempo y distancia de la gran cama obscena y nunca vista. Era el lugar domestico donde la santa esposa aguardaba con la sonrisa invariable el regreso del marido proveedor. Y al recibirlo decía, preguntaba:

– Cariño, tuviste un día duro en la oficina, te estaba esperando con un trago fresco. Bob esta trayendo las zapatillas. Leíste el periódico. Ya me explicaras las noticias. A que no adivinas, te prepare tu comida favorita y con la vecina estuvimos comentando, quien lo iba a sospechar. Los dos éramos aún jóvenes y fuertes pero la cama nos superaba. Ella era nuestra dueña, ella nos absorbió fácilmente y dicto ordenes variadas.

Desnudos, vi la sonrisa, siempre algo burlona de la mujer con hache, los ojos vigilando la felicidad dolorosa de mi cara. Porque aquella mujer podía dibujar con la lengua en el aire y en mi cuerpo una cantidad asombrosa de figuras geométricas manteniendo siempre una estrecha sonrisa dirigida a la dicha que me estaba regalando.

20 de diciembre

(Escribo, con toda franqueza, que me es imposible saber o inventar en que año, a que altura de la edad de la niña, apareció su cabecita rubia para decorar, oportuna o no, mis soledades nostálgicas enfrentado al río como si me importara. Había crecido mucho pero aún no era señorita.)

25 de mayo

El turco Abu siempre pagaba a la negrada brasilera sin más robo que el de la plusvalía. Los negros recogían allá la mercadería deseada acá; descubrían nuevas rutas para esquivar las balas de los milicos gauchos que alguien se olvido de sobornar. Por el lado de acá, todo era calma; estos habían sido instruidos mediante pesos y muy claras prevenciones que incluían otros familiares.

Muy distinta había sido nuestra forma de pago en el no. Pagábamos por quincenas: alguien iba a recoger el dinero en el banco de Santamaría Vieja. Jueves y viernes. Aunque el emisario fuera yo, nunca quise guardar más billetes que los que me correspondían como sueldo.

Teníamos que sortearnos para designar el encargado de pagar la quincena. El pagador iba flanqueado por dos milicos que tal vez habían sido respetables milicos en su madurez lejana pero que trotaban, bigotes grises y tan tristes, fusiles desgatillados al hombro, hijos de antiguas guerras sudamericanas: es todo lo que podemos proporcionar, había dicho y repetido el señor comandante de la guarnición de Santamaría. Y así venían, quincenales y tembleques, a protegernos, ellos, a los que un golpe de viento los dejaría para siempre sin necesidad de ninguna clase de protección.

La operación se cumplía en Santamaría Este, en una mesa del Hotel Berna que nos tenían reservada. El indiaje pasaba de uno en uno, cobraba y firmaba. Quedaban libres hasta la mañana del martes porque era necesario darles tiempo para aliviarse de la forzosa borrachera y de las enérgicas palizas que daban a sus mujeres.

12 de junio

Esta es una noche sin camiones y quiero aprovecharla para apuntar, antes que se vaya del recuerdo o se desdibuje, lo que llamaré, presuntuoso, las confesiones de Díaz Grey, medico de Santamaría. Tal vez eterno.

Bebíamos y olfateábamos un coñac muy viejo, rigurosamente hijo del contrabando, cuando el medico empezó a contar:

– Aunque condenado para siempre a respirar en este agujero de aldea, me han llegado algunas noticias del mundo de verdad. Sé que se han escrito libros que tienen como tema al médico rural o al párroco aldeano. Pero mi caso, como todos, es un caso distinto. Si pongo la mano sobre una Biblia y, mejor, si se trata de una de aquellas enormes con tapas negras y nombres dorados que se trajeron ya no sé en que fechas los fundadores de la Colonia Suiza y declare que estoy libre de pasado, no cometeré perjurio. Claro que el día de hoy ya lo hice pasado por haberlo vivido. Pero lo que quiero decirle es que mi memoria no ha registrado nada anterior a mi aparición en Santamaría a los treinta años de edad y con un título de médico bajo el brazo. Puede ser, lo pienso a veces, un caso muy extraño de amnesia. Imagine que yo también tuve, como ustéd, infancia, adolescencia, amigos y padres, lo inevitable. Hace años jugué a imaginar sustitutos para llenar esos vacíos. Pero, por ejemplo, ninguno de los padres que fui inventando fueron nunca definitivos. Los iba cambiando para mejorarlos o darles calidad de malditos. Cualquier cosa, el juego. Hasta que llegué a olvidar todos los pasados que nunca tuve y conformarme con mi arribo a Santamaría, médico y treintañero. Un pasado creíble sólo puede ponerlo por escrito un novelista, un mentiroso que hizo profesión de la mentira. Pasados, presentes y futuros verosímiles para personajes. Pero le repito que yo sigo condenado a la desnudez. Ya no me preocupa. No fui nunca y debo resignarme. Tal vez esto me ahorre complejos, traumas y cualquier forma de la broma científica que aun no fue inventada.

