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A la luz de la lámpara Aladino la noche se prolongo en alegrías, desdenes y explicaciones elementales.
– Por que no habrá mandado alimentos -dijo Eufrasia- o tan siquiera una radio, que todo el mundo tiene.
La niña repetía una pregunta que variaba entre por que y para que. Finalmente, luego de darle una buena propina al cartero, me anule llevándome un libro a mi camastro de hojas y acomodando a mi la-do la lámpara que me permitiría lastimarme los ojos hasta el amanecer. Releía viejos libros como si estuviera logrando unirme de verdad a los autores y el placer se mezclaba con la tristeza de sentirme ausente, tal vez para siempre, del mundo de verdad, del mundo que yo había conocido y donde en la adolescencia fui formando con días y noches mi personalidad. Tal vez cuando se insinuaba el amanecer ardiente, llegue hasta apretarme la mandíbula para no llorar. Pensaba que cada ciudad, cada etapa de la vida hacen un mundo y me era impuesto comparar este mundo del no de Santamaría de los hombres analfabetos y el ambiente del Chamame, antro donde cada tanto iba a elegir a mi puta. Siempre que el tiempo lo permitiera. Mi cerebro tenia un recurso llamado Diaz Grey pero al cual ahora me era imposible recurrir. Me iba angustiando la atenuada sospecha de que el resto de mi vida pudiera transcurrir frente al rió y la represa, junto a dos hembras de edades muy distintas y semianimales. Pero la autocompasión y la nostalgia, exageradas sin quererlo, no eran útiles para el consuelo.
Los anos pasados en Francia, a pesar de hambres, fríos y lluvias, habían sido un estar en el mundo. Aquí, a pocos kilometres de un pueblo que aspiraba a ser ciudad, me sentía como testigo del nacimiento de la vida terrestre. Los insectos de formas extrañas y siempre voraces de sangre, los aullidos de animales todavía desconocidos que llegaban desde el bosque me confirmaban que no estaba verdaderamente habitando un mundo real.
Todavía puedo recordar, como si la hubiera visto alguna vez, aquella caja de cigarrillos. La habían hecho de madera cara y delgada, de inexcusable color habano. La tapa, de cerámica coloreada, reproducía fielmente la escena que adornaba la tabaquera de Pirron que le fue hurtada en un convento donde le dieron amparo en una noche tempestuosa.
22 de octubre.
Aunque el álbum tenia como titulo Pintura de Francia grabado en grandes letras doradas, casi insolentes, encontré la reproducción de un cuadro de Picasso. Se llamaba La cortesana con el collar de gemas y recordé de inmediato cuanto me había deleitado y hecho sufrir aquella mujer durante unos meses que vague por Buenos Aires como marinero sin patrón.
Recordé aquellos días, aquellas tardes -me-nos los lunes- en que el museo estaba abierto. Allí se exponía una colección de pinturas que mostraban el gusto exquisito y seguro de quien había ido comprando los cuadros. Ahora los herederos la ponían a la venta y la Cortesana amenazaba irse en el lote, como sucedió.
Tuve lastima y simpatía por aquel muchacho, bien vestido con pobreza y mal alimentado pero compensado por aquel amor absurdo, por la fijación de sus ambiciones. Pero el ser perdido que una vez, en un tiempo, fue parte y principio de mi mismo había sido mas joven, con distancia de anos, así que todo buen sentimiento estaba manchado por la envidia. Echado en el camastro, mirando la cara sensual y ordinaria de la mujer con su gran sombrero emplumado, imaginaba estar a espaldas del muchacho extraviado, tolerado por los guardianes, los ojos clavados con reflexión y éxtasis en la pintura tan ajena.
La claridad, nunca el sol, apoyándose con alegría en las piedras del collar. Un día antipático, frió y ventoso, cuando los estudiantes festejaban la primavera ausente en calles y plazas, entre al museo y fui sorprendido por el caos. Los caballetes habían cambiado de sitio, de las paredes colgaban otros cuadros y mi amor ya no estaba. La injuria al pie de la lamina en la que se leía Memorial Reagan Museum. Texas era aumentada por un cartel: Exposición de pintores argentinos postmodernos.
Deje el recuerdo y con un sentimiento de posesión y crueldad clave a la Cortesana contra un simulacro de tabique hecho de tablas. Sabia que al poco tiempo el verano eterno y sus manchas de sol iban a amarillear a la mujer, la iban a torcer e hinchar como el cuerpo de una embarazada.
Elvirita arrastraba y torturaba los restos de un camioncito de juguete, sentada en el polvo. Me espiaba y simulaba volver a su tarea. No consiguió respuesta cuando pregunto:
– ¿Esa es tu novia? -y luego-: ¿Para ser señora hay que ponerse un sombrero así?
Y una tarde sin Eufrasia, llena de nubes blancas, con amago increado de tormenta, estaba leyendo un viaje que hizo mi amigo Bárdame (era uno de mis amigos, nunca vistos, los que imponían talento con palabras, frases, a veces libros enteros) cuando Elvirita pregunto:
– ¿Que haces?
– Leo -respondí sin mirarla.
– ¿Que cosa? ¿Que es leer?
