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»Después de fintas, amenazas, negativas y juropordioses, le recordé suavemente que yo seguía integrando la Comisión de Compras del hospital. Y que, si seguía negando… También recuerdo que relaté, con la cara impasible, que para nada me importaba saber quienes eran sus proveedores porque yo no era alcahuete de la policía.
»Bueno, supe que proveía a la José casi semanalmente. Las dosis no me parecieron peligrosas pero si la frecuencia de las papelinas. Ahora se las administro yo. Pero la José necesitaba conocer el origen de aquel embarazo de Angélica Inés Petrus Zabala. Ese era entonces su nombre complete.
»Dijo la José: "Cerré todos los cuartos, son ocho, y no los baños. Mantuve un dormitorio para las dos. Siempre dormimos juntas porque ella, pobre ángel, tiene ataques de miedo con la noche y lo oscuro. Siempre conservé mi habitación de cuando yo era sirvienta, una de las sirvientas de los tiempos en que don Petrus contrataba y siempre había peleas para cobrar. Con decirle que hasta huelgas hubo y problemas de alimentación. Siempre dicen que todo se esta arreglando y que va a funcionar el astillero y también el trencito. En fin, veremos, dijo un ciego".
»"Pero, como le estaba diciendo, doctor, supe conservar mi refugio, esa parte de la casa que sigue siendo mía hasta que Dios Brausen quiera. Se sube por una escalerita al costado de la casa. Una escalerita que tapan hojas de hiedra y de un parral, creo. Por ahí me visitan mis amigos cuando Angélica duerme. Mi lema de la vida es vive y deja vivir, gran sabiduría que no respetan todos. Lo que si, como queda comprobado, es que no podía dejarla vivir a ella. Ni se cuando se produjo mi gran descuido. Cierto que yo ya sabía que ella no era santita de yeso. Después le cuento. Quiero que sepa que mi madre me quería para fregona pero don Petrus hizo contrato con una maestra que venía a darnos educación. Unos cuantos años vino; recuerdo que Ángela no aprovecho mucho por ser muy distraída. Cuando desapareció la maestra me entró la picazón de saber más y empecé a sacar libros de la Biblioteca Municipal. Y le digo que hoy sigo con los libros y la cultura.
»"Bueno, aparte. De santita nada. Sigo confesando y las cosas de la vida no me dan ninguna vergüenza. Siempre dormimos juntas, desde que puedo acordarme y hasta hoy. Y, como todas las muchachas, nos acariciamos. Quiero decir que aunque duerman solas, cuando les llega cierta edad todas las muchachas se tocan. También los varones pero, claro, no es igual.
»"Y si, todo hay que decirlo. Sin despreciar, en aquellas intimidades me di cuenta que ella era una fogosa muy brava y no alcanzaba satisfacción completa. Así que mi deber tendría que haber sido vigilancia severa. Pero inútil, doctor. A cada descuido una escapada. Fíjese que, aunque vivíamos como hermanas, yo era inferior. Podía suplicar, entienda, pero no dar ordenes ni ser vigilante perpetua. Yo también me digo: si a tu cuerpo no le das gusto el te dará un disgusto. Así que supongo que mientras yo estaba en mi cuartito privado ella hizo sus escapadas. No sé cuantas veces porque ella no es de confesar nada. Sospecho que sucedió con alguno de los muchachos que trabajan en el río. Los van cambiando cada año. Así que casi seguro fue con un gringo, lo de la barriga. Pero pienso que hubo cosas peores porque una vez vino como arrastrándose y hecha un trapo. Así es la vida, yo distraída en mis cosas y ella en las suyas".
»La verdad es que cuando se iba acercando la fecha del nacimiento del niño de padre desconocido, pasé preocupado muchos días. Según la sospecha de la José, el niño había sido engendrado por alguno de los gringos que habitaban la casona. En ese caso, el recién nacido tendría hermosos ojos azules. Pero mi temor se confirmó cuando vi que el bebe tenía esos ojos castaños característicos de nosotros sucios latinos viscosos.»