El médico levantó la copa para aspirar el perfume de la bebida. No bebió.

– Trate de imaginarme, no es difícil, como doctor en esta aldea con pretensiones. Pobre, demasiado inteligente para no sufrir en un ambiente menesteroso. Sin chapa en la puerta para eludir visitas de hembras preñadas en busca de aborto. Ya verá que esto importa. Pero me descubrieron y llamaron a la puerta de la casita donde vivía. Ayer y hoy lo mismo. Miles de coitos muy deseados y embarazos no queridos. Sin novedad la frase que ellas creían ser disculpa y justificación. Habían logrado verle la cara a Dios en los revolcones y las suplicas y las palabras obscenas, en la cama o en el pasto o en el siempre inquieto refugio que ofrecen las sombras de los zaguanes. Sin olvidar al viejo y querido amigo: el sudor de pecho. Y nunca podían explicarse el porque de la tripa hinchada. Habrá sido un descuido, doctor. O, no puedo adivinar como pudo sucederme esto, doctor. Pero también acudían las chicas estudiantes. No estudiaban para alcanzar algún título sino para librarse de la rutina insufrible del dulce hogar, regentado por la estupidez monolítica y contranatural de los padres, siervos fieles de la santa trinidad, Dios, patria y familia. Pero había un consuelo. Aquellas preñadas adolescentes, o muchas de ellas, me mostraban sonrisas adorables y cínicas si no descaradamente francas. Y sus razones estaban llenas de razón. Pero yo no podía hacerlo y no porque fuera antiabortista. Se trata, simplemente, de un impedimento somático. Nunca hice un aborto pero hace mucho tiempo vi hacerlo. Carnicería. De modo que yo no me niego por principios sino por simple cobardía. Y agrego, como un recuerdo que me trae el tema, que en un país muy grande y civilizado los abortos eran libres y gratuitos. Se hacían en una maternidad. Pero había un truco muy inteligente. Le ofrecen una cama para esperar su turno y con cualquier pretexto le traen un recién nacido pidiendo y que lo cuide un rato. El catorce por ciento de las embarazadas renuncia a la intervención. Imagine, como yo, la lucha callada entre el cerebro de la mujer y el instinto maternal que hemos inventado para el sexo femenino.

«Volviendo a mí, si es que en algún momento me alejé, repito que estaba, semimédico rural, rechazando abortos, meciéndome en anécdotas, aceptando que algunas anécdotas se me acercaran para incluirme.

»Allí estaba, muy ajeno a esta casa extraña a la que a veces miraba sin comprender. Era como ahora, algo así como un palacete que hizo construir un nuevo rico, asentado sobre catorce pilones o pilastras o columnas que alguna vez puede que hayan sido blancas. Por una asociación de ideas, muy vaga, y deseando darle algo de belleza, la llamaba la locura de Petrus. He sabido que el viejo ordenó construirla así porque, entonces como ahora, se recordaba que no se en que año se produjo la Crecida. Llovió en Brasil como para el fin del mundo, los ríos se encresparon y las aguas bajaron enfurecidas, hincharon el no nuestro y lo que todavía no eran más que unas cuantas poblaciones fueron anegadas, con gente ahogada, con viviendas arrastradas hasta la desembocadura, mucho más allá de Enduro. Pero nunca se repitió esa desgracia y esta casa, sin embargo, tuvo algo de recordación, de llamado silencioso a lluvias brasileras. Sé que algunos viejos memoriosos recuerdan confusos al mirarla, escupen y se persignan. Pero ya quedan pocos, si alguno queda.