– Palabras.
– ¿Están todas en el libro que lees?
– Todas.
– Las que dice la mama y yo también -pregunto la chica.
– Todas. Todas las palabras se hacen con letras.
– ¿Que son?
Le mostré una pagina del libra y señalé con el cigarrillo sin encender.
4 de noviembre.
Llegaron las lluvias. Hace días que llueve sin viento y las rayas brillantes parecen agujas de metal finas para siempre, impuestas con odio para aumentar depre, mufa, haina, cafard.
Bien se que siempre se esta rodeado de campo, siembras y cosechas, sobre todo viñas, y habrá miles de personas alegrándose con el agua bendita que puede salvar lo que plantaron con fatiga, recogerán con fatiga para esperar el fatigoso chalaneo con los compradores que se habrán descolgado desde las ciudades para estafar y mentir promesas. Claro que los enviados no son mas que eso. Atrás están los empresarios, las multinacionales invisibles y seguras de que el chalaneo les resultara ventajoso.
Pero mi mal humor no se contagia de las alegrías pasajeras de los destripaterrones. Algo le pasa a mi vista y leer me resulta molesto. Lluvia y nada de libros y el olor grasiento de las comidas que prepara Eufrasia (A que esta muy rico, verda patroncito) y además apestan las inevitables tortas fritas.
Cuando le agradecí con una sonrisa de buena digestión algo que no se que era y que podría llamarse, con ironía cruel, tournedos aux fines herbes, sonrisa que ella me devolvió con su perfecta dentadura postiza y unas llamitas esperanzadas en los ojos, tuve un pequeño susto por la situación, por ella y por mi mismo.
La cara de la mujer seguía siendo inadmisible pero las nalgas podían competir ventajosamente con las de cualquier muchacha africana. Por lo menos, en aquella media tarde entibiada y lluviosa, yo empezaba a sentirlo así. Y solo había tornado un buche de aquella cana que la mujer adobaba con hojas de coca que debían agregarse al primer hervor, como me fue explicado.
27 de noviembre
No puedo saber por que" este recuerdo, esta imagen, que nada parecía anunciarme, se mantiene imborrable después de tantos anos. Puedo pensarla hasta en sus detalles mas triviales.
Estaba durmiendo mi siesta hasta que el calor y un mal sueno me despertaron. Me levante tratando en vano de sujetar la cola del sueno y salí a la resolana. Entonces lo vi. Estaba quieto como una estatua, toda la figura tostada. Tendría unos ocho o nueve anos, desnudo el tórax escuálido, el pantaloncito sujeto al hombro con una sola tira de trapo. Cuando me extrañe al descubrir que su brazo izquierdo sostenía contra la cadera un perrito del mismo color bronce que el, me mostró una sonrisa que proponía amistad y era blanquísima.
– Perdóneme, señor, que le haya entrado a las casas sin permiso.
Trate de devolverle la sonrisa y anduve unos pasos para ponerle una mano protectora encima del pelo endurecido por la mugre y toque al perro con un dedo.
El dejo en el suelo al animal que se apresuro a olisquearme los pies descalzos. Entonces el muchacho se puso a recitar:
– Aquí ando vendiendo perros de pura raza y su precio es a voluntad.
– Conozco esa raza -le dije-. No me acuerdo si se llama cinco o siete leches.
– Perdone, señor. Los hermanitos si pero este no. Lo que pasa es que la madre es una perra muy paseandera. Le juro que este no, señor. Si no me cree tírele del cuero del cogote y va a ver.
Lo hice y puse cara de satisfecho. Cuando mi voluntad se concrete en un billete, el muchacho se asombro.
– ,;Todo?-pregunto.
Esperaba monedas; retrocedió unos metros sin darme la espalda, luego se volvió y se puso a correr.
Cuando Eufrasia hacia la comida al aire libre, y esto a través de un numero incontable de meses se había hecho frecuente, me sobraban perros vagabundos con los costillares casi visibles.
Aquel perrito, perro perrazo, tenia un exceso de fidelidad. Me resultaba imposible apartarlo de mi. Dormía en mi cama hasta en noches calurosas y me acompañaba en el jeep cuando iba de visita al pueblo. Todas mis negativas, mis falsos gritos y amenazas morían en su mirada cariñosa.
Nunca logre que Eufrasia lo tolerara. La mujer me auguraba pestes numerosas por mis aproximaciones físicas con la bestia que se portaba con la mujer mostrando una indiferencia tan insolente que parecía no verla ni escucharla. El perro causo muchas discusiones con Eufrasia aplacadas con caña paraguaya, pero nunca en la cama. Tal vez la mas apasionada fue la provocada por la ceremonia oral del bautizo. En recuerdo de un perro muy querido y nunca visto decidí llamarlo Trajano.
Cuando lo supo, Eufrasia comento entre risas:
– El patroncito esta de broma. Nombres de perros son Fido, Capitán, Lobo, Pelin.
Recuerdo que aquella mañana, al afeitarme había descubierto muchas canas en mis sienes y esto me puso malhumorado y triste. Le dije a Eufrasia con grosería: *
– El perro es mío y lo nombro yo. Se llama Trajano.