Díaz Grey me sirvió más coñac y terminó su copa.
– Bueno -dijo-. ustéd ya conoce el resto. Ella grito «usted no me gusta» y casi enseguida avanzo para abrazarme el cuello; riendo y besándome como si supiera besar. Nunca estuve enamorado de Angélica. La petición de mano que le estoy contando se realizó en esta misma casa enorme donde estaba apresado el frío de un otoño y donde el olor a encierro resultaba casi insufrible. Comprendí que la José la había aleccionado y la novia supo repetir algunas palabras de aquiescencia. Triste y cómica era la escena. Le repito que nunca estuve enamorado de ella tan alta y flaca cuyos muslos, se adivinaba, no superarían nunca la prueba de la moneda. Tan anémica y sin alegría de vivir. Tal vez se trataba de la maldita piedad que, según he leído, puede ser más fuerte que odio y amor. Yo imaginaba una felicidad inmediata muy sencilla: una gran chimenea encendida, cálida como un incendio, cualquiera fuera la estación y los dos desnudos mirando el fuego. Me sería indiferente que, hubiera sexo o no. Dependería de ella.
»Y así terminó mi farsa. Porque yo simulé enfrentar los argumentos de José y luego retroceder hasta claudicar consintiendo. Tenía mis razones para desear, sin imponer, el resultado de la entrevista. La José estuvo muy astuta y yo también.
»De modo que la José triunfó, me hizo llegar a lo que se había propuesto desde la primera visita al consultorio. Un juez borracho y mi gran amigo, el padre Bergner, nos hicieron marido y mujer en una ceremonia libre de curiosos. Nos instalamos en esta casa, que dejo de serme extraña, y conseguí con influencias un puesto de médico en el hospital que nos permitió subsistir en el día a día. A los tres, porque la José nunca se ha separado de mi mujer. Y así hasta que un tribunal lejano resolvió el viejo pleito a favor de don Jeremías Petrus. Vendimos la ruina que llamaban astillero y el pequeño ferrocarril por el que pago muchísimo dinero una de las tantas empresas de paja que el Vaticano tiene dispersas por el ancho mundo. Ahora, no paso de forense y de atender a mis amigos de la costa.»
15 de junio
Este apunte debió ser escrito cuando recordé la noche en la lujosa con aquella mujer de la letra hache intercalada, del incomparable dominio lingüístico y de una inteligencia que mucho me superaba. Y que, como tuvo la habilidad de volver a perderse en otro mundo, en otra de las noches de donde había venido para hacerme dichoso y desaparecer, logró hacerse misterio y, por eso, inolvidable.
No quería hoy escribir una sola palabra que tuviera relación con ella. Pero vuelve y me obligó a pensar en otra forma muy distinta de ser hembra y apuntar algunas líneas sobre la patrona de la pensión que me cedió una lujosa, nuestra feroz y humilde Patrona. Pienso que los sanmarianos no podemos aspirar a más.
Corpulenta y mulata, con las trenzas gruesas y grasientas colgando duras a los costados de la cabeza como puestas para enmarcar la maldad de la cara, boca amargada, ojitos de piedra negra.
Esta patrona, siempre vestida de negro y sin adornos, tenia un largo pasado al que jamás aludía, un pasado conocido casi en detalle por Díaz Grey, que todo lo conoce y que no es imposible que sepa también cuales palabras estoy eligiendo al cumplir con mi deber casi escolar de garrapatear mis apuntes.
Su voz era la de un hombre con las cuerdas vocales castigadas por el alcohol; era cliente de la farmacia que fue de Barthe; el médico me había contado que la patrona estaba debiendo dos muertes sucedidas muy lejos, allá por el sur.
