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El ruido del llanto y de las quejas de Eufrasia se escuchaba desde fuera de la casilla subiendo y bajando porque era seguro que la mujer mordía algún trapo sucio para aminorar dolores y sonidos. También a veces se interrumpía para rezar gangosa y era posible escuchar su plegaria.
– Ay, Santa Carolina, tan fácil que fue entrar y tan difícil de que saiga.
Los demás se habían apartado hasta el galpón en busca de carne para preparar el asado que comerían con una curiosa ensalada de legumbres y algunas hojas de plantas de perfume fuerte y nombre desconocido.
A cada gemido yo me sentía mas nervioso. Cuando sentí que para mi aquello era demasiado, me levante y les dije:
– Esto no lo aguanto. Voy a Santamaría Vieja que conserva hospital. Busco partera, comadrona o medico. Si la dejamos, la Eufrasia se nos muere.
El cielo estaba nublado y el calor húmedo hacía brotar el sudor. Mientras iba hasta el jeep oí decir a alguno de mis amigos Wasp:
– Parirás con dolor.
Finalmente subí al jeep y lo puse en marcha, resuelto a ir hasta el pueblo en busca de una comadrona para la parturienta. Hundí el acelerador y me aleje de la casona. Tenia que recorrer kilometres y el tanque estaba lleno. Aunque hice después muchas veces el viaje a Santamaría Vieja, ida y vuelta, nunca me entere de cuantas leguas nos separaban. Me aleje hundiéndome en el polvo y en el calor que continuaba creciendo lentamente.
Mientras corría el jeep en aquella tarde que fue bautizada como el día del gran parto, era consciente de que a mi derecha estaba el no. Las casitas de los Pescadores siempre blancas, cuidadas y limpias, la fila de lanchas y el escándalo de los niños, tan sucios y Felices, ajenos a la reiterada prohibición materna: no te me ahogues o te mato. Yo avanzaba siempre paralelo a todo esto. Meses atrás había visitado aquella parte de la costa por curiosidad, casi turística, con el pretexto de comprar algunas corvinas frescas para cocinarlas a las brasas. Si, usted quiere decir a la vasca, recuerdo que me alecciono desde su barca un hombre semidesnudo que hablaba libre de la simpática tonadita de los sanmarianos. Sospeche que me iban a estafar, pero ellos superaron mis cálculos. También escuche voces incomprensibles traídas de países muy lejanos. En uno de mis viajes quincenales, Diaz me aclaro la confusión.
Mas allá, cerca de la ciudad, se amansaba el río y los Pescadores domingueros se agrupaban junto a las caletas. Seguí adelante siempre tratando de conservar una hipotética línea recta, moviendo tierra seca, levantando una polvareda que ondulaba para cubrirme al descender. Y de pronto, sin aviso, un agujero enorme, metros de ancho y atravesando de un costado a otro el camino no trazado que llevaba, hasta que lo cortara el zanjón, a Santamaría Vieja.
El monstruo frente a mi jeep. Ya me habían prevenido sobre su existencia pero, claro, nadie pudo decirme en que lugar de la distancia se abría para tragar viajeros. Entre débiles puteadas, las puteadas siempre se debilitan cuando no tienen destino huma-no concreto, descubrí que a la izquierda alguien había colocado dos largos tablones que se ofrecían para evitar la caída. Pensé si aquel puente primitivo aguantaría el peso del jeep y el mío. Tal vez trabaje un tiempo. Luego enfile el vehículo y cruce lento sobre los estertores de las maderas. Supe otro día que a ese agujero maldito le llamaban Barranca Yaco pero jamás supo nadie decirme por que.
Y luego entre en callecitas, calles, avenidas, plazoleta de inverosímil héroe desmontado. Allí estaba alto y gris, enfundado en un levitón de plomo, sosteniendo paciente con ambas manos un racimo de uvas muy gruesas, acunadas en una hoja de parra. Era como una maqueta grande de una proyectada ciudad desierta con muchos eucaliptos jóvenes, con cortinas de hierro tapando y prohibiendo negocios variados.
Entonces me puse a distribuir destinos y pasados.
