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Pienso que con lo escrito cualquier lector puede dibujar un mapa de aquella región de Santamaría. Pero ni yo sabia de mi acercamiento, tan lento, a través del gotear monótono de los días y las paginas, a la mas dolorosa y vulgar de las caras de mi desgracia.
Ahí estuve y mire. Con la promesa, cumplida, de muchos dólares, la perspectiva de un trabajo interesante y embrutecedor, la esperanza de una larga aunque incompleta soledad. No se cuanto mas tarde estuve recordando el faro que nunca pude habitar en el Río Negro.
Paréntesis: Fue en Monte donde me entere de la existencia de un puesto vacante de farero en el Río Negro, un río que parte el país, casi exactamente, en mitades. Algún cínico apátrida me dijo una vez que la parte norte era para Brasil y la del sur para los argentinos. Yo andaba solo y muy pobre y con ganas de huir de todo el mundo. Por contactos familiares, el faro llego a ser mío en los papeles de la burocracia. Pero cuando supe que mi deseada soledad solo iba a ser quebrada una vez cada seis meses por una lancha cargada con latas de comida y diarios, de fechas caducas, me eche atrás aterido por un miedo mas fuerte que la humedad del faro nunca usado.
Olvido el Río Negro y su alto faro parpadeante que seguirá señalando rutas a los marinos. Es probable que lo hayan privatizado y que algunos nórdicos estén cobrando peaje.
Ahora contemplo otro no que supongo manso. Queda descrito sumariamente este curioso escenario; como todos, reclama personajes, personas, pobladores que, poco mas tarde, fueron apareciendo y el supuesto portugués me los fue presentando.
Fue como si hubiera hecho chasquear los dedos. Primero aparecieron Tom, Dick y Harry con grandes botas aguadas, con grandes blancas sonrisas aprendidas desde la infancia allá en Oklahoma City o Main Street o Texas. Me parecieron simpáticos y crueles. Nos saludamos: su español baldado y mi ingles tartamudo. Con mucha cordialidad me hicieron saber que la represa estaba prácticamente terminada y que solo podía servir para dar consejos innecesarios sobre una vaguedad que no nombraban obras de ratificación de apuntalamiento. También supe por ellos que, mas allá del temeroso puentecito y siguiendo siempre hacia el este, existía y prosperaba una Colonia Suiza de la que alguien alguna vez, en un pasado huidizo, me había hablado. La mención de la Colonia me bastó para que Tom, Dick y Harry se rejuvenecieran con rubores débiles y breves, rieran y cambiaran golpes en los hombros desarrollados y fortalecidos en los campos de deportes de universidades tan lejanas ahora como sus primeras juventudes.
Repuestos, uno de ellos hablo, tal vez fue Dick. Me explico que ahora la Colonia Suiza no era ni por asomo una colonia sino una ciudad pujante, volcada al futuro, en constante expansión, y no re-cuerdo cuantas otras bellezas y tonterías mas. Si, fue Dick quien inicio las alabanzas. Era un coro y, por caso de celebración inconsciente, pensé en el titulo que un amigo muy querido prometió poner a un libro pornográfico que jamás llego a escribir: La unanimidad de las cotorras. Nada que ver, pero se me ocurrió sin culpa.
1 de mayo
Y aquí estaba en un lugar, que solo existe para geógrafos enviciados, llamado Santamaría Este, sacudiéndome el pasado como trataba de apartar las pulgas una perrita muy querida que alguna vez tuve y con mi falso titulo de ingeniero, tratando de dirigir el trabajo de unos veinte peones mestizos y explotados. Estábamos terminando de construir una represa, justo allí donde el río y la tierra imponían un codo.
3 de mayo
Era la hora del hambre, del sol justo encima de nuestras cabezas. Estábamos dentro del edificio que me quedo destinado como casa, hecho con grandes piedras fofas. Alguien había ido hasta la caravana para volver con una botella de whisky, de marca para mi desconocida, y vasos de plástico. Uno de los gringos me dijo:
– Ahora le falta conocer a dona Eufrasia. Para ir bien con ella hay que mantenerle el tratamiento. Ya vera. Todavía tiene buen cuerpo. Nadie sabe si treinta o cuarenta. Ella es tres cuartos de india y muy mandona si le toleran. Con nosotros anda en una especie de paz armada. Fue al este a comprarnos alimentos frescos. Odia las latas mas que nosotros. Y nunca nos falla, debe estar por volver.
Y dona Eufrasia llego; un cuerpo que me pareció deseable aunque con grandes pechos cayentes. Pero la cara había sufrido mucho y era mejor no mirarla; probablemente ella lo agradeciera.
