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– Usted no puede juzgar calibrando la bestialidad humana. Habrá visto, tal vez, o sabido de sucesos que van haciendo la historia sin querer. Pero yo, simplemente, no lo hago. Toda la gente no pasa de mierda. Es una categoría respetable si se reflexiona. En un mundo de diferencias, a veces atroces, esa condición nos une un poco. Ustedes, los técnicos y la peonada india. Sometida y aliviándose el hambre con hojas de coca.
Entonces volvió la mujer alta y flaca, con un delantal de payaso o mago. Traía en equilibrio dudoso dos cilindros de latas de conservas y se inclino para que cayeran ruidosas sobre la mesa. Luego, la cara impasible y silbando un blues viejísimo, extrajo de los inesperados bolsillos del gran delantal platos, servilletas y abrelatas.
– Casi servidos, señores machos. Una de las latas es puro botulismo. Ruleta rusa. Adivinen.
Retrocedió dos pasos, hizo una reverencia que casi le dobló el cuerpo y fue retrocediendo de espaldas hasta no estar.
El medico agradeció con una sonrisa burlona que correspondía exacta a la comedia de la mujer. Miro el gran reloj marinero sujeto a una pared y la hora que marcaba su reloj pulsera. Sin incorporarse grito a la puerta vacía:
– Todavía falta un poco, preciosa.
Parsimonioso, cumpliendo un deber aceptado sin protesta, fue abriendo las latas. A veces se lastimaba y lamía las dos o tres gotas de sangre del dedo herido.
Pedazos de alimentos separados de las latas con golpes de dedos cayeron en los platos. Mientras comía trataba de apartar o mezclar sabores del mar y otros terrestres. Hambriento, me frenaba para no devorar recordando platos deliciosos que había comido tiempo atrás, tan lejos de Santamaría.
Entonces se abrió el ojo amarillo y redondo del teléfono. El medico levanto el tubo y solo dijo: «Bueno, ya».
Con una sonrisa traviesa fue hasta los grandes vidrios y tironeo de una cuerda para cubrir con la negrura de una gruesa cortina la noche que tal vez estuviera convaleciendo de la tormenta.
El doctor Diaz regreso al escritorio y dijo sin explicar:
– Es así, pero no todas las noches. Piden luz para guiarse, después oscuridad para los desembarcos, siempre silenciosos. Y siempre pagan. Siempre descubrimos una botella o seis, o cajas de dulces también ingleses escondidas entre tablas del muelle. (No me gusta que a algo duro e inhóspito se le designe con una palabra que también significa blandura y alivio. Prefiero embarcadero y mejor aun, si traduzco al Francés, debarcadere; así se llama el mejor libro de poemas de Superviele.
– Y la policía…
– Tranquilo, amigo. Ellos son los primeros en cobrar.
Desde hacia rato, molesta como una abeja, la canción infantil se interponía entre nosotros. Monótona y tenaz, trepaba sin pausa apoyándose en su propia estupidez para reiterarse y subir.
Una cosa me encontré cinco veces lo diré y si nadie la reclama con ella me quedare.
– Es mentira -dijo el medico mostrando una sonrisa de cariño
– . No puede haber encontrado nada. Se trata de un viejo juego y yo se como termina. O como ella quiere que termine.
Se puso de pie para agregar:
– Le voy a pedir un favor, si no es abusar.
– Yo, si puedo…
– Gracias.
Fue hasta la vitrina casi junto a la negrura del balcón o ventana. Saco un puñado de llaves que surgieron del bolsillo trasero del pantalón. Mire desconcertado la cantidad de llaves exhibidas y su desparejo tamaño. Las había diminutas y otras enormes cuyo uso era insospechable.
Una vez mas, desde muy abajo y como apenas cubierta por una leve capa de tierra, subió y se fue repitiendo tanto, que de infantil se volvía estúpida:
Una cosa me encontré cinco veces lo diré y si nadie la reclama con ella me quedare.
Diaz Grey movió la cabeza, negando y sonriendo.
– Es un viejo juego -repitió-. No encontró nada porque todo esta aquí en la vitrina. Pero ahora le pido ese favor. Que termine su whisky y baje a preguntarle que encontró. No hay peligro.
Levante el vaso sin beber y vacile entre callarme o decir una grosería a la cara flaca y cínica que mantenía su sonrisa paternal.
– No -dijo Diaz Grey-, ni alcahuete ni cornudo. Hace años que mande al mundo, hombres, mujeres, a la putísima madre que los parió. Hace mucho tiempo que nos casamos, que luche para con-seguir que fuera mi mujer en la cama. Ella, la gringa, tenia terror. Es posible que haya tenido que violarla y luego meses de mimos y abstinencia. De pronto, un día de verano vino a ofrecerse. La tome con dulzura, sin agresión, lento, paciente. La conveniencia de que éramos padre severo e hija traviesa. No me importa decirle que vivimos en pleno incesto. Y muy felices. Sospecho que ella sigue masturbándose porque hay sueños que ignoro, hay defensa contra un posible macho poseedor. Solo yo, tan como distraído, sin dar importancia a lo que hacemos. Tan papá con su hijita querida perniabierta y tranquila, en paz, sin sombras de miedo, con una sonrisa de bondad y picardía.