2 de julio
Este apunte lo escribí semanas después de otro muy extenso en el que intenté traducir confesiones del médico. Trato de resumir porque hoy me ha tocado un día de pereza. Angélica expulso el feto y se vio que era hembra. Casi enseguida la madre parió también su odio. Trato de asfixiar en la cuna a la niña cubriéndole la cara con la sábana. Una casualidad, un descuido del que nadie era culpable. Salvada la niña de la muerte por asfixia, meses después la José descubrió que Elvira mostraba huellas de golpes. Y escucho el llanto incoercible de la criatura hambrienta que la madre parecía ignorar. En una escena desagradable, Angélica grito algo así como:
«La odio y la voy a matar. Nunca me olvido de todo lo que me hizo sufrir cuando nació. Y, además, yo quería un machito.»
Estudiaron muchas soluciones y otra vez gano la José. «Se la dimos a mamá que la criara como hija pagándole fuerte el patrón, mes a mes».
Que Brausen, sea quien sea, me perdone pero juraría que la José, mensajera de la paga, distrajo muchos pesos para regalar «algunas zonceras» a sus visitantes de medianoche. Y otra vez perdón por sospechar que también Díaz Grey fue uno de esos visitantes. A propósito, nunca supe como eran en realidad las relaciones del médico con su esposa. Recuerdo que una noche me dijo que ella era ninfómana. Que había consultado con «médicos de la capital, especialistas en problemas del sexo, médicos de prestigio y de verdad, no pobres lavativeros provincianos como yo», y aceptaba el diagnostico de ataques ninfomaníacos recurrentes y nunca previsibles. Bovarismo, sentenció uno. Algo semejante a los ataques de petit mal. Y que el, cómplice con la José, se limitaba a que Angélica Inés tragara diariamente, sin saberlo, su píldora anticonceptiva. «No podría tenerla prisionera». Por lo demás, enferma o no, era una persona y le tenía cariño y deseaba que consiguiera sus pedazos de felicidad.
10 de julio
Anoche me vino el ataque y haciendo balance debo dar gracias. Sé que algo muy parecido lo leí en las declaraciones de una mujer casi famosa pero no puedo recordar su nombre. Tal vez las raíces de esta coincidencia sean distintas. Ella, ella y yo, él.
Esa mujer decía que su mayor felicidad consistía en lograr que la dejaran sola y su mayor desdicha que le impusieran la soledad. Pienso que el ataque de anoche no sólo fue causado por haber quedado sin compañía en la gran casona. Eufrasia y la chiquilina se habían ido, muy temprano mientras yo dormía, a Santamaría Nueva. Encontré al despertar a mediodía pan, tortilla y chorizos. También había sobre la mesa una botella de caña pero me contuve y no bebí. Tenía además unos cuantos libros de asesinos y detectives pero no me daban ganas. Hacia tantos meses que nada me llegaba de Aura, nombre que en otros tiempos expresaba nuestro cariño. Nunca sabrá cuanto la sigo queriendo.
Era un hermoso día soleado y después de comer me eché vestido en la cama grande. No para la siesta sino para mirar, bocarriba, inmovil, con las manos juntas sobre el vientre, la evolución del sol en el piso y en las paredes. Minutos, horas. El sol trepando y yo quieto jugando a la indiferencia. Nada que ver conmigo. Se fue acercando el crepúsculo y acabé por aceptar mi error cuando vi que el sol, ya casi horizontal, estaba lamiendo la reproducción de la cortesana del collar de gemas, tan gastada por el tiempo y sus mudanzas.
Y de pronto empezó. Como siempre, tan temida y nunca olvidada. En el comienzo yo pensaba mi nombre completo y lo repetía sin hablar, miles de veces, hasta que ya no era mi nombre, nada significaba. Pero como yo seguía siendo yo, tenía fatalmente que preguntarme quién es yo, porque yo soy yo y definitivamente no otro. Y la imposibilidad de pensarme, sentirme otro. Agregando que además ningún otro podría nunca comprender si yo tratara de explicarle este, mi ataque. Porque todo otro, conocido o imaginable, negaría serlo, afirmaría sin la más pequeña duda ser un yo. El suyo, y que se vaya al infierno.