Era alta, oscura, sudorosa y desgreñada, un animal cargado en los lomos con una mochila de cuero reluciente, propiedad de mis amigos, y colgando de cada brazo una bolsa red llena de marcas comerciales. Saludo con un cabezazo mientras mis gringos hacían presentaciones confusas. Se alivio de los pesos y me mostró como un relámpago su dentadura blanca, interrumpida por el lento saboreo de la hoja de coca. Nos apretarnos las manos y yo apreté una maderita seca, y tanto sus ojos negros como los míos compusieron un mirar turbio y burlón.
Pero supe enseguida que había algo mas. Oí tres palabras de orden: saluda al señor. Entonces se desprendió del refugio de la pollera la forma intimidada de una niñita rubia, con grandes ojos claros, impasibles, que solo investigaban tranquilos, con su breve pollera escocesa y una blusita blanca y limpia. Insistió la madre:
– Elvirita, saluda.
Y entonces la niña dijo "salú" moviendo una mano, levantando la clara inocencia de sus ojos.
Mucho tiempo paso antes de que aceptara que había sido yo el inocente.
La mujer hablo:. *»
– Es preciosa, todo el mundo comenta y me la hacen consentida. Otra tuve, de apelativo Josefina, morochona como el padre. Poco se de su vida. Me tienen dicho que esta en casa de un medico, pero un medico de verdad.
Bastaba mirar la piel de la señora Eufrasia para saber que no necesito ayuda oscura para tener una hija morochona.
Pasaron meses rellenos por la monótona reiteración de los días. Al agua para vigilar su presión y vigilar el trabajo del mestizaje, casi recompensados de la miseria que les aguardaba en sus chozas de la selva, por las libras que, turnados, algunos de mis amigos gringos les tiraban en las quincenas de pago.
La casona demasiado grande y toda pintada de blanco, en guerra contra el sol asesino, inútil para las noches en que el calor se situaba, inmóvil y resuelto, sobre nosotros, la casa blanca, el mundo en que vivíamos. Quedaron los mundos helados del recuerdo pero ya no ayudaban, ya no se creían. Y entonces comenzaron las bromas porque dona Eufrasia, insuperable en la factura del locro, en el arte de asar carnes y sabiendo siempre quien la quería seca o sangrienta, comenzó a engordar.
Éramos cuatro: Tom, Dick, Harry y yo. Y el calor nos obligaba a quemarnos labios y boca con salsas de ají. Así sudábamos mas.
Eufrasia cocinaba, hacía de la casa un alarde excesivo de limpieza, Eufrasia era feliz y sin necesidad de sonrisas, Eufrasia seguía engordando, milímetro a milímetro.
Todos los domingos, al madrugar, Eufrasia iba caminando hasta la iglesia de Santamaría. El edificio evocaba la Colonia española y tenía, puntual-mente, rosadas las cuatro esquinas. Había dejado en la casa alguna comida y era necesario tirar a suertes quien debía encargarse de ir hasta el pueblo ciudad para comprar alimentos y bebidas. Y siempre viajábamos en pareja para disfrutar del lento placer de apoyarnos en el mostrador del Chamame para tomar un aperitivo o mas. Según venían las cosas, y era imposible adivinar su origen, los mediodías del domingo transcurrían en silencios sin rencor, cada uno en su vaso, cada uno mirando sin ver la estantería pesada de botellas, las manchas de humedad en la placa sin replica del espejo que algún día lejano reflejo fiestas, parejas, suizos de tez rojiza y atezada.
Otras veces la compañía se hacia sentimental y se producía una especie de competencia no deseada, con evocaciones de lugares, montañas, lagos, caseríos o ciudades de cemento, vidrio y aluminio. Y no faltaba la exhibición de fotos de mujeres con sonrisas tontas y niños pecosos. Todos esbozados en la bruma de anécdotas que creíamos definitorias y clavadas en el tiempo.
Teníamos que regresar con la hora de la siesta. Eufrasia, después de lavar culpas en el confesionario, había emprendido su trote corto y sin fatiga hasta el rancherío norteño donde tenia familia o tal vez un hombre esperando en soledad, calor y botella. Ahora Eufrasia engordaba centímetro a centímetro.
Me contaban los gringos que, cuando empezaron a estudiar el no arroyo para emplazar la represa, escucharon justificaciones de indígenas ancianos que recordaban o simulaban recordar una gran crecida que anego el valle, trepo hasta tapar las pequeñas colinas, arrastro taperas, animales y vivientes. (Por lo menos, se acordaban de tantos abuelos muertos, llevados por la correntada hacia el mar, y nunca mas se supo.) Cierto día, cuando ya habían quedado en el recuerdo de los gringos las zambullidas para calcular profundidades y resistencia del fango, eso fue en un principio del trabajo, la gordura tenaz de Eufrasia derive hasta formarle un vientre en punta.