Ninguna cortina, ninguna puerta cerrada pudieron sugerirme presencia o temporal ausencia de medico. Una bata blanca, una sonrisa de bienvenida, lustrosa, inmutable por ortodoncia. Y la Eufrasia seguía muriéndoseme. Hasta que lo vi, surgido de ninguna parte, de ninguna puerta clausurada, de ningún estrépito de metales arrollados. Estaba junto al portal que yo, creo, hubiera tenido que atribuir a Artículos navales. El miraba desconcertado la intrusión en k soledad de un jeep y su chofer.
Nos separaban unos cincuenta metros. Bestia un overol, era alto, robusto y recién afeitado.
Estuvimos mirándonos hasta que el sonrió y se fue acercando, balanceándose para mantener el equilibrio sobre una cubierta embravecida. No, no se trataba de ningún pensable mar. La prudencia de los pasos era fruto de la libre fiesta alcohólica de su noche.
Sonreía bondadoso.
– Antonio, para servirlo -dijo-. Le di mi nombre y nos estrechamos las manos sin hacer fuerza.
– Desde donde viene, amigo -pregunto algo incrédulo.
No se por que me invente para responderle un simpático cantito que de alguna provincia seria.
– Yo vengo de allá abajo, del río, y ando en busca de medico o partera para una dona que la deje forcejeando pero no acaba de salir de cuidado.
– Del río -fue comprendiendo el hombre y aparto con un pie la gran valija que había arrastra-do y que yo creía no haberle visto-. Conozco, conocí y gracias a Dios deje de conocer y pude olvidar cuando las cosas mejoraron.
– ¿Usté estuvo? -pregunte-. Cuando, en que tiempo.
– Hace mucho, era un tiempo de desgracia. Y usted sabe, la mala suerte, dijera un amigo, es como una costra que le cubriera el cuerpo, sin pecado, y si a veces cae es porque Dios o Destine quisieron.
– Se lo comprendo muy bien. Pero quisiera saber por que Santamaría se ha vaciado de gente.
– Bueno -dijo con risa-, estoy quedando yo. Pero también yo me estoy yendo., ¿Cómo no le avisaron? Si andaba buscando ayuda para esa desgracia…
– No me avisaron o no sabían. Mis compañeros de trabajo son gringos. Que van a saber de fiestas locales.
– Pero se me ocurre que usted, con respeto, es mas o menos tan gringo. Le digo mi sospecha: usted es un che.
– Cierto. Pero soy un che oriental.
– Ah, perdone. Lo estaba confundiendo con porteño, que tanto daño nos hicieron. Un abrazo.
Y Eufrasia sangrando.
Cuando me libre del apretón insistí en mi urgencia. El hombre repuso:
– Le explico todo en dos palabras. Estamos a jueves y cae en San Cono, que es el santo patrono de la ciudad. Todas las ciudades tienen. Aquí le llamamos puente. No se si usted me entiende. Compruebe. Jueves San Cono, viernes salteado, sábado, do-mingo no se trabaja. Los ricos empiezan a volver con sus coches de sus excursiones los días lunes. Los que no se mataron en la carretera, ida o vuelta. Cada año, aunque no haya puente, San Cono mata mas cristianos. Y no le importa que sean mujeres o niños. Esta en las estadísticas, que no mienten. En cambio nuestro San Cono, le hablo de nosotros, los pobres, tenemos que recibirlo como una esperanza de algún dinero. Casi siempre en monedas. Nosotros, mi señora y yo, vamos a vender cosas de la fecha, alimentos, refrescos aunque sin hielo. También otra gente amiga se distribuye por el mercado de las pulgas, la feria de Yaro o el Rastro. A cada uno su suerte.
– Esta claro. Pero yo vine por esa mujer que…
– Si, señor. Y yo solo distraigo y lo demoro. ¿Pero lo demoro de que? Si usted no la trajo será que no se puede. Para el hospital también es San Cono.
Solo conservan urgencias pero de ahí nadie se le va a correr hasta la obra del río. Comadrona no conozco. Y menos partera. Se me ocurre una pista pero no le doy garantía. Nos queda el doctor Diaz Grey pero ni me imagino que puede resultar. Para mi, esa casa tiene algo de misterio. Bueno. Llegar le va a ser fácil.
– ¿Díaz, dice?