– Vaya; por favor. Es asunto de terapia. Hace dos años o tres que quiero cuidarla de ella misma. La voy a curar antes de morirme.
– Pero que puedo…
– Curarla de ese terror a la gente. La quiero sana aunque gaste y pierda tiempo. Algo de animalito salvaje. Baje y háblele. Como desinteresado, sin hacerle mucho caso.
Antes de que yo bajara la mujer había subido y estaba ahora sentada en la esquina de la mesa mas próxima a la puerta y respiraba silenciosa abriendo la boca, los ojos parecían ciegos. El medico sonrió mientras retrocedía; en la zona de penumbra su bata había endurecido y semejaba mármol.
– Perdóneme -dijo-. No quería molestarlo. Me pareció prudente.
– El coche -murmuro la mujer sin moverse-. Tiene que haber venido en coche.
– No nos asusta el agua -porfié casi insolente-. Vine porque una pobre mujer se esta muriendo. O ya esta muerta, con tanto perder el tiempo. Vine en un jeep tan acostumbrado como yo.
El medico volvió a su sillón, a la mesa excesiva, y dijo con voz suave:
– No me gustan los gritos. Aunque aullé como un perro extraviado no podrá resucitarla.
Permanecí erguido, aceptando el fatalismo, dejando que se me evaporara la indignación y el sostenido impulso que lo había alimentado durante el viaje, el contemplar la procesión a medias entendida, la entrevista con el dueño de la extraña casa lacustre, altiva desde sus catorce pilares. Desvié la mirada, buscando un posible apoyo, hacia la mujer sentada en el ángulo del escritorio: no había ojos que me correspondieran; la cara flaca, aplastada entre dos manchas de pelo amarillo, estaba llena y estremecida por muecas que le retorcían la boca y le agitaban la piel que rodeaba los ojos dilatados.
El medico la miro y de pronto fue como si estuvieran solos, ella y el, sin la presencia del intruso, sin lluvia o tormenta, sin el vibrato de angustia que agregaban a su clamor ronco los remolcadores en el pequeño puerto. Luego, sin dejar de mirarla, el hombre de la túnica manoteo sobre la mesa buscando algo que no pudo encontrar y bruscamente volvió la cara hacia mi para recitar nervioso y rápido:
– Usted no puede volverse allá, ni yo puedo. En su camino esta inundado el zanjón de Genser, que los gringos nos dejaron para marcar diferencias. No hay esta noche ningún auto que pueda cruzarlo sin quedar ahogado. Vayan por favor a meter el jeep en el garaje y vuelvan para abrigarse y comer algo.
El rostro de la mujer se fue sosegando hasta la calma.
– Dame -imploro con voz de niña.
– Si -dijo el medico-, pero no todavía. La mujer se dejo caer hasta pisar eL suelo y se acerco para besarlo en las dos mejillas. Luego se colgó de los hombros un impermeable azul oscuro, chasqueo los dedos para ordenarme que la siguiera y corrimos afuera, mojándonos, hacia la boca del garaje, abierta en la sombra, paciente en su espera.
– Traiga su coche -dijo la mujer mientras entraba en la sombra del garaje y palpaba una pared hasta encontrar la llave de la luz que broto amarilla y pobre, colgada de un cable desde mitad del techo.
Logre vencer rezongos y toses del vehículo y lo maneje lentamente hasta introducirlo en el garaje. Apague el motor junto a un automóvil, largo y oscuro, al que le faltaba una rueda delantera y se apoyaba, embarrado y polvoriento, sobre un caballete.
Cuando baje del jeep recibí el llamado, la voz engrosada de la mujer. La distinguí, mas flaca y alta, empujando la pared con su espalda. Dejo caer el impermeable, fue alzando con desmayo el vestido y, levantando los brazos, se crucifico contra la áspera pared del garaje.
– Venga -ronco-. Venga y tóqueme por Dios, por lo que mas quiera. Tóqueme. No puedo mas- lo dijo como pidiendo perdón.
Sin deseo y sonámbulo me acerque a la mujer y apoye dos dedos en el pelo. No había ropa que apartar. Luego, por instinto, los baje hasta la humedad y estuve subiendo, bajando, hundiendo sin saber si era eso lo que suplicaba la mujer. Sí, era eso. Proseguí moviendo la mano, ridículo, avergonzado, sin conocer con nitidez aquello que estaba pasando, los dedos en su lento pasar torpes e incansables bajo suspiros y un llanto de gatito recién nacido hasta que sentí que la mujer se derramaba y dejaba caer los brazos, el cuerpo ahora con los muslos cruzados, siempre apoyado a la pared, sin llegar a las manchas aceitosas del piso.