»El pobre Jeremías estaba muerto o peleando en la capital con los chacales de la abogacía, con los de la justicia que se ha cegado para no ver las atrocidades que se cometen en su nombre.

»Entonces, cuando una de las dos hizo sonar el timbre, me disfracé de médico con la bata blanca y abrí la puerta a la pareja. No abundaban los clientes. Y allí estaban: la más joven y rubia era la hija de Petrus. La había atendido años atrás, cuando era una niña algo rara. Se había clavado un anzuelo en un muslo. Me pareció rara porque apenas se quejó mientras la curaba. Después, ya mayor, la vi varias veces por las calles del pueblo. Siempre acompañada por Josefina que ahora, en mi consultorio, mantenía una mano abierta en la espalda de Angélica Inés, no para empujarla sino sólo para guiar. A pesar de que apenas era dos años mayor, siempre la estuvo guiando y lo sigue haciendo hoy. Como ustéd ya habrá supuesto, la rubia estaba embarazada y la morena pedía un aborto por razones de vergüenza social. Las despaché sin violencia y les dije que abortar era delito y que si conseguían hacerlo ayudadas por curandera, médica o lo que fuera, yo haría lo necesario para que fueran a la cárcel. Mentira, claro. Y además Angélica siempre me había sido simpática. Si, empezando por aquel encuentro con un anzuelo, tan difícil de sacarle sin mayor daño, que parecía tener inteligencia y maldad.

»Angélica se escapó con un arrebato de potranca pero unos días después Josefina empezó a visitarme y conversar. Nunca sabré si ya tenía pensado el final que tuvo la historia. Es muy astuta, con alguna gota de sangre india.

»Las visitas se fueron haciendo casi diarias a la hora de la siesta, que es una hora más larga y pesada en las aldeas. La mujer me fue diciendo muchas verdades que tejía con mentiras. Me aficioné, como desenredando hilos o cordeles o piolines que sujetaron paquetes y ahora nos desafían con nudos y enredos a que les devolvamos la rectitud que habían tenido antes de la habilidad de manos y dedos.

»Pero yo creía o fui creyendo que podía eliminar los nudos de las confesiones y terminar sabiendo eso que llamamos verdad. Y, además, era necesario imponer cronología al largo folletín que Josefina, hoy José, fue recitando. Imponiéndome paciencia y quitando dramatismos y lastima.

»No sé si ustéd ha tenido oportunidad de fijarse. La José tiene una dentadura espléndida. No parece que haya nacido en Santamaría. Y sabe como usar alegría, burla, provocación, oferta, desafío. Todo en pocos minutos.

»En fin, todo lo que ustéd quiera. Mejor dicho, lo que ella quiera. Este don lo puede usar en pocos minutos. Hay mujeres que nunca llegan a dominarlo. Bueno, también hay mujeres que mueren vírgenes. Lo he comprobado, con cierto asombro, en mi trabajo de hospital.

»Y si, dijo muchas cosas en aquellas visitas de las siestas. Algo que me alarmó. Que después del almuerzo lo que hacia Angélica no era sestear, propiamente, sino, como decía la José, era dormir la mona. Porque regaba la comida con vino y más vino. El viejo Petrus estuvo formando, año tras año, una bodega que me asombro cuando llegué a inspeccionarla. Bebidas tan finas que no correspondían a Santamaría. A esta especie de palacio lacustre, si. Era para visitas de negocios, para el intento de seducir a jueces, abogados, banqueros, prestamistas y demás recua. Así que Angélica bañaba el pescado con tintos Franceses y otras incongruencias que hubieran horrorizado a cualquiera de esos que llaman gourmets.

»Y así, mientras la José me hablaba, me iba rodeando con palabras para esconder su propósito verdadero y por entonces impresentable; la José hablaba, repito, y Angélica dormía borracha.

»Nunca me pareció que mintiera. Aquella franqueza exagerada la protegía de reproches y desconfianzas. Toda su charla ansiosa estaba hecha de respuestas a preguntas no formuladas pero que ella intuía que tal vez podrían llegar.

»Si, doctor, decía, antes de mayor de edad comprendí que por ganas y salud tenia que darle gusto al cuerpo. Pero siempre supe cuidarme, pregúntele a la Tota, así la nombramos pero no es verdad del todo. Le aseguro que también puede ser muy macho, que hoy es el boticario. Claro, también a ese me lo hice y hoy no puede negarme nada.