Sintetizando, tratando de afirmar su compenetración con aquel lugar de tierra al que habían traído el tipo de cultura y los impasibles métodos de ganancia y explotación, proclamados allá lejos en el lema de su única bandera: In gold we trust, las bromas iban por ahí: -Conocemos la madre del cordero.
– Se sospecha quien es el padre de la criatura.
Y las tres caras rosadas, pecosas, que conservarían, y tal vez para siempre, en la hora del regreso, de los golpes en la espalda como serial de cariño, de los cócteles preparados o vigilados por sus respectivas esposas, de la indomable barriguita, reiteraban graciosos chistes agotados:
– Que aquel domingo los dejamos solos y vi como te brillaban los ojos.
– Que hay que ver como ella te prefiere al repartir la comida.
– Que anda simulando que no te mira.
– Que cuando dos se enamoran es cosa que se huele.
– Que tiene que ser casi desde que llegamos. Porque le debe faltar poquitos días y acaso horas.
– En cuanto aparezca le vamos a ver el parecido.
Eufrasia, impasible, tan olvidada de su barriga como del momento en que se la iniciaron, limpiaba la casa, nos alimentaba con lentejas, verduras y un poco de carne cada semana. Y trotaba sin perder domingo, hacia la iglesia, hacia los rancheríos del norte. Aquel día, como siempre, nos había dejado empanadas de dulce de membrillo. Iba recitando para si los padrenuestros y las avemarías que había recetado el señor cura. Y a cada paso, centímetros mas o me-nos, aumentaban su dicha y su sudor, se iba sintiendo limpia, bendita, hostiada, lista para trepar a la serenidad eterna de los cielos.
Pero los cuatro hombres no teníamos nuestra iglesia; y además debíamos recurrir a las latas de diecisiete conservas, siempre dudosas. No teníamos iglesia ni heladera a querosén. Porque Tom era baptista, Dick metodista, Harry judío y yo había perdido tiempo atrás una vaga creencia papista.
Estar colocados en aquel casi desierto no era nuestra culpa, era voluntad divina. Si a ellos les nacía algún temor, algún reproche de conciencia, lo descartaban con la oración nocturna y lecturas de la Biblia. Tal vez no coincidieran en interpretar el significado de versículos, frases tortuosas, tenaz reiteración de disparates, amenazas tan terribles que parecían saltar sonoras del papel donde estaban impresas.
24 de mayo
Los viajes de dona Eufrasia con la niña rubia colgada del brazo a Santamaría Este, Colonia Suiza en realidad, acabaron revelando otros motivos que la visita a los padrinos. A cada uno de sus regresos, Tom, Dick y Harry observaban con discreción su barriga creciente y hacían apuestas sobre los meses faltantes y, mas allá, sobre el sexo del no nacido. Nunca quise entrar en el juego de las profecías que ellos trataban de mantener ocultas para la mujer. Pero una vez le oí decir con voz muy tranquila y suave a no se cual de ellos:
– Seguro que hizo lo mismo su señora madre.
Nadie contesto y todos simulamos absorbernos en pequeñas tareas inútiles para ahuyentar el recuerdo de la verdad nunca vista: madre horizontal, despatarrada y suplicante, padre muerto para el mundo, adhiriendo enfurecido sudores de pecho, inconsciente del ridículo vaivén de sus sobrias nalgas de varón.
4 de junio
Para nosotros, que dormitábamos bajo los árboles, vino de improviso. Era una tarde bochornosa y podíamos divisar allá arriba pequeñas nubes negras que se iban reuniendo, fusionándose. Para dona Eufrasia, que lavaba en la gran pileta platos o ropas, debe haber llegado con un dolor, un grito, una sucia palabra. Con pasitos muy cuidados fue llegando a la puerta hasta hundirse en la penumbra fresca de la casona.
Yo fui el primero en despertar al susto. Anduve zigzagueando hasta la ventana de la pieza de Eufrasia y me senté, acuclillado, mi espalda contra el muro, la oreja en escucha.
Como siempre me fue imposible imaginar a Eufrasia llorando, lo que oí no eran llantos sino débiles gemidos de cachorros ciegos. Mientras se acercaban los muchachos, con la siesta interrumpida por mi excursión a la casa, caserón, los gemidos, de agudos pasaron a graves. Llegaron al grito; al balbuceo en las pausas de invocaciones a la Santísima Virgen Maria y a Santa Carolina, mártir y también virgen, protectora de parturientas. Crecían los aullidos y yo sabia que los dolores la estaban revolcando y le es-cuchaba mezclar rezos con maldiciones según las cuales todos los hombres del mundo hedíamos por culpa de mil defectos, prometía usarnos como letrinas y todos éramos hijos de madres excesivamente putas.