– Sí, el medico del braguetazo. Mire: toma derecho a la izquierda y cuando ve la gasolinera, una cuadra antes de llegar, dobla a la izquierda hasta el monte de eucaliptos y ahí mismo mira para el no y ahí esta la bruta casa con zancos que hizo el viejo loco, millonario después de muerto. No tiene perdida. Golpee hasta que abran porque esa gente tiene servicio un mes si y otro no. Buenas personas, sin despreciar; pero algo raras, señor.
Le dije gracias varias veces y obedecí. Fui marcando con las pesadas botas el laberinto que me había dictado y finalmente quede enfrentado a la extraña casa que habitaba Díaz Grey, medico, con su familia y sus servidores.
Unos metros nos separaban. Empecé a caminar cuando me distrajo y desvió un ruido de gente a mi izquierda, un pataleo arrastrado por música y cantos.
La oí comenzar como un murmullo, cantinela que se acercaba hacia la plaza y desde la iglesia. Mas tarde vi sombras y de inmediato el resplandor de los cirios. La procesión la encabezaba un cura tal vez mas gordo que los integrantes del desfile sonoro, enjaezado con blancuras y oros y precediéndose con una cruz que no soportaba ni sufría porque casi seguramente la había claveteado el sacristán con dos listones de pino. Así que no hacia otra cosa que alzarla, con su gruesa vela incrustada en la juntura de los palos, de llama estremecida por el isócrono andar del cura que precedía marcha y cántico:
Señor Brausen por tu amor pan la lluvia y quita el sol.
Otras veces creí oír:
Por mi amor
Mas tarde y coreando la magnificencia del poema, colocaban sobre el polvo zapatos charolados los representantes del cinismo cruel, los ricos, los terratenientes, los exprimidores de peones que se llamaban y se hacían llamar las fuerzas vivas de la nación. Ignoraban estos, como ignoraban todo porque habían nacido en cunas de codicia; todo aparte del precio de cereales, vacas y lanas. Ignoraban que quien nació para veintén nunca llega a medio real. Ignoraban que la que nació para provincia nunca llega a ser país. Y desconocían a los seres animalizados por ellos, sobras sucias, el viejo sudor, las alpargatas arrastradas sobre la tierra, única amiga en renovadas y mezquinas promesas, siempre ajena y expectante para acoger en agujeros el final de sufrimientos y esperanzas. Estos eran los portadores de cirios de llamas palpitantes, ayudando en la noche, sin necesidad, al calor creciente.
Luego la imbecilidad se concentro e hizo temible explosión dentro de la iglesia. Solo pude distinguir, para burlarme sin palabras ni sonrisas, los gastados nombres de Sodorna y Gomorra. No fueron mencionados los deseables Ángeles efebos que, en ejercicio de la democracia, reclame el pueblo de Sodoma. Pero si el cura engalanado recordó una lluvia de fuego que ya insinuaba el repugnante calor que agobiaba la ciudad, comarca, provincia, país o reino llamado Santamaría. Y aulló a los sucios desarrapados de cosechas perdidas que la culpa era de ellos, que la seca o sequía había sido impuesta por Nuestro Señor, el de la infinita misericordia, en castigo por los terribles y sucios pecados de los temerosos oyentes. La gleba, hombres que nunca habían deseado hombres, hambrientas mujeres hambrientas que nunca habían deseado mujeres, que solo sabían cumplir el mandato divino de reproducción despatarrándose y pariendo niños que tenían casi siempre la curiosa costumbre de morir antes de llegar a la incuba-dora del Hospital Mariano-Suizo, donde a veces los admitían.
Tal vez los espantosos pecados habían sido cometidos por boticarios, maestros, alcaldes, terratenientes, caciques. Acaso por la chusma bien vestida y comida que podía permitirse reuniones secretas en las numerosas piezas del burdel y traer desde la capital putas bien vestidas, bien pintadas y tenidas para reunirse allí provistos de buenas bebidas y organizar lo que ellos llamaban una farra.
Pero la verdad es que luego de la procesión y de la falsa indignación profética del cura, el cielo comenzó a nublarse y se escucho la aproximación de los truenos. Al fondo del callejón donde moría, incomprensible en la lluvia, un ultimo resplandor de sol, naranja, ocre, cruzo buscando guarida en la iglesia una pareja de masturbadores ensotanados
Casi enseguida comenzó la rudeza de una tormenta de verano, grandilocuente, de gruesas gotas, instalada para siempre en el cielo, ruidosa, inagotable.