Recuerdo que en Monte, hace años, traté de confesarle algo muy semejante a esto a un siquiatra de diván. Este medico de diván, muy inteligente y católico, no me dio un diagnostico pero si dijo a un amigo que yo estaba loco.
Debo dar gracias porque esta catarsis me vació a mí y volví a sentirme burlón e indiferente y sería la madrugada cuando tomé algunas copas de caña aunque varias veces había dicho nunca más.
Miré amanecer en el cielo y en el río y contemplé el eterno misterio verdinegro del bosque.
13 de julio
La pereza y los días fueron enfriando las frases de aquella mujer de una noche. Ya de mañana, eligió despedirse con una mentira. Me dijo que estaba viviendo en el hotel Victoria. Este es, por ahora, el último nombre que le pusieron al enorme edificio que, según me cuentan, fue en un tiempo un hotel caro y muy visitado.
Periódicamente se producían las quiebras, aparecían otros propietarios, se hacían reformas y se inventaban nuevos nombres que intentaban lograr el olvido de tantos fracasos.
Pero pude averiguar que la mujer que en el hasta mañana mintió llamarse Mirtha, nombre en el que era imposible insertar una hache, nunca había pisado el Gran Hotel Victoria.
Ella habló mucho entre las interrupciones que fuimos requiriendo aquella noche y mañana. Cada vez más alargadas y empeñosas. Pero me basta con el recuerdo y la tristeza del bien perdido. Lo que me importa es tratar de reconstruir sus frases. Aunque debo dejar escrita mi sorpresa inicial. Cuando empezamos con la batalla que llaman amor, vi, sentí que aquella mujer nada tenía que ver con las putas que yo levantaba del Chamamé. Aunque intentara no creer, era indudable que ella gozaba. No trató de engañarme con suspiros, gemidos, gritos sueltos o ahogados ni revolcando la cabeza en la almohada.
Me bastó mirar su cara dolorosa que sufría hasta alcanzar la fealdad. Aquel frenesí impúdico tan ajeno a la quietud paciente de las putas del salón de enfrente. Pensé que llevaría mucho tiempo de castidad cuando me obligó a cambiar la posición de mi cuerpo, se colocó encima y casi de inmediato dijo:
– Ay, Dios mío -mientras las lagrimas le mojaban la cara.
A lo largo del encuentro hice amistad con su triple oferta y fui gratificado con una sorpresa que me aumentó la furia.
Al apuntar esta ventura recuerdo que en mis experiencias comprobé que los perfumes femeninos se dividen entre los que me dan evocaciones marinas y los que me obligan a pensar en un cubil de fieras.
La falsa Mirtha era generosa con ambos.
Pienso que estas felicidades compañeras se dan pocas veces en la vida, sin haberlas merecido. Acaso porque el destino esta de buen humor.
Todo esto es muy hermoso pero ya no me excita. Mañana trataré de reconstruir y apuntar lo que ella me fue diciendo como si se confesara.
15 de julio
Tal vez este confundiendo los tiempos. Elijo este para Díaz Grey. La imposición del teléfono parió indignación y tristeza. Aquella blancura arrinconada me estuvo recordando que no había en el mundo ninguna persona a la que yo deseara llamar.
Y cuando el aparato sonaba lo sentía como un zumbido entrecortado que perforaba el aire, sólo para retirarse después de las palabras escasas.
Era siempre Díaz Grey y hablaba como temiendo que un tercero escuchara.
Una vez por semana al menos, pero nunca en día fijo. Pienso que el hipotético pinchatelefonos quedaba defraudado porque nuestras conversaciones eran siempre variantes de este modelo:
– Hola, Garr. Quería invitarlo a robar un malta si no tiene algo mejor que hacer (aquí reía simpático)
– Caramba, doctor. Pensaba masturbarme. Ya sabe ustéd que Onán…